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La noche se presentaba rara

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La noche se presentaba rara. La cena había comenzado a las nueve de la tarde; pero desde que entraron en la casa Miguel y María José estaban extraños. No se sabía si su actitud era de enfado o de extrema euforia. Ana enseguida notó la diferencia de comportamientos, su agudizado sexto sentido era prodigioso analizando situaciones y por extensión a las personas. Los hizo pasar rutinariamente al salón. Mientras Esteban, dijo, termina una llamada del trabajo que a última hora lo está entreteniendo más de la cuenta…

Allí les preguntó si querían tomar algo, más por confirmar sus gustos que por necesidad de saber lo que querían. María José, curiosamente, se decantó por un cóctel, un margarita con mucho tequila. Miguel, en su costumbre, vino de rioja bien servido y a poder ser de una añada reconocida. Ana le dijo a su amiga si le pasaba algo, y con una mirada arqueando las cejas intentó, disimuladamente, profundizar en las señales que le indicaban el repentino cambio de su amiga. Una sonrisa de ésta la tranquilizó. «Bueno», pensó, «mejor, así empieza la cena con alegría desde el principio».

—Yo no voy a ser menos, y por supuesto me voy a poner otro margarita bien surtido como aperitivo —dijo Ana.

Apareció Esteban en el salón, que al igual que Miguel frisaba los cuarenta y cuatro; no muy alto, de estatura media, buena complexión y con rasgos agradables. Miguel, de nariz aguileña y ojos entre verdes y marrones, con un vaquero ajustado y unos zapatos náuticos. Esteban también informalmente vestido de vaqueros pero al contrario que su amigo con una camisa de hilo, imitando a una de franela a cuadros rojos y negros, abierta, que dejaba a la vista una camiseta interior donde se dejaba entrever un poderoso abdomen, marcado a fuerza de gimnasio.

Pidió Esteban otro vino al igual que su compañero y antes de pasar a la mesa, se enzarzaron en una banal discusión, ellas sobre los últimos cotilleos de la prensa del corazón y ellos sobre un equipo de fútbol que pasaba dificultades en la Liga.
Esta conversación se demoró más de lo deseado y dio lugar a una repetición de los cócteles y una abundante copa de vino por pareja.

Terminada, o más bien forzada a terminar por Ana, la conversación pasaron a los manteles. Cena no muy sofisticada pero suficiente. Aperitivos calientes, unos trigueros salteados con setas de primero y de segundo solomillitos al Jerez. De postre un sorbete para digerir la carne.

En la mesa, las parejas comenzaron hablando de lo de siempre. Que si los extranjeros limpian la casa mal, que si la situación económica está cada vez peor, que las empresas tienen muchas dificultades… y unos banales apuntes sobre las ganas de las vacaciones de verano.

Degustaban la cena con evidente apetito y con repetidos y continuados vaivenes a las botellas que, como por arte de magia, aparecían en la mesa cuando una se terminaba dando paso a otra, igualmente deliciosa e igualmente alabada por todos los comensales.

Así discurría el ágape hasta que en un determinado momento Ana, la más seria de las dos amigas, con su pelo negro azabache y sus ojos verdes, giró la conversación hacia temas más encendidos.

Ella, Anita, siempre se había sentido extrañamente atraída por Miguel Ángel. Era, evidentemente, más feo que su marido, pero tenía ese no sé qué que le atraía. La sonrisa, la caída de ojos, la mirada, la expresión: seguro que ni ella misma sabría decir el matiz exacto que hacía que sintiera aquello.

Por su parte consideraba que María José, cuya belleza quedaba fuera de toda duda, era una «cabeza de chorlito» sin otro encanto que su cuerpo escultural, basado en unos pechos bien proporcionados y sus buenas horas en la palestra del gym.

Por eso, y viendo que la noche y la conversación la estaban aburriendo infinitamente, introdujo el tema del sexo. Mediaba el segundo plato. El vino corría generoso por los vasos, y ya se sabe desde los tiempos de Alejandro que el vino en demasía es peligroso porque te puede llevar a hacer cosas de las que luego te arrepientas.

—Yo pienso, dijo Ana, que el matrimonio mata el sexo bueno. La costumbre, la rutina, las convicciones preestablecidas socialmente limitan a las parejas en su práctica a una monogamia aburrida y carente de nuevas experiencias.

—¿Insinúas que te aburres de mí?— contestó Esteban, cuyos vapores etílicos eran evidentes.

—No, no es eso, es que tanto tiempo juntos al final acabas haciendo siempre lo mismo, no valoras lo que tienes, te vuelves perezoso y te dejas llevar por la monotonía.

—Yo por mi parte —dijo María José—, siempre estoy abierta a nuevas experiencias.

—Ya, pero el tiempo… —dijo Ana, y no terminó la frase porque en ese momento contestó Miguel Ángel.

—¡Ya, ya, el tiempo…! —dijo—, pero acuérdate del dicho ese de «gallina vieja hace mejor caldo». Y vosotras ya no sois chiquillas —forzó la sonrisa en un evidente gesto de parecer gracioso.

Al unísono saltaron Ana y María José:

—¿Nos estas llamando viejas?

María José, la más explosiva de las dos mujeres, miró inquisitivamente a su compañero.

—¿Quieres insinuar que ya no valemos para excitar a nadie porque no somos unas pipiolas? Te aseguro que no sabes hasta qué punto podemos llegar.

Miguel Ángel, volvió a sonreir, y en su mueca se dibujó una expresión maliciosa de duda o de sarcasmo infinito. Y contestó:

—Para excitar a algún despistado de la vida o desesperados de esos que hay por el mundo… —seguía pretendiendo bromear, pero no conseguía resultar divertido.

Activadas como por un resorte las dos mujeres se miraron, más bien se escudriñaron. Para María José, eso era un menosprecio evidente. Ella, que cuando se ponía minifalda y tacones se abrían en las aceras para dejarla pasar. Ella, que esculpía su cuerpo como el David de Miguel Ángel.

No dijo nada, se terminó el vaso de vino y cogiendo a su amiga de la mano, le dijo:

—Vamos, nos ponemos otro margarita de postre y les enseñamos a estos dos de lo que somos capaces.

Y acto seguido se levantó asiendo a Ana de un brazo y, casi derramando el vino en la mesa, la empujó hacia la cocina.

Los dos hombres se miraron, la verdad que no esperaban esa reacción tan fuera de control, tampoco era para exagerar, aunque bien pensado las mujeres también habían bebido mucho.

Se levantaron y se fueron a sentar al sofá como si tal cosa. Miguel Ángel sacó papelillo y picadura de hachís y elaboró un porro enorme y cargado para celebrar el enfado de las mujeres.

Comenzaron a dar caladas pausadamente al enorme porro, disfrutando con cada bocanada, haciendo profundas pausas, para disfrutar de la visión del humo al dispersarse ante sus ojos. No calcularon el efecto que tanto alcohol con la droga podía producirles.

Así estaban, cuando de pronto, sonó la voz de Ana desde la cocina. Su dicción no era del todo correcta, producto de la bebida, pero se la entendía perfectamente.

—Señoras y señores, o más bien, digamos señores, siéntense en sus asientos que el espectáculo de las «Viejas Viciosas» va a comenzar.

Se apagaron las luces, dejando en la penumbra el salón y a sus dos ocupantes, ansiosos de ver cómo terminaba aquello.

Apareció Ana, con el pelo recogido en dos trenzas, rímel recién puesto, pestañas postizas y por única prenda un camisón de color rosa pálido. Su sola visión dejó a los dos hombres mudos. Debajo llevaba un tanga blanco, que marcaba un triangulo algo más oscuro en la zona erógena, y un sujetador del mismo color, con unos pechos queriendo asomarse, pugnando por escapar de la tela que a duras penas contenía tan turgentes y bien proporcionadas mamas.

A su lado María José con el pelo suelto, directamente en tanga y en sujetador, con una copa de margarita en la mano derecha y contoneándose sensualmente. La visión de sus piernas era realmente para quitar el hipo, largas y bien proporcionadas, con esos tacones que aumentaban su altura, ya de por sí considerable; terminaban en un minitanga rojo de puntillas que penetraba en la parte trasera de su culo con un hilito de tela casi imperceptible.

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Ambas, con movimientos extremadamente lentos y bamboleantes, se aproximaron al sillón donde estaban los hombres. Su excitación era evidente. Entrelazadas, Ana rodeando a María José por el cuello, seguían cada contoneo de sus caderas como si de las réplicas de un terremoto se tratara, terminando en un leve roce entre los pezones de ambas.

Este movimiento, que simulaba en cierto modo el encantamiento de las serpientes, estremecía los cuerpos de ambas a la vez que imperceptiblemente se iban juntando y frotando cada vez más y más cerca.

María José bebió de la copa del margarita y después mecánicamente aproximó sus labios a los rojos y carnosos labios de Ana que, ante su sorpresa, se juntaron, y como si lo hubieran estado ensayando toda la vida, sus lenguas se fundieron en un beso, húmedo, suave y con sabor a tequila.

El beso de ambas junto con el contoneo se prolongó durante un largo minuto, mientras Miguel Ángel y Esteban se quedaron absortos, sin reaccionar, como sumidos en un sueño. No sabían si moverse y romper el encanto o dejar que siguiera porque, en el fondo también a ellos les estaba gustando. Optaron por lo segundo después de una calada al porro cada uno siguió, sin pestañear, la situación.

La mano de María José se desplazó hacia el pecho de Ana, que agradecido por verse liberado de la presión, asomó un sonrosado pezón, con su aureola. La mano se desplazó por debajo presionando suavemente el resto del pecho de Ana, que estaba totalmente excitada, e introdujo su lengua en la boca de María José para encontrar de nuevo la de ella y lamerla profundamente.

Masajeó el pecho de Ana, y luego liberó la otra teta. Acto seguido, mientras seguían contoneándose y frotando sus cuerpos, bajó la cabeza y comenzó a chuparla entera. María José sabía cómo dar placer. Sin movimientos bruscos, con una suavidad extrema. Al mismo tiempo empujaba a su amante hacia el suelo. Ana gemía muy suavemente, fuera de sí. Su cuerpo temblaba de placer a cada movimiento y accedía sin oponer la más mínima resistencia a los deseos de su compañera.

Los dedos finos y perfectamente contorneados de María José llegaron al comienzo del pubis, y en vez de penetrar directamente, se dedicaron a un jugueteo por la zona. El sexo de Ana estaba caliente y pedía a gritos una penetración. Sus arqueos, contorsiones y gemidos no dejaban lugar a dudas. Pero no era ese el juego, María José se puso de rodillas sorpresivamente y acercó su bien depilado sexo a la cara de Ana. Quería ver hasta donde llegaba el deseo de su compañera. Era una interrupción brusca en el juego, perfectamente meditada a la vez que buscada y que podía salir bien o mal. María José lo sabía y eso la excitaba más que cualquier otra cosa. Si salía bien, ganaba. Si por el contrario Ana perdía en ese momento el interés, o no le gustaba, perdía. «El juego del sexo», pensaba.

Ana, notó los labios vaginales de su amiga que le provocaban a ser recorridos por su lengua, su olor fuerte, su invitación a abrir aquella parte de su cuerpo secreta y oculta. Deseo, rechazo, curiosidad, las ganas, la educación, todo vino a su mente en ese momento. Abrió los ojos y contempló el sexo de su amiga, ligeramente abierto e incitando a su lengua. La visión la completaba esas piernas flexionadas delante de ella, los pechos de María José firmes y rectos que se anunciaban más arriba y a María José mirándola desde las alturas. La miraba directamente. La interrogaba sobre sus deseos. Esperaba una respuesta a su invitación. Ana, sin pensarlo, comenzó a lamer el clítoris de María José. Suavemente al principio, con pequeños giros y zigzagueos. Penetró con su lengua y ya alejado todo sentimiento se entregó a fondo. Frotó el clítoris denodadamente. Lamió los muslos. Nunca pensó que llegara a gustarle esa sensación. Movía la cabeza con el frenesí de la primera vez. Un poco alocada, pero a María José eso le excitaba más, si cabe. Se arqueó hacia atrás y buscó la entrepierna de Ana para penetrarla. Sus dedos buscaron la abertura por el tanga y se frotaron y hundieron hasta que no pudieron continuar.

El orgasmo de María José fue breve, apenas perceptible; para ella el placer ya estaba conseguido habiendo dominado a Ana; se movió y pasando por los pechos, paró entre las piernas. No le costó mucho que Ana se corriera, estaba muy excitada.

Ya casi al final notó los penes que le rozaban la cara. Eran, lógicamente, Esteban y Miguel Ángel que se habían desnudado de cintura para abajo y aplicaban sus miembros contra la cara de María José. Comenzó a lamer el de Esteban y a sostener el de su marido con la mano. Se incorporó dejando salir a Ana de su dulce prisión. Ana, con sus coletas y su cara sonrojada, ojos brillantes de lujuria, atrajo la atención del compañero de su amiga, que inmediatamente se deshizo de la mano de su esposa y pasó a restregar su miembro contra la cara de Ana. Ambas se aplicaron cada una con mayor esmero que la otra a chupar los penes de sus contrarios.

Después de un buen rato jugando, Miguel forzó a Ana a darse la vuelta y le introdujo su miembro: Ana aceptó llena de placer la invitación y a la vez que sentía el fuerte empuje penetrando dentro de ella, se frotaba el clítoris para sentir más placer. Gemía como una posesa y por primera vez en su vida iba a tener dos orgasmos seguidos.

Por su parte Esteban y María José optaron por un recorrido completo por las posturas más variadas, desde el consabido «misionero», para terminar en una profunda penetración anal. La visión de María José, su cabello negro suelto, su espalda bien proporcionada, su inmenso culo postrado a su miembro, produjo a Esteban un placer indescriptible. Al final, ambos terminaron eyaculando, cada uno en la pareja del otro, con un estertor final que llenó la habitación por completo.

Pasaron cinco largos minutos, en los cuales los cuatro quedaron tendidos en el suelo del salón sin decir una palabra. Silencio, sudor, olor, tacto, resaca, alcohol, todo se fundía en las cabezas de cada uno bullendo como en una olla a presión.

Placer, resentimiento, miedo, culpabilidad, todo se fundía. Nadie quería romper el hechizo o la maldición. Al final Ana, con su cuerpo todavía tembloroso, se incorporó lentamente, miró a su alrededor, como saliendo de un sueño, y sin decir absolutamente nada giró hacia su habitación.

Esteban, que tenía a su lado a María José y la miraba con una especie de ternura y encanto, la cogió de la mano y suavemente la levantó y ayudó a vestirse. Por su parte Miguel Ángel, en vista de que María José aceptaba de buen agrado las atenciones de su amigo, se vistió y fue a la habitación junto a Ana, que tendida en la cama boca arriba tenía la expresión ausente.

Después de la cena, pasaron largas semanas, en las cuales las dos parejas evitaron los contactos, aunque los mensajes en los móviles fueron constantes.

Miradas turbias, expresiones altaneras, dudas, recelos y reproches acabaron por minar los matrimonios, que invariablemente acabaron separados, quizá tocados por una herida antigua.

Una tarde, Ana contemplaba la calle desde una cafetería del centro y pensaba en lo sucedido aquella vez. Se preguntaba sobre el destino, sobre si está escrito o lo escribimos las personas. Si las cosas suceden porque sí o estamos predestinados a que ocurran. No se lo había contado a nadie, pero sabía perfectamente que la experiencia le había gustado. Era otra persona, más madura, más consciente y más segura. Sin pensarlo cogió el móvil, marcó un número y al otro lado contestó la voz femenina de María José. Ana, instintivamente y con dulzura, dijo… ¡Quiero verte!

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