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El cuerpo derrotado o El último duelo de Lucas Monsergón

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Hacía ya tiempo que recogía los ejercicios de redacción casi con asco. Ya había pasado de la indulgencia de los primeros años a la malevolencia del rotulador rojo. Blancura asesinada, sangrante. ¿Algún futuro escritor o escritora en mi aula? Un sueño. Era horrible, las faltas gramaticales y los miles de errores sintácticos me aguaban el fin de semana: ejercicios de redacción del grupo A de 3.º de la ESO – IES Los Pintillas.

Podía dejarlos olvidados sobre el único asiento vacío del compartimento del tren, o permitir que el viento jugara con ellos, diseminando las hojas por todo el anden 2. ¡Ups que accidente más tonto!, ¿a quién le importaría? A ellos desde luego no… Siempre se quejaban cuando les pedía que escribieran algo: «Profe, no, ¡jobar!, ¿dos hojas?, eso es mucho…».

«Profe, no, ¡jobar!, ¿dos hojas?», ¡qué osadía la mía!, pedirles dos hojas a doble espacio. La próxima vez les pediré un SMS de doscientos cincuenta caracteres, ellos contentos y yo me ahorraré el disgusto de corregir… Es extraño, mi maletín pesa más que otros viernes… No lo puedo creer hay un ejercicio con más de dos hojas… por un momento se me acelera el corazón, por fin recogeré algún fruto…

El cuerpo derrotado o El último duelo de Lucas Monsergón

Con el arsenal trabajando a pleno rendimiento, tiene Cartagena una población de muchas almas cartageneras, amén de las venidas de las afueras, francesas, italianas y maltesas a las que hay que sumar también las almas castrenses de la guarnición del Alcázar y las de los presidiarios y esclavos, que aunque descarriadas, según fray Luis, almas también son.

Yo nací en el barrio del Almarjal y fui bautizado en la parroquia vieja de Santa María. Fueron mis padrinos don Alonso Monsergón y doña María Monsergón, hermano y hermana de mi madre.

Alonso, María y mi madre Juana vivían en la muy poco recomendable calle de los Peces en linde con el Alcázar, más cerca de las virulentas charcas del Almarjal que de tan notable construcción, pero a pesar de las malas condiciones higiénicas de dicha calle no dejaba de ser zona de ilustres, pues los que allí vivían eran cristianos viejos, sin raza de moros ni judíos, ni penitenciados por el Santo Oficio.

Don Alonso por mi bautismo tenía concedida licencia de tres meses, por funcionario de la guarnición, para que pudiera recuperarse de un vicio sifilítico del que según contaba mi madre padecía grandes quebrantos cuando me sacó de pila.

Me dieron el apellido de la familia de mi madre por no tener conocimiento de otro. En los papeles de mis servicios se rubricó «el Monsergón», con el que he pasado hasta hoy y por tal nombre fui conocido en Cartagena, hasta que en buena hora logré salir de allí, bajo el mando de don Iñigo de Velandía.

De mi tierna crianza poco recuerdo, en casa devocionario y pater nóster pero tras cruzar la puerta llegaban los empellones, las risas y algunas irreverencias de la calle de los Peces. De mi mocedad, heladas y pescozones de los frailes, tremendo tormento; total sólo por querer blandir espada de forja y ellos por que ingresara en su orden. Según mis tíos y mi madre, servir al Señor desde la vida contemplativa era menos incierto que hacerlo desde la audacia de las armas.

Padre nuestro que estás en los cielos…

—Han llegado los nuevos soldados…

...santificado sea tu nombre…

—¿Cuántos?

…venga a nosotros tu reino…

—Por los menos sesenta…

...hágase tu voluntad…

—¿Van a adiestrar?

…así en la tierra como en el Cielo…

—Sí.

...el pan nuestro de cada día…

—¿Cuándo?

...dánosle hoy…

—A mediodía.

...y perdona nuestras deudas…

¿Vamos a verlos?

…así como nosotros…

—Sí, si llegamos a tiempo…

En la clase se hizo el silencio y antes de que pudiera reaccionar noté el estampido de la mano de fray Luis contra mi cara. Estaba en el suelo sentado de culo junto a Manuel de Artuña, compañero de pupitre, que ya había roto a llorar sujetándose la mandíbula con su mano derecha, como si quisiera evitar que se le escapara. Esa mirada de fray Luis cargada de fiereza y creo que hasta de odio sanguíneo, sólo me la ha recordado al cabo de los años la de algún soldado alemán doblesueldo herido de muerte en campo de batalla, pues tienen esos alemanes el mirar atravesado y abyecto.

La cara me hervía y el oído derecho me pitaba, se me caían las lágrimas mientras me ponía de pie oyendo a aquel energúmeno gritar:

—¿Hablando durante el rezo? ¡Fuera de clase y de rodillas!

Mientras cruzábamos la clase para dirigirnos al lugar indicado para cumplir condena, recibimos otra media docena de pescozones de primera, al tiempo que el condenado fraile seguía vociferando como si estuviera poseído:

—¡Hablando durante el rezo! ¡Ateos! ¡Apóstatas!

Una vez en el pasillo, mi interés por la llegada de nuevos soldados a la guarnición resurgió como ungüento sanador:

—Manuel, ¿vamos a verlos?

El pobre Manuel no estaba para escapadas. Con un hipo que apenas le dejaba hablar, sólo acertaba a decir:

—Calla, que va a venir otra vez.

La puerta del aula, abierta, permitía que fray Luis nos vigilara mientras impartía la clase. Yo lo miraba fijamente mientras mentalmente le dirigía los improperios más duros que mi corta edad era capaz de concebir. Pensaba en la remota posibilidad de una muerte súbita y me lo imaginaba a las puertas del Cielo —poniendo la misma cara de bueno que ponía cuando hablaba con mi tío— consiguiendo engatusar al mismísimo San Pedro, pero entonces aparecía en escena San Pablo con su espada y le señalaba el Abismo mientras le decía:

—Tú eres el tontodebaba que pega a los niños… ¡pues fuera del Cielo!

Y lo expulsaba del Paraíso como él a nosotros de la clase. Eso sí, sin pegarle, que San Pablo era justo y buena gente.

La oreja me picaba más, si cabe, que la cara, y me notaba zumbar la sangre a su paso por el cuello. ¡Señor qué pescozones! Pero daba igual, mi vocación era clara.

Mi penitencia no estaba resultando muy dura, después de tres horas de rodillas imaginándome a fray Luis expulsado del Paraíso y arrastrándose por un infierno bastante caldeado, cosa segurísima, fuera San Pablo fiscal del caso o no.

Sin haber salido al recreo, ni comido bocado alguno y tener los hinojos hechos polvo, yo me imaginaba ingresado ya en el ejército, resistiendo a cuchilladas, alborotando calles, guerreando victorioso, ¡omnipresentes espadas!, constantes recordatorios de futuros destinos gloriosos.

***

Veinte largos años con sus amaneceres y sus crepúsculos, uno tras otro, maceraron mi cuerpo y mi alma, de plaza en plaza, de campaña en campaña, fracciones de territorio, fuerzas invasoras, coronas en peligro, ambiciones propias y ajenas, divinos y terrenales ideales galonearon mi capa y mancharon mi espada. Como tercio viejo, habiendo tragado tanta metralla y cazoletas como para montar una herrería y con más maniobras que las sandalias de Julio César, me afincaron en Cádiz.

¡Dios! No existen en la paleta del pintor colores lo bastante claros, tonos lo bastante luminosos para dar la impresión brillante que produce Cádiz en las mañanas gloriosas.

Dos tonos únicos os herirán la vista: el azul y el blanco; pero el azul, tan vivo como el de la turquesa, el zafiro, el cobalto y todo lo que se puede imaginar de excesivo en azul, y el blanco tan puro como la plata, la leche, la nieve, el mármol y el azúcar mejor cristalizado. El azul es el cielo repetido por el mar; el blanco la ciudad. No puede imaginarse entendimiento humano nada más radiante, más deslumbrante, y más intenso que esa luz en la bahía de Cádiz.

Tampoco existen en la pluma del poeta palabras que puedan describir, en su justa medida, ni la mitad de las cualidades de la mujer más gentil de Cádiz. Mi amada Beatriz Paredes. Mujer de infinita ternura, de corazón dadivoso y risa presta, siempre demostró una gran inclinación hacia la bondad, desde muy pequeña se propuso llenar todos sus días de frecuentes actos de amor al prójimo… Tan notable y joven señora se convirtió en mi dama, y mi fama, mi hacienda y mi espada se postraron a sus pies… perdiendo toda compostura.

A pesar de los consejos de mi segundo, que no dejaba de repetir que «buey suelto, bien se lame», que si ya era viejo para esas faenas, que si la notable y joven señora era demasiado joven y notable para mi, que si había demasiados caballeros interesados en ser yo… Contraje matrimonio —y deudas— con y por Doña Beatriz. Me encontré, en el crepúsculo de mis días, con un vivir un tanto o más ajetreado que en mis años de soldado.</>

***

El día amanece plano de luz, con un uniforme tono gris metálico en el cielo que preludia la llegada de enormes nubes crecidas lejos de allí.

Hoy Lucas se ha dejado acompañar por una amistad de esas que nunca faltan cuando las cosas no pueden ir peor: una jarra de vino. Su penetrante aroma alcanza ese punto del cerebro que le hace evocar su tierra, esa que siempre parece galantear con el horizonte cuando la vista no le permite ver más.

Lucas se ha tomado todo el tiempo necesario para prepararse, descansa ahora con la vista clavada en el levante, recibiendo los vientos que se escapan hacia el mar a ninguna parte, por un instante ve la enorme panza de un barco de madera: es un galeón poderoso, en sus entrañas de las cuadernas cuelgan los marineros encaramados en sus hamacas como si fueran moscas en una tela de araña. Mientras el aire huele a mar y a podrido.

Escucha unos pasos, reconoce el caminar del viejo Diego, su segundo, acercándose. Ha vuelto hace poco de acarrear las armas de la forja y aún no ha recuperado el caminar derecho tras haber pasado varias horas con las alforjas sobre la chepa. Lo sabe porque él mismo camina ya del mismo modo.

A Lucas le falta poco para entrar en la cuarentena, se ha acostumbrado a caminar clavando los talones con fuerza, por no doblar la rodilla cuando el peso le supera, las fuerzas le fallan o el vino le pesa.

Se le cuelga en la cara una sonrisa de paciencia mientras espera que Diego le dirija una filípica respecto a la mala costumbre de beber tan pronto. Pero no, Diego simplemente alarga el brazo, toma otra jarra a la vez que, con un gesto cansado, le solicita que se la llene.

Un segundo trago puede ser una idea arriesgada pero algo le dice que va a ser testigo de un interesante discurso. El tercer trago sigue el camino del anterior y un cuarto ocupa su lugar en el gaznate. Se da cuenta de que Diego lo está mirando directamente. Lucas sabe que cuando dos hombres beben solos sin hablarse es que pasa algo entre ellos. No se le ocurre como descerrajar la conversación, es la primera vez que teme las palabras de su segundo.

—Querido Diego —le dice— hace años que no realizamos juntos la liturgia de hacer trabajar el garguero tan temprano. ¿A qué se debe el placer?

—Depende, señor —le responde—. En primer lugar tendríamos que tener claro si se trata de un placer o no, beber es siempre una purgación por el sufrimiento. Cuando bebemos nos infligimos un mal que esperamos justifique las acciones que hemos hecho o las que vamos a hacer. Sin embargo, otras veces intentamos que el espíritu del vino prolongue los momentos de alegría, algo que simplemente significa cuán escasos son estos últimos y por qué queremos que duren —con gesto reverente termina de nuevo su jarra.

Lucas nota el calor en el fondo de los pensamientos, además una dulce sensación de sopor le está envolviendo por momentos. Diego continúa hablando.

—Hay una diferencia entre las personas que estamos bebiendo aquí. Uno lo hace para olvidar, el otro para ignorar. Ahora pregunto: ¿quién es quién, señor?

—No tengo yo la cabeza para escolásticas, Diego —le dice mascullando, mientras intenta sacudirse el sueño—, así que iré a lo fácil: ¿qué contestarías tú?

Diego salta como un resorte. Ya no hay sintonía entre lo que quiere decir y lo que su lengua dice:

—Mi señor, le diría que todo aquel que tiene algo que confesar no debe infringirse mortificaciones de color grana. Le diría que la próxima jarra debería estar llena de fe, templanza, lealtad, nobleza. ¿Acaso hay algo de eso en estas jarras?, ¿el espíritu del vino posee esas cualidades? Yo no lo veo, señor. Hemos vaciado la última jarra y el vino ya no es amable, dudamos de la mismísima fe católica y hasta de nuestro señor Jesucristo. Con medida precisión amartilla nuestras seseras para que nos perdamos groseros y deshonrados en viles andanzas y malas obras, nos produce incontinencia en los apetitos y —se levanta tambaleante— …en la vejiga.

Diego se aparta para orinar, resopla todo colorado. Lucas desvía la cabeza y mira al horizonte, intenta que el viento se lleve sus penas y sus dudas. El aire se levanta arrastrando olor a tierra, metal y pellejo mojado: Diego se ha orinado sobre el cuero de vino. Se queda reflexionando en el hecho de que quién olvida no necesita ignorar, y diga lo que diga ese viejo meón de Diego, el vino siempre ayuda. A sus pies está el cuero vacío y sucio, como trofeo a la estupidez de los hombres.

Lucas intenta ahuyentar la melancolía recordando las palabras que en su juventud don Iñigo de Velendía repetía: «No se debe nunca desesperar con una espada en la mano, y sobre todo, contando con la ayuda de Dios». No estaba seguro de que Díos no estuviera en el ajo… conocer, seguro que conocía al Conde de Cervera y seguro que sabía de los encuentros de éste y doña Beatriz en su propia casa… Mira que no avisarlo… El también debe vaciar la vejiga.

***

Lucas, a pesar de su edad, es todavía hábil en la lucha, mil lances lo asisten. Tiene una fuerza corporal algo superior a la del conde, que, además, parece resentido de las fatigas amorosas de la noche anterior. Durante algún tiempo se centró tan sólo en parar con una prudencia extrema, que olvidaba únicamente al avanzar.

Lucas, con gran vista, presenta siempre a su enemigo la punta de su espada, y mientras se cubre el pecho con la daga.

Esta resistencia inesperada irrita al conde. Se le ve palidecer; pero en un noble la palidez no indica sino un exceso de ira o alguna enfermedad de sangre. Con gran furor redobla sus ataques. La espada del conde bate con suma destreza, y se lanza a fondo sobre Lucas, el cual necesariamente hubiera perecido sin una circunstancia imprevista, casi milagrosa, la punta del acero tropieza con el pulido medallón que Beatriz le regaló en los desposorios, y el arma resbala, tomando una dirección oblicua y, en vez de entrar en los pulmones, siguiendo una dirección paralela a la quinta costilla, fue a salir a pocos centímetros.

El mandoble de Lucas es un golpe fatal, lejos de las fanfarrias de los duelos a primera sangre, es un golpe descendente dado de izquierda a derecha con un rápido movimiento de muñeca de atrás hacia adelante. Este golpe, si bien no es mortal, produce un tajo muy desagradable y desconcertante en el adversario por estar dirigido a la cara. Antes de que el conde puueda poner de nuevo su espada en guardia, Lucas lo hiere en la cabeza con la daga tan violentamente que pierde el equilibrio y cae a tierra.

Los dos segundos creen a ambos muertos. Uno con la mano en el costillar y el otro con la mano en la cara, pero Lucas se levanta en seguida, y su primer impulso es recoger la espada, que se le había escapado en la caída. El conde no se mueve. Su sirviente acude en su socorro, lo encuentra con el rostro todo cubierto de sangre, la daga ha penetrado por un ojo y su señor ha muerto instantáneamente, pues el hierro le ha debido llegar hasta el mismo cerebro.

Lucas contempla el cadáver, aún un poco turbado por el dolor, y limpiando la hoja con la camisola del muerto comienza a lamentarse, como en un rezo musita:

—¡Omnipresentes espadas! ¡Constantes recordatorios de futuras muertes gloriosas! Rediós, siempre lo mismo.

Huye Lucas del campo del honor empujado por Diego. Matar, aunque sea en duelo de ley a un conde, no está bien visto por la justicia.

Nunca volvieron a verlo. Unos dicen que se ahorcó, pero su cuerpo nunca fue encontrado. Otros aseguran que regresó a Cartagena con otra identidad, donde se perdió en los bajos fondos entregándose a desenfrenos de bebida. Algunos juran que lo vieron embarcar para las Américas.

Pero, ¿quién lo sabrá?, si yo no pienso contarlo…

Querido Luis, la próxima vez que me entregues una obra, por favor, no olvides cambiar el nombre del autor por el tuyo.

Es tradición del siglo XVII que los propios caballeros escriban sus andanzas. Lucas de Monsergón, personaje de segunda fila, casi desconocido, es el autor-protagonista del texto.

Tu profe,
a punto de morir, no sabe si por el cabreo o de risa

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