El juego del telépata
por levastSoy un sentimental. No hay otra explicación. Siempre me dejo arrastrar como un ingenuo dentro de un huracán de problemas. Pero no voy a quejarme, la vida tiene estas cosas, los dioses a veces reparten las cartas de forma puñetera. A mí me ha tocado una baza bastante complicada de jugar. A pesar de ser un arrastrado londinense, hay dos matices que me distinguen de la media de los mediocres.
El primero es que he sobrevivido para contarlo. A pesar de nacer a principios de los setenta entre huelgas y tumultos en uno de los peores barrios de Londres. A pesar de sufrir a mi hermano mayor intentando meterme en el rollo punk. A pesar de resistir el internado en tres reformatorios diferentes. A pesar de saberme de memoria las carreteras hacia Manchester en pleno auge del acid house. De salir airoso de los cacheos en los pubs cuando movía marihuana y pastillas. Todo eso, y a pesar de mantener la misma estrecha amistad con Johnny Walker, Winston, media Colombia y parte de Marruecos, la vida me sigue guiñando un ojo.
El segundo matiz es mi cabeza. Han debido ser todas las drogas que mi cuerpo se ha metido a lo largo de mi existencia pero, por alguna razón, sé lo que piensa la gente. Puedo leer la mente. No me preguntes cómo. Empezó de repente un día, con una especie de zumbido en mi cabeza. Es una especie de don. Pero raro de cojones. Gracias a este talento me ganaba la vida, y no me iba del todo mal. Hasta que conocí a Judy Fleischmann.
Mujeres. Qué fácil sería la vida sin…. bla, bla, bla. Da igual lamentarse, la naturaleza ha decidido que compartamos el mismo aire, que nuestras feromonas nos obliguen a atraernos, que nuestros cerebros nos inviten a discutir, y que al final la conclusión sea que no hay espacio suficiente en el planeta para que coexistan el hombre y la mujer. Estoy divagando, lo sé, pero esta tonta parrafada tiene su razón en que la historia que voy a contar empezó con una mujer. En la cama, claro. Mi pequeño talento también me daba sucias ventajas. Hacía un sondeo a una chica con la que estuviera hablando, y sabía con seguridad si le gustaba o no. Si quería sexo o no. Si era aburrida o cachonda… Hace unas semanas estaba en la cama con Cheryl, camarera de un pub de Camden, morena, sonrisa turbadora, curvas de infarto. En condiciones normales, inalcanzable. Pero llevaba unas noches entrando en su cabeza. Conociendo sus gustos y sus fobias. Vegetariana, bailarina frustrada, amante de la hípica y ansiosa por ganar mucha pasta y hacer un viaje alrededor del mundo. La primera noche que la hablé no me hizo ni caso. La segunda me invitó a un pitillo. En la tercera ella habló sin parar. En la cuarta estaba en mi cama. Para mí era un simple juego. Pero lo necesitaba. Mi talento no me dejaba dormir. Las noches eran un interminable y penetrante zumbido repleto de voces y de pensamientos mezquinos de otras personas. Necesitaba tranquilizantes y sexo para distraer la mente y descansar. Pero nada. Después de que Cheryl se durmiese me levanté, me fumé cinco cigarros y me tragué una pastilla, me tumbé, me levanté otra vez, y así infinitas veces. Maldito Londres, maldito insomnio. Poco antes del amanecer, ella se despertó y yo me hice el dormido. Entró al baño, se vistió y se fue en silencio. Su cabeza me decía que se lo había pasado bien pero que solamente había sido un juguete más para ella.
Me levanté y busqué otro cigarro. En el baño, Cheryl me dejó un beso con carmín en el espejo. Quedaban unas horas para el amanecer y se presentaba un día muy largo. Me recosté fumando un poco de hierba. Al final, el insomnio siempre deja un poso de irrealidad en los sentidos. En ese momento empezaron de verdad mis problemas. Mi cabeza se hundió. Ya no estaba en mi apartamento de Finsbury Park. Estaba arrodillado, bebiendo con las manos de una pequeña charca. Me sentía cansado e insaciablemente sediento. El paisaje que me rodeaba era yermo y difícil de contemplar debido a un fuerte viento que distorsionaba la visión. Estaba solo y abandonado. Un brillante y molesto sol rojo quemaba mi piel. Dejé de beber y me incorporé con dificultad. El viento retumbaba mis oídos. Miré a mi alrededor intentando vislumbrar algo. La tierra era oscura y cubierta de ceniza. Mis pies estaban completamente fatigados. A lo lejos contemplé una figura que andaba pesadamente. Me dirigí lentamente hacia ella. Era joven, tenía una melena dorada y lisa, y unos rasgos bellos y redondeados. Arrastraba unas cadenas esposadas en sus muñecas, cuyos extremos se incrustaban en la propia superficie de la tierra. Parecía que estuviera arrastrando el mundo entero. Nos miramos. Ella parecía aliviada de encontrarme, parecía reconocerme. En su piel se dibujaban extrañas runas que no pude adivinar si eran tatuajes o estigmas. Me llamó la atención un dibujo en su pecho de una pieza de puzzle que contenía un hipnótico ojo. Abrió su boca pero no pude percibir ninguna palabra. Extrañamente, se escuchaba de fondo una estridente melodía de piano. Levantó con esfuerzo una mano y señaló hacia el suelo, a lo lejos. Me acerqué y distinguí un agujero en la tierra. Una pequeña circunferencia perfecta, completamente fuera de lugar en esa superficie salvaje. Me asomé a su abismal oscuridad. No había nada. Un ominoso vacío. Pero algo hizo que apartara el rostro con pavor. La aparición de una miríada de ojos contemplándome, acechándome, una masa informe de puntos escarlata surgiendo desde esa infinita negrura, sedientos, frenéticos, tratando de devorarme…
Desperté. Empapado en sudor y también orina. Hacía siglos que no dormía, que no soñaba, pero me había metido en el cuerpo una pesadilla indigesta. Corta pero intensa. O quizá no tanto. Miré el despertador. Eran más de las seis de la tarde. ¿Cuántas horas llevaba dormido? Mi estomago rugía de hambre y mi cabeza tardaba en volver en sí. Me dirigí pitando al baño y me arreglé. Mientras me peinaba contemplé el beso de Cheryl en el espejo y me pareció que había pasado una vida. Tenía que darme prisa. Me esperaban en el Blurry Moon.
Hay algo que tienes que saber sobre el tema de leer mentes. Cualquiera puede pensar que conseguir saber lo que piensa la gente es la hostia, que eres una especie de superhombre. Ni de coña. De hecho, la única forma de sacarle ventaja a esto es que nadie pueda conocer tu habilidad. Es tu maldito secreto, y lo tienes que proteger como un diamante. Ah, y no te hace millonario al instante. Le empecé a dar vueltas a cómo sacarle provecho. Empecé a meterme en la cabeza de la gente que conocía y llegué a la conclusión de que sólo pensaban gilipolleces. Se me ocurrió que podría intentarlo en el mundo del espectáculo, aparecer en la tele. Incluso acudí a un maldito casting de esos de gente rara con talento. Hice el típico truco de adivinar cartas con dibujos. No me llamaron, triunfó un tipo que podía absorber líquidos con el ano. Nunca he conocido a ningún megaempresario al que pudiera robarle los secretos de su empresa, ni a ningún supercientífico al que copiarle la fórmula que cure el cáncer, ni siquiera a ningún jodido político para chantajearle por toda nuestra pasta que se cepilla en clubs nocturnos. No llegué a otra conclusión que aprovechar mi talento en algo que conociera realmente. Jugar a las cartas. Póker y apuestas. Nada de mierdas de casino y torneos televisados con fichas de colores. Partidas de verdad, con dinero de verdad. Timbas clandestinas, con jugadores profesionales y con dinero de origen oscuro. Conocía a las personas adecuadas y conocía el negocio. Empecé modestamente, entrando en partidas organizadas en pequeños pubs, dándome a conocer, haciendo amistades, jugando con inteligencia. No puedes dar un palo gordo, eso da miedo. Tienes que dar confianza, perder algunas manos, aprovechar el momento. Dar el salto, conocer a la gente adecuada que pondrá dos maletines repletos de libras en tus manos para que la juegues por ellos. Y, por fin, dar la mano al pez gordo que va a ser tu mecenas. Ese era Oleg Posolov, el gran tipo que arriesgaba sus buenos miles de libras mientras yo tiraba cartas en la mesa. No lo hacía por amor al juego, claro está, sus porcentajes de ganancias eran considerables. Todos sus negocios eran tan turbios como el orinal de la Reina. Una fortuna amasada al viejo estilo: fraude, eliminación de la competencia y soborno. Como cualquier empresa legal, pero con honestidad. Violenta, por supuesto. Si alguien le estorbaba llamaba a sus perros, los hermanos Pavlov, y colocaban al sujeto en una silla de dentista hasta que lo ablandaban. He oído muchas historias sobre dientes arrancados de cuajo y lenguas cortadas. Asumes con resignación que son gajes del oficio.
Caía la noche cuando llegué al Blurry Moon, un pub del viejo Londres, legendario y elitista, con numerosas pistas, salas y performances espectaculares. Como siempre, olía a Macallan, habanos, dinero sucio y arrogancia perfumada. No podías entrar si no eras conocido, y no eras conocido hasta que no te presentaban a Almagro, el gerente, un elegante mejicano dueño de la mitad de la vida nocturna de Camden. Sus reservados son tan cotizados como pequeños rincones del Olimpo. Esa noche se había organizado una partida en una sala secreta y exclusiva. Me acerqué a saludar a Arístides, el hijo de Almagro, que estaba haciendo tatuajes en un habitáculo cercano. Me senté en la mesa de póker. Los actores estaban dispuestos. Ocho jugadores y mucha pasta entre manos. Jugar me relajaba. Me permitía estar concentrado, evadirme del caos de los pensamientos dispersos, del bullicio de las calles. Sólo tenía que focalizar a los jugadores y descubrir sus cartas. El whisky calmaba mis nervios, pero cruzar la mirada con los perros de Oleg no tanto. Siempre me acompañaban a las partidas para que no hiciera ninguna tontería. Contemplar el tatuaje de un espantoso escorpión que tenían dibujado sobre el cuello me daba escalofríos.
Esa noche iba bien. Me adelantaba a las jugadas con mis «cartas marcadas» y mis rivales abandonaban. Estaba relajado. Quizá demasiado. Me ausenté un momento al baño. La bebida y las pastillas me hacían sentir somnoliento. Me refresqué la cara. Me miré al espejo pero estaba borroso. Algo no iba bien. Empecé a frotar el cristal por si estaba empañado, pero nada. Me puse nervioso y empecé a arañarlo. El cristal se oscureció y una densa bruma me atrapó. Atravesé el espejo tapándome la cara. Aparecí en un paisaje inestable y húmedo. Me debatía en una especie de océano cubierto en su inmensidad por una interminable sábana de tela blanca. No podía andar pero tampoco nadar. Luchaba y braceaba entre aquella desolación blanca. Mire hacia arriba y me contemplaba el mismo sol rojo de mi reciente pesadilla. En mis tímpanos retumbaban las agudas teclas de un piano. A duras penas me estabilicé y divisé a lo lejos la joven figura que me visitó en sueños. Se me volvió a aparecer arrastrando pesadas cadenas. Torpemente, intenté que se incorporara. El dibujo de la pieza de puzzle parecía marcado a fuego esta vez. Algo empezó a moverse bajo la capa que recubría ese océano. Brazos y piernas humanos se retorcían bajo la superficie, tratando de liberarse, de tomar una bocanada de aire. Me intentaba zafar, pero más y más manos se aferraban a mi cuerpo. En la tela se empezó a dibujar una sombra que mutaba furiosamente su forma. La silueta de una criatura inconmensurable se empezó a dibujar, una figura arácnida, incrustada por millares de apéndices afilados que se extendían como un cáncer por ese mar de lamentos ahogados. No podía escapar de su alcance. Los ecos de una aguda letanía emergían bajo el agua. Repetían un mismo nombre: IKARZEV, IKARZEV, IKARZEV. Me tapé los oídos y cerré los ojos, esperando mi final bajo esas aguas.
—¿Qué haces, bella durmiente? Arriba, Lenny.
Sentado en la taza del váter, la voz de Sergei Pavlov me despertó.
—Te están esperando, memo. Mueve el culo o te espabilo a patadas.
Me incorporé con los ojos abiertos como un alucinado. El ruso me cogió de la americana y metió mi cabeza bajo el grifo. El espejo estaba roto y me di cuenta de que mi mano derecha sangraba.
En la mesa, ya sólo disputábamos dos personas la partida. Con Mark Yost había jugado otras veces. Aquella vez me pilló con la guardia baja. Miraba con pánico el tatuaje de Sergei, el escorpión me parecía que tenía infinitas patas y se movía por su piel. Las cartas tenían dibujos que se difuminaban y se hundían en un océano infinito. Mi mente se dispersaba y no conseguía entrar en la cabeza del otro jugador. El tipo aprovechó mi nerviosismo y abandonó la partida con el viento a favor. Esa noche terminé perdiendo la mitad de la inversión de Oleg.
—El señor Posolov es un profesional, amigo, si vuelves a jugar como un aficionado, se verá obligado a intervenir para proteger su dinero —me advirtió Sergei.
Estaba jodido. Era la primera vez que mi mente me la jugaba en plena partida. Me acerqué a la zona donde Arístides trabajaba. Era un chaval que me caía bien, un artista de los lienzos en la piel. Me relajaba verle trabajar. Agarré una cerveza y me puse a observar.
—Mala noche, Lenny. ¿Las musas te han abandonado? —comentó mientras tatuaba a una joven oriental.
—Las musas, la inspiración y la suerte. Tres mujeres más a añadir a mi lista de fracasos.
Sonrió mi comentario. La chica a la que estaba tatuando, no tanto. Mientras bebía los últimos sorbos y encendía el enésimo cigarrillo de la noche, me detuve a mirar los bocetos de sus tatuajes. Los había de todos los tipos y géneros. Me llamó la atención un dibujo que me estaba resultando familiar. Una pieza de puzzle que contenía un ojo formado por infinidad de círculos concéntricos. Lo había perfilado con exquisito detalle.
—Oye, Aris, me resulta familiar este diseño, ¿lo has creado tú?
—No, tío, lo saqué de un mural de una escuela de arte del Soho. Tienen unos graffiti muy currados a la entrada, seguro que habrás visitado su galería.
—Nunca había estado allí.
—Pues ya es casualidad.
—Casualidad, sí —exploré su mente y confirmé que era verdad.
El resto de la noche no hice más que dar vueltas y, a pesar del frío, retiré todas las sábanas de mi cama. Estaba inquieto. Por la gente de Oleg y también por las pesadillas. No eran normales, como si algo estuviera tomando el control. Mi vida ya era bastante caótica, tenía que encontrar lo que me estaba descentrando. Las calles del Soho no eran mi sitio preferido. Mucho bullicio, muchas mentes alborotadas. No era lo mejor para alguien que no quiere revuelo en su cabeza. Me lo tuve que patear de arriba abajo hasta encontrar la maldita escuela de arte. Un gran estudio con multitud de murales urbanos. Bajo el cartel de bienvenida, el dibujo inconfundible del puzzle y el ojo. Ya me empezaba a crispar los nervios. Di un paseo entre las galerías, sorteando lienzos manchados de cualquier sustancia, esculturas de chatarra y monitores proyectando delirios narcóticos. Decididamente, el arte moderno no era lo mío. En uno de los pasillos me topé con la mujer. Joven, de veintipocos años, delgada, y con el inconfundible rostro que me había estado acechando en sueños. Sin embargo, no proyectaba la imagen de rubia escultural de corte clásico de mis pesadillas. Tenía una melena descuidada de color castaño, recogida en múltiples trenzas y vestía la típica ropa callejera de estudiante. La estuve largo tiempo observando con mi mente. Era una de las galeristas de la escuela, trabajando sin respirar un segundo organizando las exposiciones. Locuaz y extrovertida, al sondear su mente no encontré ni rastro de los escenarios perturbadores que habíamos compartido. Me acerqué a ella y me presenté como un artista en crisis, con interés en contribuir a la galería exponiendo algunas esculturas. Me atendía con amabilidad e interés y pude percibir que había un vínculo, una complicidad natural y espontánea, aunque no nos conociéramos. Tomamos unas pintas en la cafetería. Era atractiva y muy accesible, pero aún lejos de desear algo parecido a sexo. Se llamaba Marla. Me confesó que tenía que recoger a su hermana, que estaba dando clases en un centro especial para niños con discapacidad, pues tenía trastornos relacionados con el autismo. La acompañé y compartimos unos cigarrillos. Entonces apareció ella. La presencia que se me aparecía en sueños. Una niña de unos trece años, ojerosa, con rizos enmarañados, gesto ausente y apagado, y una actitud profundamente distante. Nos miramos. Nos reconocimos. Me adentré en su mente. No hallé nada. Me pareció estar contemplándome a mí mismo a través de sus ojos.
—Es mi hermana Judy. Judy Fleischmann.
Le acerqué mi mano. Agachó la cabeza y simplemente extendió la suya y la retiró inmediatamente. La situación me estaba atacando los nervios. Marla hablaba, pero mis oídos no escuchaban nada. No sabía explicarlo, pero algo me hacía sentir que Judy también leía mi mente. Me estremecían las mismas sensaciones que tenía en aquellos sueños. Estaba perdido.
—Vivimos calle abajo, ¿te apetece un café? —dijo Marla.
Mi corazón palpitaba a mil por hora. Mis piernas querían huir. Me acerqué a Marla y tartamudeé la primera excusa que se me ocurrió para largarme.
—Me parece que Judy ya ha decidido por ti —me contestó—. Hace meses que no había tocado a un extraño.
La chica me estaba agarrando de la mano. Parecía muy tierna tras sus gafas de alta graduación. Incluso le había cambiado el gesto. Me sentía incomodo pero las acompañé a su casa, un típico apartamento de estudiante del Soho. Marla me explicó algo de la situación de su hermana. Nació con problemas de adaptación y desarrollo que se agravaron el año pasado con la muerte de sus padres en un accidente de tráfico. El trauma la hizo más introvertida, huidiza e irascible, hasta el punto de que dejó de articular palabra y rechazar todo contacto. En todo momento, estuviera o no en la habitación, sentía a Judy. Y sus obsesiones. En el piso de arriba, un vecino practicaba con el piano una melodía tan estridente como la que me acechaba en las pesadillas. Toda la casa tenía lienzos y bocetos con paisajes que evocaban aquellos en los que me perdía en sueños. Me bebí el café en dos sorbos y me excusé para ir al baño. Necesitaba refrescarme, la camisa me chorreaba sudor. Miré en el espejo y descubrí que tenía marcada una boca con pintalabios en el cristal. Habían sido los labios de la pequeña Judy. Estaba jugando conmigo. No sabía lo que quería y no había forma de que esa niña autista me lo contara. Salí del baño como un fugitivo y escapé del apartamento.
Los siguientes días no fueron mejores. Judy y yo volvíamos a compartir presencia en los sueños. Volvía a aparecer con la figura de su hermana, arrastrando cadenas. Sin embargo, los paisajes ya no parecían tan siniestros. Y empecé a comprender el origen de algunas apariciones de esas pesadillas. Judy se proyectaba con la figura de su hermana, seguramente porque era la persona que la cuidaba y protegía. La melodía del piano la tomaba prestada de los ensayos de su vecino. Los paisajes eran un reflejo de los lienzos de la escuela de arte. A veces, en esas visitas oníricas, Judy dibujaba figuras en la arena: una criatura que fusionaba elementos de un carnero, un dragón y un caballito de mar, y otras veces se distraía formando una sombra humana con aspecto de druida. No comprendí que esos dibujos eran pistas. Sin embargo, sí estaba cansado de exponer mi mente a la suya. Y noche tras noche, las imágenes se hacían cada vez más lúgubres y angustiosas. En la última pesadilla me encontré en un desolado territorio helado. Avancé congestionado por el frío y me encontré una escena que puso a prueba mi cordura, cientos de figuras humanas retorciéndose por la superficie helada, con espasmos, copulando de forma grotesca, desprendiéndose la piel al contacto con el hielo. Bajo ellos parecía proyectarse la inquietante sombra arácnida. Los hombres gritaban compulsivamente en sus estertores el nombre de Ikarzev. No aguantaba más, estaba al borde de la locura. Cuando apareció la figura de Judy, la esperé y, cuando estuve a su altura, la abofeteé la cara. Inmediatamente me sentí culpable. Y desperté. Las siguientes noches no volví a soñar.
Quedaban dos días para volver a jugar en el Blurry Moon y, a pesar de no volver a ser acechado en sueños, tomé precauciones y me metí todos los estimulantes que podía adquirir para no dormir. No me podía permitir ni una distracción más si no quería que mi cuerpo acabara destilado en una botella de vodka. Me sentía frenético, ansioso por acabar con esa maldita partida de cartas. La luz del local parecía más siniestra de lo normal y la música tenía un tono grave y fúnebre. Pasé por la zona de trabajo de Arístides a saludar pero estaba ocupado. Me empecé a marear. Me topé con los hermanos Pavlov y me regalaron una mirada furiosa. Los evité enfilando al baño. Me refresqué en el lavabo, evitando mirar mi rostro agotado. En el espejo distinguí otra marca de un beso con carmín oscuro. Se estaba derritiendo y parecía como si chorreara sangre. Pasé la mano y desapareció. Me froté los ojos, deseando que fuera una alucinación pasajera. Al salir, uno de los rusos me agarró la cara y la acercó amenazadoramente a su boca. «Nada de sorpresas», me exigió. Las pulsaciones se me aceleraban. La música se me estaba haciendo más estridente en mis tímpanos y la visión se me nublaba. Los jugadores parecían sonreír maliciosamente. Las cartas temblaban en mis manos, quizá era efecto de los estimulantes. Me concentré en la mente de los jugadores pero a duras penas me llegaban destellos de sus pensamientos. Todo se estaba derrumbando. Las alucinaciones o los sueños me volvían a atacar. Cerraba los ojos un momento y los paisajes tenebrosos se me volvían a aparecer. Abría los ojos y los escorpiones tatuados de los rusos parecían cobrar vida y deslizarse por su piel. Cerraba los ojos y el sonido de las teclas del piano aplastaba mis oídos. Abría los ojos y en los naipes se me aparecían imágenes de siniestros caballitos de mar expulsando fuego. Judy estaba desequilibrando mi mente otra vez. Las cartas caían en el tapete, los jugadores iban abandonando, yo permanecía en la mesa de milagro. Mi actitud era desconcertante para el resto, a mi lado se amontonaban las copas vacías y los cigarrillos consumidos en segundos. Bajo mis pies sentía que se abría un abismo de humo e infinitos ojos acechantes. Ya jugaba a ciegas, sin percibir la mente de mis rivales. Contemplaba a los inquieto rusos, nerviosos y mesándose los pelos. Llegué vivo a la última mano. Mis ojos percibían a los presentes como borrosos bocetos en blanco y negro. Cerraba los ojos y me parecía verlos retozar desnudos entre ellos. Quería terminar con todo. Me la jugué. La mente de mi rival se me escapaba sin remedio. Me aposté todo el dinero a una baza. Mi frente palpitaba. Cerré los ojos y enseñé las cartas. Mi trío se derrumbó ante la escalera de mi rival. Me levanté frenético hasta la salida, desesperado. Me derrumbé en el baño vomitando.
—¿Dónde vas, miserable hijo de puta? —me asaltó por detrás uno de los rusos—. El señor Posolov va a prescindir definitivamente de ti. Pero no de tu deuda. El diez por ciento de lo que has perdido hoy, mariconazo, lo queremos dentro de dos días. El primer pago de muchos hasta que liquides nuestras pérdidas.
Estaba muerto. Física y mentalmente. Y desesperadamente furioso. Por mi mala suerte, por haberlo perdido todo por una patética cría psicótica. Agarré el coche sin pensar en todo el alcohol y las pastillas mezcladas en mi estómago. Aceleré como un demonio. En dirección al Soho, a dar un susto y apagar el cerebro de Judy Fleischmann. Hasta que algo me detuvo. Una visión inesperada que me hizo volver a jugármela. Parado en un semáforo, detuve mi mirada en la publicidad de un autobús. «VISITA CARDIFF». Me sonreí, esa ciudad y yo teníamos un pasado. Luego me fijé en el viejo escudo de armas de la ciudad. Un caballito. Un carnero. Y un dragón. Judy me estaba enviando un mensaje. Quería que descubriera algo en esa ciudad. Giré el coche en dirección a la autopista. Le iba a dar una oportunidad, por muy surrealista que fuera esa situación. Pero, por Dios, Gales no, por favor.
No sabía qué me impulso a dirigirme a Cardiff. Sacarme lo que Judy me estaba metiendo en mi cabeza, principalmente, porque por nada en el mundo hubiera vuelto a pisar Gales. Años atrás, me había metido en un negocio en el que estafamos a unos policías y nos llevamos un alijo de droga por la cara a Londres. Mi cabeza tenía un precio desde entonces, tanto para un clan de narcos colombianos como para unos ex policías. Pero el tema es que había vuelto a la ciudad, sin saber ni qué ni a quién buscar. Pero mi mente sentía que algo le acechaba. Toda la ciudad la percibía brumosa y los rostros de los transeúntes borrosos y distorsionados. En el motel no pude descansar ni con tranquilizantes. Me levanté a primera hora y paseé por el centro para despejarme. Mi cerebro zumbaba. Hasta que tropecé con mi destino. En la boca del metro, un repartidor de publicidad me dio un folleto de un sanador que se presentaba como Maestro Doctor. Lo que me llamó la atención fue su llamativo nombre: Vraizek. Un anagrama de Ikarzev. No me preguntes cómo mi mente pudo llegar a esa conclusión.
Por la tarde me presenté en la dirección del folleto, una herboristería con productos y libros típicos New Age. Hablé con la dependienta, una joven bien parecida pero del típico rollo vegetariano y ecologista. Después de charlar, me invitó a la ceremonia que iban a celebrar por la noche con el famoso sanador Vraizek. Su mente me transmitía devoción por ese hombre e incluso pude percibir un destello de su aspecto. Su figura me evocaba la presencia de la criatura arácnida. Estaba acercándome a la claves de la intriga, pero no sabía si yo era el cazador o la presa que iba a caer en la trampa. Dibujé mi mejor sonrisa y arreglé una cita con la muchacha cerca de las once de la noche. El zumbido en mi cabeza no desapareció en toda la tarde. El juego no se presentaba nada favorable.
En el sótano de un local aledaño a la herboristería nos reunimos un grupo de unas veinte personas, de ambos sexos, de aspecto joven y saludable. Todos llevaban una especie de túnica ceremonial y me invitaron a vestir una. Les seguí el juego, aunque yo me sentía inquieto y abrumado. Percibí en ellos una completa entrega al culto que estuvieran profesando. Me lo demostraron en cuanto apareció Vraizek, un hombre canoso, de unos cincuenta años, con el pelo largo, perilla recortada, un gordito de aspecto afable. Tenía toda la apariencia de un iluminado hippie. La gente se inclinó ante él, cantando una extraña letanía en honor a Ikarzev. Se comportaban como adoradores de una secta. Crucé la mirada con el hombre y nos reconocimos. Era evidente que también tenía un talento telepático. Me dirigió una especie de gesto de bienvenida. Y también percibí que se sumergía en mi mente. Ya no podía disimular mi juego. Entre los presentes, se fueron acercando un cuenco con líquido que empezaron a ingerir, causando en ellos un efecto narcótico. No tomé el brebaje, pero el agotamiento y el murmullo de la letanía hicieron que sucumbiera lentamente al sueño.
Me encontré en la superficie de una gran construcción, frente a un oscuro altar. Decenas de devotos desnudos bailaban en trance con movimientos espasmódicos. El escenario tenía la tétrica fatalidad de los sueños precedentes. Esquivé a los acólitos, que empezaron a fornicar con violencia. Empecé a buscar la presencia de alguien que me llamaba. Era Judy, tomando otra vez la forma de su hermana, de nuevo encadenada, esta vez en el ominoso altar. Mi mente saltaba de una realidad a otra. Mis ojos se abrían en el sótano y contemplaban a los asistentes a la ceremonia copular entre ellos de forma grotesca. Pero sus actos no eran voluntarios, Vraizek los estaba sometiendo con su mente. Cerraba los ojos, y en el sueño la enorme forma arácnida que adoraban como a un dios, se alzaba entre la mampostería reclamando almas que devorar. Su aspecto era aterrador, surcado por miles de patas afiladas y con horrendos tentáculos que emanaban de un rostro que contemplaba el escenario con infinidad de ojos que supuraban sangre. En el sótano, hombres y mujeres eran sodomizados de forma cruel, para disfrute de su líder. En la pesadilla, una forma sombría se perfilaba detrás de la horrenda deidad. Era Vraizek, que me invitaba a unirme a él. Me estaba sondeando, me estaba ofreciendo un oasis de lujuria y libertad. La sombra agarraba el cuerpo de Judy por el cuello y me lo ofrecía. Ante mí tenía la oportunidad de satisfacer todos mis caprichos sin remordimientos. Parecía que había contemplado mi alma. Pero yo no era un psicópata pervertido. Lo que me tocaba los cojones era que, hasta ese momento, había sido un simple peón en el tablero de ese juego que se estaba disputando en los sueños. Estaba harto y furioso. Mi mente fue consciente de su potencial y de que tenía una buena baza escondida en la manga. Y pillé al cabrón por sorpresa. Yo también podía actuar en sueños. Apreté los puños e imaginé lo que más deseaba tener entre las manos en ese momento. Un bate con clavos. Lo empuñé con tal rabia que incrusté el arma en el cráneo del monstruo. En el sótano, mi cuerpo se acercaba tambaleando al estrado donde se encontraba Vraizek rodeado de mujeres desnudas que lo estaban acariciando. En el sueño, la figura arácnida de Ikarzev estaba siendo machacada sin compasión por mi bate, supurando un espeso líquido negruzco. En Cardiff, mis puños se descargaban sobre la cabeza del líder del falso culto, rompiendo la hipnosis que tenía sobre el grupo. Mi fuerza de voluntad aplastaba al dios caído en el sueño y la figura de Judy se liberaba de sus ataduras. De su espalda surgieron dos alas de libélula, se acercó a darme un beso en la mejilla y desapareció volando. En el sótano, acerqué mi cabeza a la frente del asqueroso hippie. Siempre los he odiado. Exploré a fondo su mente. Era un jodido californiano, mediocre, repugnante y con aires de grandeza. Un buen día fue consciente de su talento telepático y lo usó para proyectar sus fantasías de ciencia-ficción de serie B, sus perversiones sexuales y su odio contra la humanidad. Perfeccionó tanto su habilidad que podía manipular la mente de sus víctimas a su antojo. Acabó en Cardiff, y se montó una infame secta naturista para recaudar dinero de sus víctimas y gozar como un cerdo en sus orgías ceremoniales. El dios Ikarzev que proyectaba en sus fantasías era tan falso y patético como él. El puñetero hippie me daba nauseas. Sus victimas se empezaban a despertar, desorientadas, pero levemente conscientes de lo que les había ocurrido. Empezaría para ellos la recuperación de una pesadilla traumática. Me concentré en Vraizek y penetré tan profundamente en su psique que borré con una contundente lobotomía todo acceso a su talento. Le había hecho una castración de su cerebro, y me dí el gusto de hacerle otra en sus genitales.
Dejé todo dispuesto para que cuando acudiesen los policías encontraran todas las pruebas incriminatorias y las grabaciones de las atrocidades que había cometido Vraizek. Hice la llamada pero no esperé ni un segundo para salir huyendo de Gales. Me encontraba bien, en paz conmigo mismo. También Judy debió haber sufrido mucho con el asedio al que la había sometido aquel pervertido. Quizá tardé demasiado en comprender su grito de socorro. Pero bueno, es difícil interpretar los deseos de una telépata autista. Descansé la mañana en el apartamento y me dispuse a hacer una visita a las hermanas Fleischmann, para cambiar impresiones, aunque fuera mentalmente. Pero la Madre Rusia no planeaba lo mismo. Me pillaron con la guardia baja, ensimismado. Mi mente no captó su presencia a tiempo y me localizaron. No tenía intención de dejarme torturar, ni siquiera un poquito. Me zafé de ellos, me tropecé cruzando una carretera. Apareció de repente un coche…
Y aquí estoy. Dentro de tu mente. También en la cama de un hospital. Estoy en coma. Señoras y señores, así es como acabé. Como he dicho al principio, no me quejo. Estoy en el mejor momento de mi vida. Libre, sin ataduras, sin obligaciones. Sin tener que dar explicaciones ni pagar impuestos. Voy y vengo donde me apetece. Aparezco y desaparezco de vuestros sueños. Me he enganchado a este territorio. Me siguen sin gustar los pensamientos de la gente, son mezquinos, falsos y aburridos. Sus sueños, en cambio, no. Rezuman verdad y reflejan la auténtica intimidad de su mundo. Me transportan a las sensaciones reales que no se pueden plasmar en un cuadro o en una canción. Vuelo y aterrizo en la mente de Cheryl mientras chapotea en su imaginación en las costas de Sri Lanka, y entiendo por fin por qué deja un beso en el espejo de sus amantes. Aparezco en tu mente y te cuento la historia de unos telépatas que se relacionan en pesadillas, y cuando te despiertes, te preguntarás qué sueño tan raro has tenido y pronto lo olvidas. Me detengo un buen rato en la cabeza de Arístides, contemplando como un privilegiado su universo personal creado a base de tinta y colores, y brindo con una cerveza fría a su salud. Me asomo en los sueños de mi amigo Oleg Posolov y descubro cómo sus padres lo vestían de niña hasta que cumplió siete años y cómo ese incidente lo traumatizó de por vida; juego con esas pesadillas los siguientes días para torturar su mente. Visito a un agente de Scotland Yard y le dejo pistas en su subconsciente para que encauce su estancada investigación de la mafia rusa. Dejo que me lleven las brisas oníricas y me encuentro con Judy. Conversamos, en la peculiar forma que tiene Judy de comunicarse. En el mundo de los despiertos había progresado de sus trastornos de autismo y ya no estaba encerrada en sus obsesiones. Incluso había empezado a aprender a tocar el piano en casa de su vecino. Los telépatas somos conscientes de los que son como nosotros en los sueños y salimos a explorar y a conocer a otros. Un anciano ciego de África deslumbrado con lo que puede contemplar en sueños, un recién nacido en Japón que empieza a ser consciente, a muy temprana edad, de la inmensidad del planeta… Es mi nuevo mundo. No quiero abandonarlo. Pero también existe el mundo real. Existe Marla. La hermana de Judy me ha empezado a visitar en el hospital. Es una chica fantástica, no le importa conversar con un hombre en coma y creo que es la única persona en el mundo que tiene ideas interesantes dentro de su cabeza. No sabe que mi mente la escucha. No sé cuándo volveré a despertar, pero creo que estoy empezando a sentir algo por ella. Joder, no tengo remedio. Sigo siendo un sentimental.