El hombre del tricornio
por levastSe asomó al espejo y no se sorprendió del aspecto desdibujado y agotado de su rostro. Era la tercera mañana consecutiva que se levantaba de la cama mucho antes de sonar la alarma de las siete. Tres noches interminables de insomnio y vuelta tras vuelta en la colcha. Cuatro veces más tuvo que empaparse los ojos para despejarse, pero su cuerpo mantenía una sensación espesa, incómoda e indefinible, que le recorría la espalda y le pinzaba el cráneo. No podía reconocer si eran nervios o pánico. Intentó olvidarse del malestar concentrándose en la rutina. Se duchó con el agua un punto más fría y se afeitó con cuidado, recortando los pelos rebeldes del bigote. Recogió de la percha el uniforme que le había preparado su mujer, limpio, perfectamente planchado, con unas gotas de colonia en las solapas. Levantó el tricornio que estaba sobre el escritorio y se detuvo unos segundos a sacarle brillo con un trapo húmedo. Reflexionó sobre las consecuencias que tendrían sus actos de ese día; el camino que iba a emprender le exhibiría como un héroe o como un traidor ante toda España. Se colocó la cartuchera en la cintura y comprobó el mecanismo de la pistola reglamentaria Star BM. En la cocina coincidió con su mujer, que preparaba el desayuno en bata recién levantada. Tomaron juntos y en silencio el café mientras escuchaban las noticias en Radio Nacional. El teniente coronel apuró el desayuno, se levantó y se despidió de ella con un beso. El malestar también le había bajado al vientre.
En su despacho de la casa cuartel, la mañana se le hizo eterna. Atendió asuntos rutinarios y verificó con sus leales oficiales que todos los hombres estarían disponibles a la hora convenida. Llamada tras llamada, café tras café, las horas iban quedando atrás con parsimonia. A mediodía tomó una comida ligera, y tras reunir a todos los oficiales y subordinados a su disposición en la cantina de la casa cuartel, se dirigieron al punto convenido a recoger los autobuses que les trasladarían al objetivo. El sol le molestaba y lamentó haberse olvidado en la oficina unas gafas oscuras. El trayecto se hizo en silencio apenas interrumpido por algunos “vivas” a la patria y a la Guardia Civil. El corazón le latió con más intensidad cuando enfilaban la carrera de San Jerónimo. La sensación incómoda le martilleaba sin descanso el cerebro y los oídos. Pararon los vehículos ante la puerta de entrada, el teniente coronel encabezó el grupo de asalto, y ni siquiera atendió el alto que le daban los policías del acceso. Se desplazaba como un vendaval, apartando a bedeles y guardias que le salían al paso. En el momento en que accedió al hemiciclo y se vio a sí mismo frente a toda la estructura de poder del Estado, desafiante, con la pistola empuñada en la mano, adivinó cuál era la sensación que le había estado atormentando desde que se levantó. Era una profunda sensación de soledad. Para abjurarla gritó lo primero que le salió de la garganta: «¡Quieto todo el mundo!» En realidad deseaba que todos desaparecieran en un pestañeo. Cerró los ojos y descerrajó un tiro al aire. Un sentimiento de desolación estuvo a punto de abatirle en cuanto vio a todos los diputados agachados en el suelo. De pie en la tribuna, en un espacio en el que estaban presentes más de trescientas personas, se sentía completamente solo y perdido, como una bolita que acaba de caer en un tablero de futbolín.
El teniente coronel era un hombre serio, tajante, inflexible, insobornable y algo temerario. Alguien tradicional, defensor de la familia clásica y de ideas cerradas. Fiel hasta la muerte al Cuerpo y a la bandera. Con una hoja de servicios y una carrera militar casi intachable, que empezó a descarrilar con la llegada del tren de la Democracia. Para cualquiera que no comulgase con sus ideas, era el prototipo de facha de manual. Un nostálgico de la dictadura, un espécimen a extinguir, en definitiva. Alguien que mamó desde pequeño el lema de «Una, grande y libre». Que respiraba marchas militares y discursos del Generalísimo. Pero había una referencia habitual de aquellas arengas con la que jamás se identificó, la famosa coletilla de la «conspiración judeo—masónica» contra España. Porque el teniente coronel nunca comulgó con sinceridad ante la cruz y los santos. Era un hombre religioso, pero ante una estrella de seis puntas y una kipá sobre su cabeza.
Cuando el teniente coronel abrió los ojos, se percató de que un guardia civil estaba ametrallando el techo y mandó detener el fuego. Sólo dos figuras, el presidente y el vicepresidente salientes permanecían firmes en sus escaños. El anciano general se le encaró y tuvo que torcerle el brazo para que volviera a su sitio. Tomó nota mental, ya que una de esas dos figuras podría ser el verdadero objetivo oculto. En ese momento se dio cuenta de que tenía bajo su mando el mismo centro neurálgico del poder de la nación. Una sensación de mareo le sobrevino al instante. Había llegado hasta allí y no tenía nada claro qué iba a hacer a partir de ese momento. Los diputados lentamente se iban incorporando a sus escaños. Los nervios le empezaron a crispar al teniente coronel, ya que sentía cientos de ojos acechando sobre él. ¿Quién de todos ellos era el objetivo? El juego que había iniciado estaba entrando por una senda peligrosa. Ordenó inmediatamente que se desenchufaran todas las cámaras de televisión y se registrara a los periodistas acreditados. Y, a continuación, intervino la centralita telefónica. Mientras hablaba con su contacto civil, un periodista nostálgico del anterior régimen, y escuchaba sus absurdas arengas, un gran bostezo le vino a la boca.
Unos tres años antes, el teniente coronel se encontraba en la cafetería Galaxia tomando un carajillo con unos compañeros del Cuerpo, cuando tuvo el encuentro más trascendente de su vida. La cafetería era un lugar frecuentado por policías, militares y guardias civiles, todos conservadores y ávidos de intrigas y bravuconadas contra la nueva democracia. Pero el teniente coronel no participaba de esas conversaciones, sólo le apetecía pasar el rato con sus camaradas y compartir alguna cerveza. Y jugar al futbolín. Era un hacha, solo o en pareja. Aquella tarde incluso se estaba quedando sin rivales. Hasta que un hombre extraño, atlético y refinado, vestido con ropa elegante, metió cinco duros y tiró de la palanca para que salieran las bolitas.
—No valen media ni guarra, ¿no? —comentó el extraño con un acento peculiar.
—Como está mandado, pollo —contestó el teniente coronel.
El rival no era nada del otro mundo, de hecho era bastante torpe y no dijo ni una palabra mientras jugaban. Sin embargo, sonreía de forma misteriosa. El teniente coronel intuyó que era forastero, de algún país europeo, por su voz, sus gestos y su manera de vestir. Tras la penúltima bola, el extraño se excusó y acudió al servicio. El teniente coronel esperó pero pasados unos minutos se extrañó de que su rival de futbolín no regresara. Se agachó al cajetín a recoger la última bola y se encontró con una carpeta. La abrió con curiosidad y descubrió que pertenecía al Centro Simon Wiesenthal, la institución fundada por el famoso cazador de nazis. Guardó con estupor la carpeta en su chaqueta y se dirigió a los baños. No consiguió localizar al extraño personaje que había estado jugando con él. Abandonó la cafetería como una exhalación, sin despedirse de sus amigos. Más tarde, en la intimidad de su despacho de la casa cuartel, el teniente coronel examinó a fondo el dossier. Era evidente que le conocían demasiado bien. El Centro Wiesenthal y el Mossad israelí habían realizado un informe exhaustivo sobre su carrera en la Guardia Civil, sus méritos y logros, y su hoja de servicios. Pero lo más inquietante era que también conocían sus secretos más personales. Su confesión religiosa judía, una herencia ancestral y secreta de su familia. La ayuda que ofrecieron clandestinamente sus padres y abuelos a refugiados judíos que huían de toda Europa durante la Segunda Guerra Mundial. Su odio visceral a los nazis y las atrocidades que cometieron sobre los judíos. Y su inquebrantable compromiso en que nada parecido se volviera a repetir. Pero eran secretos que ocultaba férreamente ya que sería impensable la existencia pública de un guardia civil judío en el régimen del Generalísimo. Pero lo que revelaba el informe era más inquietante todavía. Pruebas, fotos, nombres, fechas… La herencia nazi seguía viva. Los juicios de Nuremberg no habían depurado por completo a los jerarcas del horror que asoló Europa. Era un hecho que los principales responsables del Holocausto se suicidaron, fueron juzgados y ejecutados, y que los verdugos que huyeron se ocultaron de la luz pública o fueron capturados por cazadores de nazis. Pero hubo un grupo que salió indemne de la guerra y no afrontaron ninguna responsabilidad. Nadie les reclamó ya que aparentemente no tenían las manos manchadas de sangre. Eran los financieros de la jerarquía nazi. Los que dirigieron la economía del Reich y perpetuaron la guerra hasta los últimos días. Todos ellos se desvanecieron, huyeron o se refugiaron en sus santuarios suizos. El dossier estaba tan documentado que el teniente coronel no dudó en darle credibilidad. Nombres y apellidos de personas concretas. Decenas de fotos de tatuajes de oficiales de las SS con su tipo sanguíneo inscrito. Y pruebas que demostraban la magnitud de un perverso plan oculto. La preparación de un Holocausto financiero en la mayoría del mundo occidental. Infiltrarían a sus agentes en las élites políticas y económicas para someter cada nación y volver a recuperar la supremacía global desde las sombras. No iban a necesitar que desfilase la esvástica por la fuerza, su hegemonía iba a ser sutil y subliminal. España iba a ser el principal campo de pruebas, la primera pieza en caer. Al teniente coronel casi le dio un infarto cuando acabó de leer todo el expediente de madrugada. Lo guardó en un lugar seguro sin saber muy bien en qué abismo acababa de asomarse.
En el Congreso de los Diputados, el teniente coronel tomó la primera decisión comprometida. Eligió uno a uno a los principales líderes políticos de cada partido, convencido de que entre ellos se encontraba su objetivo. No había margen de error, por eso reunió en la «sala de los relojes» a todos ellos. Los otros guardias civiles cuchicheaban entusiasmados con la idea de fusilarlos. En la sala, el teniente coronel fue mirando a cada uno a los ojos. Al presidente y al vicepresidente del gobierno, a otro de los miembros destacados de su partido, a los líderes del socialismo y al dirigente histórico del comunismo. Allí les tenía pero ¿cómo iba a descubrir al objetivo? Tanto los guardias como los políticos miraban expectantes al teniente coronel, temiendo sus órdenes. Él no tenía un manual de instrucciones. Tenía que improvisar.
—Registradlos a fondo —exigió.
—Señor, les hemos cacheado y no tienen armas —contestó uno de los guardias civiles.
—¡He dicho que los registréis a fondo, coño! —Ordenó con fingida severidad—. ¿Y si ocultan algo sospechoso que nos pueda comprometer? Son enemigos del Estado. ¡Desnudadlos, joder! —bramó mientras blandía la pistola.
—Pero, señor… —titubeó el guardia.
—Ni señor ni hostias, apuntadlos con los rifles y que se quiten la ropa.
Los diputados empezaron a protestar pero tuvieron que ceder en cuanto los guardias les encañonaron. El teniente coronel los examinó buscando un tatuaje de las SS que marcase su tipo sanguíneo. No encontró nada parecido. El objetivo no se encontraba entre ellos. Maldijo su suerte en dirección a los baños. Se sentó en una taza y masculló palabrotas mientras evacuaba sus revueltas tripas.
Unos años antes, al teniente coronel le tocó sufrir un proceso judicial por unos incidentes conspiratorios en los que él no había participado. Fue implicado con pruebas falsas y condenado, aunque la pena impuesta fue leve, posiblemente por el temor ciudadano a una auténtica sublevación militar en España. Trató de que no le afectara y se reincorporó a su trabajo con más discreción, abandonando las compañías sospechosas y los anteriores ambientes que frecuentaba. Sin embargo, una tarde, sorbiendo un café a solas en un restaurante, se fijó en la servilleta de papel con la que se iba a limpiar. “¿Jugamos?” Le invitaba el texto escrito a bolígrafo. Se volvió y se encontró a la misteriosa figura del dossier esperando en un futbolín. El teniente coronel se acercó y tomó las manillas del otro equipo. El extraño lanzó una bola que rebotó sobre un jugador de la media.
—Ante todo quería pedirle disculpas. Ha sufrido usted un proceso y un descrédito que no se merecía. Reconozco que hemos tomado decisiones que le han afectado sin tenerle en cuenta. Lo lamentamos mucho.
—Y que lo diga. Ni les conozco ni me interesa lo que quieran ofrecerme. Me debo a España y al Cuerpo.
—Lo entiendo, pero comprenda que ha sido por un bien mayor, por evitar una catástrofe que lamentaría el resto de su vida. Está en juego mucho más que su patria y el Cuerpo de la Guardia Civil. En el fondo lo sabe, es evidente que no se habría levantado a escucharme si no le interesara.
—Me han degradado, me han señalado en la prensa, soy un apestado para todos esos politicuchos de la Moncloa.
—Escúcheme —interrumpió el extraño—. ¿Se imagina que todo aquello que defiende y ama desaparece bajo la bota de unos nazis sin escrúpulos? Nuestro deber era facilitar que se involucrase en la conspiración de esa cafetería, era algo imprescindible para que se gane una reputación entre futuros golpistas. Su nación se encuentra en una encrucijada, débil y expuesta. Esos millonarios nazis ocultos existen y han plantado las semillas para que su poder ensombrezca toda España. Nuestros agentes están monitorizando sus movimientos en lo posible pero los informes son pesimistas. No tardará el momento en que uno de sus líderes intente arrebatar el poder absoluto en este país. Y entonces las consecuencias serán funestas: una nueva élite sin escrúpulos, sin remordimientos por monopolizar y destruir la estructura económica de este país, será hegemónica y todopoderosa. Y todo el imperio del mal que habíamos intentado eliminar tras la guerra mundial resurgirá. Lo siento, pero tendrá que esperar y ser paciente; llegará el momento en que le reclamemos y ese día se convertirá en el verdugo del jerarca nazi que intentará apropiarse de su patria.
El teniente coronel agachó la cabeza, sintiéndose sobrepasado por los acontecimientos.
—No me lo puedo creer, parece que esté viviendo una película de terror. Yo no soy un espía, solo soy un pobre español, un guardia civil judío que nunca se ha metido en problemas. No sé qué hacer.
—Ya no está en su mano, señor. El destino le ha elegido, usted ya no puede escoger. El tiempo corre en contra nuestra y no nos podemos echar atrás.
El teniente coronel echó la bola atrás hacia su portero y ejecutó un lanzamiento imparable con su zurda que golpeó con un sonido seco y potente la portería de su rival.
—Venceremos —comentó mirando hacia el techo—, por las malas pero venceremos.
El sueño le empezaba a derrotar y ya no distinguía con claridad lo que pasaba a su alrededor. Confundía pasado y presente, recuerdos y realidad. Los nervios le forzaban a gritar a sus subordinados órdenes inconexas. Mandó recopilar toda la madera de sillas y otros muebles para preparar una posible hoguera y ordenó ejecutar a cualquier intruso si la luz era cortada. Tenía que localizar a su escurridizo objetivo entre más de trescientos diputados. Y apenas una pista para identificarlo: un tatuaje con la inscripción del tipo sanguíneo del individuo, un remanente nostálgico heredado de los oficiales de las SS que se lo tatuaban bajo su axila izquierda. El teniente coronel se sentía frustrado ya que no encontró el tatuaje dibujado en ninguno de los líderes políticos a los que apartó en la sala de relojes. Empezó a pensar si tendría que desnudar a todos los diputados. Los guardias civiles bajo su mando parecían no comprender algunas de sus órdenes. Las comunicaciones con el exterior eran ya escasas. La moral estaba decaída entre su tropa, aunque escuchar himnos militares en Radio Nacional les animó un poco. Pero para el teniente coronel todo pendía de un hilo. Estaba aislado, no sabía qué ocurría en el exterior y dentro del Congreso la improvisación era la ley. Se iba a aferrar a una última baza: la inminente visita de un mirlo blanco, una autoridad militar que en los preparativos del golpe militar se iba a hacer cargo de tomar el control político del país. Ese iba a ser el infiltrado nazi. Bajó a la cafetería a esperarlo y a tomar el enésimo café del día.
La mente le llevó a unas dos semanas antes. Otra vez una cafetería, otra vez una partida de futbolín con su clandestino contacto. Y, al fin, la señal convenida, un gol traicionero con la media. No podía fingir que llevaba tiempo esperándolo, pero en su interior deseaba que nunca llegara ese día. En los anteriores meses había estado preparando el terreno, contactando con militares, ofreciéndose a facilitar un golpe de timón en el gobierno. Todos los altos mandos del Ejército de extrema derecha confiaban en él para cambiar el régimen. Pero el golpe de Estado iba a ser una columna de humo para su verdadero objetivo, descubrir al infiltrado de la organización nazi. El teniente coronel escuchaba a su contacto con gesto preocupado.
—No volveremos a vernos, querido amigo, esta ha sido nuestra última partida. En este expediente encontrará toda la información detallada para asistirle en el golpe del día 23. Militares afines, contactos civiles y divisiones de guardias civiles que le acompañaran en el asalto. Antiguas fotos de todo tipo de tatuajes de las SS, archivos de actividades confidenciales de los principales políticos y diputados, informes fiables del Mossad, la CIA y el MI6 que indican que se producirá un cambio trascendente de poder en España el día de la toma de posesión del nuevo presidente del gobierno… Poco más puedo añadir. Ha llegado el momento, el zorro nazi de la jerarquía financiera saldrá ese día de su madriguera. No tenemos ninguna duda de que lo cazaremos. ¿Está usted preparado para recorrer todo el camino, teniente coronel?
Éste aspiro el denso humo de la cafetería y sentenció con solemnidad.
—Sí… sí, estoy preparado para llegar al final del camino. La esvástica no gobernará en mi tierra, lo juro por mi madre.
Los rumores en el Congreso confundían al aturdido teniente coronel. Adhesiones de capitanías generales que resultaban ser falsas, paralización de divisiones acorazadas, inminencia de un asalto de los GEO, un comunicado televisado del jefe del Estado desautorizando el golpe, movimientos sospechosos a las puertas del Parlamento… el caos parecía a punto de estallar en ese manicomio. Las horas parecían caer lentamente como granos secos en un reloj de arena. El sopor estaba a punto de hacerle estallar el cerebro. Se sentía expuesto como un animal en el zoo. Hasta que un pequeño rayo de esperanza se le apareció. Le advirtieron de que un alto mando militar acababa de llegar y que comunicó correctamente una contraseña convenida. Saludó al general, a quien ya conoció en alguna reunión conspirativa, un hombre de prestigio, veterano de la División Azul. Le parecía el candidato perfecto. Eligieron un despacho apartado y se reunieron. El teniente coronel escuchaba a su interlocutor con los nervios acechantes, la mano dispuesta cerca de la pistola y presto a desenfundar. El general hablaba de cambio de rumbo político con un gobierno de concentración que él encabezaría. El teniente coronel no escuchaba. Estaba tenso y nervioso, y después de varios minutos de superflua conversación, extrajo la pistola y apuntó al general en la frente mientras le gritaba:
—¡Dime de una puta vez quién te envía!
—¿De qué me habla usted? Baje ese arma —exigió sorprendido el general.
El teniente coronel no resistió la frustración y agarró al general por las solapas:
—Puto nazi de los cojones, confiesa de una jodida vez que quieres apoderarte de mi país, asesino antisemita.
—¡Suélteme, por Dios!, ¿está loco o qué le pasa?
El teniente coronel le arrancó los botones de la camisa y le apuntó con la pistola en el pecho desnudo. Le descubrió el torso, le levantó los brazos, y excepto alguna vieja cicatriz no encontró ningún símbolo ni tatuaje de las SS. El general salió huyendo desesperado del despacho gritando: «¡Está loco, está loco!». El teniente coronel se mesó los cabellos y se intentó recomponer. Otra vez había vuelto a fallar. Convocó a sus oficiales y les explicó algunas vaguedades como excusa: que el general le había engañado, que no iba a instaurar una junta militar, y que iba a formar un gobierno con rojos y masones. No estaba haciendo otra cosa que ganar tiempo. Las informaciones ya no eran optimistas en apoyo al golpe. Y ya le quedaban pocas opciones. Si el infiltrado nazi no se encontraba en el Congreso lo más probable es que estuviera desmantelando el golpe. Y, si no aparecía un milagro repentino, no se le ocurría otra idea que resistir y mantener a esos desgraciados políticos como rehenes por si asomaba el infiltrado o los israelitas le daban cobertura. Reunió a la mayoría de sus hombres en una sala y les lanzó la arenga más patriotera que se le ocurrió. Habló del Alcazar y de otras gestas similares y de dar la vida por España. Había arriesgado demasiado para rendirse. El tiempo seguía corriendo pero todo parecía muerto y estancado.
Ya al amanecer, unos oficiales de la Marina acudieron a reunirse con el teniente coronel. Se saludaron afectuosamente y hablaron del golpe y de la posibilidad de una rendición definitiva. Junto a ellos les acompañaba un hombre joven, con aspecto de empleado de banca, vestido con un traje impoluto y portando un maletín de cuero negro, que escuchaba a los presentes con aire petulante.
—Y este pollo, ¿quién es? —exigió el teniente coronel—. He dado órdenes tajantes de que no se concediera la entrada a ningún civil. ¿Es algún periodista infiltrado? Como sea un geo camuflado me lo cargo ahora mismo
—No, no, tranquilo, no te alteres —le explicó uno de los oficiales—. Es un asesor que nos va a ayudar a salir de este atolladero.
—He dicho que de aquí no me saca nadie. Exijo que se presente aquí una autoridad de prestigio. ¡Que no me rindo, coño, no sé cómo decirlo!
—Lo sé, pero creemos que este hombre tiene autorización suficiente. Nos han informado que tiene acreditación del más alto nivel de «la Casa».
—¿La casa? ¿De qué clase de casa de putas me hablas? —contestó exaltado el teniente coronel.
El hombre joven interrumpió la conversación y estrechó la mano al guardia civil.
—Señor, no queremos ser irrespetuosos, ya que valoramos que ha emprendido las acciones de hoy con buena fe, pero deseamos resolver esta crisis con la mayor discreción posible. Y, para que conste, soy un delegado autorizado de la principal institución del Estado con una «casa» en su nombre. ¿Queda claro a quien se está dirigiendo? —se presentó el hombre con cierto tono arrogante.
El teniente coronel cerró los labios con fuerza y soltó la mano de su interlocutor. Lo miró de arriba abajo, como pasando revista. No sabía si estaba estrechando el cerco de su cacería o si el cerco lo estrechaba a él. El hombre trajeado volvió a hablar.
—Con su permiso, quiero que revise conmigo unos documentos para desbloquear satisfactoriamente esta situación. Reunámonos a solas.
En una sala contigua, el teniente coronel y el hombre trajeado se sentaron en unas vetustas sillas, rodeados de libros mal apilados. El joven encendió una pequeña lámpara y desplegó unas hojas en la mesa.
—Lo primero que quiero hacer, mi teniente coronel, es felicitarle. Por su inquebrantable fe, por su asombrosa determinación. Yo le admiro. Pero ha llegado el momento de apartarse. Hemos llegado al final y cuanto más tiempo pase, más doloroso será todo. Ha representado su papel perfectamente a favor de nuestros intereses, y ya no necesitamos que esta situación se alargue más. Démosle un final digno.
—¿De qué coño me hablas, mocoso insolente?
—¿Más resistencia de machito guardia civil, teniente coronel? —Contestó imperturbable el joven—. Esperaba que esto no se demorase de forma tediosa. Bien, supongo que sabrá poco de ajedrez pero le aseguro que esto no va a acabar en tablas. De hecho, ya ha finalizado. Ha estado usted en jaque tanto tiempo que ni se ha enterado. Con el último movimiento le derribaremos. Ahora elige usted cómo finalizamos esta grotesca comedia.
—Con un tiro en la frente, muchacho. En la tuya o en la mía, aún no lo he decidido —contestó desafiante el teniente coronel.
—Bien, entiendo que no es usted jugador de ajedrez, sino de naipes. Pues levantemos todas las cartas y enseñemos nuestras bazas —el hombre abrió el maletín y mostró al teniente coronel unos documentos—. Señor, lamento comunicarle que ha estado trabajando para nosotros todo el tiempo. O sea, sus enemigos. Ahora se le tuerce el gesto, ¿eh? Sus conspiraciones de opereta, sus reuniones con espías de Israel o sus contactos con cazadores de nazis nunca nos pasaron desapercibidas. Mis jefes tienen agentes infiltrados en organizaciones políticas, sociedades secretas y esferas de poder a lo largo del planeta que ni soñaría el director de la misma CIA. Aunque no lo crea, el golpe ha triunfado. Pero ha sido nuestro golpe el que se ha impuesto.
—No mientras yo permanezca de pie aquí, atrincherado.
—No lo entiende, teniente coronel. Hace horas que ya ha sucedido. Hemos prevalecido sin tener que hacer una revolución, ni derramar sangre, ni remover ningún resorte del poder. ¿Creía usted que iba a descubrir a un superhombre ario con una esvástica tatuada en el pecho entre estos políticos tarugos? ¿Pensaba que entre las paredes de este Congreso iba a descubrir camuflado a la cabeza de nuestra organización en España? Qué ingenuo. Casi me da lástima.
El teniente coronel desabrochó su cartuchera y apuntó con la pistola a su interlocutor.
—¿Quién coño es tu líder? Confiésalo.
—¿Todavía no lo ha adivinado? Hace pocas horas ha sido elevado a la cúspide del mando en el Estado y ha sido aclamado por el pueblo —sonrió levemente—, con un pequeño discurso en la televisión nada improvisado. Sí, creerá que es obvio, que esa figura ya ostentaba la cabeza del poder. Pero representarlo no es dominarlo. La Transición no era nada más que eso, un periodo de incertidumbre. La Constitución, las elecciones democráticas… meros instrumentos. El poder, el auténtico poder que da la legitimación popular no lo dan las urnas. Para controlar este país, necesitábamos una figura, un emblema, un héroe indiscutible. Y lo acabamos de encumbrar. Me hace gracia porque, conociéndole, teniente coronel, creo que en el fondo, muy en el fondo, creía en su cabeza que ese héroe iba a ser usted.
—Maldita sea mi estampa —se lamentó el teniente coronel.
—No se culpe. Para ocultar algo bien, lo ideal es mostrarlo a los ojos de todos. Nuestro recién encumbrado líder fue captado cuando era un niño, en su exilio de Roma. La organización le instruyó a él y a su familia y lo preparó para que diera los pasos precisos para que tomara la autoridad absoluta en el momento idóneo. Fue supervisado en todas sus etapas de educación y formación y promocionado en todos los estamentos políticos. ¿Ha visto alguna vez una foto de nuestro jefe del Estado sin camisa? ¿A qué no? Quizá hubiese encontrado uno de esos tatuajes que no ha conseguido localizar hoy. Un símbolo nostálgico de los viejos tiempos del Reich que ha mantenido nuestra organización. Quizá si hubiera apretado las tuercas a algún diputado hubiera estado cerca de una confesión. Porque hemos captado adeptos en todos los grupos políticos para manipular en nuestro favor las decisiones de este Parlamento. Involucrarse en nuestra organización, a pesar de que se aborrezca nuestros ideales, te soluciona la vida, y es fácil caer en la tentación. Incluso algunos que agarraban con fuerza una hoz y un martillo, se han comprometido sin problemas con nuestra cruz gamada. Nuestra estrategia ha resultado fructífera y exacta como el mecanismo de un reloj. Pero la partida ya ha terminado, teniente coronel. En estos documentos hemos redactado unas condiciones de rendición muy beneficiosas. Léalas.
—Maldita víbora, no me rendiré hasta que me peguéis un tiro.
—No se altere, todo es negociable, señor. En esta época los valores y los principios son muy volubles. Podemos otorgarle una amnistía en poco tiempo y que se ponga a nuestras órdenes como reconocimiento a los servicios prestados. ¿Qué le parece? Tendría un rango de obersturmbannführer en nuestras fuerzas de seguridad —concluyó con una cruel sonrisa.
—Con esas cosas no bromees, cerdo nazi.
—Bueno, señor, estoy cansado de su insolencia. Mi paciencia tiene un límite, sólo soy un mensajero y ya he cumplido con mi misión, no soy su frustrado objetivo. Yo sólo soy el hombre del maletín, ¿sabe usted lo que significa eso?
El teniente coronel apretó los dientes con rabia y señaló el tricornio en su cabeza con el cañón de su pistola.
—¿Y sabes tú lo que significa esto que llevo encima de la cabeza? —le preguntó encolerizado—. Significa sangre, significa honor, significa no arrodillarse, significa Duque de Ahumada, hacer la instrucción sobre piedras y barro, patrullar bajo una ventisca de nieve, obedecer sin pensar, escupir órdenes con la voz rota, amar a tu bandera más que a tu mujer y, sobre todo, significa ¡dos cojones de verdad! Y también significa que me cago en vuestra puta esvástica y en todos vuestros muertos.
El joven enfureció el gesto y recogió sus papeles.
—Casi me ha conmovido. Pero no tiene usted muchas salidas, teniente coronel. De las que le quedan elija la que le parezca menos dolorosa. Suicidarse con cierto honor, rendirse con una imagen de bufón caricaturesco o resistir hasta la muerte como el mayor traidor a la patria. Muy buenos días.
El hombre del maletín abandonó la sala con un gran portazo. El teniente coronel se derrumbó en la silla derrotado. Se puso el cañón en la boca y derramó una pequeña lágrima. Pero se recompuso. Rebuscó en su bolsillo y encontró el detonador, la salida desesperada que había preparado frente un posible callejón sin salida. Dos toneladas de explosivos repartidas en tres furgonetas de la guardia civil. Las había preparado junto a un cadete dos noches atrás. Nadie, ni otros guardias civiles ni sus contactos clandestinos conocían ese plan; al cadete lo mandó arrestar por una falta menor esa misma mañana y las furgonetas fueron transportadas y aparcadas sin que los guardias conocieran su contenido. El teniente coronel abandonó la sala portando los documentos de la rendición, saludó marcialmente a los oficiales de Marina y les acompañó fuera del Congreso. Se apoyó en el capó de un jeep y leyó por encima las condiciones de la rendición mientras jugaba con el detonador en el bolsillo. Si no conseguía capturar al zorro nazi, al menos se llevaría por delante a sus mansos servidores. Apoyó su cansada cabeza en la mano y echó mano al bolsillo.
Un año después, la tarde era soleada y tranquila en la terraza de un céntrico restaurante de Tel Aviv. El teniente coronel apuraba su café con anís y se acercó a la barra a ver la televisión. Se sentó en un taburete y escuchó el reportaje de las noticias. Se hacía un repaso de los eventos del año anterior en España. El golpe militar, la tensa espera, las negociaciones, la explosión y la masacre en el Congreso. Especulaciones sobre las intenciones y acciones del líder golpista y la desaparición de su cuerpo. Nadie llegó a saber que un comando del Mossad le rescató de los escombros y curó sus heridas durante un vuelo charter a Israel. El reportaje continuó con las consecuencias de la crisis del Congreso: miedo, conspiraciones, abdicación del jefe del Estado… A continuación, en pocos meses, el inicio de un renacer democrático, la votación de una nueva Constitución, y un cambio de rumbo en política exterior con la negativa a la entrada en la OTAN y en la Comunidad Europea, y la apertura de relaciones diplomáticas con Israel. Había miedo e incertidumbre en la sociedad, pero al menos su antigua patria era dueña de su destino. Observó que unos chavales jugaban al futbolín cerca de la entrada. También su negocio de distribución de maquinas recreativas iba bien. Cerró los ojos y se dejó envolver por el sonido del golpeteo de los jugadores de madera.
El teniente coronel se había quedado momentáneamente traspuesto repasando el documento de rendición. Miró con desencanto las hojas pero llegó a la conclusión de que el futuro nunca iba a ser tan optimista como en sus sueños. Se metió la mano en bolsillo, rebuscó a fondo y sacó un mechero Bic. Firmó el documento y ofreció unos Ducados a los oficiales. Únicamente exigió ser el último hombre en abandonar junto a sus hombres. Mientras observaba cómo los funcionarios y los parlamentarios abandonaban el Congreso, empezó a reflexionar sobre la obediencia y la lealtad. El país al que sirvió toda su vida se había convertido en un pozo maloliente repleto de vagos, de escoria insolente con melenas, de maricas con pendientes, de feministas con pinta de guarras, de separatistas que quemaban su bandera, de camellos que vendían droga a los chavales, de chulos con dinero, de niñatos flojos en el ejército, de rojos arrogantes y de chusma sinvergüenza. Pero a pesar de todo eran sus compatriotas, habían nacido en su misma tierra, y eran de su misma sangre. Pero esos advenedizos del poder, esos supremacistas que utilizarían el sistema económico de su país para corromperlo, no se merecían menos compasión que una cucaracha. Había elegido una rendición vergonzosa que hundiría su honor y su carrera. Pero era un punto y aparte. Ese sistema corrupto se iba a ir pudriendo poco a poco. En el futuro, cada 23 de Febrero, esos nazis celebrarían su triunfo e inventarían una imagen patética y caricaturesca del teniente coronel, pero él permanecería atento y vigilante, contemplando cada día la decadencia de ese nuevo orden subliminal. Ellos sabrían que seguía vivo y que era el incómodo último testigo. En su mente albergó el deseo de que en el futuro alguien reconociera al final que el teniente coronel tenía razón.
Saludó con gestó firme y castrense uno por uno a todos sus hombres. Fue el último en subir al furgón policial. Estaba tranquilo. Recostó la cabeza sobre el marco de una ventanilla y al fin pudo saborear el descanso de un ansiado sueño.