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La montaña más alta

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Cuando contempló la montaña desde abajo se quedó absorto. Llegar hasta ella ya había supuesto un prolongado y fatigoso periplo, lleno de dificultades, que había minado considerablemente sus fuerzas. Y ahora, observándola desde su base en toda su altura, sentía el afilado aguijón de la duda. Por un momento imaginó que no sería capaz de alcanzar la cima, que si iniciaba la escalada se podría quedar a mitad de camino, o lo que es peor, a unos pocos pasos de culminarla, teniéndola ahí, al alcance de unos pocos pasos más imposibles de dar. Quizá su energía no fuera suficiente como para enfrentarse a la envergadura de ese coloso, quizá su pequeñez no debería retar semejante inmensidad. Pero la fuerza de una persona empieza por su valor, no por sus músculos, y su firme determinación sofocó las posibilidades de asumir el fracaso como opción válida. La duda no es una buena compañera de caminos. Para emprender lo que realmente se desea los ojos tienen que brillar de pasión pura, sin un atisbo de vacilación.

Ninguna circunstancia le obligaba a subir, sabiendo que debería afrontar terribles obstáculos y penurias, excepto su voluntad. ¿Qué podría haber en esa cima, qué descubriría en ella? ¿Qué misterioso hallazgo encontraría? ¿Y qué sentido tendría hallarlo? Probablemente no hubiera nada en aquella lejana cima, pero incluso la nada suponía un desafío: sus huellas serían las primeras en dejar un rastro en esa nada. Era un lugar en el que nadie había estado antes, después vendrían todos los demás. Y él habría sido el primero en posar la mirada sobre aquel paisaje inexplorado. El mundo no cambiaría gran cosa por este hecho, desde luego. Sin embargo, la hazaña de un solo ser humano concierne a toda la humanidad, porque establece una unión entre todas las personas, un vínculo de especie. Lo que hubiera allí arriba no importaba demasiado, lo verdaderamente importante es que él estuviera allí. Si es que lograba llegar.

No portaba más utensilios que sus propios brazos y sus piernas, no tenía más recursos que su inteligencia y su tenacidad. Se habría dado cuenta de la temeridad de la acción que estaba a punto de acometer, si la fascinación que sentía por realizarla no le hubiera impedido considerarlo ni un instante siquiera. Estudió con detenimiento los accesos y las posibles vías de escalada. Se hizo un mapa mental estableciendo una ruta precisa. Con la altura, las perspectivas cambian y se transmutan en laberintos. El dilatado y arduo trayecto tenía dos puntos meridianamente críticos, dos brechas enormes y peligrosas que por necesidad había que salvar sí o sí, pues se abrían en mitad del único camino practicable. La primera de ellas se ofrecía nada más comenzar, dando la bienvenida a la osadía. Cogió aire y se enfrentó, pues, a un nuevo viaje, que esta vez no era a lo largo y ancho, sino a lo alto.

Cuando una distancia se ve desde abajo, la vista te miente. La primera brecha era tremendamente más grande de lo que le había parecido en principio, y suponía tirar de lo recio a lo bestia, agarrándose adonde pudiera e izando su propio peso. Antes de llegar a la montaña había tenido que trepar por un murallón traicionero, plagado de profundas hendiduras como trampas en las que se enredaban los miembros, descolgarse por la cara opuesta no menos amenazante, con una  abismal caída hacia un valle, y recorrer un vasto trecho. Aún antes, había tenido que soportar las inclemencias del sol y bregar en tempestuosas aguas colmadas de espumas. Sus fuerzas estaban mermadas y en un momento así lo único que se puede hacer, en verdad, es tirar de corazón. Y el corazón, cuando no le queda más remedio que impulsar tu vida, tira mucho. Como siempre hace.

Consiguió alcanzar una posición segura habiendo atravesado una pavorosa y agotadora subida. Miró hacia abajo y le inundó una sensación de triunfo, se dejó llevar por un momento en las alas de su orgullo. E inmediatamente comprendió que su orgullo no tenía alas. Miró hacia arriba, y se percató de cuánto le quedaba. Y apareció el peor de los enemigos: el miedo. Lo peor del miedo es que echa raíces, en un segundo, se incrusta en la sangre. Y no sabes cómo sacarlo de los latidos, y desde ellos se cuela en la mente, y ya estás apañado. Tu pulso se convierte en un veneno que te paraliza. Sobre todo, cuando la solución no pasa por salir corriendo despavorido, porque no puedes, estás en un lugar en el que o subes, o te caes. O sigues adelante con todas las consecuencias, o te quedas ahí detenido en la eternidad que te quede por vivir, lamentándote de cómo narices has podido llegar hasta ahí. Es algo visceral, la misma inteligencia que poseemos recién nacidos, nos sirve a los ochenta años para tomar una decisión al respecto. El matiz diferenciador consiste en tener la percepción de tomarla. En haber tenido que aprender a tomarla.

Entendió que debía avanzar, que sólo había un camino. Volvió a mirar hacia abajo e intentó sonreír, volvió a mirar hacia arriba y se le vino un sueño a los ojos. La distancia que le separaba de la segunda brecha se le antojó fácil comparada con el esfuerzo que le había llevado animarse a recorrerla. Ya no quería volver atrás. Quería alcanzar la cúspide de la montaña.

Pero la segunda brecha le dejó claro que no estaba para bromas, que a partir de ella había un antes, y ya se vería si un después. Si pretendía rebasarla, tendría que arriesgarse. La muerte es un concepto que manejan los que han perdido la consciencia de que están vivos, o la han olvidado, siendo que estar vivos es lo único que realmente nos afecta lo suficiente como para poder pensar en ello. No pensó, no le hacía falta, simplemente sentía, la montaña le obligaba en ese punto a dar un salto de los de: si lo doy, lo doy, y si no lo doy, no lo doy. Le había costado mucho llegar hasta ese instante, enfrentarse al dolor, buscar la felicidad, luchar constantemente por ser quien era. Y lo dio, claro.

Estuvo a un tris de hacerse papilla, un saliente se le metió en la boca y le hirió los labios; el cuerpo, reclamando asideros en el intervalo de un rayo, se le magulló por todas partes, el pecho le palpitaba. Se detuvo con la sensación de que oscilaba en el límite de un abismo, y que se caería por él.

Pero no, había alcanzado el sitio exacto de su atrevimiento, de su locura, quizá. Estaba asentado en un reconfortante trozo de equilibrio. Respiró, recuperó su fortaleza entre los restos del cansancio y del trago que había pasado, y con un sereno empuje culminó su recorrido.

Había alcanzado la cima de la montaña más alta.

Contempló el paisaje que llenaba su vista por completo, de punta a punta, hacia lo largo y lo ancho, de dentro a afuera. Y rompió a reír como un niño. Feliz.

Y entonces se dio cuenta de que tenía que bajar. Vaya, eso sí que no se lo había planteado. Bajar, que es la inevitable esencia de subir. Eso no figuraba en el mapa. No podía bajar, la innata defensa de su vida se lo impedía, el suelo ahora estaba horrorosamente lejos, el suelo no era igual que la elevada montaña, la lucha era distinta, no consistía en alzarse, sino en no derrumbarse, el suelo era diferente… ¡era demasiado bajo! Y rompió a llorar.

Y su llanto retumbó en las nubes.

En ese momento entró su madre desaforada en la habitación y se lo encontró encima del sinfonier, con la boca sangrando, con los mocos colgando, con un brillo en la mirada, entre lágrimas y una cara de decir: «Mira, aquí estoy, ¿qué te parece?». Sujetándole con una mano mientras mágicamente abría un cajón en otro extremo para coger unas toallitas húmedas —cosas prodigiosas que saben hacer las madres, que parece que se estiran hasta confines infinitos— le limpió la sangre, le indagó por todas partes y, por fin, le miró a los ojos. No se lo podía creer… Hacía un rato habían disfrutado su paseíto al rico sol de la tarde, le había dado su baño y dejado tan tranquilo en la cuna, reposando las leches después del eructo. Y el niño había trepado por los barrotes, se había descolgado por ellos, se había encaramado por una silla que estaba junto al sinfonier y se había subido a toda la cresta. Y ahí estaba. Con once meses en la cima de la montaña más alta, significando algo para la humanidad.

La madre lo puso con delicadeza en el suelo, le dio un beso, y un cachete en el culo, y le dijo:

—Hijo, que me valgan estos sustos que me das porque siempre seas valiente. Pero que no se te vuelva a ocurrir subirte a un sitio del que no te puedas bajar.

Y él no hizo ni caso, por supuesto. Para él no tenía ningún sentido no querer llegar adonde quería llegar.

De atreverse a lo inalcanzable, han salido grandes exploradores.

Por ejemplo, cualquiera de nosotros.

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