Ir directamente al contenido de esta página

El mago

por

La magia es un puente que te permite ir del mundo visible hacia el invisible. Y aprender lecciones de ambos mundos.

Paulo Coelho

Londres 1899

Estoy sentado en una silla bellamente ornamentada, lastima que la comodidad que ofrece no sea equiparable a su elegancia. Delante de mí tengo a un periodista asustado por un mensaje que su madre le ha mandado desde el más allá; y a través de mí, por supuesto. A su lado un fotógrafo demasiado alto y encorvado recarga el magnesio con el que me ciega a intervalos irregulares de tiempo. Después de perder y encontrar un naipe en la baraja de diferentes formas y de quemar una tira de papel y reconstruirlo a partir de sus cenizas comienza la entrevista.

Unas pocas preguntas sobre mi espectáculo y por fin llega mi pregunta favorita:

—¿Cómo se dio cuenta de que poseía tales habilidades?

—Tome nota caballero, pues este es un relato que disfruto contando, y el tiempo me concede un paréntesis infinito para poder narrarlo sin dejar ningún detalle atrás.

De pronto mi silla deja de ser incomoda.

Londres 1877

Yo tenía ocho años y ayudaba a mi padre en su panadería. Cada día nos levantábamos horas antes del amanecer para amasar el pan y después, cuando apenas bostezaba el sol, salía a repartir. Mis dos hermanos mayores trabajaban en una mina, o una fabrica, algo que les hacia toser mucho y maldecir. Un día me disponía a comenzar el reparto cuando encontré a un hombre tosiendo al fondo de un callejón cercano. Aquello no era nada extraordinario, pero algo en ese hombre me llamaba.

Era uno de tantos mendigos que morían de soledad en vida, hasta que la humedad y el frío se los llevaba para siempre. Tenía una patata por nariz y el canoso pelo de la barba tan frondoso que no podía adivinar más rasgos de aquella cara. Me acerqué y me miró. Jamás podré olvidar esos ojos grises como el cielo londinense pero que te penetraban hasta que sentías una extraña sensación, como si conocieses a esa persona de antes, de otra vida quizá.

Extendí la mano hacia él con una barra de pan en ella, y tras un instante que duró una vida, la aceptó. Comenzó a comérsela de forma huraña y cuando me disponía a irme su voz rompió el silencio.

—Tienes una moneda.

—Perdone, pero no llevo dinero.

—No es una pregunta pequeño.

El hombre se levanto del suelo, acerco su mano vacía a mi oreja y de ella sacó una vieja, oxidada y abollada moneda: para mí la moneda más bella del mundo.

Ese día recibí una tunda de golpes por extraviar una barra de pan. Por supuesto, dije que se me perdió: nunca revelé que había regalado el sustento de mi familia a un sucio vagabundo. Sólo podía pensar en esos ojos y esa moneda.

Al día siguiente volví a pasar por el callejón, esta vez al terminar el reparto, pues todavía me costaba abrir un ojo y me ardían las costillas por la paliza recibida el día anterior, y no quería volver a caer en la tentación de ayudar a otra persona. El hombre seguía allí.

—No sabía si le encontraría aquí de nuevo —me decidí por fin a decir.

—Yo sí sabía que ibas a volver a buscarme, muchacho —dijo el hombre sin mirarme.

Entonces se levantó, me mostró las manos vacías, entrelazó los dedos, y al separarlos despacio, recreándose en ello, tenía entre las manos una baraja de cartas raída, sucia y ajada que estoy convencido era más vieja que yo. Aun así me fascinó. Quizá por ese motivo, por las historias que imaginé que habrían presenciado esas cincuenta y dos amantes, me fascinó.

—Piensa una carta y recuérdala —las explicaciones de ese hombre siempre eran secas y concisas.

—Nunca he jugado a los naipes, no los conozco, señor.

—Pues en ese caso coge una.

  Así lo hice.

—Devuélvela a la baraja y mezcla.

Mientras trataba de mezclar las cartas la baraja se me cayó de las manos: nunca había tocado unos naipes antes. Me sentí profundamente avergonzado.

El hombre me miró sin cambiar el gesto de su rostro.

—No te preocupes, muchacho, esas cartas no son importantes —dijo poniendo sus manos en mis hombros—: la importante es la que tú has elegido. ¿La recuerdas?

—S… sí, claro… —dije con las mejillas teñidas en burdeos.

—¿Donde está?

—Debe de estar por aquí, ahora mismo la recojo —dije apurado.

—No te agaches, muchacho, no es necesario. Mete la mano en el bolsillo de tu chaqueta.

Allí estaba —afortunadamente muda, pues así nadie le preguntaría su secreto—, la carta elegida por mí. La carta que el destino puso en mis manos, ese mendigo puso en mi bolsillo sin moverse, apenas sin vivir. Un naipe envuelto en misterio: me miraba y sentía que quería gritar en mi oído su secreto, pero no podía.

Durante días se repitió la misma rutina. Cada día las manos sucias de ese hombre, acompañadas por el rasgar de su voz ronca, me regalaban un pequeño milagro ante mis propios ojos. Los días pasaron y se transformaron en semanas y estas, a su vez, crecieron hasta convertirse en robustos meses. Al principio sólo me hablaba para presentar sus pequeñas puestas en escena en el callejón, pero poco a poco la confianza se abrió paso entre nosotros y compartimos secretos. Y no sólo secretos de nuestras vidas pasadas, también secretos de la que era su vida y ahora es la mía.

Paso a paso aprendí a hacer que los naipes obedeciesen mis caprichos. Pequeñas bolas aparecían y desaparecían entre mis dedos. Cualquier objeto bailaba en mis manos a mi voluntad.

Entonces mi maestro mendigo, aquel que no tenía nada, me lo dio todo.

Me mostró el secreto que me permitiría meterme en la cabeza de cualquier persona y jugar con sus pensamientos a mi antojo. Mi maestro podía saber en qué ciudad estaba pensando, podía obligarme a pensar en el numero que él quisiera, era capaz de recordar el futuro y adivinar el pasado. Y me mostró cómo conseguirlo.

Pasaron muchos años, años de aprendizaje, y entonces un día conseguí trabajo en un circo. Era un circo ambulante de poca monta que me permitía mostrar mis habilidades a todo el que quisiera verlas. O eso pensaba yo, en mi ingenuidad, pues pocas personas iban al circo a ver al ilusionista. Aquel mendigo siempre seguía al circo, y por las noches seguíamos debatiendo y seguía enseñándome sus secretos más personales.

Un día conseguí convencer al dueño del circo para que lo dejase actuar. Poco conocía a mi maestro, pues lo que pensé seria una grata sorpresa tornose en la peor de las noticias. Jamás olvidaré sus ojos al darle la noticia. Su cara siempre era seria y triste, jamás cambio su gesto, pero sus ojos se apagaron. Sus ojos reflejaban dolor, pena absoluta y gran desidia. Me preparé para insultos, reproches y gritos, pero volví a errar en mi juicio. Desde el fondo de su alma su voz ascendió hasta mis oídos en forma de susurro.

—Soy un ilusionista sin ilusión. La calle es mi morada y la soledad mi esposa. Para mí la vida es una larga enfermedad que estoy condenado a padecer, y todo por culpa de los escenarios. Hubo un tiempo en que ningún teatro osaba rechazarme. Desde que comenzaba mi espectáculo todo era silencio, silencio que no era roto hasta el final del acto por el clamor con el que la gente respondía a mi esfuerzo. Lo tenía todo, y aún así cuando el telón me separaba de ellos rompía a llorar desconsoladamente. No sabía qué era pero no podía soportarlo. Hasta que descubrí que para trabajar en mi oficio había tenido que conocer en profundidad a las personas y a la sociedad, a la fría y asocial sociedad. Decidí que no podía dedicarme a ilusionar a los mismos que mataban a huérfanos en trabajos forzados. No podía entretener a quien prostituye a sus hermanas y madres. En definitiva, me sentía parte de algo en lo que no podía creer.

—Pero este circo es pequeño, desconocido y barato. Aquí viene la gente a olvidar a los hijos arrebatados por la tuberculosis, a no pensar en las hijas vendidas para poder alimentar al resto de la familia, a usar los callos que llenan sus manos para aplaudir, no para trabajar…

—Todas las personas son iguales, sólo que no han tenido oportunidad de demostrarlo. El ser humano es egoísta desde que nace hasta después de morir.

—Pero tú no eres así.

—Y tú tampoco. Pero yo vivo, si se puede utilizar esa palabra para definir mi estado, en la calle. Y tú eres un optimista que se obliga a creer que es un pesimista. No quieres creer que el mundo es como lo ves.

—No entiendo cual es la razón por la que sigues practicando magia, pues.

—Cuando amas a una mujer no importa cuántas penas te dé: un sólo beso las compensa todas. El ilusionismo es mi amada: me quita las ganas de vivir pero también es la razón que me mantiene vivo. Sé que es difícil de entender, lo es también para mí.

Pasamos horas discutiendo. Al final accedió a realizar un único efecto ante el público, pero para mí.

El director lo anunció. «El mago de la calle.» Salió a pista. Intenté que vistiera mis ropas, pero no fui capaz de convencerlo: era quien era. La gente creyó al principio que era un payaso que haría una gracia antes de que llegase el mago, pero entonces sacó la baraja. Su ajada y vieja baraja de naipes. Su fiel compañera. Toda la grada estaba en silencio.

—Perdone caballero —dijo señalando a un hombre con una camiseta amarillenta y unos pantalones marrones sujetos por tirantes—, ¿es usted conocedor de la baraja de cartas?

—Sí, por supuesto —dijo el hombre poniéndose en pie.

—Quiero que nombre una carta, la primera que le venga a la mente.

—El dos de corazones —dijo a viva voz moviendo su mostacho al final de la frase.

Entonces mi maestro se dispuso a mezclar la baraja y sucedió lo único que pensé que jamás vería de sus manos. La baraja entera se le escapo, las cartas se desparramaron a sus pies. Todo el circo mantuvo el aliento durante un segundo eterno, hasta que el público comenzó a reír. La gente se mofaba del mago que no era capaz de sujetar una baraja y yo me dispuse a salir a escena, no sé bien a qué, cuando mi maestro mendigo elevo ambas manos. No sé por qué, pero la gente calló. Puede que quisieran oír que tenía que decir aquel torpe para después usarlo en su contra en forma de burla, o puede que la seguridad que emanaba de su mirada llegase hasta el graderío. Jamás lo supe, pero callaron.

—Damas y caballeros, el fuerte abusa del débil y el débil espera a que otro, en apariencia más débil, cometa el más ínfimo error para descargar todos sus demonios en él. A veces deberíamos prestar más atención a lo que ocurre, pues si sólo vemos lo que queremos ver, jamás podremos ser conscientes de la verdad que se esconde en cada pequeño momento del día. Ustedes sólo han visto a un mago sucio venido a menos al que se le han caído las cartas. Pero la verdad oculta tras esta cortina que ustedes han querido ver es que un caballero pensó en una carta, en la que él ha querido, y esa carta, esa y ninguna más, es la única que ha caído con la cara hacia arriba. Si hubiesen visto más allá de lo que han querido ver, habrían aplaudido, mas por no haberlo hecho así primero han reído, pero ahora algunos están enfadados conmigo por haberles… engañado. Otros estarán mentando a mi madre y los menos se sentirán mal por ser partícipes de un acto tan oscuro como es el de mofarse del error cometido por alguien que tan sólo quería entretenerles pero, claro, ese sentimiento nace del conocimiento de un error propio a la hora de juzgar lo que aquí ha pasado. Si ustedes no hubiesen errado, no perdonarían mi error.

Entonces me miró. Señalo un bolsillo de mi chaqueta desde el centro de la pista, pero yo ya sabía qué bolsillo era. Metí la mano y saqué el cuatro de picas. La misma que tantos años atrás apareció en mi bolsillo volvía a hacerlo una vez más, sólo que esta vez sabía lo que era una pica; y además tenía un mensaje escrito, con una letra propia de un aristócrata: «Vive de acuerdo a tus propios principios, pues sólo de esa forma estarás vivo realmente. Mantén tu mirada más allá».

Sin más se dio la vuelta y salió de la carpa. 

Todo el público enmudeció. Si algún niño osaba preguntar a su padre qué había sucedido era callado secamente. Todo el mundo se miraba los pies. Nadie sabía qué sentía exactamente. El resto de la tarde el circo pareció azuzarse a sí mismo para terminar la función, encerrar a los animales y acabar el día

Jamás volví a ver a mi maestro mendigo. Y hasta ese día no me había dado cuenta, pero no sabía cuál era su nombre. Y nunca lo descubrí.

¿Te ha gustado? ¡Compártelo! Facebook Twitter

¿Algún comentario?

* Los campos con un asterisco son necesarios