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Donde se funden tierra y mar

por

1. Los sueños

Sentado en el verde campo por el que subió aquella noche mágica, recordaba la primera vez que vio un caballo.

—¿Muerde abuelo?

—No, si te acercas despacio —le había dicho el abuelo Benigno.

Estaban en mitad del pueblo, en la calle principal. El pueblo, de no más de 5 000 habitantes, estaba abierto al mar… Antonio tendría unos ocho años, eran las 12 del mediodía, el sol brillaba en lo alto y ni una nube se veía en el cielo. Agarrado a la mano de su abuelo, el niño la aprieta con más fuerza a medida que se van acercando al animal. Tira del enorme dedo de marinero de su abuelo y levanta la vista solicitando que sea alzado a los brazos del viejo lobo de mar. El abuelo Benigno, con una media sonrisa, lo sitúa a la altura de la cabeza del caballo.

—Buenos días Fernando, ¿sabes que a lomos de ese caballo, con el bigote que te has dejado y ese cigarro en la boca te pareces a Lee Van Cleef?

—No me hagas reír Benigno, si tenemos que buscar parecidos, con tu nieto en brazos hablándole a un caballo, yo diría que tú eres igual a Pepe Isbert. Dime, ¿cómo te va?

—Bien, aunque de salud llevo arrastrando desde hace unos días un dolor en el costado que no me gusta nada. Seguro que no tiene importancia.

—Cuídate Benigno, no sé qué haría ese nieto tuyo si le faltaras algún día —y siguió con el paseo a lomos de su caballo en dirección a la playa.

Unos meses más tarde, el abuelo Benigno fallecía a consecuencia de un tumor en el páncreas.

Se estaba levantando el viento del Nordeste y la brisa le hizo mirar hacaa el balcón de su casa, que se encontraba en un mirador natural llamado la Atalaia.

Su padre había tenido un barco y aunque económicamente no tenían problemas, su vida siempre estuvo rodeada por la escasez. Sus padres habían pasado tanta hambre, que cuando pudieron salir de la miseria no supieron o no quisieron hacerlo, y con ello arrastraron a su único hijo. Desde que lo sacaron del colegio a los 13 años para ir a la mar con su padre su vida era trabajar y ahorrar, trabajar y ahorrar. Todo lo que ganaba se lo daba a su madre. Nunca dejó de hacerlo hasta que se quedó solo.

Antonio siempre soñó en montar una yegua como lo hacía Clint. Soñaba con acariciar su grupa, con pasar los dedos por la crin y abrazarse al cuello mientras le susurraba al oído palabras que sólo Antonio y su yegua entendían. Se imaginaba frente a ella, mirarla a los ojos y en el momento en que ella fijase su mirada en la suya, subiría a su lomo y cabalgarían juntos. Sí, quería sentir ese momento de alzarse a lomos y galopar.

Había visto innumerables veces las míticas películas de vaqueros de Clint: Por un puñado de dólares, La muerte tenía un precio, El bueno el feo y el malo, y también las películas que eran despreciadas por los críticos como Las pistolas cantaron a muerte, Réquiem por el gringo, Los pistoleros de Paso Bravo, Uno a uno sin piedad o La Balada de Johnny Ringo. Antonio conocía, por las películas y los libros sobre caballos de la biblioteca de su pueblo, que son animales muy inteligentes, que hay que acercarse despacio, dejar que te huelan si no te conocen, dejar que te hablen para que los escuches… El caballo es un animal capaz de percibir el estado de ánimo del jinete, capaz de distinguir la timidez, el miedo y también la confianza y el valor.

Antonio lo sabía todo de los caballos. No había un detalle que desconociera: huesos, músculos, alimentación, razas, temperamento, y, sin embargo, sentía que todo su conocimiento no servía de nada. Nunca había montado una yegua y ahora que estaba a punto de cumplir los treinta y cinco años estaba decidido a cumplir su sueño. Aún no sabía cuándo ni dónde… sólo era cuestión de tiempo. Empezó por preparar su casa para tener un potrillo. Iba a criarlo desde el principio, si todo iba bien, el animal viviría unos veinticinco o treinta años… envejecerían juntos. No tenía preferencia por alguna raza concreta: percherón, mustang, bretón, andaluz, pura sangre árabe… la nobleza del animal estaba por encima de la raza, pensaba él. Muchas noches, antes de ser vencido por el sueño, en la soledad de su casa, parecía escuchar el relinchar de una yegua en la cuadra que estaba preparando, y una sonrisa se dibujaba en su cara.

2. El encuentro

Aquella noche no era un sueño. No era el sueño con el que se despertaba casi a diario, empapado en sudor, y no por haber tenido una pesadilla, sino por haber estado cabalgando por Mountain San Adrián, dejando pastar a su yegua en los verdes campos de Seixas y de Santirso o yendo a beber donde lo hacían los caballos en libertad, en los recodos de River Anllóns.

No, esto no era un sueño. Se escuchaba el relinchar de un caballo…

—¡Qué demonios pasa! —pensó, mientras se ponía un pantalón y un jersey de lana.

Era el 13 de enero de 1985, la mar azotaba los acantilados. Soplaba un viento helado, de fuerza cinco con mar de fondo. Una noche perfecta para quedarse en casa y no ir a la mar. Desde que decidió cumplir su sueño, Antonio había dejado su trabajo de marinero. No tenía familia y sus amigos le habían aconsejado que se lo pensara, que qué clase de vida iba a llevar. No hizo caso, estaba dispuesto a llegar hasta el final, sin importarle las consecuencias.

Cuando salió al balcón y vio el espectáculo, no daba crédito. Encajado entre los acantilados de Canido estaba un mercante, el Serpent. Transportaba madera, ropa y animales. Venía de Polonia, del puerto de Ustka, e iba al Golfo Pérsico, había cruzado el canal de la Mancha justo antes de que se levantase el temporal. El capitán, que hacía su primer viaje, jamás pudo imaginar un final más dantesco para su barco. Le habían advertido que la Costa da Morte era muy peligrosa, que se alejase lo más posible del litoral, pero dada la violencia del temporal no le quedó más remedio que buscar el abrigo de la costa y como se encontraba a la altura del cabo de San Adrián decidió buscar el resguardo natural de las Sisargas.

Antonio, como el resto de vecinos, se acercó hasta la zona del naufragio con la intención de ayudar a los supervivientes y salvar lo que se pudiese. El barco estaba encallado en la peor punta de todas, la de La Barrosa, el mar golpeaba con más crudeza en esa punta que en ninguna otra. Los animales iban en el bodegón de proa, lo que hizo que muchos muriesen aplastados y descuartizados contra las piedras o ahogados por la fuerza de las olas. Entre el esperpento de destrucción y dolor, el frío y la lluvia, los golpes de mar contra el barco, que lo balanceaba como quien balancea a un niño en el columpio, Antonio buscaba un relincho… No fue un sueño. Él lo escuchó.

—¿A dónde vas Antonio? ¿No ves que es muy peligroso? ¿Qué viste ahí? —era la voz de Francisco de Rosa, un marinero jubilado, al que conocía bien por haber ido juntos a la mar.

Después de ver como se metía en el compartimento de los animales, sólo les quedó esperar… El temporal parecía decidido a convertir en un collage al barco contra el acantilado. Los vecinos, cada vez más inquietos, no sabían qué hacer.

—Hay que ir a buscarlo.

—¿Cómo? ¿Es que no ves que ha perdido la cordura? ¿Quién en su sano juicio se mete ahí dentro?

—Mira la Malante, está rompiendo a cuatro mares. No le va a dar tiempo.

—Joder, ¡Antonio! ¡Antonio! Está rompiendo la Malante, apúrate.

Cuando Antonio se metió en el compartimento de los animales, sabía que allí estaba su destino. Con la destreza de un hombre de la mar, apartó todos los maderos y cajas destrozadas, saltó por encima de unas gomas, que no sabía muy bien para qué podían servir y llegó hasta donde estaba, lo que hasta hace poco podía haber sido, el remolque de un caballo. El remolque estaba girado y alguien en su interior estaba intentando liberarse. Al mirar por un agujero del lateral no perdió ni un solo segundo en actuar. Una hermosa yegua, negra azabache, con una estrella blanca entre las cejas respiraba con dificultad, tenía rotos los dos antebrazos… No lo dudó, de una patada en los maderos del remolque se metió dentro. Allí, entre el rugido del mar y el balanceo del barco, estaba él y la yegua con la que soñaba todas las noches. No temblaba, no tenía miedo a morir. Abrazó la cabeza de la yegua y la puso encima de unas mantas para que respirara un poco mejor, después siguiendo el reguero de sangre que corría por su cuello, fue cuando se dio cuenta de que la yegua estaba a punto de parir.

Fue en ese instante donde sus miradas se cruzaron y Antonio lo comprendió. No había que perder un segundo, tenía que salvar la vida del potrillo. Del bolsillo de su chaqueta extrajo una navaja de marinero; su única experiencia con los animales de cuatro patas se limitaba a ayudar a su padre en la matanza del cerdo, cuando era niño, así que se olvidó de todo… Ese animal no era ningún cerdo y le estaba pidiendo ayuda para salvar a su potrillo. No sabía del tiempo de que disponía pero le debían quedar a lo sumo unos cinco minutos. Había escuchado la voz de Luis de Tita avisándole de que la Malante acababa de romper y desde que eso pasaba hasta que llegaba el golpe de mar a tierra, en el peor de los casos, pasaban seis minutos. Volvió a mirar a los ojos a la madre y sin mediar palabra hizo un tajo en la tripa para poder sacar al potrillo. La suerte quiso que, cuando el barco encalló contra el acantilado, el remolque giró de tal manera que, cuando llegó Antonio, el animal estaba inmovilizado en la posición decúbito dorsal.

Lo hizo como lo había leído tantas veces en los libros de la biblioteca, sin miedo, con seguridad, con confianza. La madre ni se inmutó cuando Antonio le pegó el corte. Hizo una incisión en la piel, desde el ombligo hasta la ubre. Ahora necesitaba la máxima serenidad, debía llegar al útero, debía abordar el abdomen y llegar al útero sin dañar al potrillo. Asustado por el movimiento del barco, extrajo el retoño y se lo entregó a su madre para que lo lamiera y le limpiara la mucosidad de las narices y pudiera respirar sin dificultad. No había más tiempo, si Luis de Tita había dicho la verdad, el próximo golpe de mar estaba a punto de impactar contra el barco. Antonio cogió la potranca con sus enormes brazos de marinero, el agua estaba entrando demasiado aprisa, y sus miradas se volvieron a cruzar, esta vez para darle las gracias. No hubo tiempo para más, cuando Antonio se giró, la madre se entregaba a su destino… la última pieza de su puzzle quedaba bien colocada y en buenas manos, no tenía ninguna duda.

Nadie supo qué decir cuando vieron a Antonio salir del mercante con una potranca entre los brazos. Negra azabache como su madre, con una estrella entre las cejas, y unas calzas blancas.

—¿Y por este animal arriesgaste tu vida? Estás loco Antonio, ¿qué piensas hacer con él?

—Vivir como siempre he querido —fue su única respuesta y se fue a su casa con la potranca.

Mientras subía por la ladera del monte con la potranca en brazos, iba pensando en lo mucho que quedaba por hacer, terminar de preparar la casa y sacar adelante el animal por el que había soñado y arriesgado su vida.

3. La media luna

Antonio bautizó al animal con el nombre de Malante. Dice que fue la mar quien le dio el carácter y su madre las ganas de vivir. Solían dar largos paseos por la playa de Seiruga, les gustaba subir por los caminos escarpados de los acantilados, llevando en sus espaldas a Antonio. A veces iban a los montes de Tordoia o de Dumbría donde pastaban los caballos salvajes que después veían en la rapa das bestas de Vimianzo o en las de Sabucedo. Siempre llamaba la atención entre los asistentes por su belleza y su nobleza. Antonio se mostraba siempre amable con los niños que se acercaban a ver a Malante. Pero lo que más le gustaba a Malante era corretear libre por las playas de arena blanca de Aviño, de San Miro, del Riás o de Beo, donde al atardecer, a media luz o como diría Antonio, entre lusco e fusco, cuando el sol se pone en el océano, la sombra de Malante reflejada en el azul del mar caminaba al encuentro de Antonio, buscándole… Desnudos los dos, cabalgando entre las olas, alejándose al galope de la playa, cruzando veloz la pequeña aldea en dirección al castillo de Mens para desde allí seguir en dirección a Pontella atravesando el bosque de carballos y castaños hasta llegar a lo alto de un peñasco, La Pedra Queimada, desde la que se divisa toda la costa, que va desde Punta Nariga hasta la Torre de Hércules. Fueron muchas las ocasiones en las que después de cabalgar toda la noche, con los cuerpos sudados, se sentaban en la verde pradera de Canido a ver salir el sol que les había despedido, apenas unas horas antes.

A los cuatro años del naufragio del Serpent, la yegua era conocida en toda la comarca. Era alta, metro sesenta aproximadamente, esbelta, de ojos grandes, con una cabeza elegante y una larga melena negra que caía sobre su largo cuello. Tenía las espaldas anchas y los cuartos traseros bien proporcionados y una complexión atlética que la hacían perfecta para la geografía de la Costa da Morte.

Fueron muchas las ofertas que tuvo Antonio por Malante, mas nunca hizo caso a ninguna de ellas, a pesar de ser ofertas nada exiguas. ¿Quién vende el sueño de su vida?

Una tarde de verano con un nordeste de veintiún nudos de viento, llegaron a la cafetería JB, situada en pleno paseo marítimo de la playa de Malpica, dos hombres vestidos ambos con unos pantalones de lino. El de mayor edad, tenía barba blanca y usaba gafas. Tendría unos sesenta años pero se le veía mayor, llevaba una camisa estampada color camel e iba fumando un purito habano. El acompañante, con gafas de sol, unas Ray Ban, llevaba una camiseta del Rei Zentolo, con un cerdo dibujado y una leyenda que decía «Porco Killin – St.Martiño’s day». Ninguno era español, el más joven tenía una altura de metro noventa y tres aproximadamente, pidieron los dos un Ginger Ale con limón bien frío, sin hielo y se sentaron en una mesa de la terraza. A su derecha estaba la gente agolpada en la playa buscando el abrigo del viento, la marea estaba subiendo y con ella el viento venía a más.

—Es una tarde espléndida, quizás una brisa un poco fuerte pero al hacer tanto calor, realmente se agradece sentir el viento en el cuerpo con esta intensidad.

Le dijo el más joven al otro en un perfecto inglés americano.

—¿Clint te has fijado que imagen tan hermosa tienes delante? Mira.

Clint giró lentamente la cabeza, como lo hizo en La muerte tenía un precio, acababan de pasar unos muslos como los de Claudia Cardinale y él a su edad aún se sentía en el mercado. Lo que vio le hizo quitarse las gafas de sol, delante de él a unas tres millas se levantaban majestuosas tres islas, Las Sisargas. En la parte izquierda de la Grande se veía a simple vista lo que había sido el faro antiguo y la casa de la familia que lo habitaba, en el centro de la isla estaba el faro actual y a unos trescientos metros un pequeño bosque de pinos, que no levantaban más que las piedras erosionadas por el viento. La bravura del mar azotando la costa y las islas era un espectáculo fascinante. Los dos se quedaron unos minutos en silencio, el rugir del mar era embriagador.

—¿A quién le preguntamos?

—No sé, al camarero, siempre funciona.

—Disculpe señor.

Era el de más edad el que hablaba, lo hacía en un correcto español, con algo de acento andaluz, entre andaluz e italiano.

—¿Me podría decir dónde puedo encontrar a un señor que se llama Antonio y que tiene una yegua que se llama Malante?

Pois un segundiño, deixeme ver, mire vostede, o señor Antonio está alí.

Y levantó el dedo como Charles Bronson en Hasta que llegó su hora.

Ambos tuvieron que girar la cabeza a su izquierda, la playa de 1 km de largo era una perfecta media luna. Aún faltaban 3 horas para la pleamar. Los niños pequeños, vigilados por sus madres, hacían piscinas en la arena, cerca del agua y en mitad de la playa, donde el nordeste debía de pegar duro, había bastante gente tomando el sol. No se debía de estar tan mal. La playa disfrutaba de un paseo peatonal que más adelante se convertía en un camino pedestre.

Siguiendo el caminar de las personas llegas al final de la playa, en lo que se conoce como Canido. Los acantilados surgen de la arena y se levantan en rocas cortadas por la salitre, a medida que sigues la línea del mar los acantilados se van haciendo más siniestros, como desafiando al mar en una lucha estéril. Toda la costa está rodeada de campos sin cultivar, con constantes entrantes y salientes.

El campo que queda al finalizar la playa, al cual se accede por unas escaleras de piedra, que enlazan con el camino pedestre, domina la parte oeste de la playa. En la parte alta del campo se veía una sombra. Ninguno de los dos hizo expresión alguna de que divisaban lo que el camarero les estaba señalando.

—No se preocupen señores, el señor Antonio esta subiendo por la fuente y en seguida los verán.

Esta vez el camarero hizo un esfuerzo para hablar en castellano.

—Disculpen caballeros, ¿ven aquella fuente que se encuentra nada más subir las escaleras de piedra? Miren a su derecha —les aclaré yo mismo, que me encontraba en la mesa de al lado.

4. Más rápida que el viento

La sombra se irguió y una hermosa yegua, negra azabache, majestuosa, se levantó y su larga melena fue acariciada por la brisa del nordeste.

Les iba a explicar a Clint y a su acompañante que el caballo era un Wielkopolski, de raza polaca, que había sido el resultado de la mezcla de dos, el Poznan y el Mazury. Es un caballo fuerte, con las extremidades bien musculadas y los huesos de las cañas cortos lo que lo hace perfecto para montar a silla. El cuello lo tiene bien musculado y su cara y su mirada demuestran inteligencia. Es un caballo dócil y valiente. El color más típico es el alazán, aunque también se dan los castaños, los negros y los tordos. No les interesaba nada de lo que les estaba contando, sólo querían saber cómo podían conocer a Antonio y Malante.

La yegua corría en dirección al hombre que se le acercaba, no iba en línea recta, iba en parábola, y cada vez que el hombre se paraba ella lo hacía también. A veces el hombre le daba la espalda y ella aprovechaba para moverse hacia un lado. Era gracioso. Cuando se encontraron frente a frente, el hombre sacó de la bolsa algo de comer y se lo ofreció al animal, le dio unas palmadas en la grupa, le pasó los dedos por la crin y se abrazó a su cuello, lo que le dijo nadie lo sabe.

—¿No trajiste la cámara Sergio?

—Está en la pensión. Quiero disfrutar de este momento.

Cuando murió Sergio Leone en 1989, sólo cuatro meses después de haber conocido a Antonio, Malante, por expreso deseo de Sergio estuvo en su despedida. Debía sonar la música de La muerte tenía un precio del genial Ennio Morricone. Allí estaban todos: Clint Eastwood, Lee Van Cleef (que moriría en Diciembre de ese mismo año), Gian Maria Volonté, Eli Wallach, Charles Bronson, Jason Robards, la inolvidable Claudia Cardinale y Ennio Morricone. Sólo Clint y Antonio sabían el significado de la presencia de Malante en el entierro, o quizás no.

Malante acaba de cumplir veinte años y, al igual que Antonio, disfruta viendo correr por la playa de Malpica y los campos de Canido a Mintaka, una hermosa yegua Alazán color cobre, en la cabeza tiene una línea blanca que baja por su cara y le cubre los huesos de la nariz. En sus extremidades lleva unas calzas blancas que le llegan hasta las cuartillas… Raro es el día que no llega con algo clavado en los cascos, yo le digo que más que una yegua parece una cabrita y que ya no es una potranca, que ya tiene cinco años… y sale galopando otra vez… me siento un imbécil, siempre consigo enfadarla.

Os preguntaréis quien soy, me llamo Daniel y soy el veterinario de Malante y Mintaka. A los cinco meses de nacer Malante fui contratado para atender personalmente a una yegua. Presenté mi currículum a una solicitud de trabajo, me seleccionaron y tuve una única entrevista personal con Antonio.

—¿Te gustan los caballos?

—Sí señor, mucho. Los caballos son unos animales muy inteligentes, ¿sabe que son capaces de percibir el miedo y el valor y…?

No me dejó seguir. Me hizo una señal para que lo acompañase. Me había recibido en el estudio, la librería estaba llena de libros sobre caballos y también tenía una colección nada desdeñable de películas del oeste. Salimos a un lateral de la casa, allí estaba Malante, no tendría más de 5 meses. Al ver aparecer a Antonio el animal se paró y se quedó mirándome fijamente. Antonio me hizo un gesto con la mano para que me acercase a ella. Yo no sabía muy bien que era lo que esperaba que hiciese, nadie me dijo que el animal estaba enfermo o algo parecido, así que me acerqué a ella lo más tranquilo y seguro que pude. En ningún momento dejó de mirarme, cuando estuve frente a frente me di cuenta de lo hermosa que era… le pasé la palma de la mano por su grupa, se dejó acariciar el crin y la besé en la cara. Cuando me di la vuelta Antonio sonreía.

Al recordar aquel día en que Sergio Leone y Clint Estwood vinieron a Malpica a ver a Malante, atraídos por la belleza del animal, con la intención de hacer el último spaghetti western, siento algo de tristeza.

Sergio tenía un nuevo guión y quería una hermosa yegua para su nueva película. Iba a rodar en Almería pero los médicos le habían aconsejado que debido a los problemas cardiovasculares el clima del norte era más recomendable. Así que buscando localizaciones en Asturias y Galicia (las rías altas y rías bajas) le hablaron de una hermosa yegua que era de Malpica.

—¿Malpica?

—Sí, déjame ver. Ah, sí, aquí está, Costa da Morte, a unos 50 km de A Coruña.

—¿Cuándo llega Clint?

—Hoy a las doce del mediodía al aeropuerto de A Coruña

—Vamos a recogerle y reserva dos habitaciones para dos noches en el hotel del pueblo, ¿cómo dijiste que se llamaba el pueblo? Malpica —era sábado y hasta el lunes no tenía nada más en la agenda, el médico le había aconsejado seriamente que levantase el pie del acelerador.

La Costa da Morte no figuraba en su agenda como lugar para posibles localizaciones, así que el ayudante cuando llamó al hotel Fonte dos Frailes para reservar dos habitaciones y se encontró que estaba todo ocupado tuvo que aceptar ir a una pensión, El Panchito.

Cuando llegué a Canido acompañando a Sergio Leone y Clint Eastwood, Antonio y Malante estaban mirando al mar, viendo como se refrescaban en el agua los bañistas. El viento soplaba con más fuerza, Antonio se dio la vuelta al escuchar mi voz.

—Hola Antonio, Malante, estos caballeros querían hablar contigo.

Antonio reconoció de inmediato a mis dos acompañantes. Nos quedamos unos segundos mirándonos los cinco, y, como si fuese algo que esperase desde hace mucho tiempo, se empezó a reír. No habrían pasado ni diez minutos, cuando Malante giró su cabeza hacia la playa, escudriñando entre los gritos de los niños, que jugaban con el agua y el chillido de las gaviotas que revoloteaban a escasos centímetros del agua, y se dirigió hacia el borde del acantilado.

—¿Qué pasa Malante? ¿Qué has oído? —Antonio reconoció el peligro en la mirada del animal.

—Parece que la gente está gritando, desde aquí no se distingue bien —dijo Sergio—. Parece que dice… ¡socorro!

El grito provenía de la playa, una madre desesperada gritaba pidiendo ayuda, su hijo de unos nueve años estaba siendo arrastrado por el oleaje. La mar lo llevaba directo a los acantilados, si no se daban prisa en rescatarlo la mar se cobraría una nueva víctima. Antes de que nos diéramos cuenta Antonio cabalgaba en dirección a la punta de la Barrosa por un sendero donde apenas cabía una persona. Malante llevaba al galope a su jinete. Clint, con cara de circunstancias, no sabía qué hacer. La impotencia te embarga en situaciones como esta.

Antonio estaba llegando a un promontorio, si el niño aguantaba y no intentaba luchar contra la corriente, casi con toda seguridad tendría que pasar muy cerca de allí.

—Parece que haya nacido encima del caballo —dijo Sergio.

—Mirad, allí… —dijo Clint señalando al agua.

El niño casi no tenía fuerzas, entre las crestas de las olas ya sólo se veían sus manos, estaba haciendo grandes esfuerzos por mantenerse a flote. Antonio había reaccionado con prontitud, ya estaba llegando al promontorio. En la orilla hombres y mujeres guardaban silencio. He escuchado más veces ese silencio, en las noches de temporal, mientras las madres aguardaban a que regresara a puerto el barco en el que navegan sus maridos o sus hijos.

De pie, como estatuas de sal talladas en la arena por el mar, esperaban en silencio que la mar les devolviera la vida que no es suya. Es un silencio que duele, que te convierte en nada, que te fija a la arena y sólo puedes mirar al mar, pedirle que no se lo lleve…

Algunos marineros jóvenes que estaban por la playa, saltaban de piedra en piedra siguiendo la estela del joven naufrago. Tirarse al agua en esas circunstancias es una muerte segura.

Yo empecé a correr en dirección a Antonio y Malante, si conseguía rescatar al niño con vida toda ayuda iba a ser poca. Mientras galopaba se había atado una cuerda a la cintura y la otra punta la había sujetado a la silla de Malante. Galopaban hacia el promontorio que se encuentra antes de llegar a la punta de la Barrosa, un pequeño traspiés de Malante y los dos caerían por el acantilado y se estrellarían contra las rocas. Antes de llegar al picote Antonio ya se había desprendido de los zapatos e iba de pie encima de Malante.

Cuando se tiró al mar, lo hizo siguiendo su intuición, podría haber caído entre cientos de piedras pero calculó bien, conocía perfectamente la costa. Desde el agua y con el oleaje del Nordeste le costó divisar al niño, la corriente lo llevaba directo a la piedra conocida como A Pedra do Mar. Antonio empezó a nadar rumbo a la piedra, no pensaba nada, no tenía miedo a morir y Malante había empezado a bajar por el camino que utilizan los percebeiros cuando van a esa zona a coger los percebes, cuanta más cuerda tuviese Antonio más posibilidades tendría de salvarle. En el momento en que Antonio alcanzó al niño estaba agotado, apenas podía mantenerse a flote. Desde el agua le gritaba a Malante que siguiera bajando por la ladera del monte; si conseguía llegar a nivel del mar le sería más fácil sacarles del agua.

Cuando llegué al lugar donde estaban siendo tirados por Malante, Antonio que traía abrazado al niño a su pecho, tenía la espalda toda magullada y ensangrentada por los golpes que se dio contra las piedras al protegerle de los golpes de mar contra las piedras, pero no eran heridas mortales.

La gente había empezado a correr en dirección a los acantilados, entre ellos estaban Sergio Leone y Clint Eastwood, abajo, en las piedras estaban Malante, Antonio, el niño y yo.

He visto hacer a Malante cosas increíbles, pero jamás pensé que pudiese existir un vínculo tan… no sabría cómo definirlo, una conexión tan mágica entre dos seres como el que existe entre Antonio y Malante.

—Daniel —era Antonio, me hacía gestos para que me diese prisa—. Ha tragado mucha agua, no pierdas tiempo.

— Ya está Antonio, déjame ahora a mí, descansa un poco.

—Ponlo de lado, hay que ayudarle a expulsar toda el agua.

Fueron unos segundos eternos, conseguí que expulsara toda el agua pero no recuperaba la consciencia.

—Vamos chaval, que aún te quedan muchas cosas que ver en esta vida, venga, venga… abre los ojos… respira.

Me derrumbé, no podía hacer nada más, quería gritar, arrojar toda la impotencia que me embargaba; miré al mar, seguía con toda su energía batiéndose contra los acantilados. Al girarme, Antonio estaba hablando con Malante, o era Malante la que le estaba diciendo a Antonio que cogiese al niño y que lo recostase sobre su pecho. Resopló una dos tres veces, y le lamió la carita, con si fuese su potrillo. Al ver que Malante se levantaba sobre las patas y alzaba sus manos al aire pensé que se había vuelto loca. Antonio la miraba a los ojos, recostado en la piedra con el niño entre sus brazos, le decía palabras que no podían oír desde lo alto del acantilado.

Sin miedo Malante, hazlo ¿Qué saben ellos?

En el momento en que Malante dejó caer todo su poder sobre la piedra sentí un estremecimiento dentro de mí. Fue algo desconocido, algo que nunca más he vuelto a sentir ni experimentar, todo mi ser vibró de vida. Y la vida volvió al cuerpo del niño.

—Ya está Malante, bien hecho preciosa, ahora no es cosa nuestra. Ya están aquí los doctores. Muy bien campeón, eres un valiente, ahora llega tu mamá para llevarte a casa… —Antonio abrazaba al niño y miraba al mar. No había rabia, ni odio, sólo cansancio. Es la ley del mar.

5. En la punta de La Barrosa

Esa noche cenamos lubina a la sal con patatas cocidas, acompañadas de un alioli hecho a mano por Antonio. Las lubinas estaban con la tripa limpia pero sin escamar; esto, nos explicó Antonio, era porque las escamas protegen al pescado de la alta temperatura y así la lubina queda más jugosa. Después de unos veinte o veinticinco minutos, el tiempo que se necesita para que la sal esté como una corteza, Antonio sacó los pescados del horno y junto a un buen vino blanco empezamos a disfrutar de la excelente cena. De postre Antonio había hecho un flan de queso y un bizcocho de nueces y arándanos que estaban exquisitos. El café y los licores los tomamos en el balcón, mirando la media luna que formaba la playa, enfrente teníamos los acantilados de Canido, la punta de La Barrosa, el Cabo de San Adrián y las Sisargas.

—Uhmm, ¿qué licor es este? —preguntó Clint.

—Licor de moras, lo hago yo. De las moras silvestres que has comido hoy por la tarde en Canido está hecho este licor. Pero aún está más rica la crema de orujo —Clint se sirvió de la crema de orujo y también del aguardiente, como no podía ser de otra manera.

—Qué vista más hermosa Antonio —dijo Sergio.

—¿Quieres ver algo hermoso de verdad Sergio? Mira allí, en la punta de La Barrosa.

Se había levantado algo de viento y unas pocas nubes que estaban tapando la luna llena habían dejado paso a una noche iluminada por la mágica luz del astro nocturno. Mirando hacia la punta de La Barrosa la luz de la luna se reflejaba en la línea del horizonte, donde se funden tierra y mar, de repente una sombra se levantó sobre las patas y alzó las manos como desafiando al mar y una larga melena al viento se vio reflejada en el océano. Los cuatro nos quedamos en silencio disfrutando del momento. Luego seguimos hablando, bebiendo, comiendo y contando historias… innumerables aventuras de Malante.

Donde comienza la playa, con la bajamar se descubre la zona llamada por los lugareños como las piedras del Caldeirón, al pie de la Atalaia. Está llena de piedras y cantos del mar, de diferentes tamaños y formas, ideal para pescar de marea baja o ir a coger mejillones, lapas y cangrejos.

Sentado en las piedras del Caldeirón, miro hacía Canido y veo a Antonio y Malante que regresan a casa despacio, al paso. Hace más de dos horas que ha terminado mi jornada pero sigo esperando en la playa a que vuelva Mintaka. Me vienen a la mente esas historias soñadas, vividas, filmadas: Por un puñado de dólares, La muerte tenía un precio, El bueno, el feo y el malo, Le llamaban Trinidad, Hasta que llegó su hora, Mi nombre es…ninguno, Por techo las estrellas y pienso en lo que me dijo Antonio un día.

—Daniel, algunas cosas sólo se entienden cuando se ha vivido por ellas.

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