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Luchadores y poco más

por
¡Llévame contigo, Señor!
¡Llévame contigo, Señor!
Soy un desdichado de espíritu
traicionado por el amor.
Quiero morir para acabar con la agonía
más no puedo seguir vivo sin mi alma gemela
¡Traedme el bálsamo de la muerte!
Lo beberé aquí y ahora 
para reunirme con el creador.
Llevadme a la guerra. 
Lucharé por mi Sire
aunque no me quede honor.
Juro que encontraré la forma de derramar mi sangre.
Si es con una espada en la mano mejor.
¡Arrancadme la vida!
¡Arrancadme la vida!
Que sin ella no puedo vivir.
Maldito destino, sucio embaucador.
Si no podemos estar juntos
al menos lucharé por salvar mi honor.
No hay hombre en la tierra que no muera por amor...

—¡Joder! ¿Te quieres callar de una puta vez?

—¡Suplico un poco de piedad! Ejecutad mi sentencia ya.

—¡No soporto a este imbécil!

Entra el carcelero a escena.

—!Me-cago-en-la-leche-que-te-han-dado-de-beber-y-que-no-se-la-daría-yo-ni-a-una-puta-cabra! A ver, chico, te he dicho que basta ya. Esto es una mazmorra como Dios manda y me estás alterando al personal. Cállate de una vez.

—No puedo, noble carcelero. El amor aflige mi espíritu. Mis versos intentan aliviar el dolor.

—Si eso son versos yo soy monja —replica uno de los reos presentes atado a un potro de tortura.

—¿De verdad que tiés que hablar así? Aquí estás entre amigos. No hace falta ser tan finolis —señala el carcelero que ya ha perdido la paciencia y empieza a mirar su látigo colgado al cinto como la solución a todos los problemas.

—¿Me tomáis por loco, buen carcelero?

—Tú dirás. A saber, te he dicho hace tres horas que el Rey mismo ha decretado tu indulto y que eres libre de marcharte, y aquí sigues, jodiendo a los parroquianos. Eres un teniente de la Guardia Real. Eres libre. ¡Así-que-en-nombre-del-Dios-que-ha-fundío-la-tierra, vete a tomar por saco!

—Un noble me ha metido en la cárcel.

—Normal, te has beneficiado a su mujer.

—Nos amamos

—No me cabe duda. Pero se dice y se cuenta que también amas a la mujer del panadero real, del lechero real, del bodeguero… El teniente Gutiérrez y sus enamoramientos.

—Éste es mi sino. Sufrir por amor. ¡Cupido! ¿Por qué aciertan todas tus flechas en mi corazón? —grita de nuevo el teniente entre los lamentos de los compañeros de mazmorra.

—¡Basta! ¡Largo ahora mismo de esta sala de trabajo! Vuelve con tus compañeros y no te se ocurra pasar por aquí otra vez. No entiendo tus visitas a destiempo y tus condenas de un día. Estoy cansado de esta falta de pofesionalidad. Esto no es serio.

El guardia real se libera de sus cadenas y recoge sus enseres. Sale de la mazmorra y hace una reverencia distraída al resto de los presentes.

***

Hace un día precioso de primavera sobre Madrid. La ciudad está en ebullición y los sonidos son atronadores. La ciudad recobra vida después de un largo invierno con los primero rayos de sol cálidos sobre el adoquinado. Los olores se mezclan con intensidad oscilando desde la podredumbre más rancia hasta el asco más insufrible. Madrid es así y nadie quiere que cambie. El teniente Gutiérrez apoya la espalda contra la pared de la cárcel de la ciudad y repasa el dobladillo de su sombrero. El teniente Gutiérrez es un hombre de prosa ligera, experimental como a él le gusta llamarla, que se está haciendo un nombre entre los enemigos del Rey. Es un auténtico asesino a la vieja usanza. Señalar a un hombre es darle por enterrado. Gutiérrez está en la madurez de sus mejores años. Es de la Castilla más profunda pero con una gran educación, amante de la cultura y un estudioso de los clásicos. La guerra ha hecho mella en él y no hay manera de encauzarlo al sendero del respeto al prójimo. Muchos dicen que está básicamente loco, y no se equivocan demasiado. Dicen que quedó tan traumatizado por lo que vio en Flandes que nunca volvió a ser el mismo. Él solo tomó una loma a una avanzadilla enemiga. Cuando llegaron sus compañeros estaba dentro de una tienda de campaña acuchillando al oficial de mayor rango enemigo, mientras pronunciaba una letanía, probablemente la más bella que su cerebro haya perpetrado, que encandiló a un joven recluta llamado de la Barca y que luego se la recitó a su tío el escritor. Sólo repetía: «¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión…».

Mientras repasa las plumas que engalanan el sombrero de faena aparece por la puerta de salida de la cárcel su compañero de andanzas, el teniente Artuso con gesto serio. Estrecha el antebrazo de Gutiérrez.

—Una vez más gracias, compañero.

—De nada, Artuso, sabes que puedes contar con este humilde servidor del amor. ¿Cómo se encuentra nuestra bella dama?

—Cansada y preocupada. Se acerca la orden de juicio. Probablemente la ejecuten.

—Ya ha pasado casi un mes desde que la metieran aquí. Es extraño que se esté tardando tanto. Por lo general los juicios por traición van mucho más rápido. La vida media de un reo acusado por traidor es de una o dos horas máximo… aunque en galeras podría aguantar más…

—Bueno, basta. Ya veremos lo que pasa. Tenemos que hacer algo ya.

—Pues sí no puedo estar entrando y saliendo de la cárcel todos los días para distraer al carcelero de la planta y que tú puedas verla.

—Casi es nuestro destino. Estamos abocados a entendernos en la distancia. Cuando la veía en la Corte, no podía acercarme a ella porque estaba casada. Era un relación de miradas intensas. Ahora, que está repudiada por él nos separan una rejas. Y para mayor crueldad el Rey me envía a mí a que la detenga. Crueldad tras crueldad. Esa es la vida. Rosalía de mi corazón, juro por mi honor que algún día estaremos juntos.

—¡Qué desdicha la tuya! Pero no sufras, conseguiremos sacarla y restaurar su honor.

—Eso espero mi buen amigo. Creo que tengo un pequeño plan. Iremos a ver al confesor del Rey. Es el que te falsifica los indultos para entrar y salir de la cárcel.

—Pero fray Bertico no puede hacer un indulto para ella. Su caso ha causado una gran conmoción social. Desdichada, sola, repudiada, esquivada por el amor. No hay consuelo para tanto dolor…

—No empieces con los versos, Gutiérrez. Algo me dice que fray Bertico puede ayudar con mi pequeño plan. Vayamos a buscar a Fuentidueña y que nos acompañe.

Artuso es es por derecho propio el hombre más valiente que ha pasado por la Guardia Real. Salvó la vida en su día a Gutiérrez y a Fuentidueña tras un ataque inesperado en Breda. La victoria se aseguró para su bando pero la lucha fue terrible, las bajas enormes, y las historias individuales de cada uno de los soldados que participaron en ella podrían hacer enmudecer a cualquiera que las escuche. Artuso es un hombre forjado en el dolor y en la desesperación. En el honor siempre buscado y no encontrado en la guerra. En la entrega al amor nunca correspondido por las circunstancias. Cada cicatriz de su cara es una historia de sangre. Cada latido de su corazón es el sufrimiento por una mujer a la que ama con pasión pero que no puede tener.

En cuanto al pobre Fuentidueña decir que es un gran hombre, gigantesco en realidad, lleno de amor que quedó tocado de sus cabales tras ser bombardeado durante horas por los cañones enemigos. Estuvo encerrado en una casa junto con una familia a la que quería proteger. Ellos murieron a pesar de sus esfuerzos. Su venganza fue terrible. Pocos saben de verdad lo que ocurrió allí, y pocos son los que hablan de ello. Una cosa está clara. Ningún valido del rey ha querido volver a mandarlo al frente. Pero las consecuencias también son nefastas en él. Está como ausente de la realidad. Hace su trabajo como el mejor, pero nunca volverá a ser el chico risueño que salió de Cáceres en busca de aventuras y emociones, amante de la comida y definido por todos como un buenazo profesional.

Gutiérrez sigue el paso ligero de Artuso. Ha visto muchas veces esa expresión en la cara de su amigo y sabe que algo importante va a pasar. Y cuando eso es así hay sangre. Y si hay sangre Gutiérrez quiere estar el primero para poder derramarla. Se cruzan con Fuentidueña que está sentado en el suelo viendo un espectáculo de títeres en la Plaza Mayor. Le encantan los títeres. Con un silbido de Artuso llama la atención del grandullón de Cáceres. Se levanta y se une a sus compañeros de armas. Ya están los tres juntos y todo es posible con la ayuda de compañeros como éstos. Los tres se colocan sus pañuelos blancos en la manga y se echan unas gotitas de perfume como mandan las nuevas tendencias extranjeras. Son guardias reales, pero hay que ser modernos.

***

Fray Bertico está muy acostumbrado a tratar con personas muy diferentes, pero hay algo en el embajador francés Lafontaine que le pone de los nervios. Tal vez es el bigotillo negro perfilado que recorre el labio superior, o las cejas en punta, o la insistente manía de rociarse con perfumes carísimos. La cuestión es que algo no encaja en el embajador, algo que te hace dudar de su humanidad. Hace menos de un año que el religioso Fray Bertico está en la Corte como confesor del Rey. No es que la Corte sea, desde su punto de vista, el mejor lugar del mundo, pero tiene ciertas ventajas en forma de monedas que le alejan de cualquier duda sobre el verdadero sentido de su presencia allí. La Corte es un sitio lleno de gente demasiado peculiar, pero el embajador se lleva la palma.

Très jolie, mi amigo fray Bertico. Es una obra espléndida. Digna de un Rey. Felicitad al pintor de mi parte y decidle que estoy satisfecho con el retrato de este humilde servidor.

—Se lo diré de vuestra parte, señor eEmbajador. vuestra excelencia es una persona que queda muy bien pintada en un cuadro.

Merci. La belleza es innata a mi ser. Estoy deseando que todo el mundo admire tan magnífica obra —acto seguido coge una taza de café sacando el meñique al aire y sorbe el contenido con fuerza.

A fray Bertico se le revuelve el estómago al escuchar el sonido y contiene una mueca de asco.

—Mi señor, sólo he venido a traeros el retrato. Si me lo permitís me marcho para seguir con mis obligaciones diarias.

—Voy y yo sabemos que vuestras obligaciones son más bien laxas. La última vez que os vieron orando erais un joven novicio. Y como dejéis seguir creciendo esa barriga vais a tener un problema con las genuflexiones.

Acto seguido el embajador lanza un ruido estridente desde el fondo de su garganta con lo que pretende ser una risa pero se queda en el intento. Fray Bertico sonríe cortésmente y abandona la estancia del embajador. Al cerrar la puerta tras de sí no puede evitar mostrar su enfado y desagrado murmurando mientras avanza por el pasillo.

—Te metería el cuadro tan dentro del culo que íbamos a poder admirarlo simplemente con que abrieras la boca.

En ese momento se cruza un joven novicio delgado y apuesto

—Que la paz sea contigo, hermano Fray Bertico.

—¿La paz? ¡A la mierda tu paz! —replica por lo bajo, pero lo suficientemente alto para ser escuchado por su interlocutor.

Al entrar en su despacho se encuentra con tres figuras vestidas con los uniformes de calle de la Guardia Real. Para Fray Bertico la Guardia Real es la recompensa para un soldado que ha servido fielmente a su Rey en el campo de batalla. Dicha recompensa consiste en permanecer al lado del Rey, comer, engordar, perseguir cortesanas para pasar a aburrirse como una ostra y meterse en problemas constantes para dar un sentido a la vida. Reconoce a las tres figuras. El genocida psicópata del teniente Tadeo Gutiérrez, el melancólico teniente Amador Artuso y «el Ausente», como le llamaban en la tropa, sargento Nicador Fuentidueña. Sin decir nada el religioso cierra la puerta, se acerca a un mueble y agarra una jarra con vino. Sirve cuatro copas, las entrega a los tres guardias y juntos brindan en silencio. Los tres guardias beben de un trago. Fray Bertico se detiene cuando observa que los tres han sacado sus meñiques para agarrar el vaso y beber. El monje mueve la cabeza en gesto negativo. Artuso rompe el silencio.

—Fray Bertico, os suplico piedad y ayuda. Una joven señora ha sido acusada injustamente. Ayúdadme a liberarla. No os mentiré. La amo y daría mi vida por ella.

Gutiérrez gesticula melancólicamente y no puede evitar el impulso de la musa:

Amor, amor, duele como el ardor.
He aquí un hombre con un sueño incumplido
que destino arrebata sin compasión...

—¿Pero qué cojones os pasa a vosotros? —interrumpe el fraile—. ¿Se puede saber desde cuándo habláis como imbéciles? ¿Y por qué coño tenéis que hacer de todo una jodida tragedia? Y más aún, por las gónadas de Satán ¿me queréis explicar por qué estiráis el puto dedo meñique cuando tenéis un vaso en la mano? Ya sé que una mujer está en la cárcel, imbécil —dice mirando fijamente a Artuso—, llevo mucho tiempo haciendo que el mequetrefe de tu amigo entre y salga de la cárcel para que te ayude a colarte y poder verla. Es más, tú me lo pediste aquí mismo para cumplir con mi promesa de ayudaros después de que me sacarais de cierto lío espiritual que nada tuvo que ver con una prostituta, una oveja y un guante de cuero en la casa de amigas de compañía de Matías. Por lo tanto no sé a qué viene que me vengas con el «hay una joven señora que ha sido acusada injustamente». Miraos bien, os estáis afrancesando. Dentro de poco os dará por andar por ahí con un pañuelo colgando de la manga de la camisa como van esos mosqueteros que últimamente invaden esta ciudad. Lo del meñique y la verborrea extraña es el primer paso, luego no hay vuelta atrás.

—Pero mi buen fraile, la dama nos necesita —dice Artuso.

—Y dale con las tonterías. Para los ojos del Rey es una traidora, una colaboradora de los enemigos del Rey en las provincias del Norte de Europa.

—¡Felonía! La han engañado —se desencaja Artuso al pronunciar las palabras.

—Lo que digas, pero la apresaron portando unos papeles de vital importancia para el Estado.

—Lo sé, el Rey recibió el aviso de la traición y me mandó a mí junto con mis hombres a apresar al espía. Nos dijeron que era una mujer con una bolsa roja que corría hacia la Corte. Se me partió el alma al descubrir que ella era la traidora. Tanto es así que tuve que averiguar el por qué de esta traición. Me colé en la cárcel y le pedí explicaciones. Tantas lágrimas no pueden esconder mentiras. Vi la verdad reflejada en esas pupilas vidriosas. El amor no engaña. La amaré siempre aunque no pueda volver a tocarla.

—Seguro que tu entrepierna tiene algo más que aportar sobre esa última sentencia —dice el fraile mientras vuelve a rellenar su copa—. Pero una cosa es cierta. Dudo mucho que ella sea culpable. Algo huele a podrido en Castilla, eso lo doy por sentado. ¿La mujer del Marqués de Pellicer, representante del Rey en los Países de Norte, con documentos secretos sobre los movimientos de tropas españolas para una posible invasión a Inglaterra? Un cojón. Eso no se lo cree nadie. Pero los llevaba encima y ante la Justicia eso pesa mucho.

—Ella insiste en que pensaba que era documentación importante sobre un ardid de la nación inglesa para asesinar al Rey. Esa información se la entregó un hombre que conoció en un baile de máscaras en la Corte. Era un emisario del rey en Nápoles que decía llamarse Lasparetto. Parece ser que allí se logró interceptar un mensaje a un espía inglés en el que se hablaba de matar al regente. Ella quiso avisar a su marido pero el hombre insistió en verla fuera de la Corte porque pensaba que su vida corría peligro en ese lugar. Dijo que era demasiado peligroso acercarse a su marido porque él también estaría en peligro. Ella, fiel a él, no quiso arriesgarse, a pesar de que su amor había muerto hacía mucho. Quedó con el hombre a los dos días en una calle concreta en una noche sin luna, muy lejos de la Corte. Al llegar allí asegurándose de no ser vista por nadie, se encontró al hombre mal herido con una estocada certera en el pecho. Dice que había mucha sangre. El hombre entregó una bolsa roja con documentación que demostraba la intención de matar al rey por parte de la nación inglesa. Que no había tiempo que perder porque el asesino estaba ya en Madrid. Le pidió que corriera hacia la Corte para avisar al rey. Ella lo hizo. Corrió y corrió hasta que se topó conmigo. Nunca olvidaré su cara cuando la apuntábamos con nuestras espadas y yo le aparté la capucha de la túnica que cubría su cuerpo y su cabeza. Era ella y estaba llorando. Se dio cuenta de que algo terrible iba a pasar y así fue. Esa noche lloré.

—¿Baile de máscaras? Otra francesada, seguro.

—Lo francés está de moda —interrumpe Gutiérrez—. ¡Perdón! —exclama cuando nota la mirada asesina que le lanza el religioso.

—Pero en nombre del Señor, ¿qué queréis que haga? —prosigue fray Bertico—. Por mucho que diga ella, las pruebas son concluyentes. No hay rastro de ese Lasparetto en la calle que ella indicó. Los documentos estaban firmados por el mismo Rey. Su marido la ha repudiado. Esa mujer es carne de verdugo.

—No digáis eso, mi señor. Algo se tenemos que hacer. La verdad triunfará.

—Eso depende de quién la cuente. Chaval, te voy a aclarar la situación. Tu amada está acusada por el Rey, su marido no la desea, tú no puedes rescatarla y todo con lo que cuentas es con la ayuda de tus compañeros. Uno de ellos es reconocido por el poco valor que le da a la vida humana, incluida la suya propia. Y el otro está completamente sonado, tanto es así, que siempre que se refieren a él responde con una palabrota, ¿verdad, Fuentidueña?

—¡Joputa! —responde secamente el aludido.

—Breda nos unió a los tres hace más de diez años y jamás nos separaremos. Vos podéis indagar por la Corte, llegar dónde no llegamos nosotros. Os lo suplico, Fray Bertico. Indagad un poco por nosotros y conseguid algo de información. Nosotros por nuestra parte queremos buscar al llamado «Susurrador». Dicen que él dio el aviso de la traición al Rey. Siempre es él, aunque sabemos poco de su identidad. Nos prohíben seguir sus pasos. Vos podéis…

—«Vos, vos, vos, vos». Estoy hasta las narices de que me llamen «vos». ¡Está bien! Preguntaré pero no prometo nada. Ahora largo de mi despacho antes de que os meta una patada en el meñique. Y haced algo para superar esta fase de gabachez.

Lo cierto es que lo francés está de moda en Madrid. Parece como si la ciudad empezara a ser una sucursal de París. Muchos vendedores traían productos desde Francia, la Corte imitaba a sus homónimos del otro lado de los Pirineos tanto en la moda como en los gestos. El embajador francés está tomando una posición inmejorable cerca del monarca español y además se ha traído consigo más de doscientos mosqueteros, en una especie de programa de intercambio. Mucho está cambiando la ciudad para desgracia de fray Bertico. El monje echa de menos los días en su pequeño monasterio. Allí todo es más fácil. La Corte lo agobia.

***

—Gutiérrez, explícale por qué debe ayudarnos.

Acto seguido Gutiérrez saca un pequeño cuchillo cuya brillante hoja refleja la luz a su paso junto a la llama de una vela. Jareño «el Ladrón» siente la punta en su entrepierna. Un largo suspiro de miedo sale de la garganta del ratero.

—Dicen que siempre que el Susurrador aparece en la noche para cantar alguien sale de la casa del Conde de Medina. Y que esa sombra que se mueve vuelve al cabo de un rato. Una noche estaba cerca de esa casa y alguien salió encapuchado a horas intempestivas. Le seguí porque sí. Entró en la Corte por un lugar que yo no conocía y salió después de algún tiempo. Volvió a la casa del Conde. Lo juro por Dios, que es así. Al día siguiente detuvieron al banquero alemán que supuestamente iba a engañar al Arzobispo con las cuentas del arzobispado.

—Estupideces de bribón. Puede que el Conde tenga a alguna querida dentro de la Corte.

—No, estoy seguro de que es el Susurrador. Lo he comprobado y siempre actúa de las misma manera. Y siempre ocurre algo importante al poco tiempo de su paso por la Corte. Aunque creo que se dedica a algo más que susurrar al Rey. También sale a otros sitios y habla con muchas personas. La información vuela por todo Madrid, supongo. Y ahora, por favor, ¿podrías dejar de apretar el cuchillo contra mis partes?

—Déjalo Gutiérrez. Vamos a comprobar esto que cuentas. Si es mentira y me haces perder el tiempo dejo que Gutiérrez se haga un sombrero con tu piel.

Los tres guardias reales se giran cuando en medio de la abarrotada taberna se oye un grito de mujer y unas estridentes risas de hombres. Se ha formado un cierto revuelo porque un mosquetero francés ha intentado desnudar en público a una camarera. Está acompañado por cinco compañeros más. Ella ha debido forcejear y ha recibido un golpe porque se lleva la mano a la cara. Está tirada en el suelo y sangra por la nariz. Junto a ella un anciano increpa a los mosqueteros. Los guardias reales sueltan al ratero que sale huyendo de la taberna como alma que lleva el diablo. Fuentidueña se hace fuerte y aparta a la gente curiosa hasta llegar al lado de la camarera. La ayuda a levantarse y le cede su capa para echársela por encima de los hombros. Artuso y Gutiérrez llegan junto a Fuentidueña.

—Tranquila, joven fulana, ya llega la guardia real en vuestra ayuda —suelta al mosquetero que ha golpeado a la muchacha.

Los demás mosqueteros ríen y ríen la gracia de su amigo. Parecen un poco pasados por vino.

—¡Joputa! —lanza Fuentidueña.

—¿Qué habéis dicho noble caballero? —replica el mosquetero francés.

Artuso interviene y se coloca entre los dos hombres que se encaran.

—Basta los dos. Venga, buen mosquetero, por el honor que os honra. Pedid perdón a la muchacha y con gusto os invitamos a la siguiente ronda.

—Es una guarra y no le pienso pedir perdón por nada. Le he ofrecido un buen dinero por desnudarse para nosotros y ha osado tirarme el vino encima de mi uniforme.

—Vamos, hermanos de espadas. No nos dejemos llevar. Es el vino el que habla. Además no querréis enfrentaros a mi amigo. Es muy inestable. Y seguro que ella está arrepentida por tirar el vino sobre tan ilustre taje de gala.

—¿Quién se cree que es ella para mancillar el uniforme más sagrado de toda Francia? No es nadie, como tú grandullón, no eres nadie.

—¡Cabronazo! —replica Fuentidueña.

—Vuestro amigo tiene la lengua muy larga. Somos mosqueteros invitados por vuestro monarca. Pedid perdón por vuestro comportamiento ahora mismo o pedid clemencia ante la punta de nuestras espadas —acto seguido desenvaina su espada cuya cacha está ornamentada con dibujos en relieve.

El resto de sus compañeros de armas hacen lo mismo. La gente de la taberna se agolpa en un corrillo para intentar dejar sitio a los combatientes y evitar daños colaterales en caso de pelea. Eso sí esperan ver un buen espectáculo. Envalentonado el francés sigue hablando.

—España es tan poca cosa que es capaz de matar por una triste… mujerona.

—¡Iros todos de vuelta a los Pirineos! —increpa el anciano que desde la llegada de la guardia real había permanecido en silencio.

Uno de los mosqueteros le propina un puñetazo en el estómago. El pobre anciano cae al suelo dolorido.

—Gutiérrez a mí se me está pasando lo de la gabachez esa de la que hablaba el fraile —dice Artuso sacando un pañuelo blanco de la manga de su camisa y tirándolo al suelo.

—Pues ahora que lo dices me iba a comer una vichisuas de esas pero creo que me apetecen unas gachas con chorizo de mi pueblo —dice Gutiérrez arrojando un pequeño frasco de perfume al suelo y escupiendo—. Fuentidueña, enséñale nuestros modales al querido mosquetero.

Fuentidueña suelta una bofetada en la cara del mosquetero. Éste se tambalea y cae de lado. Se incorpora rápidamente y lanza una estocada al cacereño. Con una agilidad inusual para un hombre de su tamaño esquiva el ataque y suelta otra bofetada. El mosquetero queda desorientado y Fuentidueña aprovecha para asestarle una patada en la boca que termina por levantar el cuerpo del francófono algo más de medio metro sobre el suelo. El pobre mosquetero cae inconsciente. El resto de sus amigos se lanzan al ataque, pero son repelidos por los rápidos movimientos de las espadas de Gutiérrez y Artuso. Visto desde fuera es una coreografía perfecta de movimientos rápidos y estudiados, mientras que el sonido del mejor acero toledano chocando con el acero templado de París envuelve la estancia hasta casi ensordecer a los presentes. Artuso consigue echar al suelo a dos mosqueteros que quedan desarmados y doloridos por los cortes sufridos. Gutiérrez es más contundente y remata a sus enemigos golpeándolos en el estómago con una patada seca o un rodillazo. Una vez controlada la situación los tres guardias reales se miran unos a otros. Permanecen un momento en silencio y se echan a reír a carcajadas, mientras se lanzan a por las copas medio llenas de los franceses para brindar entre ellos. ¡Qué bueno es un poco de acción si es por defender a los débiles!

Deciden iniciar una retirada estratégica más que por miedo a las consecuencias por continuar con su objetivo principal. Los tres saben dónde dirigirse.

La casa del Conde de Medina, José de Omeda y Olmeda es un palacete de tres plantas con una fachada clásica. Durante varias horas los tres compañeros vigilan la casa en busca de movimiento. La noche se ha cerrado y el frío les empieza a pasar factura. De repente Artuso pierde la paciencia echa a andar hacia la puerta. Una vez la tiene delante decide dar una patada brutal a la madera y ésta cede.

***

Fray Bertico sabe hacer hablar a la gente. Un poco de persuasión, un poco de sonrisa, saber hablar, elegir las palabras adecuadas, dirigir la mirada a los ojos, gesticular lo justo, saber tirar del hilo… junto con muchas monedas. Es un arte que lleva practicando durante muchos años. Pero hay que saber elegir a las personas que sobornar. No puedes hacerlo con nobles o aristócratas de medio pelo porque para dejarse sobornar hay que hacerlo a lo grande y los resultados pueden ser poco satisfactorios. En cambio, sobornando con unas pocas monedas a cocineros, pinches, camareros, criadas, amas de llaves y demás, puedes conseguir muchísima información efectiva, exacta y verídica.

Por lo que parece, el embajador francés Lafontaine y su capitán de mosqueteros Durant están cada día más cerca del Rey. Desde que el monarca se enteró que su vida corría peligro por la conspiración inglesa para asesinarlo está inclinando un poco la balanza hacia posiciones francesas. El embajador está tomando parte en sesiones del Consejo de Estado, y el capitán Durant ha salido más de una vez de patrulla comandando a la Guardia Real, con el consiguiente enfado de la tropa española. Pero a parte de eso, con un pequeño giro en el sentido de sus preguntas, se entera de las regulares visitas del Marqués de Pellicer, Álvaro Álvarez, a una joven dama de ascendencia austriaca que llegó a la corte hace más de dos años como pupila y ahijada de la Reina y bajo la tutela del embajador Lafontaine.

Fray Bertico encaja las piezas poco a poco. La verdad es que le parece demasiado complicado para sus limitados recursos. Tal vez sea que sigue sin acostumbrarse a lo enrevesado de las intrigas palaciegas. A decir verdad, lo primero que aprendió cuando puso el primer pie en palacio fue a no dejarse influenciar por aquella gente tan bien vestida y con cara de aburrirse demasiado.

Lo malo del soborno es que por lo general hay más gente dispuesta a sobornar al sobornado para saber el motivo del soborno. O eso es lo que cree fray Bertico ahora que le están apoyando las puntas de dos cuchillos sobre el pecho. Cuchillos empuñados por dos figuras vestidas de negro y con la cara tapada que le han asaltado en su despacho.

***

Al romperse la puerta Artuso entra como un vendaval en la casa. Un par de sirvientes intentan detenerle pero se los quita de encima rápidamente. Agarra a uno de los criados por la pechera y lo sacude hasta que éste le sonsaca dónde está el Conde de Medina. Se dirige hacia los aposentos principales del palacete. Allí encuentra al Conde sentado en la cama junto a su esposa la condesa un tanto alterado por el alboroto que se ha formado. Artuso es un hombre de pocas palabras y prefiere pasar a la acción. Por ello se lanza sobre el conde y le empieza a abofetear en la cara con su guante de cuero.

—¿Eres tú el Susurrador? ¡Vamos, responde! ¡Venga, que no tengo toda la noche! —le grita una y otra vez a la cara hasta encontrar una respuesta.

Detrás de Artuso llegan Gutiérrez y Fuentidueña que se habían quedado rezagados ante la imposibilidad de seguir el ritmo frenético de su amigo. La condesa grita al encontrarse con tanto hombre en su habitación. Gutiérrez intenta controlar la situación de la única forma que sabe.

La mujer, ese extraño y bello animal,
que tanto bien nos hace, mucho más que mal...

—…Conde, por Dios, dejad de gritar que se rompe mi rima…

...Sus pechos son el vino de la vida
a los cuales quiero dejar mi boca unida...

—¡Basta, basta! ¡Yo no sé nada! —lanza entre gritos de dolor el Conde.

Un criado entra en la habitación e insta a Fuentidueña a que intervenga y pare a sus amigos.

—¿Cabronazo?

—¡Ya está bien! —grita con todas sus fuerzas la condesa mientras se pone de pie en la cama.

Acto seguido se forma un silencio sepulcral en la habitación.

—Yo soy el Susurrador. Lo sé todo de todos y si puedo ganar mi oro, me lo ganaré —todos la miran con la boca abierta—. La verdad es que llevo años haciéndolo y cumpliendo. Soy una profesional. Soy una mujer en palacio que escucha todo de todos.

—Pues decidnos ahora mismo quién os dio el chivatazo contra doña Rosalía, la esposa del Marqués de Pellicer.

—Nunca lo he visto. Nos vemos en callejones oscuros y nos intercambiamos información. Yo le pago, él me paga. Me dijo algo muy serio, como es una conspiración para robar papeles de Estado con destino Inglaterra, y le creí porque hasta ese momento no había dudado de él. Desde entonces no he vuelto a verle. Le conocí hará poco más de un año cuando me dio una nota escrita en italiano a través de un camarero, en una fiesta en palacio.

—¿Tenemos que buscar a un italiano? —pregunta Gutiérrez mirando a Artuso.

—Bueno, en realidad yo no diría que es italiano —dice la condesa—. Se hace pasar por italiano, pero siempre me ha pagado con monedas de oro con el emblema de la flor de Lis.

—¡Franceses! —dicen al unísono Gutiérrez, Artuso y el Conde, que está alucinando con tantas revelaciones nocturnas.

***

La celda de fray Bertico es húmeda y oscura. Lo que viene siendo una celda estándar. Sus captores no utilizan mucho la palabra, pero tienen otras formas de expresarse a través de puñetazos y patadas. Está limpiándose la sangre con la manga de su atuendo cuando entra un hombre al interior de la celda. Es el capitán Durant. Es gallardo, fuerte, viril, rubio, de ojos azules y sonrisa perfecta sobre la que dan ganas dormir. Es tan perfecto que a fray Bertico le produce la más horrible de las sensaciones de asco que un ser humano puede soportar.

—Durant, me imaginé que serías tú.

—Sus preguntas son impertinentes. No puedo dejar que siga adelante con sus ridículas pesquisas.

—Soy el confesor del Rey. Se me echará en falta en breve.

—Ya se nos ocurrirá algo, amigo Bertico. Somos muy buenos improvisando —proclama mientras se saca un pañuelo blanco de la manga y lo usa para taparse la nariz—. Estos sitios huelen un poco mal, ¿verdad, fray Bertico? De todas formas, acompañadme, por favor y no hagáis ninguna tontería.

***

Los tres guardias reales llegan corriendo a las puertas de palacio. Su entrada en libre para ellos. Se quedan inmóviles en el patio de armas. Está amaneciendo y se hace el cambio de guardia. Notan algo extraño y es que en muchos lugares estratégicamente importantes se sitúan mosqueteros franceses, de hecho son los únicos que quedan en palacio. Artuso nota que pasa algo raro. Pasa el armero de palacio y les entrega una circular interna sellada por el rey en la que se dice que los mosqueteros se integrarán en las filas de la Guardia Real, y que serán una guardia de protección personal directamente vinculada al Rey.

Los tres compañeros de armas comprenden que todo está encajando poco a poco. Por un lado del patio de armas aparece fray Bertico acompañado del capitán Durant. El mosquetero no deja de sonreír, mientras que la cara del religioso es un poema. Pero éste, ante la visión de los tres guardias reales, reúne valor y grita:

—¡Los mosqueteros! ¡Todo es culpa de ellos! ¡Sobornaron al Marqués de Pellicer para que entregara a Rosalía a cambio de su nueva amiguita austriaca! ¡Los papeles de Estado los robó el embajador, y el italiano no era más que Durant disfrazado! ¡Dad la alarma! ¡Quieren influenciar al Rey para que se enfrente a Inglaterra y Francia domine el continente tras la guerra suicida! ¡Dad la alarma!

Los guardias reales desenvainan sus espadas. Están solos delante de un gran número de mosqueteros sonrientes. Durant golpea a fray Bertico.

La batalla comienza. Son más de cien expertos espadachines contra tres guardias reales. Artuso lucho con fuerza moviéndose por todo el patio de armas. Gutiérrez parece disfrutar con cada uno de los muertos que deja a su paso. Fuentidueña deja que los enemigos se le acerquen y los va golpeando y pinchando certeramente sin apenas moverse de su sitio. Después de un rato de lucha constante el cansancio hace estragos en los guardias reales. Se ven superados en todos los sentidos, pero no dejan de batirse para luchar por la causa en la que creen. Luchan y luchan. Cada vez quedan menos pero ellos se cansan y cansan. No saben si van a poder sobrevivir. No saben si van a poder detener los planes del embajador y de Durant pero eso no impide que sus espadas sigan en alto para apoyar la noble causa de salvar al reino…

***

Me gustaría decir que ganaron, me gustaría decir que vencieron. Me gustaría decir que el reino se salvó. Pero esta historia no era sobre unos héroes luchadores. Esta es la historia de todos los que se llaman héroes y que acaban muertos. La conjura francesa no llegó a más porque el resto de la guardia real consiguió asediar y tomar el palacio y acabó con los enemigos.

Hay tres tumbas en un cementerio que recuerdan a tres valerosos guerreros, que si en lugar de tener huevos, hubieran tenido cerebro, ahora serían tres hombres viejos.

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