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La magia verdadera

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I. El comienzo

Un día, a los tres años, su abuelo le sacó una moneda de la oreja. Se pasó toda la tarde hurgando en ella por si había más. Había sido la primera vez que la magia había entrado en su vida.

Desde muy pequeño la magia le había apasionado. Ya en el colegio hacia juegos de cartas y de pañuelos a sus compañeros. Siempre era el centro de atención en las fiestas. Cuando llegó al instituto lo empezó a tomar más en serio; sus padres insistían en que estudiara algo de provecho pero él se pasaba horas leyendo libros de magia y biografías de los grandes magos europeos y norteamericanos del siglo XIX, XX y XXI. A veces su obsesión le impedía ver mas allá de su nariz: así perdió amigos, novias y contactos en general.

Veía en la televisión a los magos consagrados y se veía a sí mismo haciendo esos movimientos de manos, recibiendo los aplausos y ganando dinero mientras hacía lo que más le gustaba.

Así que dejó el instituto y estudió magia, primero en una escuela básica en Madrid, sin grandes profesores, pero donde aprendió desde cero los trucos. Y siguió avanzando: dos años después se cambió de ciudad sólo para estudiar en la mejor escuela de magia del país.

Gracias a que no se le daba mal su nombre iba siendo conocido y siguió estudiando, hasta que salió al extranjero. Durante tres años recorrió diferentes escuelas europeas y finalmente estudió con los mejores en Estados Unidos. Para entonces ya tenía veintiséis años y nunca había actuado profesionalmente.

Pero llego su gran día. Su profesor en California tenía varios contactos en Las Vegas y pudo actuar en un pequeño casino, el Luxury temple, todos los días a las cinco de la tarde durante tres meses. La primera vez sólo había un par de señoras mayores, un grupo de estudiantes borrachos y alguna camarera curiosa que se quedaba durante algunos minutos observando sus trucos.

En sólo esos tres meses su actuación era conocida en toda Las Vegas: llenaba el pequeño casino y tuvo que cambiarse a otro mas grande, al Pyramids y con ello vino su primer contrato serio: hasta entonces le pagaban la habitación y la comida, por fin tendría un sueldo fijo. Tres mil dólares a la semana era más de lo que podía haber imaginado aquellos días cuando estaba en la escuela.

II. Despegue

Un años más tarde y al día siguiente de firmar el acuerdo con el Venetian por un millón de dólares en una temporada —que al final sólo eran seis meses de espectáculo y seis meses de vacaciones, que por supuesto utilizaría en revisar sus trucos e inventar algunos nuevos— supo que algo tenía que cambiar, que tenía que subir un peldaño más en sus trucos; así que preguntó, se informó en los sitios adecuados y decidió que necesitaba un equipo de proyectos.

Johan Steinberk era un ingeniero aeroespacial, con más de veinte años de experiencia en la NASA y otros diez de profesor en el MIT. Al principio no estaba muy interesado en su proyecto, pero cuando le dio detalles de lo que quería y le dijo que le doblaba el sueldo del MIT, sus ojos empezaron a chisporrotear.

Le ofreció doscientos mil dólares por una temporada de trabajo que duraba seis meses.  Tenía que idearle y fabricarle todos los aparatos e ingenios de los que habían hablado. Al día siguiente pidió su baja temporal como profesor y viajó a Las Vegas.

Lluis Opessoa era un catedrático de química, investigador en la universidad de Oxford, según todos era uno de los mejores químicos del mundo. Portugués de nacimiento y norteamericano de oficio, se le conocía por su gran trabajo en las propiedades explosivas de las reacciones químicas, y eso a él le venía de perlas. En su despacho empezó a imaginar trucos que iban a necesitar esas reacciones y le preguntó sobre temas experimentales. Opessoa se quedó encandilado con su discurso vitalista y emocionante. Una breve reseña al sueldo que iba a desembolsar, justo el doble de lo que cobraba actualmente, unos ciento cincuenta mil dólares, y ya no tuvo más reparos: una semana después lo tenía trabajando frenéticamente en Las Vegas a su lado.

Sólo le faltaban un par de cosas importantes para su equipo. Necesitaba dos neurólogos que estuvieran investigando la potenciación de la mente. No tuvo que buscar demasiado, en el MIT le presentaron a Marion Reffere y Mattias Berg. Como con los otros investigadores, una breve charla sobre lo que quería y el doble de sueldo por la mitad de tiempo hicieron maravillas, otros trescientos mil dólares. Ellos le enseñarían a controlar su mente, de tal modo que podría ralentizar sus latidos del corazón, apaciguar su hambre y su sed, potenciaría su memoria y enl general todos sus sentidos hasta niveles muy por encima de los de los demás.

El último a quien necesitaba era Andreas Svenquist, campeón mundial de apnea durante los últimos diez años. Se puso en contacto con su manager, y cien mil dólares por unas clases particulares de seis meses hicieron que Andreas se mudara a Las Vegas con su neopreno. Con él aprendería a aguantar la respiración hasta límites insospechados, podría hacer cualquier truco de escapismo dentro del agua y sobre todo aprendería relajación muscular.

III. Consagración.

Pasaron los años. Tenía cuarenta y dos, estaba en la cima de su carrera, había desbancado a los mejores y era el mago más famoso del mundo y el mejor pagado. Había dejado de mirar su cuenta bancaria, pero entre su contrato en Las Vegas, las apariciones en televisión, programas especiales, publicidad, etc., se embolsaba cerca de veinte millones de dólares al año, limpios de polvo y paja.

Pero algo le faltaba. Obsesionado con la perfección de la magia, echaba de menos cada vez más la originalidad, la sorpresa, la sensación de estar delante de algo fantástico e inolvidable.

No necesitó demasiado tiempo para decidirse: iba a desaparecer y dejarlo todo. Quería buscar la esencia, la verdadera magia. De vez en cuando llegaban a sus oídos rumores de magos que hacían cosas extraordinarias y no ganaban dinero ni eran famosos. ¿Sería posible que alguien pudiera hacer magia verdadera?, ¿sin artificios, sin trucos?

Eso era lo que lo perturbaba: quería saber, conocer a alguien —si existía— que fuera capaz de ello. Pensó en cómo hacerlo: primero tendría que desaparecer, era demasiado famoso, así que cambiaría su imagen lo suficiente para que lo dejaran en paz. Guardaría algo de dinero para lo que pensaba hacer y el resto lo repartiría entre sus tres ex esposas, sus tres hijos —Carla, Marco y Elisa— y varias ONG.

Habló con su abogado y se sorprendió de lo rico que era: había amasado una fortuna, pero lo importante es que tendría dinero para su búsqueda y para cerrar unas cuantas bocas. Necesitaba desaparecer.

Así que esperó a que terminara su temporada de espectáculos en Las Vegas y no firmó nada para los siguientes seis meses. Se dejó el pelo largo y la barba también, aclaró su pelo y cambio el color de sus ojos con lentillas; un par de operaciones de lifting también ayudaron a cambiar un poco más la fisonomía de su cara. Un día al mirarse al espejo se sorprendió a sí mismo: parecía una mezcla entre hippie y leñador del siglo XX. Tendría que cambiar su vestimenta un poco pero no era problema.

Gracias a su abogado y a un par de contactos se hizo documentación nueva —pasaporte, tarjetas de crédito y carné de conducir— y de un lunes a un martes dejó su mansión en Beverly Hills y bajó de un avión en Lima, Perú.

IV. Búsqueda

Durante los siguiente ocho meses recorrió la totalidad de Sudamérica buscando chamanes, brujos y demás charlatanes para que le enseñaran su magia. Subió a Machu Pichu, caminó hasta lo más profundo de la selva amazónica, recorrió los Andes de  norte a sur, pasó frio en el Perito Moreno y sintió la fuerza del mar en el estrecho de Magallanes. Pero no dejó de ver trucos para turistas, algo de uso de plantas medicinales y trucos de manos, nada que él ya no supiera hacer desde hacía años. Sólo en Haití creyó encontrar algo diferente.

Se movió por los círculos de los brujos de vudú, y después de entrevistarse con muchos encontró a uno, monsieur Chevallier DuPont, un negro de metro noventa, con unos brazos eternamente largos y unos ojos negros y oscuros como el infierno. Conocía de las plantas y sus poderes, conocía el poder de la toxina del pez globo. Y aún así cayó en la trampa que como una tela de araña le había ido preparando el impostor. Una noche cenando y hablando sobre política una nube de polvo blanco le cegó por un momento, y supo qué le esperaba.

Su error le condujo a un estado de zombificación durante dos semanas en las cuales permaneció dentro de un ataúd casi sin respirar y a punto de morir. Sólo su determinación y su preparación durante años lo ayudaron a salir con sus propias manos de aquel agujero maloliente. Su dinero en metálico y sus tarjetas habían desaparecido.

Antes de salir del país, y previo pago de diez mil dólares, la policía haitiana detuvo a monsieur Chevallier por robo e intento de violación a una menor. Nunca supo quién lo denunció. Pero él pensó que ese hombre era peligroso y su lugar estaba en la cárcel, todo el mundo le tenía miedo. La solución era obvia. Desilusionado, abandonó la isla.

Así que viajó a África.

Su primera parada fue Casablanca, en Marruecos. Recorrió en moto las montañas del Riff y sólo el fumar hachís hacía que todo pareciera mágico y especial, pero al final sólo las drogas que consumían sus brujos era lo que los hacia diferentes. Después se sumergió en la inmensidad del desierto del Sahara buscando a los tuaregs, que le contaron muchas historias sobre visitantes antiguos que hacían su magia con ellos. Leyendas y religiones perdidas, pero nada de magia.

Habló con los místicos egipcios y leyó sus escrituras antiguas y más sagradas, sobre el conocimiento que tenían del cuerpo humano y sus debilidades que habían hecho que en la antigüedad se los considerara magos. Pero sólo eran buenos médicos. Los chamanes Dogon en Mali le sorprendieron por su franqueza y su cultura. En barca recorrió las selvas impenetrables de la Republica del Congo, convivió con tribus en lo profundo del bosque, vio lomos plateados en Uganda y en Botsuana conoció a tribus bosquimanas y hotentotes que corrían cuarenta kilómetros todos los días detrás de sus presas sin apenas comer y beber, que fue lo más parecido a la magia verdadera que encontró en el continente negro.

Cuando viajó a Asia se mentalizó de que era el último sitio donde sería posible buscar y encontrar lo que anhelaba, y eso llevaba metido en lo más profundo de su ser cuando bajó de su avión en el aeropuerto de Astana en Kazajistán. En los siguientes días deambuló por las estepas con nómadas kazajos y sus grandes águilas en los brazos, cazando conejos e incluso zorros. Le contaron muchas cosas de los antiguos tiempos cuando se dejaban guiar por la magia de las estrellas y habló con los viejos de la tribu, pero no aquello no era más que astronomía y buenas intenciones.

Continuó su viaje por Kirguizistán y Uzbekistán, habló con brujos de los montes armenios, con chamanes nómadas de Mongolia, con las tribus perdidas de la Siberia central, pero todo era lo mismo: palabrería y buenos conocimientos de los medios que los rodeaban.

Comió con las tribus de las montañas del norte de Tailandia, esquivó a las bandas armadas de narcotraficantes de la zona, conoció a  cientos de ascetas en la India y quedó maravillado de su cultura e ideología. Pero de magia nada.

Discutió de lo humano y de lo divino con aborígenes caníbales de Borneo, con piratas de las islas orientales filipinas, incluso con monjes sintoístas en Kyoto; pero siempre le decían lo mismo, veía los mismos trucos y las mismas miradas de perplejidad al explicar su cometido y su anhelo.

Unos meses después y sintiéndose más viejo y ajado, caminaba por un gran valle del suroeste de China. Saludaba a los campesinos, comía con ellos y seguía su camino; en un pueblo le hablaron de un monje que hacia magia verdadera, que llevaba viviendo en esa zona desde hacia generaciones, así que se propuso encontrarlo.

Caminó durante días por las montañas de la zona, siguió los ríos y habló con toda persona que se le cruzara, y como tantas otras veces no encontró nada, así que decidió seguir hacia el sur: quizás en Birmania o Laos le fuera mejor. Y en ello estaba caminando con sus pensamientos perdidos cuando a la vera del camino vislumbró un grupo de monjes que discutían sentados en el suelo a la sombra de un árbol. Cuando se acercó lo invitaron a sentarse con ellos y allí estuvo durante varias horas charlando.

Cuando el hambre le gritaba que se llevara algo a la boca, indicó a sus compañeros de charla si iban a comer, a lo que el monje más anciano le contestó que ellos no comían ni bebían, que se alimentaban de la magia universal.

Eso tenía que verlo, se dijo a sí mismo con una sonrisa en los labios, así que se quedó con ellos unas horas más.

Todos callaron y cerraron los ojos. Él hizo lo mismo y fue pasando el tiempo, gracias a su aprendizaje con los neurólogos sabía acallar su hambre, hacer desaparecer su sed, ralentizar los latidos de su corazón; podía estar en ese estado durante una semana, había sido uno de sus mejores trucos antaño, así que no le importaba volver a hacerlo.

Seis días después le dolían las piernas y el cuello como si se le fueran a romper en mil pedazos. Para entonces el hambre y la sed aún no eran un problema pero sí sus extremidades: si no se levantaba ahora se le podrían gangrenar fácilmente. Abrió los ojos para mirar al monje más viejo que permanecía inalterable delante de él. Los demás habían desaparecido, así que la cosa estaba entre él y el viejo. ¿Sería quizás del que tanto le habían hablado los campesinos de la zona?

El monje sonreía sin abrir los ojos y él quiso hablar, pero tenía la garganta tan seca que sólo salió una especie de ladrido. Justo delante de sus piernas la arena empezó a cambiar; se movía, y para su sorpresa unas letras aparecieron:

—No hables.

Estaba estupefacto; la hambruna y la sed quizás estaban teniendo algo que ver y ni siquiera su entrenamiento extremo lo había preparado para eso.

—¿Por qué? —pensó.

La arena volvió a cambiar y enseguida aparecieron otras letras.

—Sé lo que buscas, y sólo permaneciendo aquí a mi lado sin moverte conseguirás encontrarlo —decían las letras de arena.

—Pero si no me muevo de aquí moriré —dijo él con algo de miedo.

—¿Hasta qué punto quieres saber la verdad y encontrar la magia verdadera? Quizás la muerte sólo sea un peldaño más para seguir subiendo hacia algo más puro.

Durante unos instantes calló y pensó. Recordó todos sus viajes alrededor del mundo y su búsqueda incansable. ¿Y si allí, al lado del monje en estática posición, encontrara lo que tanto quería? Le podía costar la vida, pero ¿acaso no sería un buen pago por poseer aunque fuera por un segundo la verdad?

Mientras pensaba y discutía consigo mismo, vio algo que le convenció en el momento de lo que tenía que hacer: el monje levitaba medio metro por encima del suelo y una energía dorada salía despedida de él en todas direcciones, bañándolo todo con una calidez inimaginable. El sabía de trucos, y aquello no era un truco.

En ese mismo instante supo que moriría con tal de conseguir conocer el secreto. Cerró los ojos, inspiró fuerte y profundamente, y se dejó llevar hacia lo desconocido. Por fin descansaría.

Dos años después volvió a abrirlos.

V. Epílogo

Elisa pensó que era una buena mañana de domingo para desayunar en su café favorito y de su padre, el Barbieri, en la plaza de Lavapiés de Madrid. Desde su desaparición hacía ocho años muchas cosas habían cambiado para ella y su familia. Su madre se había llevado un disgusto enorme, porque aunque no vivía con su padre desde hacia años lo seguía queriendo a rabiar. Y lo echaba de menos, eso lo sabía ella.

Al principio no entendió nada. Tenía doce años y todo le parecía una película de Hollywood. Sabía que era su hija favorita y todo porque la magia no le gustaba, la aburría; eso lo descubrió su padre desde muy pequeñita. A sus hermanastros los llevaba a sus espectáculos, al taller donde con su equipo ideaba sus trucos. Pero a ella no, nada de eso le gustaba, así que la llevaba a museos, obras de teatro, a conciertos de piano  —sobre todo a escuchar Para Elisa de Ludwig van Beethoven: le habían puesto su nombre por esa pieza de música—, también al circo, al cine y por supuesto todos los años pasaban juntos una semana en Madrid, para ver a los abuelos.

Así que nunca dejó de visitar el país de su padre y siempre le agradeció la cultura que le había inculcado.

Después de ocho años sin verlo todo era diferente. Ya con veinte años y estudiando periodismo en España tenía la independencia que siempre había querido. Su padre al desaparecer les dejó todo su dinero a partes iguales. Cuando cumplió la mayoría de edad su cuenta tenía dieciocho millones de dólares y ella una vida entera por delante.

Lo echaba de menos y durante un tiempo lo odió por su repentina desaparición. Todo el mundo a esas alturas pensaba que estaba muerto, pero ella siempre había tenido la leve esperanza de que no, aunque todo hacía pensar que ya no existía en este mundo.

Cogió su taza de café y le dio un largo trago, caliente y espeso café africano, una delicia al paladar. Miró a través de las ventanas antiguas del café hacia la plaza, donde unos malabaristas hacían de las suyas por unos céntimos de euro, los niños corrían detrás de una pelota y las señoras mayores se arremolinaban en grupos pequeños cotilleando y hablando sin parar con sus bolsas de la compra colgando de sus cansados brazos.

Había un hombre mayor sentado en un banco al fondo de la plaza, pelo largo y blanco y una barba poblada. No hacía nada, sólo miraba a la gente pasar. Tenía las manos apoyadas en un bastón marrón, no muy grande pero sí limpio y brillante. Por un instante pensó que la miraba directamente a ella a través de los cristales del café, pero eran vanas imaginaciones suyas.

Recogió su bolso y pagó al camarero. Un momento después salía por la puerta en dirección a la boca del Metro en medio de la plaza. El hombre mayor se levantó del banco y se dirigió hacia los saltimbanquis, despacio y sin prisas; de pronto se paró y levantó su bastón a media altura para acto y seguido soltarlo. El bastón no cayó, simplemente se quedó allí, parado como levitando, como si alguna fuerza invisible lo estuviera retenido. La gente se paró extrañada alrededor del hombre, los saltimbanquis dejaron de hacer sus malabares y las abuelas cotillas dejaron de hablar, sólo para contemplar el bastón que flotaba inerte delante de sus narices.

Elisa se acercó lentamente hacia el hombre del pelo largo y blanco, todos ahora hacían un corrillo a su alrededor. El hombre abrió su mano derecha y una mariposa se abrió paso por entre los pliegues de las líneas de la mano para salir, estirar las alas y partir volando grácilmente. Abrió su mano izquierda y comenzó a manar agua que se empezó a desparramar por el suelo y salpicó a los allí reunidos.

Todos murmuraban y sacaban su móviles, tabletas y demás dispositivos electrónicos para grabarlo todo.

El hombre chasqueó los dedos y las palomas de la plaza llegaron juntas y se quedaron a sus pies en el suelo, para después chasquearlos de nuevo y que aquellas, al unísono, salieran volando hacia el cielo. Mientras, el bastón seguía flotando delante de la gente, un niño se agarro a él y se columpió sin moverlo ni un centímetro. Con un movimiento de la mano del hombre hacia el cielo, como limpiando un cristal de una ventana, las nubes se despejaron y el sol les dio de lleno a todos por igual.

La gente permanecía quieta sin mover un músculo. Elisa estaba perpleja por lo que estaban viendo. El hombre levantó la mirada para cruzarla con la de ella y de repente una música al principio muy levemente y después cada vez más alta empezó a llenarlo todo. Era Para Elisa, de Beethoven.

Y la gente de la plaza empezó a flotar a veinte centímetros del suelo y a sonreír y a llorar de la emoción. Y el hombre levitó con los brazos abiertos a la multitud y subió unos metros y todos bailaban al son de la música alrededor de él. Y las bolsas de la compra, los móviles, tabletas, carteras y mochilas cayeron al suelo y a nadie le importó mucho todo ello, porque todos flotaban ingrávidos y reían y se abrazaban. Después, poco a poco, la gente empezó a bajar hasta que todos posaron sus pies en el suelo y se miraban unos a otros demasiado emocionados para hablar.

Elisa se alejó de allí llorando: era la música de ella y de su padre, había visto en cinco minutos cosas maravillosas, magia verdadera, nada de eso había sido un truco. Quiso alejarse de allí lo más rápido posible y se encaminó hacia la boca de Metro.

Pero alguien le tocó el hombro por detrás y ella, temblando, se dio la vuelta. Era el hombre del pelo largo, el poseedor de la magia más maravillosa. Quiso decir algo, besarlo o abrazarlo, pero sólo podía llorar.

Porque era su padre que había regresado.

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