Ir directamente al contenido de esta página

Hacer como si nada, soñar como que nunca

por

Porque los vivos saben que han de morir, pero los muertos no saben nada ni esperan nada, pues su memoria cae en el olvido.

La memoria clandestina de Helene Weigel, 1946

Helene Weigel sintió corrientes y volcanes en el pecho, planetas y hormigas. Por su sangre navegaron potencias, turbinas, bibliotecas, jardines, seres de otros mundos. Galaxias enteras estallando en sus neuronas. Vio lo que vio el físico en su telescopio, el desorden y la simetría, el accidente y la sustancia, el átomo y sus partículas.

¿Tendría fiebre? Esa fiebre que no llega al delirio, pero que te mantiene flotando entre la vigilia y el sueño, en esa escombrera de nadie… ¿Cuánto tiempo hacia que estaba allí? ¿Horas, meses, años? La costra húmeda de la memoria comienza a endurecerse. El tiempo no transcurría. Ella era el tiempo: sólo ella.

No había día ni noche. A veces apagaban la luz, o la encendían. En el reloj de pared la manecilla iba y venía sin sentido de una a otra de las veinte cifras de la esfera. En el otro lado hay silencio. Dentro, pesadas gotas caen de la llave del radiador. Se alarga; ya no se siente mareada, las plantas de los pies reposan en los estribos que la clavan al frío. Memoria y tiempo le devuelven el algoritmo simple e irrebatible que la lleva siempre a un mismo resultado: al miedo.

Voces y rostros vienen de lejos. Sus cuerpos son la nada con el sello de la muerte en sus ángulos, en sus texturas, son esa pared fría y blanca con rebrotes de moho. Y ahí vienen, miran sin mirar pero miran… como lamiéndole los sentidos, desarmando las defensas. Siempre saben dónde está. Se deslizan torpes sobre el plano cuadriculado del suelo. Presiente qué le van a hacer. La abaten como a una reina en jaque. Saldría corriendo en este momento, pero no… no puede, no debe, quiere pero no… El temblor se hace espantoso, la mandíbula se tensa, siente cómo se acorta la espalda, cómo se curva desmadejada y se despega de la fría superficie por la zona lumbar.

Sintió lo mismo que siente un condenado ante el más vil de los pelotones de fusilamiento. Todo el cuerpo se entumece. ¿Dónde tienen la mirada? ¿Qué pensarán en este momento? ¿Sabrán que les tiene pánico? ¿Sabrán que les odia profundamente? ¿Sabrán que se pregunta por qué? Seguramente no, lo suyo no son las preguntas, lo suyo son los pesos, la química, la hiriente cuchilla acerada hurgando en sus vísceras.

Y vienen… y no paran, desaparecen un instante ¿Dónde están? ¿Dónde se metieron? Se acercan, como una exhalación, como un accidente, como un imprevisto.

¡Aparecen!

¿Se preguntarán lo mismo que ella? ¿Dónde soñarán estar en este maldito momento? Y siguen, y suben, y bajan, y se escapan, se escapan de todo menos de ella. Doblan, esquivan, se detienen y quedan como estatuas, y en menos de un instante vuelven como si nunca se hubieran ido.

Absurdas luces estallan frente a ella. Helene Weigel tiene el miedo de todos, un miedo colectivo, un miedo mundial. Y siguen y no paran y quiere gritar, quiere llorar, pero lo que más quisiera en ese momento es no ser esto que es, ¡jamás frente a ellos!…

Vienen y nada puede detenerlos, nadie, vienen imperturbables, devoran la luz, vienen… vienen hacia ella, vienen hacia…

¡Vienen!

Los ve como a través de un cristal velado, similar a los espejos de la feria de su infancia que le devolvían aquellas imágenes que la llenaban de ese terror masoquista, riendo apresurada, escapando y volviendo sobre sus pasos. Y le parecía que aún podría salir y entrar de ese antiquísimo espacio de fantasmas introduciendo o sacando un pie o una mano en el reflejo de su memoria.

Como entonces, su asombro era la medida de aquellas imágenes llenando el centro de su córnea, hiriendo sus ojos que todavía no estaban impermeabilizados a lo insólito, aceptando que la eternidad puede durar un segundo, una milésima de segundo, una milésima parte de un segundo, un menos que nada, un infinito de nada. Les contempla desde su lividez conmovedora cubiertos por ese polvillo cósmico, que desprenden los ciento veinte vatios cáusticos de la lámpara halógena, su aparición violenta, su realidad con una completa saturación de desasosiego.

¡Avanzan tan despacio!, con esos ridículos pies diminutos. Derribada. El cuerpo completo tendido horizontalmente parece un río parado, un cuerpo roto en la superficie de una muerte con los contornos de aluminio, y ahí la rinden, la inspiran dentro de la boca, y entonces la absorben…

Helene Weigel sabe entonces que ya no es la boca que empaña el espejo de las semejanzas, que es la sombra chinesca detrás de los biombos, el tacto impreciso de una mano en el hombro, una luna hueca, una realidad teñida de sospecha, como el saberse espiada… Puede notar la pegajosa densidad de cada segundo.

***

Cierras los ojos y entras y sales de ti por un camino de pálpitos, no estás en este mundo ni en otros mundos, eres el momento en que la tierra duda de ser tierra y el mundo de ser mundo.

La memoria clandestina de Helene Weigel, 1946

Recuerda el pasillo enlosado. No era la primera vez que desandaba aquel camino. Condujo su paso hacia la salida. Iba susurrando que la vida no es lo que está unido a nosotros, sino lo que queda después de enterrar nuestro nombre, y esperar todo un verano a que el clamor de la tierra lo haga florecer entre madreselvas de piedra y crisantemos polvorientos.

En ese preciso instante está allí, en lo extraño, con los ojos demasiado abiertos; mientras, rememora que en la casa todo permanece en su lugar: el escritorio, la puerta, los libros, el espejo, el aire, la lámpara.

Había un muro. No parecía importante. Era un muro de piedras sin pulir, unidas por una tosca argamasa. Un adulto podía mirar por encima de él, y hasta un niño podría escalarlo. Allí donde atravesaba el cementerio, en lugar de tener una verja o un portón, degeneraba en mera geometría, una línea, una idea de frontera. Pero era real. Era importante. A lo largo de muchas generaciones no ha habido en el mundo nada más importante que aquel muro. Al igual que todos los muros es ambiguo, bicéfalo. Lo que hubiera dentro o fuera de él depende del lado en que una se encontrara. El muro encerraba no sólo el cementerio sino también otros mundos, el universo entero; y, sobre todo, otros nombres.

Y no se le ocurrió otra cosa que instalarse en la última habitación que habitó. Puertas, ventanas, pasillos, seguían imponiendo direcciones a sus pasos. Y subió por la escalera, que estaba hecha de la misma materia impalpable que los ecos, hasta una terraza suspendida en el aire a la que te asomas, y te bebes todo el vértigo de golpe.

Da un paso y luego otro más, la oscuridad se hace cargo de ella. En el pasillo está la noche. Las líneas definitorias se mezclan, tropieza, no conserva la memoria de las distancias precisas entre su piel y los objetos; levanta el polvo estancado. Lo único que no puede hacer es traspasar los cuerpos sólidos, tan opacos, tan insobornables como siempre. No es que doliera, simplemente daba asco.

Cuando entró creyó comprender el mundo silencioso de los objetos, instrumentos unos o simples presencias otros, un mundo aislado en sí mismo. El aire, las paredes, los estantes repletos, el pequeño escritorio de madera, el espejo, la lámpara, las sillas y otras cosas son invitados involuntarios de la vida y de la muerte repetida. Todo guarda el perfecto orden que sólo da la realidad.

Durante todos aquellos días de ajetreo había tenido la impresión de que no era ella quien hacía las cosas: las cosas la hacían a ella. Había estado en manos de otra gente. La voluntad no había actuado. No había tenido necesidad de actuar. La voluntad había estado en el comienzo, ella había creado ese momento y las paredes ahora la rodean. El cansancio es tan grande, ha crecido tanto, que se llora hasta un desierto, y de pronto le chirrían hasta las fascias, sumergida todavía en lo posible.

Un luminoso crepúsculo aviva los inciertos perfiles de los objetos, todo luz en torno a un matiz más hondo. Ahora apenas se mueve. Supongo que extrañará el mar —¡tiene los ojos tan abiertos!—, que se insertó donde antes había tenido las pupilas. La noche sigue reflejándose en el espejo, demorándose impúdicamente en su imagen.

Dentro de ella había una manera de ser, de sentir y de sentirse, había alma y energía. Pero ¿desde cuándo? Y excusando el dato temporal, ¿cómo nace un ánima? Es más, ¿de dónde vino la suya? Era como estar dentro de una onda expansiva, era sentirse esencia y sustancia e impulso de recién llegada a una fuerza en dispersión. Sólo de vez en cuando levanta la cabeza e interroga, ¿dónde estarán sus zapatos, dónde sus llaves, dónde las cartas? No lo sabía. Y cuando la certeza le ofreció asiento junto a ella, reptó entre la cobardía del instante y la convicción de huir impelida por una angustia arcaica. Y así cae la oscuridad.

Afuera es adentro, camina por donde nunca se ha estado, el lugar del encuentro entre esto y aquello está aquí mismo y ahora, es la intersección de ese compás que al girar dibuja dos ceros, ideograma perfecto del mundo y de cada uno de nosotros.

Su conciencia es el telar que teje y desteje los hilos de la trama, las esperanzas de verde, la ilusión de amarillo, las angustias de morado y los dolores de añil… aunque el mejor color sigue siendo el rojo pasión. Sus ojos son la mano, la mano tiene cinco ojos, la mirada tiene dos manos. Dicen que hay que creer para ver, pero allí no hay nadie ni hay nada que ver, sólo un disparo verde, amarillo, morado, añil… rojo como una hélice que bate el aire estancado.

Obsesionada y torturada, Helene Weigel se descalza para intentar estar más pegada a la tierra, tiene la impresión de que su cuerpo ha sido esparcido sin un plan premeditado. Su mirada es la idea fija que taladra. Hay que ser fieles a la vista, ¡hay que crear para ver!

***

Nadie podía entender mi desolación enteramente, Berthold, verme allí fue como dormirme debajo de un manzano y despertar con la boca llena de gusanos. Despertar a la muerte fue el regreso a esa danza tribal que cimbrea nuestro cuerpo subterráneo, ligeramente húmedo…

La memoria clandestina de Helene Weigel, 1946

Ante el crepúsculo de la ventana se alza su silueta y algo más: se ve un ojo entornado, casi oculto por el párpado, y, sobre él, una frente sombría hasta el nacimiento del cabello revuelto, donde ha quedado prendido algo de viento.

Se le había agotado la risa en este ir y venir de labios que ríen de nada. Pero siguió el rumor de su sangre, que es un arroyo secreto de latidos, llamadas, respuestas y más llamadas, y esa bestia, que es la tristeza, agazapada en su conciencia a oscuras.

Podía vérsela con una melancolía infinita subiéndole por los tobillos, envolviendo su cintura, sus hombros, hasta anegar esa mirada perdida que insiste en preguntar a su alrededor. Recogida e infeliz, parecía de vidrio, ¡eso es!, parecía un espejo para que los demás sólo se preocupen de verse reflejados.

Observada de cerca, Helene Weigel es plana y angulosa, una transparencia, una entelequia; así que mejor ladeamos el cuerpo y la dejamos pasar. No hay soledad en las ventanas ni hambre voraz de abismos y misterios. No hay nada, luego todo. Los suicidas son esos fantasmas que siempre se quedan dentro. No existen los fantasmas felices.

***

Los fantasmas no sólo surgimos en la noche, lo podemos hacer a plena luz… y la luz sólo existe mientras puedas mantenerla con la mirada.

La memoria clandestina de Helene Weigel, 1946

Todo comenzó cuando Helene Weigel decidió dividir el universo en dos. Enero se batía en retirada y un grupo de nubes convulsas anunciaban la Era de Acuario…

Extiende el brazo. Apunta rápidamente. Aprieta el gatillo. La taza cae intacta al suelo. La bala forma una bolsa de ruido que envuelve la habitación. En cierto sentido, se hace de noche. De pronto, se acaba también el verano y entra el invierno. No hay primavera, no hay otoño. El disparo ha sido breve, como la nota tensa de un violonchelo, y deja marcas húmedas, como si la bolsa gotease.

El reloj se congela en las doce y media para siempre. Nadie sabe, después de una detonación, en qué año se encuentra. Cada uno pisa una fecha. La bala lo revuelve todo: el calendario, el suelo, la historia.

Todo se vuelve en su dirección, a tiempo de oír cómo rueda la taza hasta que la inercia muere agotada. El bienestar desaparece de repente. Siente frío y calor y náuseas. Respira vagamente, sin nociones ya de lo que es la vida. Sólo la separa de morir que no conoce los trámites precisos de la muerte.

A las doce y media llega la ambulancia. Es como si todo ocurriese a esa hora, da igual cuánto tiempo pase. Se la llevan. Un auxiliar sin nombre la acompaña y escucha a su lado una agonía eléctrica en cada latido que se despliega en una partitura jadeante. Hay un hospital cerca. No tardan en llegar. Pero una hora después muere, tras cumplimentar todos los trámites. Empiezan a no ser las doce y media exactamente.

Tras liberar un poco las tensiones de la piel, Helene Weigel comienza a ser un fantasma con los pies fríos.

¿Te ha gustado? ¡Compártelo! Facebook Twitter

¿Algún comentario?

* Los campos con un asterisco son necesarios