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Ella

por

Sucedió en una noche solitaria, en una calle en penumbra, en el reverberar de una farola en el frío y el viento y la lluvia de un otoño.

¿De dónde habíamos surgido los dos? De pronto, emergiendo de mi ensimismamiento, me di cuenta de que estábamos cruzando lentamente nuestros pasos; ella detuvo por un instante su mirada en mí y yo, por supuesto, hice lo propio. No era la mejor noche de mi vida, desde luego, y supongo que tampoco era la suya. Quizá por eso parecía que nos sonreíamos.

Vibramos en la intersección del curso de nuestros caminos, se expandió una magia a lo largo de nuestros ojos fijos en nuestros ojos, mientras pasábamos de largo.

Y comprendí que era ella. No sé por qué.

No quería volver la vista atrás, y sin querer la volví. Me daba miedo que ella hubiera hecho lo mismo, pero me aterrorizaba que no lo hubiera hecho.

Y me la encontré, empapada, detenida en mitad de aquella acera remota y lluviosa mirándome fijamente, con sus hondos ojos verdes brillando en el pulso de mi respiración.

Me enamoré de la belleza que emanaba de su soledad, de su misteriosa inquietud, de la serenidad de su silencio. Sentí la inmensa necesidad de acompañarnos.

Decidí acercarme. Y se acercó. Me acerqué más, casi nos juntamos. Me atreví a acariciarla. Y me devolvió una leve caricia. Entendí que en esa calle ya no había otra salida. Sin pronunciar una sola palabra le dije «¿te vienes?» Y ella, sin pronunciar una sola palabra, respondió «sí» y nos fuimos juntos a mi casa, que no estaba lejos.

Entonces caí en la realidad y me hice una pregunta absurda, la única reflexión cabal de toda la noche: «¿Y dónde encuentro yo ahora comida para gatos?».

Y ella pareció sonreír.

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