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Mademoiselle Velour

por Relato ganador

—Observen ustedes, queridas damas y queridos caballeros, cómo divido a este hombre en cuatro porciones con un cuchillo jamonero, de los que usan los españoles para extraer deliciosas lonchas del culo del animal más sucio de la Tierra. ¿Estás listo, querido Pièrre? Escucha mi voz: hazte mantequilla. Fíjense cómo el cuchillo va pasando a lo largo de su carne. Es una pena que nos hallemos en una época donde la mojigatería le puede a la belleza; si no, podrían admirar el hermoso cuerpo desnudo de Pièrre siendo tajado de punta a cabo, en vez tener que imaginárselo bajo esta ridícula sábana. Y ahora lo haré transversalmente, fíjense con qué suavidad se desliza el filo entre músculos, tendones, huesos y tela. Moléculas, al fin y al cabo, que permanecían unidas por una afinidad que mi mente, simplemente, cuestiona. ¿Estás bien, querido? Lo deduzco por tu sonrisa, estás feliz.

»¿Ven la sangre? Esa sangre es real. Pièrre muere cada noche. El verdadero misterio de este número no es deshacerlo en cuatro partes ante sus ojos: es volver a recomponerlo después, cuando ustedes ya no están. Cuando ustedes, señoras, se están quitando las pinturas y contemplando la soledad frente a un espejo que refleja el tiempo; cuando ustedes, señores, ansían una joven y fresca lengua metida en su boca mientras mastican su propio espeso aliento alcohólico.

No se ofendan, es una manera de expresar que aquí a todos y a todas, queridos y queridas, los sueños ya no nos humedecen las noches, las ilusiones no nos hacen palpitar con la expectativa de restregarse mutuamente los amaneceres. Pero es necesario soñar, sin ninguna duda. Para eso estamos aquí.

»Usted, sí, usted, señor gobernador, suba al escenario. ¡Un aplauso para él, gracias! Creo que se ha ganado unos cuantos votos. De nada, señor gobernador. Tome el cuchillo de mi mano y clávelo en las tablas. No sea patético, querido, clávelo con fuerza, debemos demostrar la verosimilitud del acero. Procure no cortarse. Eso ha sonado bien, es un auténtico y magnífico cuchillo de un remoto y enigmático pueblo llamado Albacete. Acérquese, acérquese, contemple a Pièrre, levantaré un poco la sábana. ¡Oh, señor gobernador, casi me vomita usted encima! No se preocupe, suele pasar, utilice ese cubo que tenemos dispuesto ahí ex profeso. ¿Estás bien, Pièrre, querido? Mueve los brazos y los pies para que estos señores y estas señoras vean que estás bien. Estás tan guapo… Ya puede usted dejar de vomitar, señor gobernador, otras cosas peores habrá visto. ¡Un aplauso para él! Tenga, un pañuelo.

»Y ahora, levantaré la sábana para todos ustedes. Para que vean lo que él ha visto. Para que el asombro de la vida y la muerte suceda ante sus ojos. Procuren no pestañear y, por favor, señores, no me miren el trasero con tanta insistencia.

»Cuando la muerte y la vida se conjuntan en el mismo preciso instante, ¿qué sucede? Puede resultar lo más terrible, puede que sea lo más hermoso, dependerá de lo que sus ojos quieran ver. ¿Están preparados?

»E voilà!

Levantó la sábana ensangrentada, hecha cuatro jirones, y surgieron sin saber cómo ni de dónde cuatro niños pequeñitos, desnuditos, que se pusieron a corretear por el escenario lanzando volátiles pétalos de rosas rojas al público. Cantaban una canción, en francés, que todos recordábamos remotamente, como si nos acariciasen el rincón más secreto de nuestra memoria. El aplauso estaba a punto de estallar cuando mademoiselle Velour puso su dedo índice sobre sus labios, susurrando:

—¡Shhhh…! ¿Qué ven sus ojos? Venid aquí, queridos niños, venid conmigo…

Los niños se acercaron a ella y los abrazó, besándolos, envolviéndolos con los restos del lienzo enrojecido. Entonces su voz se transformó en un sonido terrible y súbitamente gritó:

—¡Realmente, qué ven sus ojos!

Lanzó las telas al aire y en sus manos apareció una nube de nerviosas lombrices removiéndose y enredándose unas con otras: los niños habían desaparecido. El pulso se nos heló en las venas, la mirada de aquella mujer parecía incrustarse en lo más profundo de nuestro cerebro. Nos contuvo el alma en la respiración alzando el entresijo de bichos hacia lo alto, susurrando palabras incomprensibles en el centro de aquel tenso silencio.

Y de pronto se escuchó el rasgueo añejo de un violín.

—No es justo —dijo sonriendo— han pagado un buen precio por la entrada, mi deseo es que esta noche duerman plácidamente.

Y soplando de golpe sobre aquella madeja de gusanos hacia el patio de butacas —«¡AAAHHH…!»— surgieron no menos de cincuenta palomas blancas que esparcieron su vuelo por todo el ámbito del teatro —«¡Oooohhhh…!»—. Ella oscilaba sus gráciles y finos dedos imitando las plumas de un ave, y añadió:

—La vida sólo es un instante del que nos vamos yendo lentamente. La vida sólo es un momento en el que se juntan miles de partes que estaban divididas. Por esa razón puede transformarse en cualquier cosa. Gracias, damas y caballeros. Aprovechen para admirarme el escote.

«¡Gracias, gracias!», repetía, en medio de un atronador aplauso, inclinándose en las reverencias cada vez más abajo. El escenario se oscureció y la sala se iluminó. Ella ya no estaba, no quedaba sobre las tablas ni rastro del espectáculo.

Me sentí repentina y absolutamente fascinado por esa mujer.

No sé qué me pasó, qué ideas se me enmarañaron en los pensamientos, qué locura se trabó en mi lógica. Quería verla, tenerla frente a mí un instante, sentirla cerca. No sé qué podría decirle…

En principio no me atrevía, yo siempre he sido un tímido empedernido. Pero una obsesión, un magnetismo incontenible me impulsaba a buscar el camino de los camerinos, con la íntima esperanza de hallar una puerta a la que llamar con decisión y con los nudillos. Y que se abriera. Y contemplarla a ella. Y decirle algo, lo que fuera. Ante su mirada. Y…

Y me aventuré.

El interior de un teatro es un laberinto: escaleras que suben y bajan, pasillos que vienen y van, puertas, rincones… Iba preparando millones de excusas para argumentarle a los conserjes, los regidores, los maquinistas, los técnicos y todas esas criaturas que pueblan los teatros por dentro y que, con seguridad, encontraría en mi recorrido, impidiéndome seguir adelante con aquel axioma de «lo siento, no se puede pasar». Pero no me crucé con nadie.

De hecho, la sensación empezaba a resultar inquietante. Me sentía desorientado, percibía que cuanto más me adentraba en las tripas del edificio, más perdido estaba. Incluso dudé seriamente de ser capaz de volver a dar con la salida. De repente me hallé sumergido en un espacio de solitarias penumbras y perspectivas que no llevaban a ninguna parte. ¿Qué demonios estaba yo haciendo allí? Me sobrevino una angustia claustrofóbica y una urgencia por salir a toda costa, de escapar, de huir, me giré precipitadamente y justo enfrente descubrí un rótulo que esbozaba con caracteres modernistas: «MADEMOISELLE VELOUR».

Fue como si el oxígeno me regresara a los pulmones. Me reí de mi inmadurez, pensé en cien síes y en cien mil noes y, por fin, llamé con el nudillo del dedo índice, apocadamente, dos veces.

Ya me iba a ir.

―Pase ―me respondió una voz.

Y pasé. Me temblaban las rodillas.

Madame

Mademoiselle, si no le importa, ¿me ha traído flores?

―¿Flores? No… yo…

―¡Muy bien! ―exclamó―: eso es que usted es un hombre interesante, se ofrece a sí mismo. Acomódese en esa silla, por favor.

Estaba desmaquillándose sentada frente al espejo, en corsé. Me asombré: era una adolescente. Sus hombros suaves, sus piernas delgadas, sus brazos delicados, su cuello erguido… y su cara pintarrajeada diluyéndose en los restregones de una voluta de algodón multicolor. Me miró, su rostro era casi el de una niña. Emanaba una dulce melancolía, igual que la imagen de una fotografía de la infancia. Parecía más alta sobre el escenario, más mujer… pero apenas había dejado atrás la pubertad, con unos ojos cobrizos y misteriosos y el pelo largo y rubio.

―Beba, querido― me dijo.

Efectivamente, en mi mano sostenía una copa de vino tinto de un remoto y enigmático lugar llamado La Rioja; la debí de coger sin darme cuenta cuando estaba obnubilado contemplándola. Y bebí. Me la bebí entera. Y cuando bajé la copa ella ya no estaba. Me reclamó desde detrás del biombo:

―Discúlpeme, me estoy atusando.

Sobre el borde superior del biombo aparecían y desaparecían raudas telas y vestidos, como si fueran títeres que mueren y renacen.

No sé por qué le hice esa pregunta.

―¿Y Pièrre?

―¡Oh, Pièrre, mi querido Pièrre! Está aquí ―me respondió con una deliciosa carcajada.

―Pero… ¿está vivo?

―Por supuesto, querido.

Escruté el camerino. No era muy grande y estaba colmado de trastos y objetos exóticos: lámparas, una gran alfombra persa, frascos, figuritas, sombreros, la cabeza disecada de un caimán y otros animales, cestos que parecían regurgitar disfraces, insólitas plumas de avestruz y faisán, paragüeros rebosantes de bastones, cajas empedradas, instrumentos musicales, maletas… En fin, no había un solo centímetro libre, prácticamente no se veía el recargado papel pintado de las paredes. Me daba la sensación de estar dentro de un baúl lleno de infinitos tonos, brillos y texturas diferentes. La luz era muy tenue, anaranjada y fantasmal. Pero a Pièrre no lo vi. Andaría por el fondo.

Suspiré, me miré al espejo y ahí estaba yo, bebiendo vino. Sonreí. La copa nunca se vaciaba, y yo bebía… ¿Por qué no se vacía esta copa? El caso es que el vino era excelente. Y de pronto sentí un cálido beso en mi nuca. Un beso que me retembló por las terminales nerviosas de arriba a abajo. La observé en el espejo. Se hallaba detrás de mí, en una sugerente ropa interior de color violeta, dándome unos pausados besos por el cuello que me hacían enloquecer. Me volví a asombrar: de adolescente no tenía nada, era una mujer joven y rotunda, con los muslos firmes y el cuerpo voluptuoso, unos senos apetitosos y un ombligo que producía vértigo. Sus sabias manos buscaban el camino de mi pecho entre mi ropa. Y sus ojos oscuros se clavaban en mis ojos. Era ella, sí, era ella. Yo desfallecía de placer y un incomprensible temor infantil.

―Pero, mademoiselle… ―acerté a decir― ¿Y Pièrre? Yo creo que…

Ella se rió en mi oído, trepidé en lo más hondo de mi interior, y su aliento perfumado inundó mis sentidos. Deslizó despacio su lengua desde mi clavícula hasta mi oreja y me derretí vivo. La miraba absorto en el espejo y no me lo podía creer. Era imposible lo que estaba sucediendo. Me di la vuelta de golpe para abrazarla y besarla y acariciarla y lamerla, y me caí al suelo. Justo entonces mademoiselle Velour apareció desde detrás del biombo, con un largo y vaporoso vestido negro que dejaba sus hombros y su escote al aire, e insinuaba los movimientos de su cuerpo. Hermosa. Bellísima.

―¿Está usted bien, querido?

―Sí… me he tropezado con… el… la alfombra que… la… el borde de… la silla. Gracias, estoy bien.

―Ya veo. ¿Brindamos?

Me aguardaba de pie, en todo su esplendor, en toda su madurez que se ofrecía ante mí. Entonces la vi realmente: era una mujer en el centro exacto de su edad, con un cuerpo acogedor y maravilloso, con la piel andada, sin maquillar, sin disfraces, con una inmensa vida dentro de la mirada, serena, altiva, con un sorbito de travesura en la punta de las pestañas. Preciosa, fuerte, delicada.

Me incorporé sonriendo como un crío, atontado. La copa, sorprendentemente, seguía en mi mano. Y ella sostenía una en la suya.

Respiré, la contemplé, ella también sonreía. Nos aproximamos, nos juntamos, nos arrimamos, nos posamos la mano libre cada uno en donde más nos apeteció del otro, sin ceremonias. Sentimos el calor de nuestros cuerpos pegados. Nuestros ojos palpitaban en nuestros ojos.

Y brindamos.

―Brindo por usted, mi querida mademoiselle.

―Brindo por usted, mi querido Pièrre.

¿Pièrre?

De repente sentí como si se estampara una potente ola en mi cara y me arrastrara, se me fue la mente en un instante a no sé qué universo… y, lentamente, lo comprendí todo.

Comprendí por qué estaba ahí en ese momento. Por qué anduve laberintos en vez de irme a mi casa a sentarme en mi sillón tan tranquilo. Por qué mi deseo fue más poderoso que mis miedos. Por qué no me importaba nada más que estar vivo durante este preciso instante.

Por un beso suyo en mis labios, aquí y ahora, mademoiselle, yo me rompería en mil pedazos, pensé.

Pareció como si me hubiera leído el pensamiento:

―Lo sé, querido, te doy las gracias. Con cuatro será suficiente. Bésame.

Y degustando ese momento en su intensa plenitud, nos besamos.

Y nos amamos.

Y qué felicidad.

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