El otro lado
por SonderKTodo empezó como empiezan las cosas normalmente: de repente y sin buscarlo. Estás cepillándote los dientes e intentando no ahogarte con tus propias babas cuando levantas la mirada un momento hacia el espejo y entonces no estás.
Sí, no estás.
Al principio tus ojos se abren enormemente por la sorpresa; eso notas, ya que no te ves reflejado. Paras de cepillarte los dientes, y con el cepillo todavía dentro de la boca alargas el brazo hacia delante y tocas el espejo. Sientes su presencia, quizás un poco de frío, pero sólo las baldosas de la pared de detrás de ti te devuelven la mirada.
Estás confuso. Tienes una sensación extraña, incómoda. Los primeros pensamientos son para decidir si estás despierto. Te pellizcas el brazo: sí, sí lo estás. Lo siguiente es intentar recordar si te dieron de beber algo dañino: quizás la bazofia que te dieron ayer por whisky te ha dejado tonto o, lo que es peor, ciego. Pero no puede ser: cuando te has levantado has ido al servicio a mear y te has lavado las manos y la cara, y has salido hacia la cocina. Has desayunado un café y un dónut pringoso la mar de rico mientras veías las noticias en la televisión —la misma mierda de siempre—. Luego has recogido la mesa y limpiado por encima la cocina y después has vuelto al baño para cepillarte los dientes.
Y aquí estás, con cara de no saber qué está pasando, con la boca llena de dentífrico; el cepillo se ha caído al lavabo y apoyas las manos en su borde.
Sigues sin verte. Miras hacia el techo y a ambos lados del baño. ¿Una cámara oculta? ¿Será la típica broma de televisión?
—¿Hola? ¿Es una broma? Pues es cojonuda, ahora ya podéis salir cabrones —lo dices sin convicción, pero con la sensación de que algo no anda bien, nada bien.
Decides salir de allí y continuar con tu día a día, así que te vistes para el trabajo y sales pitando al centro de la ciudad.
Cuando llegas a la oficina lo primero que haces es pasarte por el baño y mirarte al espejo. Y allí estás. Una gran sonrisa ilumina tu rostro y casi quieres llorar, pero te contienes: ya no eres un niño. Has debido de dormir mal, las copas de anoche te han sentado fatal, la tensión del trabajo está siendo muy alta en las últimas semanas, estrés, estrés, estrés… es todo por su maldita culpa. Te tocas la cara y revisas todos sus detalles: ahí estás, no has desaparecido, todo ha sido un rocambolesco error de tu imaginación.
Sales del baño renovado y trabajas como un poseso durante todo el día. De hecho es un gran día. Terminas el proyecto a tiempo para que tu jefe te dé una palmadita en la espalda, tu compañero Luis te dice que os han tocado dos mil euros en la primitiva a repartir, y la secretaria del consejero delegado, Sonia, la que está para comprarle un piso, se ha fijado en ti y te ha sonreído. Definitivamente ha sido un gran día, y la tontería del espejo se te ha olvidado por completo.
Algo cansado, pero con la sensación del deber cumplido, vuelves a casa. Ya estás pensando en qué hacer de cena: ¿llamar al chino?, ¿kebab?, crees que tienes unos filetes congelados que quizá deberías sacar. Mientras conduces miras automáticamente al espejo retrovisor, y tus ojos te miran y te sientes muy vivo: una extraña y agradable sensación.
Cuando llegas a casa empieza a lloviznar y das las gracias por haber llegado antes de que descargue del todo, porque el coche se guarrea de mala manera en tales circunstancias. Aparcas en el garaje, recoges tu maletín y subes a casa canturreando alguna canción pop que ya lleva más de dos semanas dentro de tu cabeza sin abandonarte y hace que, en cierto sentido, te odies profundamente.
Abres la puerta de tu casa y de nuevo das gracias por estar por fin en la guarida del oso: te relajas nada más pasar por el quicio de la puerta. Cenita, peli y a dormir, no sin antes pasarte por la ducha.
La ducha es larga y muy caliente: te da la sensación de que te quitas un traje de piel y haces renacer otro más limpio, renovado, más agradable.
Al final decides que para que la noche sea perfecta quieres cenar comida china, así que llamas y pides gambas con tallarines y arroz tres delicias. Mientras esperas a que la cene llegue por arte de magia a la puerta de tu casa, rebuscas entre las películas que tienes en el ordenador, decides que te apetece ciencia ficción, algo como Blade runner o Sunshine; no terminas de decidirte, así que lo echas a suerte y ganan los replicantes.
La cena ha sido genial, tienes el estómago hinchado y estás profundamente satisfecho. Te recuestas en el sofá y empieza la película.
Dos horas después te levantas directo al baño. Sin reparar en ello, pasas por delante del espejo, no sin antes sentir un breve pero perceptible escalofrío. Te relajas miccionando y silbas mientras miras al techo, te limpias y tiras de la cadena. Y entonces giras ligeramente la cabeza y te quedas paralizado.
Allí estás; bueno, mejor dicho, no estás.
El espejo permanece delante de ti, vacío: sólo el aire llena el hueco que deberías ocupar tú.
Como esa misma mañana, te vuelves a tocar la cara, te pellizcas el brazo, y sientes un agarrotamiento en el estómago que te hace sentir enfermo y débil y desviar la mirada.
Te sientas en la taza del váter, y toda la alegría y la tranquilidad de haber llegado a casa desparece en un instante. El sudor frío y la angustia lo empapan todo ahora. Consigues levantarte y te enfrentas al espejo: sigues sin aparecer; no estás, y sientes cómo la cabeza te da vueltas. Crees que te estás volviendo loco, y te das cuenta de que cada segundo que pasa es peor.
Sales corriendo del baño y te diriges a trompicones a la cocina. Buscas en el armario de la derecha una aspirina, algo que te quite el repentino dolor de cabeza que ahora campa a sus anchas en tu cerebro febril.
Y sin más dilación vas a tu dormitorio a dormir. Quizás con un sueño reparador la locura del espejo desaparezca y todo vuelva a la normalidad. Sólo quieres descansar, soñar, despertarte y que todo haya sido una extraña pesadilla diurna.
Durante la noche das mil vueltas, tienes un calor que te devora. Te levantas una infinidad de veces a beber agua fría del frigorífico, siempre a oscuras, sin chocarte con nada; es como un don, andar a oscuras por tu casa sin tocar nada, lo haces sin saber que eres capaz, sin sentir nada especial. Quizás sea una tontería, pero te satisface hacerlo.
Pero no consigues dormir del tirón. Duermes y despiertas más veces de las que puedes contar, y te desesperas y el reloj de la mesilla de noche no parece avanzar: las horas son eones y crees envejecer rápidamente; sabes que no puede ser, pero hay tantas cosas que días antes no hubieras creído que ahora todo te parece posible.
Cuando suena el despertador tu cuerpo no parece querer levantarse aunque tu mente lucha por dar órdenes a tus extremidades. Te cuesta reaccionar, pareces congelado pero caliente, una sensación contradictoria que no te gusta.
Cuando miras al espejo del baño de nuevo lo que te sorprende no es que no te veas —que sigues sin verte—, sino que en la imagen, bajo una baldosa, ha salido una pequeña mancha verde que no existe cuando te das la vuelta y miras la pared.
Después de desayunar llamas a tu hermano Gonzalo. Le cuentas lo que te pasa con el puto espejo y se ríe a carcajada abierta, a todo pulmón: no se ahoga de milagro. Aun así, después de darle un par de gritos se pone serio y te da el teléfono de un psiquiatra amigo suyo.
Nunca te han gustado los loqueros, pero piensas que esta vez es obvio que algo pasa en tu cabeza, así que lo llamas antes de salir de casa a trabajar y pides cita. Te da hora esa misma tarde para «charlar y ver qué pasa», palabras textuales del doctor.
El día en el trabajo pasa despacio, los minutos transcurren lentamente mientras el trabajo no sale porque estás nervioso, atontado, despistado. Sonia se ha acercado a tu puesto y te ha preguntado qué tal estás. En un estado normal de consciencia te habrías reído, puesto colorado, hubieses tartamudeado y finalmente le hubieras contestado; pero hoy lo único que sale de tu boca es un gruñido. Y claro, ella se va; se da la vuelta un segundo como queriendo comprender ese ruido que le has espetado a la cara, y que la ha dejado estupefacta. Por suerte, no parece que esté enfadada, y eso te salva de tirarte por la ventana en ese mismo moento.
La oficina del loquero está en el centro. No puedes aparcar allí mismo, así que buscas un aparcaminento privado por el barrio. Te duele la cartera y el alma cuando ves los doce euros que te van a cobrar por la hora aparcado. Subes las escaleras de madera antigua y llamas a la puerta. El timbre es algo molesto. Te abren enseguida, y la recepcionista te acompaña por un largo pasillo hasta la puerta del fondo.
El psiquiatra es un hombre joven, bien vestido. Te habla con tranquilidad y te transmite confianza. Le cuentas lo que pasa con tu espejo, te pregunta por el trabajo, tu vida privada —sobre todo tus historias con las mujeres—. No te escondes nada y a todo le contestas con sinceridad, no es momento para inventarse cosas. Al menos contándole todo eso a alguien te sientes mejor, más liviano y tranquilo. El doctor te sonríe mientras te receta unos tranquilizantes: necesitas descanso según él, descanso y tranquilidad. Y dejar de mirar el puto espejo.
Cuando sales de allí buscas una farmacia de guardia y compras los medicamentos, pensando que esa noche te espera un buen sueño reparador.
Llegas a casa y con un vaso de agua te tragas una pastilla. Ya te sientes mejor y todavía la medicina no ha hecho su efecto, y eso te alegra.
Te duchas sin mirar al espejo y te preparas la cena con parsimonia. Has puesto música de fondo y la televisión permanece apagada. Cuando andas parece que flotas ligeramente. Y así cenas, tranquilo.
Enciendes la televisión y te pones un documental sobre el universo. La mitad de las palabras no las entiendes, pero te relaja y hace que divagues sin tensión
Dan las doce y es hora de irse a dormir. Apagas todo y vas al baño a orinar.
Y no quieres, pero tu curiosidad te vence. Y miras.
Y allí está. La pared entera detrás de ti tiene un color verde negruzco y de las intersecciones de las baldosas parece que sobresalen una especie de zarcillos, algo que muy despacio se mueve, algo vivo. Pero no puede ser y por eso sales de allí corriendo. Y de un trago y sin agua te metes dos pastillas más, y cuando te metes en la cama te acurrucas en un rincón en posición fetal. No tardas mucho en dormirte, pero antes de perder la consciencia escuchas algo al final del pasillo, algo que se arrastra como por el fango.
Y caes inconsciente.
La noche ha pasado veloz. La medicina hizo perfectamente su trabajo y te fundió. Pero recuerdas levemente lo que pasó y te entran escalofríos, aunque te dices que pudo ser efecto de las pastillas y la tensión. Aun así, sigues en la cama: hace media hora que ha sonado el despertador, pero no consigues levantarte.
Alargas el brazo hacia el móvil que está en la mesilla y llamas a la oficina para decir que estas enfermo, que te envíen el trabajo por correo electrónico, que intentaras hacer lo posible. Sonia te manda un beso por teléfono y eso te alegra como si fueras un adolescente, y por un momento el miedo se te pasa y olvidas lo que mora en el espejo de tu baño.
Continúas una hora más en la cama hasta que por fin reúnes fuerzas para levantarte; además, también te estas meando y eso es un motivador. Pero pasas antes por la cocina y te sirves un vaso de leche fría que te asienta el estómago.
Al final no puedes aguantar más y vas al baño.
No estás preparado para ver lo que tienes allí. La escena se te antoja una locura. Miras al espejo y detrás de ti se abre un agujero rodeado de vegetación putrefacta que se mueve y repta. Te giras por instinto, pero no hay nada: sólo a través del espejo aquello vive y se mueve. El terror se apodera de tu cuerpo, no eres capaz de moverte. Y al fondo del abismo crees ver algo que trepa despacio, que se arrastra y hace un ruido espeluznante, una especie de chapoteo maligno.
Y ese algo se acerca despacio y tú no puedes moverte.
Esa vegetación asquerosa se expande detrás de donde no estás y empieza a llenarlo todo. Tu baño se está convirtiendo en una selva enferma donde monstruos que ni siquiera puedes imaginar moran.
Y querrías tomarte el bote entero de pastillas, si pudieras moverte.
Sólo cuando desvías la mirada las fuerzas vuelven poco a poco a tus piernas. Con un tremendo esfuerzo cierras los ojos. Unos segundos después puedes mover una pierna y luego la otra, tras otro agónico minuto das un paso a tu izquierda. Y poco a poco, con los párpados cerrados, alcanzas la puerta. No sabes el tiempo que llevas luchando, estás extenuado. Cuando al final consigues poner tu mano en el picaporte te impulsas y sales de allí temblando, empapado de un sudor frio y mareado.
No sabes qué hacer. Vas a por las pastillas y te metes dos, sin masticar las tragas y vuelves a la cama. Diez minutos después duermes agarrado a la almohada.
Cuando despiertas no entra nada de luz por la ventana, ya ha anochecido. Recuerdas lo que pasó en el baño horás antes y un temblor te recorre todo el cuerpo.
Esto tiene que acabar, ahora lo sabes: si estás loco que sea lo que tenga que ser; y si no, tienes que saber qué está pasando y por qué a ti.
El pasillo está en penumbra, del baño sale una neblina que recorre el suelo flotando como la de un pantano. La maldad se percibe, casi puede tocarse. Aun así, te acercas a la puerta y cruzas dentro. Hay ramas y musgo que salen del espejo hacia el lavabo. Te pones delante de él.
La podredumbre te mira a los ojos y sientes su dolor, su odio hacia todo lo vivo, hacia todo lo que no ha consumido. El color de sus ojos es rojo, como el fuego, pero no está vivo; la muerte tiene muchos rostros, éste es uno más, más viejo, antiguo como el sol, incluso más.
No sabes por qué está allí, pero ves cómo levanta esos tentáculos que tiene por brazos y parece llamarte, escuchas un lamento largo y profundo que te llena de un terror visceral. Tu cerebro lucha por mantener su integridad, tu instinto toma las riendas y hace que te muevas, lentamente: poco a poco te alejas del espejo.
Piensas que es tarde cuando una docena de tentáculos llenos de musgo y pringosos se acercan a tu cuerpo y te agarran con fuerza, sientes cómo las ventosas se pegan a tu piel y su aliento caliente te alcanza el rostro según te vas acercando. Cuando tu cara toca la superficie del espejo algo dentro de ti se rompe para no volver jamás: es tu cordura, saltando en pedazos.
Cuando tu cuerpo cruza el espejo y la criatura te abraza ya no estás en condiciones de pensar. Te duele todo y te cuesta respirar, estás al otro lado y sabes que has abandonado el mundo de los humanos. El ser ancestral que ahora es tu amo te lleva a su seno. El olor es nauseabundo y cada respiración te provoca un dolor lacerante que te recuerda que, aunque loco, sigues vivo. Miras atrás y ves el fondo de algo como una gruta: tu antiguo baño, tu antigua vida.
Antes de que la monstruosidad te absorba y pases a ser sólo una célula más de ese ser de intrínseca maldad tienes un último pensamiento, y es «¿por qué yo?». Y desapareces despacio entre las grietas de su piel macilenta y viscosa.
Y quieres gritar, pero ya no tienes boca ni cuerdas vocales para hacerlo.