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Diario de un explorador

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29 de noviembre de 1899

Me pregunto qué hago en este rincón olvidado del mundo, a las puertas del Thar, el gran desierto indio, más y más irreal conforme avanzan las horas, mientras la noche va poblando de sombras espectrales las innumerables colinas de arena. ¿Por qué vendí mi alma al diablo, comprometiendo la suerte de la expedición con unas condiciones que nadie en su sano juicio hubiera aceptado? Debería haberme negado en redondo, hacerle comprender a nuestro insigne mecenas, mister Stapleton, que existen cosas que no pueden comprarse con dinero y exigencias que van más allá de lo razonable. Pero qué otra cosa podía hacer, de qué otra forma, si no, hubiese conseguido un patrocinio tan generoso para el gran proyecto, dadas las escasas garantías del éxito económico, de conseguir algo tangible y materialmente valioso que pudiese compensar la nada despreciable suma de libras invertidas. Ninguno de aquellos caballeros ante quienes desplegué mapas, argumentos y esperanzas se mostró muy dispuesto a ir más allá de las buenas palabras y deseos, de las palmaditas de ánimo y las habituales sonrisas de cortés escepticismo. No, no tenía otra alternativa; si algo me ha enseñado la experiencia es que todo tiene un precio y este caso no iba a ser una excepción.

Así pues, hice lo que tenía que hacer. Eso al menos es lo que ahora, en medio de este silencio, me susurra en voz baja mi conciencia. Ah, la conciencia… ¡cómo si a estas alturas no te conociera, vieja hipócrita! Nadie hay más acomodaticia, más indolente, más propensa a buscar justificaciones y excusas que tú. Ya, ya sé lo que vas a decirme… y no te falta razón. Eres como las demás. Toda buena conciencia que se precie necesita analgésicos, sedantes y placebos que garanticen su tranquilidad, ya que sin ellos el peso de la existencia resultaría insoportable.

La pequeña comitiva descansa al abrigo de las tiendas y los camellos dormitan aliviados de su carga. También yo debería buscar acomodo, alejarme del frio del desierto, cuyos efectos son menos severos gracias al mantenimiento de una pequeña hoguera —otra razón por la que el fuego permanece encendido es que estamos ante uno de los últimos reductos del legendario león asiático—, así como de los malos pensamientos que ensombrecen mi ánimo. No obstante, sé que no tengo derecho a quejarme. A fin de cuentas esto es lo que buscaba, hallarme en disposición de cumplir la promesa que le hice a mi maestro en su lecho de muerte, de seguir adelante y concluir lo que él no pudo. Aunque para ello deba recorrer cientos de kilómetros de más, improvisar rutas sin demasiado sentido y hacer de guía para jóvenes ociosas. Lo importante es que todos sepan —de manera especial los directivos de la Royal Geographical Society que declinaron hacer acto de presencia en mi exposición— que no soy un aventurero, ávido de emociones, ni tampoco un ilusionista, o un vendedor de bisuterías pseudocientíficas. «Explorador» es la palabra. Soy explorador por vocación, porque he nacido para serlo. Necesito que se me reconozca y considere como tal. En mi diccionario particular «explorar» significa ir más allá, ampliar los conocimientos recibidos, atreverse a saber, reconstruir, levantar el velo de los misterios que nos rodean. Y muy pronto lo demostraré.

Quedan varios días de camino antes de adentrarnos en el Rajastán, la tierra de los rajputs, primera etapa de nuestra singladura. Levanto la mirada al cielo, cubierto de estrellas, y cada una de ellas va tomando el nombre mágico de sus ciudades, resplandecientes como las piedras preciosas de un collar imaginario: Jodhpur, Jaisalmer, Jaipur, Bikaner, Udaipur, Chittorgarh, Ajmer, Ranthambore…

—Ran-tham-bore.

Repito en voz alta, así, desgranando las sílabas. Y éstas, rotundas como los sones de un atabal de guerra, permanecen durante unos instantes en el aire, palpitando en la infinita soledad de la noche.

6 de diciembre de 1899

Entramos en territorio de los bishnoi. Esta comunidad, una de las más singulares del Rajastán, es la prueba definitiva de que nos encontramos en otro mundo, tan alejado del muestro que necesitaremos algo más que buena voluntad para entenderlo. Su unión con la naturaleza, su profundo respeto por la más insignificante forma de vida, no deja de asombrarnos a quienes como nosotros, los occidentales, llevamos explotando sus riquezas y sus animales desde el principio de los tiempos.

Resumiendo las veintinueve normas de su doctrina, señalaremos la prohibición de dañar a ningún ser vivo, animal o vegetal —lo que incluye su peculiar forma de hacer fuego—, no comer carne, así como numerosas reglas sobre la higiene personal y el adecuado comportamiento con los demás. Cuando le conté a miss Stapleton la inmolación de las mujeres bishnoi, hace algo más de ciento cincuenta años, al encadenarse a los árboles que el maharajá pretendía talar para la ampliación de su palacio y perecer bajo las espadas de sus generales, una mueca de horror e indignación recorrió su delicado rostro bajo la fina gasa que lo cubría. No quise añadir más truculencia de la necesaria a mi relación de los hechos, pero no pude por menos recordar que tales experiencias eran las que su padre tanto había insistido en que no se le ahorraran a su joven descendiente.

Mister Stapleton, ejemplo típico del millonario forjado a sí mismo, consideraba que la educación de su hija en los mejores colegios de Inglaterra resultaba, en conjunto, bastante limitada. Temía además que hubiese heredado el temperamento hipersensible de su madre, sus arrebatos románticos, así como cierta tendencia al ensimismamiento y la contemplación mística.

—Mi hija ha vivido durante todos estos años en una burbuja; no ha visto el dolor y la pobreza, no sabe nada del mundo, del egoísmo de los hombres ni de la mezquindad de sus pasiones. Por ello creo que sería de gran provecho mostrarle esa otra cara de la vida que aquí, en Inglaterra, nunca llegaría a conocer. La India resultará un choque formidable y le proporcionará una visión distinta de las cosas. Confío en usted. Con su experiencia no creo que deba recordarle que no la exponga a peligros innecesarios pero tampoco rehúya las situaciones desagradables que puedan herir su sensibilidad. Todo ello le servirá de aprendizaje y espero encontrarme una mujer distinta a su vuelta, mucho más madura y responsable.

No sé si aquella triste historia de sacrificio contribuiría a forjar la nueva mujer deseada por mister Stapleton, pero de lo que no me cabe duda es del fuerte impacto que ésta causó en mi acompañante, quien durante las siguientes horas permaneció como abismada en sus pensamientos, sin apenas pronunciar palabra.

Por la tarde, mientras caminábamos cerca de una de aquellas aldeas, entre dunas y matorrales, miss Stapleton se detuvo a contemplar una cría de antílope que vagaba libremente por allí, algo bastante habitual, ya que a un bishnoi jamás se le ocurriría molestarla. Cuando al cabo de un rato el animal se alejó y miss Stapleton se dio la vuelta, todo su cuerpo temblaba, preso de una gran excitación. Me acerqué a ella y acto seguido mantuvimos la siguiente conversación.

—¿Qué le sucede? ¿Se encuentra bien?

—Sí… no se preocupe. En realidad… creo que acabo de tener una visión. Esa pequeña gacela tenía los mismos ojos que una de mis compañeras de colegio, Mary. La pobre Mary murió de una extraña enfermedad hace apenas unos meses y ese animal… mister Rózsa, cuando le digo que tenía los mismos ojos no quiero decir que me recuerde los de mi amiga, o que sean tan idénticos como dos gotas de agua, sino que son sus ojos. Los ojos de Mary.

—¿Qué quiere decir exactamente?

—¿Cree usted en la reencarnación?

—Ah, eso… ¿Realmente piensa que su amiga haya podido reencarnarse en ese animal?

—No puedo asegurarlo, pero ese pequeño ser me ha mirado de un modo tan especial… como si me reconociera o quisiera comunicarse conmigo. Ya sé, por el tono de sus palabras, que considera dicha posibilidad algo disparatado. Dígame: al margen de sus civilizaciones perdidas, ¿cree usted en algo superior?

—No, lo siento. Soy una persona sin mayores complicaciones: busco huellas, recojo fragmentos, descifro y comparo escrituras… Como ve, cosas bastante tangibles y vulgares. El resto, sobre todo las ideas elevadas, me desborda.

—Pero, ¿lo ha intentado siquiera? ¿No será usted de los que rehúsan escalar la montaña al contemplar su altura?

—Puede ser, quién sabe. Pero volviendo al tema de su amiga, por lo poco que sé, el alma va a reencarnarse en una existencia superior o inferior, dependiendo de sus buenas o sus malas acciones. ¿Qué pecados pudo cometer su compañera en vida para acabar reencarnándose en una gacela?

—Ninguno grave, de eso estoy segura. La conducta de Mary siempre resultó irreprochable.

—¿Lo ve? No tiene ningún sentido. Además, si nos detenemos a pensarlo un poco, su amiga no podía aspirar a más. ¿Existe mayor gloria que la de ser una señorita de buena familia inglesa?

—Eso es una impertinencia, mister Rózsa. No debería usted sacar a relucir sus prejuicios de clase, ni su ironía, en un asunto de tanta trascendencia.

—Lo siento miss Stapleton, no era mi intención ofenderla.

—Pues lo ha hecho… De todos modos haremos como que esta conversación no ha existido, dado que la culpa es mía. No debí esperar otra cosa de usted.

Dicho lo cual, giró sobre sí y fue alejándose a buen paso, envuelta en sus gasas y tafetanes. Rayid, el asistente indio, compañero de anteriores expediciones, se acercó hasta donde me encontraba unos minutos más tarde.

—Es hermosa —dijo suavemente—, nunca he visto una piel tan blanca como la suya; es como si fuese de porcelana. ¿No la encuentra usted atractiva? —preguntó, con la naturalidad de quien sabe que se ha ganado la confianza de un camarada, después de tantos trabajos y penalidades compartidas.

—Sí que lo es —concedí—, aunque no es el tipo de belleza que logre conmoverme. Es tan perfecta que parece una estatua de mármol… de un mármol blanquísimo, eso sí. Aunque te confieso, Rayid, que da gusto discutir con ella.

Rayid se limitó a sonreír y ambos quedamos contemplando en silencio el horizonte, en la dirección por la que miss Stapleton había desaparecido.

11 de diciembre de 1899

Llegamos a Jaisalmer. En mis anteriores viajes a la India con el doctor Strauss, mi mentor y maestro, esta «Ciudad Dorada», como generalmente se la conoce, había quedado fuera de nuestras rutas, siempre más al sur, y las numerosas referencias que de ella me habían suministrado viajeros y conocidos apenas hacían justicia a su indudable esplendor. Aunque ya estaba familiarizado con cierto tipo de construcciones, sobre todo con los garhs, imponentes palacios-fortalezas enclavados en las colinas de las ciudades —el de Jaisalmer posee noventa y nueve torreones—, los suntuosos havelis —residencias privadas—, o el delirio decorativo de los templos jainitas, debo reconocer que pocos espectáculos se pueden comparar a una puesta de sol en Jaisalmer. Las jharokhas —ventanas-mirador— de arenisca, cinceladas como encajes, adquieren bajo las luces del atardecer, según me informó Rayid, multitud de formas, tan sorprendentes y sugestivas, que los sentidos se quedan en suspenso, en una suerte de éxtasis del que a duras penas es posible liberarse.

Justo el tipo de emociones que, según su padre, debía evitarle a miss Stapleton. No obstante consideré que la balanza se equilibraba con la presencia constante de tullidos, mendigos, vacas que vagaban sin rumbo y otras formas sutiles de pobreza desconocidas para ella, así que esa misma tarde salimos a comprobar el prodigio. No me sorprendió su inmediato arrobamiento, algo ya esperado, pero lo que no podía imaginar fue efecto de aquella luz sobre su rostro, el encendido rubor de sus mejillas bajo los destellos del ocaso, la belleza de su mirada cautiva. Parecía enteramente transfigurada. Turbados y pensativos, aunque por distintas causas, nos dirigimos de regreso a nuestros aposentos.

Al terminar la cena, miss Stapleton me comunicó que deseaba hablar conmigo.

—Usted dirá.

—Verá, la otra tarde, cuando encontramos aquella gacela…

—Sí, ya sé, me comporté como un patán. Y aunque entonces le pedí perdón, si es su deseo, no tengo el menor inconveniente en volver a hacerlo.

—No, no es eso. Es usted quien debe perdonarme. Hice un juicio de intenciones al adjudicarle unos prejuicios de clase que no sé si son ciertos. Supongo que me dejé llevar por la idea de que al no ser usted completamente inglés, albergaba ciertos recelos… en fin, no sé si comprende lo que quiero decirle.

—Perfectamente. Y créame, no tiene por qué disculparse. En cuanto a lo de no ser completamente inglés, digamos que mitad y mitad. Posiblemente algo más de la mitad ya que me crié en Inglaterra y tengo la nacionalidad inglesa. Nací en un pequeño lugar del Imperio Austro-Húngaro, ese fantasma que acabará por desmoronarse en cualquier momento, pero muy pronto toda la familia regresó a Londres. Mi madre nació en esa ciudad. Mi padre era húngaro, como me imagino que ya habrá deducido por mi apellido.

Mister Rózsa, hábleme de esta expedición, ¿qué es lo que busca?

—Un tesoro. El tesoro de los Sailendra, «los señores de la montaña», para ser más exactos. Se lo prometí a mi maestro, mientras agonizaba devorado por la fiebre. El doctor Strauss estaba convencido de su existencia. Los Sailendras alcanzaron su máximo apogeo durante los siglos VIII y IX de nuestra era, cuando se unieron, mediante alianzas matrimoniales, a la talasocracia de Srivijaya, una potencia marítima de la isla de Sumatra. Este imperio disponía de numerosos recursos y amasaron inmensas riquezas que emplearon en la construcción de templos y en mantener su poderosa flota. Sin embargo a mi maestro no le salían del todo las cuentas. Según él, al final de su reinado enterraron un gran tesoro para que no cayera en manos de sus enemigos. Para descubrirlo nos dirigimos a la isla de Java.

—Pero eso está muy lejos de aquí. ¿Por qué atravesar la India? ¿No hubiera sido mucho más rápido hacer el viaje por mar?

—Técnicamente sí. Pero se necesitan contactos, permisos. Aquí, en Calcuta, hay una persona que tiene una buena amistad con el gobernador holandés en Java. Ella nos pondrá en contacto con las autoridades de la isla y nos facilitará cuanto necesitemos.

—No sé, hay algo en todo esto que no entiendo. Mi padre posee mucho dinero, es cierto, pero aunque no tiene nada de avaro, conoce muy bien su valor y no lo dilapida sin motivo. Empezó desde muy abajo y créame que no hubiésemos dado este rodeo sin que él diera su consentimiento. O que no tuviese un interés concreto en que así fuera. ¿Me equivoco?

—Es usted muy perspicaz, desde luego, pero sólo puedo decirle cómo acordamos el viaje. Yo le presenté el itinerario elegido y él me iba preguntando qué había de interesante en tal o cual ciudad que figuraba en el mapa. Yo le respondí lo más sinceramente que pude y él estimó que sería muy conveniente para usted que pudiera admirar in situ las maravillas que le describía. La India es la joya del Imperio y su padre piensa que es un deber conocerla por todo aquel súbdito de su majestad que pueda permitírselo.

—Está bien, no quiero ponerlo en más compromisos. Supongo que cuanto me ha dicho es cierto. O por lo menos la mitad, como su parte de inglés.

—Sí, así es: mitad y mitad.

Poco después miss Stapleton se retiró a sus habitaciones. Yo hice lo propio, pero antes de meterme en la cama me dediqué a poner en orden los permisos, salvoconductos y el resto de los documentos necesarios para continuar nuestro viaje. Después le escribí una carta al gobernador local —esta mañana me informaron que se encontraba en Jaipur, la capital del estado—, solicitando verlo lo más pronto posible.

20 de diciembre de 1899

Hace unos días recibí respuesta del gobernador e inmediatamente nos pusimos en marcha. Ayer entramos en Jaipur, cerca del mediodía, donde una pequeña comitiva formada por el secretario de su excelencia y varios criados nativos nos estaba esperando. Nos condujeron a un suntuoso haveli y nos informaron que el gobernador había tenido que ausentarse inesperadamente por un asunto urgente pero que por la mañana estaría de regreso. De hecho, estábamos invitados a cenar en el palacio del maharajá al día siguiente, un encuentro que había estado preparando desde que recibió mi carta y al que sólo en contadas ocasiones el «Gran Rey» accedía. Entretanto él se ofrecía muy gustoso a enseñarnos la ciudad, una ciudad de la que, añadió con cierta solemnidad palaciega, se sentía muy orgulloso. Miss Stapleton le dio las gracias por su recibimiento, añadiendo que aceptábamos encantados su oferta.

Antes de la caída de la tarde, mister Andrews pasó a recogernos. Lo primero que comprobamos fue que el sobrenombre de «Ciudad Rosa» asignado a Jaipur no podía ser más exacto, dado el color casi uniforme de sus edificios. Otro rasgo sorprendente, dado el caos habitual de las ciudades indias, era el trazado regular y la anchura de sus calles. Nuestro cicerone se detenía a cada paso, abrumándonos con detalles y explicaciones —el rosa simbolizaba la hospitalidad en Jaipur; el rosa salmón, suerte en Rajastán, etcétera—, hasta que llegamos al pie del Hawa Mahal, más conocido como el «Palacio de los Vientos». Con gran sentido escénico se hizo a un lado, cediéndonos la palabra. Sin embargo, quedamos tan fascinados ante una obra tan esbelta y etérea, que apenas pudimos articular frase alguna. Pasado un tiempo prudencial, mister Andrews nos informó que aquella maravillosa fachada de cinco alturas, cada vez más pequeñas, imitando la cola de un pavo real, tenía un total de novecientas cincuenta y tres ventanas, primorosamente labradas —lo que aseguraba una ventilación constante—, rampas en lugar de escaleras y que su exclusiva finalidad era de servir como observatorio de la vida cotidiana de la ciudad a las mujeres del harén real, sin que éstas pudieran ser vistas. Esa era su única función, lo cual, añadió, nos proporcionaba una idea de la prodigalidad de sus antiguos gobernantes. Después continuamos la visita por la ciudad, aunque ya ninguna de las bellezas que contemplamos pudo borrar de nuestra mente aquella portentosa imagen.

Tal como nos anunció, el gobernador en persona vino a buscarnos para asistir a la cena ofrecida por el maharajá en el Chandra Mahal, su palacio residencial. Un carruaje de caballos nos condujo hasta él en pocos minutos. El palacio tenía una parte central elevada sobre el resto y unos pabellones de color rojo alrededor de un patio interior. Mientras cruzamos la puerta de entrada, miss Stapleton me preguntó en voz baja si su vestido sería el apropiado para la ocasión. Tras observar su figura, envuelta en un traje de suaves tonos color pastel, le di mi aprobación personal, si bien no tenía la más remota idea de cuál sería el protocolo a seguir.

El maharajá, un hombre de mediana edad y corta estatura, nos recibió en un espléndido salón con un acogedor movimiento de sus manos y el gobernador hizo una leve inclinación de tronco. Copiamos el gesto —miss Stapleton con bastante más gracia que yo— y seguimos a nuestro anfitrión real. Éste hablaba de manera fluida nuestro idioma, con apenas un ligero acento. Nos enseñó cuadros de sus antepasados, poniendo especial énfasis en señalar sus orígenes. Pertenece al clan de los kachwaha, que desde siglos vienen rigiendo los destinos de Jaipur. Después, ya sentados en la mesa, nos detalló una lista interminable de clanes rajputs con sus características, zonas de influencia y sus héroes. El gobernador, tratando acaso de sintetizar la cuestión, nos contó que los rajputs han tenido siempre fama de temibles guerreros, de un arrojo sin límites. El maharajá asintió con una sonrisa, y mientras nos iban sirviendo la cena en una vajilla de metal dorado pasó a detallarnos hechos de armas, batallas y asedios donde sus antepasados rajptus conquistaron merecida fama de indomables. Como culminación de su relato nos narró los sucesivos asaltos sufridos por la fortaleza de Chittogarh y los consiguientes jauhars, tres en total, a los que estos dieron lugar. Un jauhar, nos explicó, es el martirio voluntario de la población civil, mujeres, niños y ancianos, en la hoguera antes que caer en manos del enemigo. Éste se produce cuando los hombres, asediados por el hambre o cuando no hay esperanzas de resistencia, salen al campo de batalla en una acción que se conoce como saka, un ataque suicida en toda regla sin otro fin que morir luchando con honor.

—Cuando un rajput se ciñe en la frente la banda de color azafrán, no hay nada que lo detenga.

Nos dijo el Gran Rey, si bien reconoce que, a pesar de su valor, pocas posibilidades de éxito podían tener marchando a pecho descubierto contra los proyectiles enemigos. Pero es así como entendían la batalla. Luego se extendió en otros detalles sobre el reinado de sus antepasados a los que, para ser sincero, no presté demasiada atención.

Terminada la cena, el maharajá nos enseñó su palacio. Paredes cubiertas de seda, pinturas murales y tapices de una fantasía desbordante, arabescos y filigranas que decoraban techos y columnas, cofres rebosantes de piedras preciosas. Durante todo el tiempo no apartó sus ojos de miss Stapleton, aunque ésta no parecía darse cuenta. O acaso lo disimula. Recorrimos numerosas estancias. Resultaba curiosa la estrechez de los pasillos y su tortuosa forma, cosa que según nos explicó el Gran Rey, como si leyera nuestros pensamientos, tenía un carácter defensivo, dado que en ellos podían esconderse tanto unos brazos amorosos como el puñal de un asesino. Después, cuando menos lo esperábamos, se abrió una puerta y apareció un tigre adulto, con un collar de diamantes alrededor del cuello del que también pendía una cadena. Instintivamente dimos un paso atrás y miss Stapleton lanzó un grito ahogado. El maharajá se acercó a la fiera y le acarició con sus pequeñas manos la cabeza.

—Oh, no tengan miedo, está completamente domesticado, es como un gatito. Su madre fue abatida durante una cacería y me dio lástima abandonarlo en la selva, donde no hubiera sobrevivido. Vengan, pueden acariciarlo si gustan.

El tigre bostezaba, mostrando sus fabulosos colmillos. Ante nuestra ausencia de respuesta, dio una palmada y un servidor entró en el salón, lo tomó de la cadena y luego desapareció con él por la misma puerta por la que hizo su entrada.

Nos despedimos. Nuestro regio anfitrión nos dio la mano y luego hizo un gesto como si se le olvidara algo. Arrancó un rubí de su casaca y se lo entregó a miss Stapleton.

—Permítame esta pequeñez para compensar el susto que le he dado —añadió.

Una vez que el gobernador nos dejó en nuestro destino, le comenté a miss Stapleton que apenas había probado bocado.

—Qué quiere, con todas esas historias de inocentes arrojados al fuego, mujeres y niños… ¿se figura usted? ¡Niños! Sencillamente, perdí el apetito.

Con algún que otro matiz compartía su punto de vista, pero no le dije nada. Ella me deseó buenas noches y nos separamos.

Una vez en mi cuarto, me descalcé, me lavé las manos en una jofaina y contemplé mi rostro en el espejo. Estaba confuso, enfadado conmigo mismo. Pero aún no sabía por qué.

30 de enero de 1900

La India, al igual que sus dioses, posee mil caras. En el inmenso laberinto de este subcontinente cada paso te aleja más de la salida, cada puerta de su civilización que se abre conduce a un nuevo misterio. Y otro tanto sucede con sus gentes. El mismo Rayid, a quien tan bien conozco, se convierte en un extraño cuando una sombra fugitiva cruza sus ojos. Sé entonces que no hay posibilidad de ir más allá de la frontera impuesta por su silencio, que una parte de su alma permanecerá cerrada, inexpugnable. La mezcla de espiritualidad y barbarie de este pueblo —aunque más apropiado sería decir de sus muchos pueblos— forman un todo indisoluble.

En este último mes, siguiendo nuestro periplo por el valle del Ganges y sus emblemáticas ciudades, han sido numerosas las veces en las que he sentido tambalearse mis más firmes convicciones. No siempre es fácil juzgar con ecuanimidad. Persiste aún entre nosotros cierto tipo de visión colonialista que tiende a ridiculizar las costumbres de los hindúes, a resaltar sus aspectos más primitivos, como las leyes de Manu, un texto muy antiguo que, sin embargo, no puede considerarse como un código civil ya que gran parte de la población lo desconoce.

Y aunque exista buena voluntad, el choque es inevitable. Me sucedió a propósito del caso de un satí que me comentó Rayid. El satí es la inmolación voluntaria de la viuda en la pira donde va a ser incinerado su difunto esposo. Teniendo en cuenta el desprecio que la comunidad dispensa a la mujer que rehúye el sacrificio —una viuda carece de derechos en la India— y la alta estima que por el contrario se otorga a quien sigue los pasos de la tradición, resulta un tanto arriesgado calificar el acto como «voluntario». La administración británica ha prohibido este tipo de rituales, pero es difícil combatir con decretos costumbres tan arraigadas, toleradas e incluso bien vistas por la mayoría de la población. Los mutuos recelos persisten. Han pasado más de cuarenta años desde las revueltas de los cipayos y las cicatrices, causadas por las atrocidades que cometieron ambos bandos, aún no se han cerrado completamente.

Llegamos primero a la ciudad de Agra, a orillas del rio Yamuna, la que durante cien años fue capital del imperio mogol, un nombre tan unido al Taj Mahal como los párpados al sueño, según el conocido verso del poeta. Construido en mármol blanco, con miles de piedras semipreciosas incrustadas, esta maravillosa locura de exquisita simetría que el emperador Sha Jahan erigió para ensalzar el recuerdo de su esposa Mumtaz, estuvo a punto de agotar los recursos del reino. La solas cifras abruman: veintitrés años, veinte mil obreros, mil elefantes como animales de carga… sin contar la ingente cantidad de lapislázuli, turquesas, zafiros, jade, cornalina y demás, traída de los más apartados rincones. Pudo, como digo, ser una locura desde el punto de vista económico, pero si la comparamos con la vesania de su heredero Aurangzeb, quien recluyó a su padre y asesinó a sus hermanos, el saldo no puede ser más abismal. Uno nos dejó el más hermoso mausoleo de la tierra y el otro la ominosa memoria de su fanatismo religioso. De aquella visita conservo una curiosa fotografía en la que miss Stapleton pasea a lo largo de los jardines y canales, con la majestuosa silueta del edificio al fondo y en la que ambos —mujer y monumento— parecen rivalizar en blancura.

Pero Agra no es sólo el Taj Mahal. También están el impresionante Fuerte Rojo, con el palacio de Jahangir, el mausoleo de Akbar y muchas otras maravillas, que acaso un día, lejos de la inmediatez de estas líneas, me decida a recrear en unas hipotéticas memorias.

De Agra pasamos a Gwalior y de ésta a Orchha, Khajuraho, Benarés, Patna y Calcuta, estas tres últimas sin apartarnos ya del curso del Ganges. Una de las características arquitectónicas de esta parte de la India es la fusión entre el arte islámico-mogol y el hindú, lo que ha producido elementos tan singulares como los chattris, una especie de templetes o quioscos que coronan gran parte de los fuertes y palacios y que aportan una gracia aérea a tan gigantescas construcciones.

De este recorrido sólo mencionaré —últimamente me cuesta un gran esfuerzo escribir— la reacción de miss Stapleton cuando visitamos los templos de Khajuraho, recubiertos de esculturas eróticas, templos que han sido siempre, en buena medida debido al naturalismo y la infinita variedad de sus poses amatorias, piedra de provocación y escándalo para cuantos viajeros los han contemplado. Sin embargo ella, después de la primera impresión de asombro, no se limitó, como la mayoría, a calificar el conjunto de pornográfico y me preguntó si, como experto en la civilización hindú, conocía qué era exactamente lo que habían querido expresar los artistas con semejantes representaciones. Le contesté que éste no era el único ejemplo de arte erótico hindú, pero que no podía darle una respuesta concluyente, salvo que en la India todo tenía un sentido muy especial y que el sexo podía considerarse como un componente más de su compleja espiritualidad. No creo que aquellas palabras le aclararan gran cosa, pero no insistió más. Por mi parte, añadiré que su noble actitud intelectual, aquel deseo de no quedarse en la superficie y de no aceptar como definitivo cuanto señalaban las apariencias, me sorprendió vivamente. Y también me hizo reflexionar sobre las veces en las que yo, mucho menos generoso, me había apresurado a juzgarla.

Benarés. Un sólo día en esta ciudad sagrada del hinduismo hubiese bastado a los propósitos de mister Stapleton de enseñarle a su hija la cara más sórdida de la existencia humana. Aunque ya habíamos tenido cierto tipo de encuentros poco agradables con los encantadores de serpientes o las hordas de monos que campaban a sus anchas por todas partes —más de un altercado tuvimos con ellos a causa de su afición por los sombreros de miss Stapleton—, nada puede compararse con esta experiencia.

Benarés es la ciudad donde se limpian los pecados y donde reina soberana la Muerte, donde un omnipresente olor a carne quemada lo impregna todo. Uno de los elementos de la arquitectura del lugar que a primera vista llaman más la atención son los ghats. Podríamos definir éstos como una especie de balnearios, aunque básicamente consisten en unas gradas o escalinatas que descienden desde las riberas del Ganges hasta el agua. En ellos se agolpa la multitud para realizar sus abluciones rituales o, simplemente, para bañarse. No obstante hay algunos ghats que tienen la función específica de crematorios, tal como atestiguan los haces de leña depositados en ellos, aunque esta circunstancia no los separa del resto. No es raro, por tanto, que quienes se sumergen en la corriente para purificarse se encuentren con restos humanos flotando a la deriva, algunos en avanzado estado de descomposición.

Otra de las características de Benarés es la gran cantidad de menesterosos que vagan por sus calles. Rayid nos comentó que ello se debía a la antigua creencia de que quien es quemado en el rio sagrado se libera del ciclo infinito de las reencarnaciones. Por eso la ciudad siempre ha sido un lugar de peregrinaje para tantos desahuciados y enfermos que, conforme sienten acercarse sus últimas horas, se dirigen a ella para morir. Según nos contaba estas cosas observé en su rostro un extraño gesto. Después de tener que insistirle más de lo esperado, Rayid nos señaló con la mirada a un miembro de la secta de los aghori, cuyo aspecto, cubierto de andrajos, no podía ser más repulsivo. Estos hombres, continuó, siempre van desnudos o cubiertos de ceniza y practican la necrofagia, es decir, son devoradores de cadáveres, independientemente del estado en el que éstos se encuentren, ya sea medio quemados o crudos, puesto que los difuntos de las familias pobres, que no pueden pagar más que una pequeña cantidad de leña, se quedan a medio calcinar cuando ésta se consume. Como complemento a tan siniestra presencia, más propia de un cuento de terror, portan un cráneo humano que utilizan de cuenco para beber. Quizá lo más sorprendente de esta historia resulte la indiferencia con la que el resto de los transeúntes acepta su presencia, asumida por todos ellos la idea de que un cuerpo muerto es simple materia una vez lo abandona el soplo vital que lo sustenta. Al pensar en los espléndidos mausoleos erigidos a la memoria de algunos hombres y la condición de miserables despojos de otros, destinados a servir de alimento a aquellos desgraciados, tuve una visión más profunda de los abismos que surcaban aquella tierra. Una mirada de miss Stapleton fue suficiente para abandonar de inmediato la escena.

Tras una rápida visita a Patna, ciudad relativamente moderna erigida sobre la antigua Pataliputra, llegamos a Calcuta.

A ciento cincuenta kilómetros del golfo de Bengala, Calcuta se eleva sobre una llanura aluvial, formada por numerosas capas de sedimentos. A esas alturas de nuestro viaje su humedad, el bullicio de sus calles o sus hileras de leprosos apenas suscitaron alguna queja o comentario de labios de miss Stapleton. Calcuta es la capital del Raj Británico donde reside su excelencia el gobernador general, quien también ostenta el título de virrey de la India. El titular actual, lord Curzon, a cuyo secretario entregamos una carta de presentación, nos recibió al cabo de unos días en el Raj Bavan, su palacio oficial, en una entrevista que resultó muy breve, dado el poco tiempo del que disponía y la cantidad de asuntos importantes que reclamaban su interés. Le informamos del objeto de nuestra expedición, y al saber que no era aquella la primera vez que visitaba la India me preguntó si había encontrado alguna diferencia apreciable, ya que su mayor deseo consistía en modernizar aquel inmenso territorio y liberar a sus gentes del yugo milenario de las supersticiones.

—El progreso, ese es el camino —sentenció.

Le contesté lo más diplomáticamente que pude y él nos deseó suerte, dando por concluida de esa forma la audiencia. Sólo añadiré que su comportamiento resultó en todo momento intachable, manteniendo la distancia justa y el educado desinterés que cabía esperar de un auténtico virrey.

Después de aquella obligada visita de cortesía fui a entrevistarme, en esta ocasión sin la compañía de miss Stapleton, que se hallaba ligeramente indispuesta, con mister Owen, con quien días antes me había puesto en contacto a través de Rayid.

Mister Owen, un hombrecillo de prominente calva y aspecto insignificante, me recibió en su modesta residencia con grandes muestras de curiosidad, conduciéndome hasta un despacho cuyas ventanas se abrían a un espléndido jardín. Aquella persona tan menuda y sonriente, cuya presencia pasaría desapercibida en cualquier parte, era una pieza clave por muchos motivos, siendo el más importante de todos su íntima amistad con el gobernador holandés de Java, mister Willem Rooseboom. Dada la antigua rivalidad existente entre las diversas Compañías de las Indias Orientales —inglesas y holandesas— por el comercio de las especias, y los enfrentamientos, no siempre resueltos por la vía diplomática, a los que esta competencia dieron lugar, la mediación de mister Owen resultaba esencial.

Después de remitirle los saludos de mister Donovan, un destacado funcionario del ministerio de Asuntos Exteriores, pasé a exponerle nuestro propósito de estudiar los restos arqueológicos de la dinastía Sailendra —sin mencionar su hipotético tesoro—, gracias a los cuales esperábamos arrojar un mínimo de luz sobre los secretos de aquella civilización. Tras escucharme con sumo interés, se dirigió en silencio a un pequeño escritorio y al cabo de un par de minutos me entregó un papel doblado en el que acababa de escribir unas líneas.

—Entréguele esta nota a su excelencia. Puede leerla, desde luego. Aunque el texto le parezca intrascendente, hay en él una clave secreta que sólo muy pocos conocen. Esa contraseña le abrirá todas las puertas.

Inmediatamente relacioné la palabra contraseña y sus contactos con personalidades de la talla de mister Donovan y mister Rooseboom con alguna especie de club exclusivo, logia masónica u otra organización de similares características, circunstancia que, de ser cierta, no debía preocuparme demasiado. Tales hechos no eran de mi incumbencia. Le di las gracias y él hizo un gesto con la cabeza, como quitándole importancia al asunto. Luego me acompañó a la salida y me dijo que estaríamos en contacto. Mientras nos despedíamos lo observé con más atención, tratando de descubrir la causa por la que aquel rostro me inspiraba tan absoluta confianza.

En aquella ocasión, mi instinto no se equivocaba. Sólo añadiré que, para nuestro alivio y sorpresa, la ayuda de mister Owen —con quien nunca podré saldar la deuda contraída— no se limitó a aquella nota, como tuve oportunidad de comprobar días más tarde. Merced a sus buenos oficios, nuestro traslado a Madrás y el posterior viaje a Java en un buque mercante se resolvieron sin el menor contratiempo.

17 de marzo de 1900

El viaje a nuestro destino final resultó bastante más complicado de lo que en un principio estaba previsto. Pero no teníamos otra alternativa que seguir una ruta más larga, algo que, según me informó el capitán, venía siendo habitual en los últimos tiempos.

No había posibilidad de cruzar el estrecho de Malaca, infestado de piratas, a lo que se añadía el hecho de tener que alejarnos a una distancia prudencial del extremo noroccidental de la isla de Sumatra, donde se había recrudecido el conflicto que el sultanato de Aceh y el gobierno de las Indias Orientales Neerlandesas mantenían desde hacía más de veinte años. Debíamos a toda costa evitar caer en manos de los piratas y de los rebeldes, quienes nos hubiesen retenido primero y utilizado como moneda de cambio después sin mayores reparos. De modo que, ante el imprevisto cariz que tomaban los acontecimientos, decidí relajarme y preparar a conciencia los detalles de nuestra expedición.

Una noche particularmente bochornosa salí a dar un paseo por la cubierta. Aunque traté de pensar en otras cosas, las imágenes del reciente viaje por el norte de la India ocuparon por completo mi mente. Recordé, con un punto de nostalgia, el efecto que miss Stapleton causaba entre quienes la contemplaban, sobre todo en los niños, extasiados con la blancura de su piel y la aparatosidad de aquellos vestidos que la protegían del sol y los que tantas veces intenté —sin éxito— que sustituyera por ropas más ligeras. Estaba apoyado sobre la barandilla de estribor, contemplando cómo la luna se mecía sobre la superficie del agua, cuando el ruido de unos pasos me sacó de mi ensimismamiento. Al girarme descubrí una silueta femenina que avanzaba directamente hacia donde me encontraba, como envuelta en una nube.

—¿Tampoco podía usted dormir, mister Rózsa?

—Así es.

—Últimamente lo encuentro poco comunicativo. ¿Hay algo que lo preocupe?

—Es posible, sí… Ahora mismo estaba pensando en que muy pronto se cumplirán diecisiete años desde que el volcán Krakatoa entró en erupción y la isla de ese nombre voló literalmente por los aires. Para que se haga una idea de la violencia y la magnitud de la explosión, le diré que sus cenizas se encontraron a miles de millas y que un buque alemán, anclado en el puerto, apareció en medio de la jungla. También la pérdida de vidas humanas fue terrible. Es hacia esa zona a la que en estos momentos nos dirigimos.

—¿Teme usted entonces que la situación se repita?

—Es algo que siempre puede suceder, aunque estadísticamente las posibilidades sean mínimas; los volcanes de Java llevan cientos de años inactivos. Verá, no hay una causa concreta, pero digamos que no hemos empezado la navegación con buen pie. Todo este rodeo que estamos dando, la situación general de inestabilidad en la zona… También me preocupa cómo nos recibirá el gobernador holandés. No las tengo todas conmigo.

—Sin embargo regresó usted muy satisfecho de su entrevista con mister Owen. ¿A qué se debe ese cambio?

—Como ya le he dicho a nada en particular… tal vez sea una corazonada. Pero, ¿sabe una cosa?, creo que no merece la pena pensar en lo que sucederá mañana, porque no está en nuestras manos cambiar el curso de los acontecimientos. Así que, si le parece, vamos a olvidarnos de piratas, volcanes y gobernadores y disfrutemos de una noche tan propicia a la divagación como ésta. Por ejemplo, ¿conoce usted un romance en prosa de Thomas Moore llamado Lalla-Rookh?

—No, aunque el nombre del autor me suena de haberlo estudiado hace años en clase de literatura. Era irlandés, creo.

—Efectivamente, irlandés. Y ahora, ¿me permite que le cuente la historia de su heroína?

—Si es interesante, ¿por qué no?

—Bueno, no todo el mundo está de acuerdo en eso, pero yo creo que sí lo es. Como la nuestra, su historia es la de un viaje. Esta fábula está ambientada en Persia, pero podría haberlo estado en la India, China, Tailandia… En cualquier parte donde hubiese un emperador, un sultán, o un poderoso mandatario cuya consorte, a la que no conoce, deba ponerse en camino desde su lejano país para desposarse con él. Lalla-Rookh, la princesa elegida, va pues al encuentro de su destino. Pero entre los componentes de su séquito hay un poeta llamado Feremoz, cuyas tiernas baladas conquistan su corazón. Cuando Lalla-Rookh entra en el palacio del sultán, se desmaya ante el inevitable final de su aventura, pero al oír la conocida voz de su amado abre los ojos y descubre que el sultán y el poeta son la misma persona. Si antes he dicho que me parecía interesante, no es por la historia en sí, tan fantástica como inverosímil, sino por las posibles variantes a su final feliz. He pensado que, tras la primera impresión, el sultán viene a considerar que su prometida, de la que no obstante está profundamente enamorado, no ha sabido guardarle la fidelidad debida ni respetar su compromiso, teniendo ojos y oídos para otro hombre. El hecho de que ése otro sea él mismo no la exime de su falta. Traidor y traicionado, seductor y engañado a un tiempo, su deber y su honor demandan una respuesta inmediata. ¿Qué hará? Ese es el dilema.

—Un conflicto entre el deber y el amor. ¿A qué da usted más importancia mister Rózsa?

—Mucho me temo que no pueda darle una respuesta precisa. Podría asegurarle que me inclino más por el deber, aunque posiblemente no diría lo mismo si estuviese enamorado de ese modo. Como ve todo es relativo… Ah, y no pase cuidado; no la pondré en el compromiso de que me responda a esa pregunta.

—Gracias por su discreción, mister Rózsa. Y también por su relato, aunque creo que se ha hecho un poco tarde para mí. Buenas noches.

Así nos despedimos. Mientras miss Stapleton se alejaba, estuve dándole vueltas a la reciente escena, sin dejar de preguntarme qué extraño impulso me había llevado a contarle tan exótica y edulcorada historia.

Llegamos al puerto de Batavia, la capital de Java. Una vez instalados convenientemente en el hotel, solicitamos audiencia con el gobernador general quien nos recibió pocos días después.

Mister Willem Rooseboom era un hombre alto, de amplia frente, grueso bigote y mirada penetrante. Tras sus palabras de cortés bienvenida nos invitó a que le detalláramos el objeto de nuestro viaje, pero una vez que le expuse la pretensión de estudiar los restos arqueológicos dejados por la dinastía Sailendra, en particular el templo de Borobudur, su rostro adquirió una súbita gravedad.

Miss Stapleton, mister Rózsa, voy a serles muy sincero: no creo en las casualidades. Hace apenas unos días acordamos reconocer y evaluar el posible deterioro que el tiempo y la climatología podían haber causado en Borobudur y para ello nombramos una comisión de tres personas: un historiador de arte y dos cualificados ingenieros, uno del ejército y otro del departamento de obras públicas, quienes al final de su misión deberán confeccionar un informe sobre el estado del templo. Y es ahora, precisamente ahora, cuando usted nos solicita el permiso para estudiarlo. ¿No le parece demasiada coincidencia?

—Excelencia —repuse tras aquella inesperada revelación—, comprendo sus recelos perfectamente, pero nuestra expedición, cien por cien privada, no tiene otros intereses que los estrictamente científicos. No pretendemos ser una molestia ni invadir el terreno de nadie. Y como prueba de buena voluntad estamos dispuestos a esperar el tiempo que sea necesario hasta hacer públicos los resultados de nuestras investigaciones. Eso en el caso de que encontremos algo nuevo que añadir a lo que mister Leemans ya publicó hace pocos años en su famosa monografía.

—Mucho me temo que eso no sea suficiente. La responsabilidad de mi cargo me exige un rigor especial y no puedo correr ningún riesgo.

—Excelencia, tal vez esto ayude a disipar sus temores —dije, mientras le entregaba la nota manuscrita de mister Owen—. Eso, al menos, me aseguró la persona que lo firma.

El gobernador la leyó en silencio y al cabo de un par de minutos se puso en pie, mostrando un semblante muy distinto.

—Bien. Como la comisión no empezará sus trabajos inmediatamente, tienen tres semanas para realizar su trabajo. Sé que no es mucho, pero es todo cuanto puedo ofrecerles, aparte de una escolta que les acompañará en su visita. Aunque no podrán, por su propia seguridad y la del templo, realizar ningún tipo de excavaciones. Les deseo buena suerte.

Miss Stapleton y yo le dimos las gracias por su gentileza y regresamos al hotel, todavía excitados por las vicisitudes del encuentro. No quise entonces, ni ahora, pensar en lo que hubiese sido de nuestro proyecto sin la providencial ayuda de mister Owen.

19 de marzo de 1900

Al fin nos encontramos en Borobudur. Aquel inmenso santuario budista, situado en la llanura de Kedu y rodeado de una espesa vegetación, se eleva sobre una colina, circunstancia que contribuye a resaltar aún más su imponente aspecto. Todo el templo es una inmensa stupa de color gris con numerosas plataformas, cada vez más reducidas, a las que se asciende mediante una serie de escaleras y corredores.

Esa misma tarde, después de montar el pequeño campamento, nos dedicamos a explorarlo siguiendo las descripciones de Leemans y siempre bajo las atentas, aunque discretas, miradas de un oficial y de media docena soldados que mister Rooseboom puso a nuestro servicio como escolta.

Mientras tomaba alguna nota suelta, admiramos los relieves, tanto los que relataban la historia de Buda como los meramente decorativos, y tras ascender las seis plataformas cuadradas y las tres circulares, que según los expertos en el budismo simbolizan la flor de loto del profeta, alcanzamos la cima. En el centro de ésta se alzaba una gran stupa, rodeada de otras más pequeñas perforadas con forma de campana. Había un total de setenta y dos y albergaban en su interior otras tantas figuras del santo, aunque algunas se habían perdido y buena parte del resto aparecían muy deterioradas. Desde allí la vista era tan impresionante que permanecimos un buen rato en silencio, sin atrevernos a pronunciar palabra. Poco después regresamos.

Antes de retirarnos a nuestras tiendas, miss Stapleton y yo coincidimos al pie del monumento.

Mister Rózsa, veo que sigue usted preocupado. ¿Otra de sus corazonadas?

—Sí, algo así. Son demasiados los misterios que aún permanecen sin revelar a los hombres y muchas las preguntas sin responder. Este lugar, por ejemplo. No se sabe muy bien por qué fue abandonado, dejando que la ceniza lo cubriera y que fuese materialmente engullido por la selva. O por qué durante mucho tiempo ha tenido, entre los nativos, fama de traer mala suerte. Sí, hay momentos en los que uno no entiende nada. Ni siquiera a usted, por poner un ejemplo cercano.

—¿A mí? La verdad, mister Rózsa, es que eso sí que no me lo esperaba.

Miss Stapleton, aún no sé por qué aceptó acompañarme en un viaje como éste. Por más que lo pienso no le encuentro sentido. Usted pertenece a un mundo tan distinto… Ahora, sin ir más lejos, podría estar en una fiesta rodeada de amigos o simplemente con su familia, sin mayores preocupaciones, comentando cualquier cosa antes de irse a dormir. Sé que la propuesta partió de su padre, pero no creo que la obligara.

—Efectivamente, mister Rózsa, tiene usted razón: nadie me obligó. Pero mi padre, a pesar de lo mucho que me quiere, apenas me conoce. Se ha forjado una idea equivocada de mí y yo estoy aquí para demostrarle su error. Soy mucho más resistente de lo que él se imagina.

—¿Quiere decirme que está pasando por todas estas incomodidades y peligros sólo para obtener el reconocimiento de su padre? No, no me responda; he visto hacer auténticas locuras por razones mucho menos poderosas.

—No, eso no es verdad. En el fondo piensa que es pura obstinación, el típico desafío juvenil a la autoridad paterna.

—Siento que mis palabras la hayan inducido a pensar tal cosa… No soy nadie para valorar sus motivos. Le ruego que me disculpe, pero estoy cansado y eso hace que diga alguna que otra inconveniencia. Mañana, si le parece, seguiremos hablando. Buenas noches.

—Como guste, mister Rózsa. Buenas noches.

8 de abril de 1900

Expira el plazo dado por el gobernador general y con él las últimas esperanzas de cumplir mi promesa.

Mañana salimos para Batavia y en cuanto nos sea posible —Dios quiera que pronto— regresaremos a Inglaterra. Durante estas tres semanas he tomado miles de notas, realizado dibujos y fotografías, comprobado dimensiones y examinado hasta el último rincón de Borobudur. Pero también he seguido muchas veces, como un simple peregrino, la senda de ascenso que propone este monumento, el deseo de desprenderse de cuantas servidumbres lastran el espíritu hasta alcanzar la paz interior y la comunión con la naturaleza.

Hoy he querido, como un último homenaje, despedirme de este lugar desde su cima. Miss Stapleton ha insistido en acompañarme y no he podido negarme. Se lo ha ganado con creces. He recreado la vista por lo que pronto no será más que un recuerdo. Todo estaba en calma, apenas soplaba un poco de viento y las estrellas comienzan a surgir tímidamente en el crepúsculo. Me invadió una sensación embriagadora, única. Cerré los ojos un momento… estaba en el centro del universo y todo giraba a mi alrededor.

Mister Rózsa, mañana regresamos y aunque no me ha dicho nada, no hace falta ser muy sagaz para darse cuenta de que no ha encontrado el tesoro que buscaba. ¿Cree todavía que existe?

—Claro que existe. Lleva muchos años existiendo y todos lo conocen. El tesoro de los Sailendra es esto, Borobudur.

—Pero mister Strauss afirmaba, o por lo menos así me lo dijo usted, que los reyes últimos de la dinastía enterraron sus riquezas para que no cayeran en manos de sus enemigos.

—Verá… mister Strauss estaba muy enfermo, deliraba a causa de la fiebre. En tales circunstancias es difícil distinguir la realidad de la fantasía. Créame, en cuanto a oro, joyas o piedras preciosas, no existe tal tesoro.

—Y usted, ¿también lo sabía?

—Tenía la sospecha. Pero existía una remota posibilidad y a ella me aferré con todas mis fuerzas. Se lo prometí a un buen hombre en su lecho de muerte.

—¿Qué hará ahora, cuando lleguemos a Inglaterra? ¿Cómo explicará lo sucedido?

—No se preocupe por eso, ya se me ocurrirá algo. De todos modos al único que tengo que dar explicaciones es a su padre. Fue la única persona que me tomó en serio.

Miss Stapleton no hizo más preguntas. A continuación desvió la vista hacia el horizonte tratando en vano de retener una lágrima insumisa.

20 de mayo de 1900

Como no pudimos partir de forma inmediata a Inglaterra, aprovechamos la oportunidad para visitar el conjunto de templos hindúes de Prambanan, los únicos en la isla de esas características. Estos monumentos son contemporáneos de Borobudur y muestran cómo pueden coexistir distintas creencias sin mayores conflictos.

Después de una travesía relativamente tranquila arribamos al puerto de Bristol. A los pocos días de superar el Cabo de Buena Esperanza, en pleno océano Atlántico, caí enfermo y durante muchas horas estuve postrado en el lecho, incapaz de mantenerme en pie a causa de la fiebre.

Una de aquellas noches fui testigo de un extraño fenómeno. A pesar de tener la puerta cerrada, todo el camarote se vio invadido por una niebla tan espesa que apenas distinguía cosa alguna a mi alrededor. Luego escuché un ruido sordo, como si alguien arrastrara un peso muerto, y a continuación surgieron de la bruma varias figuras cubiertas con negras túnicas, adornadas de símbolos esotéricos. A pesar del lamentable estado en el que me encontraba, poco a poco las fui reconociendo. El primero que se acercó al borde de mi cama fue mister Owen y tras él aparecieron mister Donovan, mister Rooseboom y lord Curzon. Tenían el rostro ligeramente desfigurado y los ojos, brillantes y codiciosos, bañados de un extraño fulgor amarillo.

—¿Qué has hecho con nuestro oro? —me preguntaron al unísono—, ¿dónde lo has escondido? Tenías una misión que cumplir, pero en lugar de dar cuentas de tu fracaso sales huyendo. ¿Pensabas acaso escaparte?, ¿que no te encontraríamos? Responde: ¿dónde está el oro de la hermandad?

El oro, el oro… esas fueron las últimas palabras que recuerdo antes de perder definitivamente el conocimiento.

Al llegar a mi casa encontré una carta de miss Helene Strauss, la única hija de mi maestro, que me escribía desde Berlín. Decía así:

«Mister Rózsa, me dirijo a usted por ser el discípulo más cercano a mi difunto padre y porque sé que puedo confiar en su discreción. Perdone de antemano la rudeza de estas líneas, pero las circunstancias me obligan a ser muy directa.

»Necesito su ayuda. Aunque con toda seguridad no le comentara nada, mi padre se hallaba desesperado. Tras invertir la pequeña fortuna que mi madre nos dejó al morir en negocios que fueron a la quiebra, había contraído numerosas deudas y los acreedores no cesaban de acosarlo. Un día me anunció muy excitado que pronto cambiaría nuestra suerte, que estaba tras la pista de un gran tesoro y que usted lo ayudaría. Luego me enteré, casi por casualidad, de su viaje a Java y entonces comprendí que había aceptado usted la misión de encontrarlo. Ahora le escribo esta carta sin saber si ha regresado ni si ha tenido éxito. Pero la situación es insostenible. Si no reúno cierta cantidad de dinero, toda la biblioteca y los numerosos objetos que reunió mi padre en sus expediciones serán vendidos en pública subasta. No le pido nada para mí, pero si está en su mano evitar el expolio de su legado, le ruego encarecidamente que lo considere.

»Gracias por todo.

»Helene Strauss.»

Sostuve la carta en mi mano y luego la deposité sobre el escritorio, intentando asimilar las consecuencias de tan sorprendente confesión. Me costó mucho trabajo aceptar que mi idealizado maestro, aquel modelo de conducta y rigor científico era, con sus grandezas y miserias, un simple ser humano. Un hombre al que el infortunio había trastornado de tal modo que no hubiese dudado en traicionar sus convicciones, y al que su preclara inteligencia no le había evitado caer en las redes de sus propias fantasías.

Coda final (que podrán omitir todos aquellos que odien los finales felices)

Aprovechando mi visita a casa de mister Stapleton para informarlo de los resultados obtenidos por la expedición que tan generosamente había patrocinado, le comenté, al final de mi exposición, sobre la subasta de los bienes del profesor Strauss, rogándole de paso su ayuda.

—Es usted de una osadía increíble, mister Rózsa. No sólo admite que su expedición, salvo unas cuantas notas y fotografías cuyo valor está por ver, ha sido un fiasco, sino que me pide que salve el patrimonio póstumo de un hombre que tenía los pies tan bien asentados en la tierra como usted. No sé qué hacer, lo confieso, si rogarle que abandone mi casa o dejarme convencer de nuevo por sus palabras. En fin, lo pensaré. Acérquese por aquí el jueves de la semana que viene. Pero no me traiga sentimentalismos sino cifras concretas.

Nada más salir de allí, escribí una carta a miss Helene Strauss poniéndola al corriente de mis gestiones, para que a su vez tratara de ganar tiempo con los acreedores. Aún no estaba todo perdido.

El jueves siguiente, como habíamos acordado, me presenté en el domicilio de mister Stapleton.

Nancy, la doncella, me informó de que el dueño de la casa estaba atendiendo una conferencia y que tan pronto terminara le anunciaría mi visita. Tomó el abrigo y el sombrero de mis manos y desapareció del salón.

Un minuto después apareció miss Stapleton, quien al verme se acercó ofreciéndome una de sus mejores sonrisas. No habíamos vuelto a vernos desde que nos despedimos en la estación de Londres y su presencia me causó una emoción que ni yo mismo esperaba. Para terminar de sumirme en el más completo desconcierto me dio un abrazo, gesto al que apenas supe responder, salvo con mi habitual torpeza.

Miss Stapleton, qué alegría volver a verla. Estaba deseando hacerlo, siquiera para agradecerle sus atenciones. Rayid me contó que no se apartó un instante de mi lecho mientras estaba enfermo.

—Shhh, no diga nada. Me consta que usted habría hecho lo mismo por mí. Pero llámeme Violeta; a partir de ahora ese será mi nombre.

Una mañana de abril, particularmente luminosa, Violeta y yo nos casamos en una localidad próxima a Londres, mientras las campanas proclamaban a los cuatro vientos el regocijo y el escándalo que, en similar proporción, nuestra boda causó entre los miembros de aquella pequeña comunidad.

Antes de alcanzar mi objetivo mister Stapleton, cuya generosidad había salvado la biblioteca del profesor Strauss, me sometió a duras pruebas por espacio de tres largos años, en los cuales tuve que demostrarle que podía mantener a su hija y que ningún tesoro, por fabuloso que fuera, volvería a distraerme de mis obligaciones.

Ahora doy clases en la facultad y dirijo un club privado que se dedica a recorrer, con entusiasmo deportivo, los últimos rincones vírgenes de la tierra. Además de organizar expediciones, publicamos una revista mensual de divulgación. Rayid, después de permanecer tres años a mi lado, regresó a su tierra impulsado por la nostalgia y desde allí sigue colaborando con nosotros. Una nostalgia de la que yo tampoco he conseguido librarme y que renueva mi deseo de volver algún día.

Tengo también un par de ayudantes, de seis y cuatro años, que no dejan de explorar el más mínimo rincón de nuestro jardín, lo cual me lleva a considerar el futuro de mi profesión con cierto optimismo. Porque, aunque las circunstancias induzcan a pensar lo contrario, sigo siendo un explorador.

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