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Crioestasis

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Mi primera sensación en crioestasis es de tranquilidad, de flotar en un mar calmo. Apenas sientes tu cuerpo, pero todavía ves y oyes. Escuchas todo a lo lejos aunque vagamente lo entiendes, tus ojos permanecen abiertos y ves lo que te permite la pequeña abertura a la altura de la cara de la cuna en la que estás encerrado.

La segunda sensación en crioestasis es cuando llevas unas diez horas sin moverte pero enterándote de todo lo que ocurre a tú alrededor. La sensación es una mezcla de desasosiego, intranquilidad y algo de miedo, pero tú sigues flotando en ese imaginario mar de la tranquilidad.

Dos días después estás aterrado, empiezas a pensar que estás muerto en vida. Calculas en tu mente que el viaje durará veinte años y no te crees capaz de estar pensando durante esa eternidad sin volverte loco.

Por fin caes es un estado de duermevela, lo más parecido que tienes a un descanso mental. Te desconectas en un alto grado, tus miedos desaparecen por el momento. Imaginas tu cuerpo en una habitación de paredes blancas y tu cuerpo vestido también de blanco no se diferencia de lo que te rodea. Estás soñando por fin, o por lo menos en un estado que tu cerebro confunde con soñar. Al menos te permite descansar de tus miedos y los pensamientos racionales. Durante ese tiempo divagas y realmente disfrutas de la relajación parcial.

Después despiertas. No es real, claro. Tu cuerpo sigue inerte, con sus actividades ralentizadas y ese palpitar lento de tu corazón bombeando tu esencia por todo tu cuerpo. Vuelven las paranoias, las preguntas, el aburrimiento. Alguna luz se enciende a tu alrededor, captas alguna palabra en el aire. Pero sigues solo, desamparado y muerto de miedo, hasta que vuelves a desconectarte.

Y así multitud de veces.

Cincuenta años antes el ser humano había descubierto el poder de la energía nuclear iónica. Por fin nuestros sueños de viajar por el espacio se habían hecho realidad: podríamos construir naves que nos acercaran a la velocidad de la luz en varias décadas. Teníamos tiempo para descubrir todo lo demás.

Se eligió viajar hasta la estrella más cercana a la tierra, Alpha Centauri. Allí nos esperaban más de treinta planetas para colonizar, nuestro sueño de esparcirnos por el universo había llegado y todos, absolutamente todos, nos pusimos manos a la obra.

Cuando me eligieron para formar parte del primer viaje de colonización no lo pensé dos veces: no dejaba familia atrás, nada me retenía en la Tierra y ser astronauta colonizador era mi sueño desde niño.

La crioestasis era algo que no controlábamos al cien por cien. Se había probado con animales y en su base más primaria con humanos. Pero los tres mil elegidos que viajaríamos en esas cunas de sueño inducido lo haríamos a ciegas. Se nos dijo que no habría problemas, que todo iría bien…

Y llegamos al punto que me encuentro.

Cuando estás sin poder moverte pero piensas, ves y escuchas, y esa situación dura más de lo que pensabas, empiezas a creer que no estás allí, imaginas mundos que no existen y personas que ya murieron hablándote y señalándote el camino. Te preguntas si tú eres el único en esa situación o si todos los que viajamos durmiendo estamos compartiendo esa misma tortura silenciosa. Quieres creer que hay un fallo en la cuna.

Un día aparece un rostro. Al principio es sólo una mancha que te recuerda a la cara de una persona. Escuchas sonidos parecidos a palabras entre tu ciclo de vigilia y de semisueño vivido. Poco a poco el rostro se vuelve un poco más nítido. Y así entre pensamientos, sueños, deseos y miedos te encariñas con su aparición esporádica, con sus palabras que resuenan cada vez más claras.

Entonces llega un día —quizá años después— en que la ves. Es el rostro de una mujer morena, de ojos verdes y sonrisa liviana. Sus palabras son un susurro agradable que te produciría cosquillas si pudieras sentirlas. Tiene el flequillo corto y a veces un mechón de pelo cae sobre ti. Bueno, sobre el cristal que te separa de ella. Y habla, te habla, te cuenta su día a día, sus anhelos, sueños, mentiras y miedos. Quieres decirle que la entiendes, que podríais ser grandes amigos, que cuando desaparece su rostro de tu vista la echas de menos.

Con el paso del tiempo empiezas a sentir su calor, el latir de su corazón y la velocidad de sus neuronas al transmitir los impulsos nerviosos que la hacen tan maravillosa.

Cuando no está y sigues en vigilia te inventas la evolución de una empresa de bicicletas, desde que construyes una en el garaje de tu casa en el campo hasta que pones el primer ladrillo de la fábrica, su importación a otros países y cómo gastas el dinero ganado en hacer crecer la compañía y así mil veces mil empresas. Otras veces te cuentas relatos e inventas vidas pasadas, cientos de personajes con sus miles de diálogos entrelazados. Y duermes. Es como la idea de contar ovejas solo que tú haces nacer imperios en tu mente y los haces desaparecer con el pensamiento. Casi vives así vidas que no son tuyas, disfrutas y las haces crecer con cariño, dejas que esas vidas evolucionen y esperas con curiosidad hasta ver dónde llegaran.

Pero ella vuelve siempre, y dejas a un lado todo lo demás, porque escuchas cada una de sus palabras atesorándolas como diamantes. Cada momento delante de ese hermoso rostro te recuerda que eres humano, que estás vivo y que quieres sobrevivir, buscar una salida, llegar hasta el final y ganar por fin tu libertad. Respirar aire puro, andar, alzar tus brazos al viento y gritar. Nunca en tu vida has tenido tantas ganas de gritar, de romperte las cuerdas vocales en un intento por comunicarte y sentirte vivo. Sobre todo, echas de menos el movimiento.

Los años pasan y ella te lo va contando todo, cómo la tripulación que permanecía despierta para cuidar de la nave se dio cuenta de los fallos de la crioestasis, que había gente como yo que seguíamos despiertos. Desde ese momento, habían decidido pasar su tiempo libre con nosotros, haciéndonos compañía lo más posible en nuestros estados alterados de vida inerte.

Conocí sus pensamientos mejor de los que los conocía ella. Su amor por los animales, su enorme curiosidad por los planetas lejanos y los viajes por el espacio, sus aficiones, sus miedos: a los insectos, a la oscuridad, a dormir en crioestasis.

Durante mucho tiempo esperaba su llegada y seguía creando, murmurando en mi mente nuevas palabras, nuevos idiomas inventados, interminables coloquios con filósofos de mi infancia, reinventaba las matemáticas, la literatura de una nación, deletreaba miles de palabras, todo en un intento por que pasara el tiempo más rápido.

Un día sentí su crispación, vi lágrimas en sus ojos y cómo sus labios temblaban al hablar. Después me contó entre sollozos un accidente de dos días atrás: una masa de meteoritos había chocado contra la nave y había producido fallos y grietas importantes en la estructura. Había fallecidos. Quise abrazarla y consolarla, quise decirle que no estaba sola y que todo iba a ir bien. Pero la vida no nos da lo que queremos ni lo que soñamos, simplemente nos pasa por encima y nosotros tenemos que intentar sacar la cabeza fuera y seguir respirando.

El tiempo pasa y ella sigue visitándome. Me dice que ya queda poco, sólo unos meses para llegar a nuestro destino. Pero no todo son noticias felices. Me dice en un susurro que no todos vamos a llegar vivos. El accidente de los meteoritos destruyó por completo el sistema de aterrizaje planetario, así que cuando llegue el momento improvisaremos.

Esa idea me pone nervioso. Hace tiempo que no me siento así, pero es inevitable. No entiendo cuando me dice que improvisaremos. ¿Quiénes? ¿Ellos? Porque yo, por desgracia, y todos mis compañeros de crioestasis permanecemos inalterables, estáticos para cualquier plan de contingencia. Supongo que sólo nos queda tener fe, creer en la gente de la nave, en que saben lo que hacen, en que cuidarán de nosotros.

Por lo menos ella no parece intranquila. Sí algo nerviosa, pero comprendo por su temperatura corporal, la dilatación de sus pupilas y el enrojecimiento de sus mejillas que no miente, y sobre todo que cree en lo que me dice.

Dos visitas después siento la vibración, cómo se mueve todo. Las luces pasan de blancas a rojas, oigo cómo se desconectan los cables de mi cuna de crioestasis. Físicamente sigo inerte, dentro de mí miedo que avanza y se alimenta de mí.

Veo por última vez su rostro. Me dice que estamos cayendo, que las cunas han sido desconectadas de la nave y preparadas para ser lanzadas hacia el planeta. La nave seguirá su camino, lo más probable para estrellarse. No puedo decirle lo que siento, la miro impávido con los ojos que siempre la han admirado, ojos vidriosos y congelados.

Despierto con un gran estruendo. Siento cosquilleo en la punta de los dedos de los pies y de las manos. El proceso de rehabilitación en la cuna de crioestasis está avanzando, ocho horas se necesitan para que despierte plenamente a la realidad y pueda moverme.

Después de un tiempo que me parece que no acaba mis ojos me permiten mirar lgeramente hacia los lados. Todo se mueve rápido y siento dolor. Mi cuerpo empieza a despertar a la vida. Me sorprendo cuando descubro que estoy en el espacio: las cunas han sido despedidas de la nave, percibo la velocidad a mi alrededor. Las estrellas están por todos lados. Miro hacia mi derecha y vislumbro cientos de cunas viajando a mi lado. Y, al fondo, la gran nave cae como nosotros hacia el planeta. Veo partes destruidas, fuego y chispas, y su trayectoria inexorable.

Voy cayendo y extrañamente siento júbilo. Soy feliz por este cambio de los acontecimientos: pase lo que pase he terminado con mi cuna, he terminado con todo aquello. Por fin seré libre, vivo o muerto, pero libre.

Veo el planeta que se acerca a mí, cada vez más azul. Puedo ver manchas verdes y marrones, pero sobre todo azul, agua. Océanos gigantescos. Caeremos sobre mares amplios y desconocidos o sobre tierra, da igual ya. La suerte está echada y no me preocupa. Mientras caigo me despido en las treinta y siete lenguas que he inventado, intento recordar todas las empresas que he creado en mi mente desde sus orígenes hasta su caída, los miles de nombres de personajes de mis historias.

Sonrío, por fin sonrío y me acuerdo de todo lo pasado, de todos mis pensamientos durante años, de esos miedos y esas esperanzas que nunca han sido vanas. En mi mente pasa toda esa información como una película de serie B. Con cariño, me despido.

Delante de mí caen cientos de cunas. Se estrellan, unas contra el agua, otras en tierra. Algunas explotan, otras se hunden hasta el fondo y unas pocas vuelven a salir a flote, en buscade aire, sol y vida. Un gran estruendo me sobresalta: es la nave que se ha estrellado, cientos de pedazos de ella se reparten entre el mar y una playa verdosa.

Y ahora es mi turno.

El golpe es fuerte, me hundo profundamente en el agua. Mis dientes castañetean pero sonrío, mis ojos están bien abiertos. Toco fondo. Y después la cuna empieza a subir arriba, muy arriba, hacia la luz y el aire puro.

Quedo flotando. El sol es maravilloso. Siento tantas ganas de salir de la cuna pero no recuerdo donde está el botón de apertura. Despacio y con dificultad muevo mi mano derecha, tanteo torpemente hasta que lo encuentro y lo pulso. La pantalla de cristal encima de mí sale expulsada un par de metros y por fin respiro naturalmente. El aire es pesado y cálido pero maravilloso, llena mis pulmones de tal manera que toso por querer aspirarlo todo.

Me incorporo en esa cuna donde llevo en animación suspendida durante veinte años. Ha cumplido su cometido: estoy vivo. Abro la boca y carraspeo, para después gritar con todas mis fuerzas: no reconozco mi voz, pero eso no es importante. Estiro mis brazos y piernas y me atrevo a saltar fuera para empezar a nadar hacia la playa. A mi alrededor caen más y más cunas, unas flotan y otras no, pero hay gente ya en la playa, gente nadando hacia ella y todavía más gente abriendo sus cunas y gritando de placer cuando llenan sus pulmones.

Quiero llegar a esa playa y ponerme en pie, llorar, abrazar a alguien, sentir la arena debajo mis pies y que el sol abrasador queme mi piel. Y me encantaría encontrarla a ella, darle las gracias, sentir sus manos en mi cara, contarle mis secretos, lo que siento y mis anhelos.

Buscará hasta encontrarla, creo que cosas más difíciles he hecho.

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