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El dilema del último prisionero de Xortis

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El reactor estelar atravesó con un estruendo la atmósfera inflamada del moribundo planeta púrpura. Nakai, el antiguo combatiente y fugitivo de incontables sistemas galácticos, dejaba atrás la eterna noche de Xortis, el planeta-prisión en el que había sobrevivido y desesperado durante los últimos ciento veintitrés años. Arqueó el cuello, intentando vislumbrar los últimos destellos de vida de un planeta a punto de implosionar. La temperatura bullía en la cabina, los rudimentarios motores apenas tenían potencia, el ruido era ensordecedor, su mente estaba a punto de estallar…

El pequeño Samuel giró la abollada nave plateada de juguete frente a la lámpara. Frente a él, sobre la mesa de estudio, estaba abierto el libro de matemáticas de 7.º de EGB. Tenía un problema atravesado y distracciones por todas partes. La principal, su cabeza: sólo le apetecía jugar con sus naves de Galaxy Rising. La otra, la insoportable música heavy de su hermano.

—¡Isra, Isra! —gritó Samuel— ¡Baja la música!, ¿quieres?

En la habitación contigua de su hermano mayor seguían atronando los altavoces. Samuel empezó a aporrear la pared.

—¡Vamos a cenar en un cuarto de hora! —gritó su madre desde la cocina—. ¿Os queréis estar quietos? No se puede tener tranquilidad en esta casa en ningún momento, todos los días igual. ¡Me tenéis harta!

Samuel resopló sentado en su silla. Tenía que acabar los deberes antes de la cena. Por lo menos su hermano Israel apagó la cadena de música. En ese instante, únicamente se oía la retransmisión del partido de futbol que su padre estaba viendo en el salón. Dejó la nave de juguete a un lado y comenzó a leer el enunciado del problema. «Un tren sale del punto A en dirección al punto B con una velocidad constante…» Samuel volvió a suspirar. No quería otro cate en mates y los últimos problemas se le atragantaban. Miró al techo buscando inspiración. Volvió a tomar aire. Sólo quería entretenerse unos minutos más…

El intrépido Nakai activó a la máxima potencia los motores del reactor. La nave era muy rudimentaria, construida con paciencia durante décadas pero con la tecnología apenas suficiente para escapar del planeta y arriesgarse a ejecutar un único salto cuántico. Pero debía surcar la vasta nebulosa de ese sector si quería llegar a tiempo para salvar la vida de Naoth. La indómita Naoth. La última hija de la raza daemortis. La asesina más despiadada y letal de esa galaxia. Sangrienta, implacable. Su amor, su amante más ingrata. Prisionera como él durante interminables décadas. Por haber buscado una existencia al margen de la falsa paz del Gran Guía, el líder espiritual de la galaxia. Se alzaron contra la gran mentira de una vida controlada y manipulada, asfixiante, narcotizada por unas ideas vacías y totalitarias. Estuvieron cerca de escapar de su dominio, de vivir su vida salvaje como proscritos al margen de una religión que monopolizaba las almas de todo el universo. Por eso acabaron capturados, para que su forma de vivir la existencia no fuera conocida por otras mentes. Pero el Gran Guía, un líder paranoico, decidió que debía acabar con cualquier reducto aún existente de posible resistencia. La mente telépata de Nakai intuyó que su planeta-prisión iba a ser destruida y aceleró la construcción del reactor estelar con los restos de equipamiento y tecnología que había estado recopilando y ensamblando en el inhóspito planeta Xortis durante sus años de cautiverio. Su próximo objetivo era localizar el planeta-prisión donde estuviera cautiva Naoth. No le importaba nada más, sólo encontrarla y que nunca volvieran a separarlos. Porque ellos, simplemente, ansiaban vivir libres.

—¿Qué haces, renacuajo? —preguntó su hermano Israel mientras observaba desde el marco de la puerta de la habitación.

—Los deberes, pero me está resultando imposible con tanto jaleo. No me sale nada, no me estoy centrando.

—Pues a mí no me preguntes, Samu, estoy hasta los huevos del instituto —comentó Israel mientras rebobinaba una cinta de casete con un bolígrafo—. Oye, ¿dónde tienes tu walkman? Por tu culpa mamá no me deja escuchar la última cinta que me han grabado de Deathowar en los altavoces. Venga, dámelo.

—No, Isra, no quiero. Te cargaste la radio del salón por bruto, por darle patadas y ponerte como una bestia bailando. Es mi regalo de cumpleaños, seguro que te colocas los cascos y te pones a mover las greñas como un burro.

—Vete a la mierda, chaval. Me aburro, ostras, no sé qué hacer. ¿Sabes dónde me ha escondido papá mis revistas?

—¿Las de tías desnudas? —preguntó Samuel observando con una media sonrisa a su hermano, quien rehuyó la mirada—. Creo que las esconde detrás del armario de los trastos de la terraza. Pero no te tires una hora en la taza ocupando el baño.

—Idiota —lo insultó mientras le daba una colleja y desaparecía con un portazo de la habitación.

Samuel bajó la vista hacía el cuaderno de Matemáticas. Cogió el bolígrafo y empezó a subrayar con desgana el resto del texto. «Un tren sale de la estación A en dirección a la estación B con una velocidad constante de 97 km/h. Al mismo tiempo otro tren sale de la estación B hacia la estación A con una velocidad de 122 km/h. La distancia entre dos estaciones A y B es de 682 kms. ¿Cuánto tiempo tardarán en encontrarse? ¿A qué distancia de A y de B se encontrarán ambos trenes?» Recogió sus apuntes de clase y los empezó a repasar. Se los había copiado del cuaderno de su amigo Manuel. Ecuaciones interminables, fórmulas indescifrables… Se estaba haciendo un lío.

—Samuel, ¿has acabado ya los deberes? —preguntó su madre asomándose al pasillo.

—Estoy en ello, mamá.

—Venga, Samu, que va a acabar la primera parte y quiero acabarme la cena durante el descanso —reclamó su padre desde el salón—. Mierda de árbitros, no tienen ni puta idea.

Samuel volvió a hacer algunos cálculos mentales y a apuntar resultados en el cuaderno. Pero la solución no aparecía. Se empezó a imaginar los movimientos de los trenes en su cabeza. Agarró dos naves de Galaxy Rising y los empezó a colocar como si se fueran a encontrar.

A pesar de sus esfuerzos mentales, las coordenadas no se reflejaban en la pantalla. Nakai se desesperaba. Y además estaba siendo asediado por naves parásitas de los adoradores del Gran Guía. Acechantes, implacables, no se detenían hasta que no acababan con su objetivo. Se le presentaba un gran dilema. Contrarrestar el asalto de las naves enemigas, mucho más veloces que su reactor, o intentar a la desesperada dar con las claves y las coordenadas de la prisión de Naoth. Su frente ardía, por su mente telépata empezaron a desfilar datos, mapas, sectores y posiciones que iba volcando en la computadora. Las naves parásitas ya habían caído sobre el casco del reactor. Necesitaba activar la omnitransportación para desplazarse al sector en que estaba prisionera Naoth, antes de que su planeta-prisión implosionara. Debía insertar esas coordenadas manualmente, y para eso necesitaba un tiempo del que no disponía. Los vastos espacios de la nebulosa se le hicieron angustiosos. Lo que temía Nakai era surgir en cualquier punto perdido del espacio, a la deriva y sin energía, si los introducía incorrectamente. Las naves parasitas empezaron a infectar la superficie del reactor estelar y a destruir los sistemas de navegación. Cerró los ojos, concentró sus pensamientos, y su mente se desplazó por todo el cosmos absorbiendo incalculables volúmenes de información…

El pequeño Samuel seguía esforzado delante del cuaderno, dándole vueltas al problema.         

—Si el vehículo A recorre esos 122 kilómetros a la hora… resto a la distancia total entre las dos estaciones la velocidad a la que recorre… —musitaba Samuel para sí mismo mientras tecleaba alguna operación con la calculadora.

—¡Israel! No me aguanto más, ¿qué estás haciendo en el baño? —gritaba su madre en el pasillo.

—¡Penalti, penalti! —exclamaba su padre en el salón.

Samuel repasó su cuaderno de apuntes y probó con otra de las fórmulas. La ecuación ya le parecía clara y evidente. Un cálculo en unos corchetes, luego una división… después de un par de minutos ya sentía que lo había resuelto.

—¡Lo tengo, lo tengo! —exclamó Samuel con exultante entusiasmo.

—¿Qué te pasa? —preguntó su madre asomándose por la habitación—. Ya está preparada la cena.

—Los deberes, el problema. Ya he acabado.

—Déjame ver…

—¡Goooooooooooool! —chilló su padre celebrando un tanto de su equipo en el último minuto.

—¡Baja la voz, Paco, se van a quejar los vecinos! —exclamó enfadada su mujer—. Venga, enséñame los deberes, me vais a quitar la vida entre todos. Tienes todos los juguetes encima del escritorio. ¿Qué has estado haciendo?

—Mira, me ha costado toda la tarde, pero he acabado las mates.

—¿Matemáticas? ¿Qué es esto? Has estado escribiendo un cuento. A ver, ¿qué significa esto?: «El reactor estelar atravesó con un estruendo la atmosfera inflamada del moribundo planeta púrpura. Nakai, el antiguo combatiente…» ¿Qué coño es esto? Has estado escribiendo historias de tebeo. ¿Dónde están las cuentas?

—Mamá, no lo entiendo —respondió Samuel titubeando—. He estado con las mates todo el rato. Estaba con el problema de los trenes, escribiendo la fórmula de la ecuación. Y lo solucioné mamá, te lo juro —gimoteó Samuel mientras miraba incrédulo la página del libro de matemáticas rellenada con un largo texto escrito a bolígrafo.

—Distraído y jugando toda la tarde, ya te vale. Pues castigado sin cenar. Me tienes contenta.

Al borde del colapso mental, el fugitivo Nakai logró de forma milagrosa introducir las coordenadas exactas en la computadora del maltratado reactor estelar. Las misteriosas claves, sin saber de dónde las había robado o capturado su mente, se le habían aparecido ante sus ojos de forma inexplicable. En ese instante, ante las pantallas se desplegaba la cegadora luz de una constelación de estrellas que formaban una inquietante nebulosa fantasma, mientras el reactor alcanzaba la órbita de un vibrante planeta color turquesa. Las sensaciones de enfrentarse a un nuevo desafío hicieron palpitar con fuerza sus tres corazones en el pecho. La nave estaba a punto de desmoronarse, chirriaba y apestaba a humo y sudor, pero Nakai estaba saboreando con una irresistible sonrisa el flamante olor de la victoria.

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