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El reflejo del mal

por

María tendía la mano maquinalmente a todos los que en perfecta formación iban dándoles el pésame a ella y a su hijo. Las palabras de condolencia se diluían según eran expresadas, perdiendo su significado en la mente ausente y perdida de la, a todas luces, desconsolada viuda. Pero no, María no era la esposa dolorida que acababa de perder al compañero de toda su vida. Es más, el alivio que sentía no correspondía con lo que en aquéllos momentos se esperaba de ella. Y no es que no quisiera a su marido, de hecho estaba profundamente enamorada de él, pero con su muerte podía considerarse definitivamente liberada.

Acabado el funeral su hijo la llevó a casa. Éste había insistido en que se fuera con él unos días hasta que estuviera más tranquila y fuera asumiendo poco a poco la pérdida, pero ella quería estar desde el principio a solas para hacerse a la nueva situación sin paliativos de ninguna clase. Al entrar en su elegante piso, situado en un barrio igualmente elegante y exclusivo de la capital, María lo recorrió con la mirada impasible e indiferente de quién no reconoce como propio lo que está viendo. Se derrumbó en el sofá y dejó que las lágrimas, esquivas hasta entonces, corrieran en incontenibles oleadas de sal hasta su boca. Los recuerdos alborotaban su mente y se iban adueñando de ella con pertinaz insistencia. No eran agradables, casi nunca lo fueron; desde el inicio mismo de su matrimonio dio comienzo el rosario de agravios que se perpetuaron hasta el final del mismo, sin resquicio alguno para una tranquila convivencia. Tan tocada había quedado su autoestima, que toda la responsabilidad se la arrogaba ella misma. No podía ser de otro modo, pues todo el mundo estaba de acuerdo en envidiar la suerte de tener un marido guapo, inteligente, amable y encantador, un triunfador absoluto de la vida, con una carrera profesional exitosa. Abogado de reconocido prestigio, había conseguido un estatus social importante y una considerable fortuna.

María se preguntaba qué méritos tenía ella para que una persona tan importante la hubiera elegido para compartir su vida. Físicamente era una mujer guapa, con una belleza serena al estilo clásico, que en otras circunstancias más favorables habría brillado sin duda con luz propia, pero que confinada en las cuatro paredes de su hogar, se veía deslucida y apagada. En cuanto a su formación, había estudiado Derecho como su marido, pero al casarse éste le había dejado muy claro que debía olvidarse por completo de ejercer su carrera, que para mantener la casa ya estaba él. Así que, sin nada en particular que hacer, su misión se reducía, según lo estipulado por su marido, a vigilar y organizar las tareas de la empleada de hogar y a satisfacer sus necesidades como buena esposa, obligación que en opinión de éste no desempeñaba satisfactoriamente, por lo que le reprochaba constantemente que ni para eso servía.

Como tampoco le era permitido cultivar antiguas amistades y las relaciones familiares fueron reducidas al mínimo, la vida de María transcurría vacía y sin aliciente alguno. Sólo en su vida de casada brilló una vez una luz de esperanza, cuando se confirmó que esperaba un hijo. Y en ese hijo cifró su anhelo de una vida más feliz y completa. Mientras el niño fue pequeño sus expectativas se vieron colmadas, pero a medida que fue creciendo el padre intervenía cada vez más en su educación, ejerciendo un control sobre el niño y la madre con unas directrices que debían ser cumplidas a rajatabla. Con el paso del tiempo María vio como su hijo se le escapaba, se alejaba de ella. Cada vez era mayor la complicidad con el padre, y el desapego y el desprecio que su marido le profesaba había logrado transmitírselo al hijo, el cual no perdía ocasión de hacérselo notar. Con el paso del tiempo esta animadversión fue disminuyendo, pero la relación, aunque correcta, era más bien fría. Y María comprendió que Darío nunca sería el hijo cariñoso que ella había anhelado.

Sin ningún asidero a qué aferrarse, María se refugió en la religión. Esa entrega también fue objeto de constantes burlas por parte de su marido, pero fue lo único que le estuvo permitido. Sin duda éste pensaba que la religión, a fin de cuentas, no haría más que afirmar su potestad sobre ella y afianzar su control.

Y aquél déspota autoritario, feroz represor, implacable, dominante y pagado de sí mismo, había sido fulminado sin previo aviso dejándola sola. Y sentía su muerte como una liberación, pero al mismo tiempo había dejado un vacío tan grande en ella que no acertaba a vislumbrar cómo podría llenarlo.

La primera noche en soledad llegó lentamente. Las últimas horas habían transcurrido para María en un limbo de recuerdos y la certeza de su desamparo. Estaba agotada pero se resistía a irse a la cama. Había tomado la decisión de quedarse sola en su casa desde el principio, y ahora no estaba segura de haber acertado. Quizás debía haberse ido con su hijo, por lo menos la primera noche, pero ahora no era cuestión de echarse atrás; mañana lo llamaría y ya vería.

Se incorporó despacio para dirigirse al dormitorio, pero antes de salir del salón se vio fugazmente reflejada en el espejo ubicado en una de las paredes. Al contemplarse en él recordó lo orgulloso que su marido estaba de aquella adquisición. En los últimos años le había dado por comprar muebles y complementos antiguos, y el espejo era uno de sus más apreciados hallazgos. Se trataba de un precioso espejo de grandes dimensiones, con un marco de caoba de un brillante rojo oscuro, de líneas sobrias y elegantes, tallado primorosamente. Al ver su imagen reflejada en la bruñida luna, sin saber muy bien por qué, se sobresaltó. Recordó de pronto haber oído a su madre, cuando era pequeña, que en los espejos de noche se veía reflejada la imagen del demonio. Hasta entonces nunca antes había sentido miedo, pero ahora el recuerdo de las palabras de su madre le había producido una profunda inquietud. Estaba segura que no podría dormir sin ayuda, por lo que recurrió a las pastillas para poder conciliar el sueño.

Cuando despertó a la mañana siguiente, tenía la cabeza embotada, y le costó desembarazarse de la maraña gris que entorpecía su mente. El efecto de las pastillas perduraba todavía, y no sabía muy bien si estaba despierta o todavía dormía. Pronto la realidad, con su cruel certidumbre, la puso de golpe en situación. Lo primero, pensó, era llamar a su hijo, no quería pasar otra noche sola. Quizá era una tontería el miedo pueril que había sentido ante el espejo, pero se dijo que de todas formas lo mejor sería estar fuera unos días hasta irse acostumbrando a su nueva existencia.

Escuchó la voz de su hijo preguntándole cómo se encontraba y cómo había pasado la noche.

—Precisamente de eso quería hablarte —contestó ella.

—¿Te pasa algo? Bueno además de…

—No, cariño, lo que ocurre es que creo que tú tenías razón cuando me ofreciste irme contigo, creo que aún es prematuro para mí vivir en esta casa sin tu padre… es demasiado duro.

Hubo una pausa al otro lado del teléfono, y cuando oyó de nuevo la voz de su hijo, creyó percibir una vacilación, como un ligero amago de molestia.

—Verás, mamá, no es que no quiera que vengas, ya te lo dije ayer, pero es que me ha surgido un viaje por motivos de trabajo y estaré unos días fuera; de hecho, salgo esta misma mañana. Pero podríamos buscar una solución.

—¿Una solución? No se me ocurre cuál.

—Pues podríamos contratar una chica para que pase las noches contigo. Durante el día tienes a la asistenta, y así no estarías sola. Si quieres llamo ahora mismo a la agencia.

—No quiero que una extraña me acompañe de noche, no estaría cómoda. Es igual, no te preocupes. Cuando regreses me iré a tu casa unos días, además hay que acostumbrarse cuanto antes a esta situación…

—Mamá, pero podemos arreglarlo… no sé, pensaremos otra cosa.

—No, hijo, márchate tranquilo, a tu vuelta nos vemos. Un beso.

—Como quieras, pero llámame si cambias de opinión. Un abrazo. Adiós.

Durante ese día María no paraba de decirse a sí misma que era absurdo su temor infantil. Y mientras Marcela, la asistenta, atendía la casa, ella se había detenido varias veces delante del espejo, que a la luz del día no tenía absolutamente nada de maléfico: todo lo contrario, era un objeto hermoso y definitivamente inocente.

Llegada la noche, entregada a su abandono, pensaba atribulada que aunque liberada del yugo marital, lo difícil sería ahora encauzar su vida. Desprovista de su personalidad, que le había sido arrebatada, ya no quedaba nada de la joven alegre y confiada que ella era antes de su matrimonio. Era ya muy tarde cuando María decidió irse a la cama. Había esperado mucho tiempo a que el sueño la venciera, pero derrotada comprendió que éste no llegaría. Tendría de nuevo que recurrir a las pastillas. Como la noche anterior, al pasar ante el espejo volvió a sentirse invadida por una extraña inquietud e intentó no mirar. Pero muy a su pesar no pudo desviar su mirada. Pasó velozmente junto a él, y en ese preciso instante, aunque desdibujada, vio reflejada en la lisa superficie de la luna una imagen que no era la suya, una figura apenas entrevista debido a su apresuramiento por salir de la habitación. Y ella no sabría decir si era o no de este mundo.

El corazón le latía muy deprisa y la ansiedad casi no le permitía respirar. No sabía a quién recurrir: su hijo no estaba y no tenía a nadie más. Se sentó en la cama, estaba convencida que no podría acostarse.

Comenzó a deambular por la casa, evitando el salón. Poco a poco una relativa calma la fue apaciguando, y aunque todavía algo conmocionada resolvió meterse en la cama, esta vez con una dosis más alta de somnífero.

Eran las diez de la mañana cuando Marcela, extrañada de no encontrarla levantada, se atrevió, dadas las circunstancias, a entrar en la habitación. María seguía dormida y la chica, un poco alarmada, intentó despertarla. Con los ojos cargados de sueño, que no conseguía abrir del todo, María la miró sin comprender. Marcela le preguntó si se encontraba bien y se excusó por su atrevimiento, pero le inquietó no verla por la casa, y pensó que podría encontrarse mal.

Más tarde, un poco más despejada, volvía a hacerse cargo de la realidad. Tranquilizó a la muchacha e intentó levantarse. Al hacerlo volvió de nuevo el recuerdo de la noche pasada, y determinó que tenía que pedir ayuda.

Pidió cita en la consulta privada para su médico de cabecera, y aquella misma mañana la recibió. María relató al doctor, un poco avergonzada de su comportamiento pueril, todo cuanto le había acontecido en esas dos noches que había pasado desde la muerte de su marido. Después de escucharla atentamente aquel intentó tranquilizarla; era evidente, dijo, que estaba muy alterada por su reciente pérdida, máxime cuando no se esperaba ese duro golpe, pues nada hacía presagiar la muerte de una persona todavía joven y en plena forma. Ese estado de ansiedad era posiblemente el culpable de sus visiones, y para ello lo más conveniente era recurrir a los tranquilizantes, por lo menos durante algún tiempo. Le recetó algunos fármacos para tratar la ansiedad, citándola de nuevo en unos días.

Aquel mismo día comenzó el tratamiento. Las pastillas efectivamente lograron tranquilizarla, pero a la vez la sumieron en un estado de aturdimiento y somnolencia que la tenía postrada sin casi moverse del sofá. Ante esta situación Marcela, que a duras penas había logrado que María comiera algo, viéndola tan confusa y aturdida, decidió llamar a su hijo. Ella había sido contratada por el esposo de la señora, y cuando éste murió su hijo se hizo cargo del asunto. Le había dado su número de teléfono por si tuviera necesidad de ponerse en contacto con él. Cuando contestó a su llamada, le trasladó la preocupación que sentía por su madre. Ella creía que en el estado actual en que ésta se encontraba no era conveniente dejarla sola, pero claro, ella tenía que marcharse cuando acabara su jornada laboral. Darío le explicó que esto lo había hablado con su madre antes de irse de viaje, y que se había negado a la solución que le había ofrecido y que consistía en contratar a otra persona para la noche. Parecía estar bien, dentro de lo que cabía, y por eso no había insistido. De todas formas, él volvería en unos días y se la llevaría a su casa. Mientras tanto, si la situación no mejoraba, sólo cabía una cosa, y era contar con ella para que se quedara más tiempo: en pocas palabras, alargar su jornada, siendo económicamente muy bien recompensada, con una retribución por encima de lo establecido. Marcela aceptó.

A las siete de la tarde Marcela preparó una merienda-cena para la señora. Había llegado a un acuerdo con Darío para estar con su madre hasta las ocho, y dejarle todo preparado hasta la mañana siguiente, cuando también llegaría una hora antes de lo acostumbrado. No fue fácil conseguir que María cenara algo: sólo quería estar tumbada sin que nada al parecer le interesara.

Cuando a las ocho se disponía a salir, Marcela comprobó que María se había quedado profundamente dormida en el sofá. No se atrevió a despertarla: le echó una manta por encima, dejó una lamparita encendida por si se despertaba, y se fue.

Transcurrieron varias horas de sueño reparador en las que la María no despertó hasta casi cercana el alba. La estancia estaba sumida todavía en la oscuridad, y aunque los rojos y violetas aún no habían aparecido en el cielo, éste no tardaría en incendiarse violentamente con los arreboles de la salida del sol. Al abrir los ojos, miró desconcertada la sala, la tenue luz de la lamparita apenas iluminaba los contornos difusos de los objetos de la estancia, y María tardó en reconocer donde se encontraba. Tenía la cabeza pesada y los párpados hinchados después de tan prolongado sueño, pero poco a poco su mente se fue aclarando. Se incorporó pesadamente del sofá y sin apagar la luz de la lámpara se dispuso a salir del salón.

Como había ocurrido en las noches anteriores, María experimentó un temor incontrolado que le hizo temblar de pies a cabeza. Quiso avanzar deprisa hacia la puerta pero sus piernas se le doblaron incapaz de sostenerla. Pero la urgencia de salir cuanto antes de allí la hizo enderezarse de nuevo e intentar alcanzar la salida. Sus pies parecían de plomo y los pasos se hacían lentos y perezosos. Era como si su cabeza no fuera capaz de dar las órdenes oportunas, o que éstas fueran sistemáticamente desobedecidas. Por fin, con un esfuerzo sobrehumano, pudo llegar a la salida, no sin antes pasar ante el sombrío espejo. Aunque su instinto de conservación le instaba a no mirar, sus ojos obraban por su cuenta con involuntaria obstinación, y se fueron a estrellar contra la brillante lámina del espejo, que le devolvió la misma imagen que la noche anterior había visto fugazmente reflejada. Cerró los ojos y atropelladamente salió de la habitación. Y hasta que los albores del nuevo día no bañaron con su luz la salita donde María se había refugiado, ésta no se atrevió a moverse de allí.

Cuando Marcela hizo su aparición en la casa, se derrumbó estallando en un llanto incontrolable que amenazaba con no acabar nunca. La chica la abrazó compadecida y después le preparó una tila para intentar calmarla. Cuando al fin se tranquilizó lo bastante como para poder hablar, le comunicó a Marcela que nunca más volvería a ocupar el salón, el cual quedaría cerrado para siempre. De ahora en adelante se instalaría en la salita, y allí transcurriría su vida a partir de entonces, hasta que viniera su hijo y se desprendieran del espejo para siempre.

Y así fue. Durante los dos días siguientes así lo hizo y una relativa calma fue adueñándose de ella.

Serían sobre las diez de la noche del sexto día cuando el sonido del teléfono la sobresaltó. Sería su hijo, pensó. le había intentado llamar varias veces pero nunca estaba disponible ni contestaba sus mensajes. Quiso creer que el exceso de trabajo le tenía demasiado ocupado y por eso no respondía. Pero en su fuero interno pensaba dolida, que por mucho trabajo que tuviera, podía haber buscado un hueco para llamar, y más en estos momentos en los que se encontraba en un estado tan vulnerable. En fin, se dijo, después de todo habría visto sus llamadas y finalmente se había decidido a hablar con ella. ¿Pero dónde estaba su móvil? El sonido parecía provenir del salón. Venciendo su resistencia a entrar allí, María cogió su teléfono.

—Mamá —oyó la voz de Darío—, perdona que te llame a estas horas. He visto tus llamadas pero me ha sido imposible hablar contigo, no sabes lo liado que he estado todos estos días, y hoy mismo me he dicho que aunque sea un poco tarde, no dejaría de hacerlo. ¿Cómo estás tú?

—No estoy bien, hijo. Quiero irme de esta casa cuanto antes, no soporto estar en ella más tiempo, por favor, ven enseguida.

—Te noto muy alterada, mamá… No te preocupes, mañana mismo regreso, así que ten paciencia. Sólo será un día más y estaremos juntos, te lo prometo.

—Una noche más…

—¿Qué dices, mamá? No te he oído bien…

—Nada, hijo, no te preocupes, cosas mías. Te espero mañana. Un beso.

—Un beso, mamá. Y adiós.

Se quedó con el móvil en la mano unos minutos sin moverse. Una noche más, pensó, y ya está. Con más energía que las noches anteriores —la conversación telefónica con su hijo le había dado fuerza— se deslizó ligera por el salón. Pero a punto de alcanzar la puerta, el reflejo malévolo del espejo la atrajo hacía sí. Era como un imán absorbiendo su voluntad. Esta vez lo miró directamente sin oponer resistencia. Y allí, en la pulida superficie del espejo, apareció una imagen difusa que progresivamente fue haciéndose cada vez más nítida, desvelando la identidad de tan siniestra figura. Y ante la mirada atónita de María apareció en el cristal el rostro perverso de su marido que la contemplaba con una maliciosa sonrisa. Un grito desgarrador quebró la quietud nocturna, propagando sus ecos por todas las estancias de la casa.

—¡No! —clamó desencajada, con los ojos despavoridos por el terror—. ¡Tú, tú eres el demonio, el maligno, que viene a hacerme daño, a destruirme! ¡Vete, desaparece de mí vida y no vuelvas más!

Y fuera de sí cogió un candelabro de plata y lo estampó contra la luna del espejo. Los pedazos de cristal fueron cayendo en cascada alcanzando las manos de María y sembrando el suelo de fragmentos que ésta, en su desesperación por huir, fue pisando, hiriéndose los pies.

***

Darío recibió la llamada del hospital que le informó de que su madre se encontraba herida, pero que sus lesiones no revestían gravedad. Lo peor era su estado de absoluta confusión mental, sin dar muestras de saber siquiera dónde se encontraba.

Cuando llegó al hospital el médico le hizo saber que tenían que trasladar a su madre a un centro psiquiátrico para su internamiento, pues seguía en la misma situación de postración y extravío desde que la hubieron ingresado.

María fue trasladada a una clínica privada donde se atendían a pacientes con grandes recursos económicos. La clínica era un edificio grande y moderno rodeado por un hermoso jardín, y sus instalaciones estaban equipadas con cafetería, gimnasio, capilla, salas para actividades, terapia ocupacional, y un largo etcétera. Además, las habitaciones eran amplias y luminosas, perfectamente equipadas y con vistas al exterior.

Una vez instalada, Darío se entrevistó con el psiquiatra que le hizo una extensa descripción del diagnóstico realizado a su madre.

Según se desprendía del reconocimiento a que había sido sometida, padecía de catoptrofobia, o miedo anormal e injustificado a los espejos. Este trastorno se traducía en un temor irracional a mirarse en el espejo, sobre todo de cuerpo entero. Las personas que sufrían esa fobia evitan pasar por delante de los espejos y mirarse en los mismos. Los síntomas podían ser entre un leve rechazo a ataques de pánico. La catoptrofobia se caracterizaba por respiraciones entrecortadas o pesadas, sudoración, ansiedad, etcétera. Los pacientes podían temerle a los espejos por una variedad de razones: algún viejo trauma emocional relacionado con los mismos, superstición, miedo a ser observado, o a que fueran una puerta hacia lo sobrenatural, una ventana hacia otro mundo. Asimismo, algunos fóbicos temían a los espejos debido a su baja autoestima y el hecho de verse y juzgarse a sí mismos podía llegar a construirse gradualmente como una aversión a los mismos.

En el caso de su madre no sabían exactamente qué fue lo que le había provocó la crisis en que se encontraba, pero sin duda tenía que ver con la muerte inesperada de su esposo y su estado de ansiedad. No obstante, habría que averiguar qué había sido exactamente lo que había motivado aquella reacción tan violenta. Le parecía muy extraño, porque no tenían conocimiento de que esa fobia produjera efectos violentos en las personas que la padecían, pero ateniéndose al informe policial, estaba seguro de que había sido su propia madre quién había roto el espejo y que después había huido de la casa dejando la puerta abierta. La había atendido un vecino que la encontró sentada en las escaleras del portal, sangrando y desorientada. Por el momento la tenín sedada hasta que la crisis pasara. Le irían informando sobre su estado cuando hubiera alguna novedad. De momento era conveniente que cuando la visitara no le hablara del tema, ni le mencionase los espejos.

***

Los días pasaban.

La recuperación de María era muy lenta. Al principio, cuando su hijo la visitaba apenas lograba sacarle alguna palabra. Luego, poco a poco, fue contestando a sus preguntas, pero las respuestas eran prácticamente monosílabos y muchas veces carentes de sentido. El psiquiatra lo iba informando periódicamente de su estado y según él reconocía, el proceso sería largo. María seguía con su miedo patológico a los espejos, por lo que desde el principio estos habían sido retirados de su habitación.

Al cabo de unos dos meses Darío acudió a la clínica para entrevistarse de nuevo con el psiquiatra. Éste quería hablarle sobre la posibilidad de que su madre volviera a casa con él. Lo cierto es que todavía no estaba bien y haría falta mucho tiempo hasta que pudiera más o menos hacer vida normal, pero él consideraba que unos días con su hijo sería beneficioso para ella. Quedaron en que el siguiente fin de semana podría llevársela consigo.

El sábado por la mañana se presentó Darío en la clínica para llevarse a su madre. El doctor le instruyó sobre la medicación y cómo debería tratarla para que el cambio no la afectara negativamente. Como le había informado durante su estancia en la clínica, la paciente seguía con su aversión a los espejos, y todavía no habían conseguido averiguar que motivaba tal rechazo. El doctor preguntó a Darío si anteriormente a la crisis María había manifestado alguna señal que pudiera ser interpretada como indicio de la fobia que había desarrollado, pero Darío no había visto ni oído nada que hiciera sospechar ningún tipo de trastorno. El doctor insistió de nuevo en que la paciente necesitaba un lugar tranquilo, y que no fuera perturbada con nada que pudiera provocar un retroceso, con especial cuidado en cuanto a los espejos se refería, pues una recaída podría provocar una importante regresión en su proceso de recuperación. A continuación le indicó que un celador iría a buscar a María a la sala de recreo, donde algunos días veía la televisión. Darío contestó que no era necesario: él personalmente se encargaría de ello y la acompañaría a su habitación para recoger sus cosas. El médico se despidió amablemente, instándolo a ponerse en contacto con él si apreciaba algún cambio en el comportamiento de su madre.

Darío la encontró sentada en la sala; aparentemente veía la televisión, pero su mirada estaba ausente. La cogió del brazo y subió con ella a la habitación.

La ayudó a recoger sus cosas y cuando acabaron Darío le dijo sonriendo:

—Mamá, te he traído un regalo, creo que te gustará.

Y acto seguido abrió la cartera y extrajo de la misma un espejo cuadrado lo suficientemente grande como para que María pudiera verse reflejada en él.

Pero no fue precisamente su cara la que vio en el espejo, sino el fiel reflejo de otro rostro casi idéntico al que viera en su casa, pero más joven. Los ojos maliciosos y la sonrisa perversa de aquel avieso semblante parecían burlarse de su estupor. De nuevo el demonio hacía su aparición pero esta vez era aún mucho más cruel y malvado.

Aterrada, María comenzó a respirar entrecortadamente, como si le faltara el aire. Después un dolor intenso que le oprimía como una coraza le hizo llevarse las manos al pecho, intentando protegerse del mal. Mientras tanto, Darío sostenía el espejo a la altura de los ojos de su madre, sin desviarlo de su área de visión. Sin manifestar ni un ápice de compasión, impasible, seguía sonriendo. María, transida de dolor, casi sin aliento, lo miró directamente a los ojos y musitó:

—Hijo, ¿tú también…?

Después, doblándose sobre sí misma, cayó desplomada al suelo. Sólo entonces Darío guardó el espejo, se acercó a su madre, le tomó el pulso para comprobar que estaba muerta, y exclamó satisfecho:

—¡Misión cumplida, padre!

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