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La mirada de la gorgona

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Juré volver. Y lo hice con lágrimas en los ojos, mientras veía empequeñecerse tu etérea silueta contra el azul inmaculado aquella gélida mañana. Me fui sin decirte adiós con la mano, sin una sonrisa que llevarme a la boca morada. Y tú te quedaste ahí, inmóvil y mudo, indiferente y ajeno a mi dolor y mi llanto. Sin embargo es esa fría y pétrea naturaleza tuya lo que me atrae irremediablemente, como el abismo al vértigo. Por eso juré que volvería, y aquí me tienes.

La primera vez que te vi se me llenaron los ojos, y toda esa bolsa vacía que arrastraba y que era mi vida. La elegancia única en tus formas, el dominio de tu carácter, la fuerza de tu porte y la magia casi divina que manaba hasta de tu sombra… ¿Cómo no amarte? Sobresalía tu cabeza nevada sobre todas las demás, y yo te elegí por ser el más difícil e inasequible, el inalcanzable. Quería someter a mi constancia esa altivez soberbia que te daba el saberte inconquistado. Y en aquel desgarrado intento por hacerte desesperadamente mío, te defendiste con tu espíritu salvaje. Me arañabas, me mordías; presa de un febril masoquismo me ofrecí a tus caricias sangrientas… todo por alcanzar la cumbre, el éxtasis. La debilidad de mi cuerpo me laceró el alma mucho más que la furia de tus ataques.

Hoy vuelvo a ti menguada y difusa, como una grotesca máscara de cera que olvidaron al sol. Te contemplo desde mi mutilada soledad, porque no todo el mundo sabe amar cuando no hay belleza. Ahora que te miro, y ante mis ojos tu petrificada indiferencia es la misma que la de aquella primera vez, compruebo que un hombre y una montaña podéis ser casi idénticos, y me pregunto entonces, si fue mi mirada la que volvió piedra el corazón de aquel que me abandonó.

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