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Blanco, negro y BM

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A mi alrededor todo parece blanco. Blanco lechoso, blanco indefinible. No veo nada porque no hay nada que ver. ¿Ando? sin rumbo fijo y cuanto más intento fijar la vista para percibir, menos veo aún. No hay dolor, no hay hambre, ni sed, ni picores. Mentiría si dijera que hay paz ¿habré muerto? Si esto es la muerte y si la muerte es infinita, esto va a ser bastante aburrido. Miro al suelo y no hay suelo. Miro al cielo y tampoco hay nada a lo que atribuirle dicho concepto. Estoy seguro de que si hubiera un árbol, una cafetera o una simple roca, pensaría que es el tesoro más apreciado de mi existencia -o de mi no existencia, que para el caso, lo mismo da-. Hasta si me encontrase un simple desperdicio fecal me quedaría su lado. Las mierdas no nacen por generación espontánea, algo las tiene que cagar. Me imagino que pudiera encontrar una caca perruna. Podría pasar el tiempo criando un perro, enseñándole a traerme los palos que le tire (si encontrara un palo, claro). Pero ¿y si me encuentro una ñórdiga humana? Podría ser… cualquier cosa: un asesino, un policía norteamericano, una vieja japonesa, Cristiano Ronaldo… Y todas las variantes me crean desazón. Lo del asesino está claro, nadie quiere compartir el infinito con un asesino, sobre todo porque está uno seguro de ser su principal objetivo. Aunque por otra parte, si estoy muerto, no podrá matarme… Pero ¡qué coño! me lo puede hacer pasar muy mal, sobre todo si es de esos de los que antes de matar a su víctima le gusta hacérselo pasar chungamente. No, no quiero que me empiece a levantar las uñas de los pies con unos alicates ni que me clave púas de acacia en los ojos. ¿Por qué habré pensado en las acacias? No lo sé.

Siguiendo con los candidatos a acompañantes, el poli guiri me hace pensar en la serie Cops. Estos indecentes subproductos del género humano me dan más miedo que los asesinos. Un poli de ciento veinte kilos con una porra y un cacharro de esos que te sueltan miles de voltios a tu lado, seguro que tarde o temprano encuentra una excusa para darle rienda suelta a sus impulsos democráticos. No, deja, casi es mejor el asesino.

Las japonesas me dan mucho morbo. Esos vestidos que llevan de seda, con tantas capas, tantas revueltas, tantos complementos invitan al mete-mano y esa es una idea que me complace. Claro que hay cosas que no me gustan de las japonesas, por ejemplo eso de que vayan de modositas y que lancen grititos lastimeros mientras las follas. No me he tirado a ninguna japonesa, lo juro, pero hay mucho porno en internet y esa faceta se repite en todas las pelis que he visto. Pero no es eso lo que me asusta de una japonesa. Hace tiempo, vi una peli en la que un hijo llevaba a su madre anciana a morir. Que digo yo, para que muriera, bastaba dejarla a los caprichos de la biología, pero la vieja quería morir en no sé qué sitio y como su estado decrépito le impedía caminar, el tío se la cargaba a cuestas en una especie de capacho y venga a subir por helados y tortuosos caminos con la consumida madre que le dio el ser a cuestas. Además, si esto, como parece, va para largo, no me pone la idea de pasar tropecientos siglos con semejante carga.

¿Y lo de Cristiano? Eso sí que sería insoportable, con esa cara de si-fallo-es-porque-el-otro-lo-ha-hecho-mal. Me imagino deambulando por este universo lácteo detrás de un tipo todo el día haciendo flexiones para no perder la tableta de chocolate que lleva por abdominales. Todo el día diciendo que si el gol que le marcó al Inter o cuando hizo la chilena contra el Liverpool y yo pensando para mis adentros «¿y el penalti que fallaste contra el Bayern, giliportu?». Además, yo también tengo mis logros: gané un concurso de poesía y un torneo de ajedrez, ambos en el cole… ¡habrase visto!

Me decido por el perro. Es más humano, más inteligente, más compañero y creo que para este asunto viene mejor un cánido. Además, con esa intuición que tienen, seguro que encontraría un camino por este absurdo paisaje.

Si estuviera cansado, me sentaría, pero tampoco noto fatiga en mis músculos. Me miro desde arriba y no llego a saber si estoy vestido. De hecho, no veo absolutamente nada de mi cuerpo. Hay una cosa que está clara: si veo, es que tengo ojos. Es un razonamiento cuasi cartesiano. Veo y pienso, por lo tanto, soy yo, algo hemos avanzado. Así que nos ponemos a estrujar las meninges y a encontrar lados lógicos del problema. Para saber si estoy borracho, siempre recito de memoria la fórmula de la ecuación de segundo grado: «menos b, más menos la raíz cuadrada de b al cuadrado, menos cuatro a c, partido por dos a». Bueno, pues me la sé. Si estuviera muy borracho, no la recordaría y si tengo que recurrir a esta estratagema es que estoy borracho. Sólo borracho, no muy borracho. La diferencia es fundamental. Si uno está muy borracho no puede encontrar argumentos de ninguna clase. Estando solamente borracho, sin embargo, aún te quedan neuronas para poder discernir algo. Hasta puedes reírte de ti mismo, antes de que lo hagan los demás. Luego están las drogas. De todas, la única que me puede poner así debe ser el ácido, aunque no recuerdo haberlo tomado nunca, pero si estoy “acidado” a lo mejor no recuerdo habérmelo tomado. Así que infiero que estoy drogado, muerto o soñando. Está también la alternativa Matrix, pero es que los Wachowski no me inspiran confianza. Para probar esto último pienso en volar y me lanzo. Al no tener referencias visuales no sé si vuelo, pero espera… sí, eso que noto en los ojos es como cuando vas en una moto y tienes que entrecerrarlos por mor del viento. Así que vuelo, pero no puedo ser Neo porque no me gusta. Bajo la cabeza y ahora sí que veo mis pantalones y la puntera de mis zapatos que se convierten en la popa de este imaginario barco volante en el que me he trocado. Como no llevo los calzoncillos por encima de los tejanos, infiero que tampoco soy Supermán. ¿Seré Goku? Instintivamente me echo mano a la rabadilla y palpo para saber se tengo rabo. Goku, de pequeño, tenía uno hasta que su abuelo se lo arrancó. Debe ser una metáfora iniciática manga de la que no sé su propósito. Respiro tranquilo al no percibir apéndice trasero alguno. No soy Goku, ni Neo, ni Supermán. Soy simplemente yo que vuelo ¿a qué velocidad? no importa, en este mundo todo y nada es importante.

Tras un tiempo indeterminado volando en todas las posiciones, el aburrimiento me empieza a invadir y pienso que necesito algo más que volar para no volverme loco. Aunque… si me vuelvo loco tampoco sería mala idea. Me imagino volverme esquizofrénico y así, al menos, oiré una voz que me dice que mate a Ronaldo, aunque para eso no hace falta estar loco, lo haría gratis y ese pensamiento hace que suelte una ristra de tremendas carcajadas que me producen dolor en la tripa. Eso deben ser los abdominales, que de tanto espasmo se sienten doloridos. Es una forma de hacer gimnasia y me imagino una tripa carente de grasa y sembrada de pequeños e irregulares cuadrados conseguidos por la sola idea de matar a aquel que presume de otros conseguidos por arte y gracia de los doce millones de flexiones que se hace al día, más la mierda esteroidea que se tome vía oral, venosa o rectal.

Llega un momento en el que la risa se convierte en una mueca. No puedo parar de reír. El dolor abdominal es brutal. Cuanto más me río, más me duele. Los ojos no paran de soltar lágrimas y se me queda un reguero salado en la sien como si hubiera estado tomando el sol siete meses seguidos con dos lápices, uno por cada oreja, como si fuera un carpintero con mala memoria. La mandíbula se me encaja en su máxima abertura y me quedo como la Milla Jovovich en una de las últimas escenas del Quinto Elemento, solo que en vez de soltar un chorro de energía que acabe con El Maligno, el aire me entra a una presión que apenas puedo sostener con la glotis. Soy presa del pánico. Noto como los dientes empiezan a crujir, preludio de una rotura inminente. Casi prefiero perder el sentido, no sentir cómo los dientes quebrados, astillados, me atraviesan la nuca segando antes el Puente de Varolio. La campanilla empieza a estirarse fruto de la velocidad del aire que entra por mi boca. Se estira, se estira y se estira hasta que empieza a rozar los labios apretados de mi glotis. El cosquilleo hace que esta no pueda resistir y se relaje. No sé si tengo una glotis o una vulva en mi garganta que presa de la excitación se abre ante la primera polla que se encuentre en su camino, aunque esta sea en forma de chorro de aire. Al principio, es apenas una abertura de un tamaño microscópico, pero es tan frío, tan penetrante, tan doloroso que prefiero relajarme: ante la violación inminente, relájate y disfruta.

No sé si he adoptado la medida más oportuna. Noto cómo el chorro gélido baja por mi esófago y produce un remolino de ardorosos jugos gástricos en mi estómago que hacen inútiles los esfuerzos del píloro para quedarse en off. Presiento la tragedia. Esto es irreversible. Las pocas válvulas de corte que me quedan son como palitos de helado en una acequia murciana y el torrente invisible arrastra sin preámbulos los restos de los dos últimos días. Ruego que Heimdall, mi esfínter anal, aguante un poco, lo suficiente, porque tengo una difícil tarea que llevar a cabo: evitar que mis preciados Levi Strauss tornen de azul gastado a marrón truño fashion.

Planeo adecuadamente la maniobra del plan Liberad a Levi’s. Primero, desabrocho el cinturón y voy liberándolo presilla a presilla hasta que queda sólo la gruesa hebilla unida a la última. Después, bajo la cremallera lentamente para ver cómo afecta a la aerodinámica esta abertura. Un gustirrinín gélido acaricia mis pudendas zonas nobles. Por último, sujeto fuertemente el extremo del cinturón con una mano y con la otra desprendo el botón de la cintura. La fuerza del viento y una ligera flexión de mis piernas hacen que la extracción sea un éxito. Recojo, doblo y abrazo mi preciado tesoro cual Gollum volante. Heimdall me lanza signos evidentes de su debilidad. Pero aún queda una tarea pendiente, aunque esta es más fácil: desprenderse de los gayumbos. Un simple botón que quitar y ¡adiós a los CK Underwear!

Abro las piernas y un festival pedorréico sirve de obertura a la Sinfonía en Mi Mayor para viento y orquesta. Si no fuera por la mandíbula encajada, los ojos llorosos y los dientes a punto de fosfatina, diría que es el placer más intenso que he sentido en mi vida. Un reguero micronizado de detritos me hacen formar una estela kilométrica, pero cuando me quedo completamente vacío los primeros malestares internos empiezan a llegar. Estoy completamente limpio y el aire me atraviesa literalmente empalándome. Siento cómo se me reseca desde la boca hasta el culo y antes de que mi preocupación se haga extrema, noto como mis dientes, en vez de romperse empiezan a sumergirse en mis encías. Esto sería preocupante, pero al mismo tiempo, en el suelo de la boca, a ambos lados de la lengua, noto como dos ligeros pinchazos, como de algo que quiere salir. Dos finos estiletes que surgen en las zonas donde sentía los pinchazos, apenas hacen que sangre y dos colmillos de serpiente aparecen. La cosa más normal del mundo, de este mundo, imagino. De esos colmillos surgen unos finos chorrillos de líquido transparente que acompañan al torrente aéreo hacia mi interior. Noto cómo lubrico todo mi ser y como si se produjera una combinación de elementos, de mi interior brota un potente chorro que me hace volar a una velocidad increíble. Alrededor de mi cabeza se forma una especie de cúpula invisible que evita que mis ojos sigan lagrimando. No sé a dónde voy, pero voy… ¡a toda hostia! Me doy cuenta de que si muevo ligeramente manos y pies, puedo hacer cambiar mi rumbo y me dedico a hacer giros y filigranas.

No sé cuánto tiempo paso jugando a Turboícaro cuando a lo lejos percibo algo. No es más que una pequeña variación de blancura, algo más borrosa, algo más difuminada, quizás oscura. Después del instinto de supervivencia, creo que el más fuerte en el ser humano es el instinto de la curiosidad. ¿Quién se puede resistir en un mundo monótono a curiosear una diferencia? Yo, no.

Conforme voy acercándome noto cómo a mi alrededor todo se va volviendo más oscuro, menos blanco. A la vez, voy perdiendo velocidad lentamente. Cuanta más oscuridad me rodea, menos veloz me siento y esto hace que tenga una mayor flexibilidad, que mis músculos me respondan más finamente. Tanto es así, que incluso noto cómo voy recuperando el control de mi mandíbula y cierro la boca. Instantáneamente, los colmillos inyectores se retraen y los dientes surgen a su posición inicial, más limpios que nunca. Lo que me habría ahorrado en dentistas si hubiera conocido este método de limpieza antes. Miro hacia atrás y veo cómo la blancura de la que procedo se convierte en un agujero blanco, como la salida de un túnel. Aún creo que tengo suficiente velocidad para intentar volver, pero ya sé lo que hay ahí y… dejo el agujero lechoso a mis espaldas y avanzo cada vez más lentamente hasta la negrura.

Paso un tiempo indeterminado en mi oscuridad. No es una oscuridad normal porque veo mis manos, mi tronco, mis piernas, mis Levi’s… y como no tengo nada mejor que hacer, me los pongo. Un tío puede flotar por el infinito sin sus calzoncillos, pero sin pantalones es una cosa diferente. Es hora de volver a pensar. ¿Dónde he estado, qué ha pasado, por qué volaba y por qué utilizaba esa forma tan rara? Palpo con la lengua primero y con los dedos después la zona donde aparecieron los colmillos de serpiente y no noto nada extraño, ni tan siquiera una ligera llaga, ni un raro sabor de boca, nada. Los dientes también están en su sitio. Guiño alternativamente los ojos y no advierto pérdida apreciable de visión y en cuanto a… Espera ¿qué sucede ahora? Algo tira de mí. No es algo que tire de una pierna, de un brazo o de la ropa. Es como una especie de caída, pero no puedo decir si es hacia abajo, hacia arriba o hacia un lado. Me siento atraído de forma suave y uniformemente acelerada. No puedo hacer nada por ir contra la dirección de la atracción. Da igual la postura que adopte me siento capturado por una especie de imán que me lleva a… mi cuerpo empieza a acelerar y en una décima de segundo noto como si me convirtiera en chicle, en una sombra, en un ente energético. Tío, ahora sí que estás muerto ¡no puede ser otra cosa, joder! Lo más curioso de todo es que no siento miedo, ni pena y me pongo a esperar. Mi paciencia puede llegar a ser exasperante, ya me lo dice mi mujer, ¿eh? Espera, espera ¿estoy casado? No puede ser… o sí. Al menos sé que hay alguien por ahí que es mi pareja. Pero no recuerdo ninguna ceremonia, ningún roce, ninguna saliva ni ninguna burbuja cerrada al mundo exterior donde goce y cariño a partes iguales se unan en pasiones hasta el amanecer. Hasta es posible que tenga descendencia. No, eso no lo creo. No me gustan los niños. Quizás una niña que sea la que me haga sonreír, pero un niño… son demasiado toscos, demasiado previsibles y egoístas.

Tan ensimismado estoy en estas disquisiciones que no me doy cuenta de que por un momento he visto algo de luz. Ha sido una fracción infinitesimal de un tiempo que ya no se medir. Ahora sí que estoy a oscuras. A oscuras totalmente. Me siento pesado y la boca me sabe a tierra. Estoy humedecido y dolorido y sólo noto presión en todos y cada uno de los puntos de tacto de mi cuerpo. Primero intento mover la cabeza, pero me resulta imposible. El tronco, los brazos y las piernas permanecen también inmóviles. Solamente la punta de los dedos y la punta de mis pies parecen poder hacer algo. Y sé por qué es. Ser de la EGB tiene sus ventajas. «Presión igual a fuerza partido por superficie.» A menor superficie, aplicando una misma fuerza, mayor presión. Así que empiezo a mover los dedos. Ahora el tacto es mayor y percibo claramente que estoy enterrado. Ahueco la tierra abriendo y cerrando la mano. Con las manos más liberadas y cerrándolas puedo mover longitudinalmente los brazos y eso provoca que poco a poco consiga cada vez más espacio. Logro ir formando una capa de aire en este subterráneo nicho y consigo salir a la superficie.

Estoy en una especie de urbanización. El sitio me resulta extrañamente familiar. En rededor mío, una fina capa de césped digamos que… cuidado, sin exageración y cuatro árboles que un perfecto urbanita como yo diría que son… árboles. No distingo un melocotonero de un pino.

Sentado aún en el hueco que de no ser por mis agilidades digitales se hubiera convertido en mi sepultura, percibo a mis espaldas un murmullo sordo. Es la puerta trasera de un lugar más familiar aún que el entorno. Me levanto, me saco la tierra de orejas, nariz y boca y termino sacudiendo todo el resto del cuerpo. Hasta cojo un palito y me limpio la negrura de mis uñas. Me atuso el pelo y me dirijo hacia esa familiar puerta. La abro y entro en un bar en el que veo cuerpos conocidos. Y digo cuerpos y no rostros. Sé quién son cada uno de ellos, esta parroquia es más bien exigua. Mi sonrisa de oreja a oreja quiere expresar normalidad, como si nada hubiera pasado. No sabría por donde empezar y el episodio cagaleticio sería difícil de expresar sin caer en el ridículo. El tipo que hay detrás de la barra me levanta las cejas a modo de aprobación mientras me enseña una botella de whisky. Le digo que voy al baño y que lo vaya poniendo. Tanto tiempo he estado solo que ahora me cuesta estar con la gente.

En el baño, me miro al espejo y me reconozco. No veo nada raro. Muestro los dientes al espejo y veo que están perfectamente alineados. Nada de tierra, nada de detrito en mi ropa indica mi aventura aérea. Bien, todo parece que está en su sitio. Me dispongo a echar una meada y advierto que algo falta: mi lencería se ha quedado al otro lado de mi viaje, pero eso no es importante. La costura roza un poco en el escroto, pero si me coloco bien el paquete pasaré soportablemente la velada. Voy notando cómo el murmullo de voces, risas y tintineo de los vasos van incrementándose y cuando salgo veo que el local está abarrotado.

Busco protección entre los míos, pero estoy un tanto ausente. Río ante las ocurrencias de alguno porque la risa de los demás me sirve de guía. El tipo de la barra está sudando como un pollo. No da abasto. Las dos orejas las tiene ocupadas, una con una tiza con la que echa las cuentas de lo consumido garrapateando números en el mostrador y la otra con el cigarrillo que está deseando fumarse, pero me da a mí que no será esta noche porque la peña no para de pedir. De repente nos da un grito al grupo y señala la máquina de los discos. La música está a punto de acabarse. Me alarga un billete y me dice que la recargue. Como soy el que está más cerca, cojo el billete y lo meto por la ranura. Se supone que yo sé cómo funciona la máquina. La he puesto cientos de veces. Alguien me pide que ponga una canción de Blondie, Heart of Glass, y la verdad es que no tengo ni puta idea de cómo se elige una canción. Sólo veo números y cada vez que pulso uno de ellos, los dígitos del crédito van disminuyendo hasta quedarse a cero. Una especie de ruleta empieza a girar y supongo que van a salir las canciones de forma aleatoria. Está bien tener una certeza de vez en cuando.

Vuelvo a mi reunión y hay una silla libre. Me subo a ella y adopto mi postura favorita: con los brazos apoyados en los extremos de la curva del respaldo. Cuando me dicen que estoy poco participativo, hago el gesto de que esto fumado y no insisten. Entonces, empieza a sonar una canción que me pega un pellizco en el alma:

En el Coto Doñana han matao, mataron mi perro
A una sierva entre la verde jara él iba siguiendooo
Po loh contonnos d´Andalusía, no habrá otro perro como mi perro…

En ese momento, por la puerta principal entra una pareja de extranjeros. Diría que son rumanos y él lleva en sus brazos un bulto pardo del que salen cuatro extremidades tan extremadamente largas que casi llegan a tocar el suelo. Todo el mundo se queda callado y le abren un pasillo hasta el extremo del mostrador.

Era la llave de mi cortío
Y del ganao su sentinelaaa
No había lobo que s'asercara
A loh corderoh en la riberaaa

Mientras el camarero departe con ellos, me fijo en sus atuendos. Él lleva una camiseta de la Expo 92 y unos vaqueros desgastados por el uso, no lavados a la piedra. Ella, una camiseta del Atleti con el nombre de Schuster y unas bermudas vaqueras también. La tiza dibuja una cifra en el mostrador y entre ambos sacan unas pocas monedas y se las enseñan al del cigarro en la oreja quien los contempla, suspira, borra la cifra con un guiñapo y les dice que adelante.

Se abre un nuevo pasillo entre la gente, esta vez hasta la máquina vociferante y colocan a la criatura muerta de largas extremidades encima. El cadáver va perdiendo volumen, consistencia, es como si la máquina lo asimilara en una especie de rito funerario.

A la sombra de una gris acasiaaa, yo enterré a mi perro
Ya se acabaron mis alegrías ¡ay qué penita de mi luserooo!
Él consolaba las penas mías y de mi vida los sufrimientoooh
Ay qué contento cuando salía por esos montes de caseríaaaa
¡No habrá otro perro como mi perro!

Al finalizar la canción, se santiguaron por el rito ortodoxo, nos miraron a los asistentes dándonos gracias por nuestra presencia y salieron abrazando la manta doblada como recuerdo del triste evento.

Poco a poco el murmullo va convirtiéndose en el habitual jaleo que debe reinar en un bar que se precie y cada uno volvió a sus risas, a sus conversaciones, a sus chistes y, por ende, a sus carcajadas. Yo no quería reírme, la última vez que lo hice fue todo demasiado tremendo. No sé si estos mortales están preparados para ver mis habilidades, así que permanezco simulando que tengo un globo del quince y paseo mi vista por el local.

Reparo que entra un bombero. Normal, enfrente está el parque donde trabajan. Estará de guardia y se escapa a comprar unas cervezas. El de la tiza tiene buen trato con ellos y aunque se las cobra al mismo precio que a los demás -privilegios de ser el único bar de la zona-, de vez en cuando les regala algo para que no se traigan las bebidas de casa.

Con el bombero ha entrado una tipa de uniforme. No es bombera y me pica la curiosidad. Lleva como una especie de chaqueta de piel que le cubre toda la espalda hasta casi llegar al suelo. Se le marca un precioso culo bajo el brillante cuero negro. Por delante, dos solapas muy abiertas que dejarían visible todo su torso si no llevara un mínimo y ajustado top de cuero, negro también, que sólo se permitía como adorno unas brillantes púas en forma de cruz como unión de ambas copas. Como resto de atuendo, una microfalda que invitaba más que todas las japonesas gritonas de internet juntas y por encima de esta, un cinturón rematado en una cola de crin azabache que bajaba centrada milimétricamente rompiendo la pirámide que formaban sus piernas en dos triángulos perfectos y que guardaba la misma distancia al suelo que la espaldera trasera.

Presumo que esos pechos estarían duros como piedras y el calvo escribenúmeros así me lo demostró. Llega a su altura, toca la campana y todo el mundo guarda silencio. Le dice a la encuaretada que elija una de las tres copas de la vitrina, cerca de la cafetera, y con sonrisa tímida y nerviosa dice que la verde. Atónito asisto a una vociferante masa que con billetes en la mano quieren cubrir las apuestas y cuando todas quedan anotadas en la barra, el pibón de cuero se pone al lado de la máquina de música, adopta gesto serio y asiente segura con la cabeza. El calvo ticero le lanza un kiko que rebota en un pecho primero, en el otro después y trazando una parábola perfecta hace blanco en la copa elegida por la turgente moza. Los aplausos, gritos, yujus y demás vítores hacen poner a prueba la insonorización del local. Aprovecho para acercarme a la espectacular protagonista de la hazaña con la aviesa intención de fundirme en un abrazo de pulpo y sacar tajada, pero su fría mirada me detiene como si entre ambos se hubiera levantado una invisible muralla de espinas de tres picos.

Cuando las cosas poco a poco van volviendo a su ser y la calma en forma de conversaciones cruzadas empieza de nuevo a reinar en el garito, espero que haya un hueco lo más cerca posible de mi único objetivo en este y en cualquier mundo que se me pudiera ocurrir: colocarme cerca de esta diosa que turba mis pensamientos.

Nunca he sido demasiado valiente en mis actos de caza sexual y lo más original que se me ha ocurrido es «a ti te huelen los pies» y ante el gesto de extrañeza o repulsión por esta afirmación rematar con «a ti te deben oler los pies porque no se me ocurre otro defecto que tal maravilla de mujer pueda tener». Nunca ha funcionado.

Pero estoy decidido. Un tío que ha volado a velocidades supersónicas con retropropulsión anal no puede pararse ahora por timidez, cobardía, tensión sexual no resuelta o estupideces por el estilo. Me acodo en la barra garrapateada y empiezo disimuladamente a hacer trazos con el dedo con la excusa de que el cejijunto propietario me atienda. Él está repartiendo el resultado de las apuestas con el bombonazo que pondría palote hasta el mismísimo Carlos Dívar.

Viendo que están ambos distraídos, hago como que se me cae algo y me agacho a cogerlo. Desde esta perspectiva, miro sus tobillos perfectos y sus pies envueltos en unos botines negros acabados en punta y rematados con un remache de plata. Está bien plantada con ambos pies separados por apenas treinta centímetros formando desde la base hasta el infinito dos columnas que ni el propio Bernini hubiera esculpido mejor. Me atrevo a avanzar la mano hacia ese tobillo divino y cuando estoy a punto de alcanzarlo noto como si subiera por encima de la altura de un hombre normal como yo. Esto no me causa extrañeza, cosas más raras he notado en mis últimas andanzas. Ahora está delante de mí, infinita, inmensa, inconmensurable como pocas veces he visto a una mujer. Miro alrededor mío para ver cómo reaccionan los demás y advierto que han crecido todos. Espera, espera… esto tiene que tener una explicación más sencilla. ¡Claro, claro…! No es que hayan crecido, sino que yo me he convertido en ¡el increíble hombre menguante! Pienso con rapidez y de un salto me subo a la puntera de su botín. Aquí al menos estaré a salvo de pisotones de borrachos y sobrios, pero como empiece a caminar esta digna rival de los habitantes de Brobdingnag, de un solo paso salgo disparado sin remisión alguna. Lo mejor es alcanzar cierta altura. Su suave, lisa y cálida piel no me proporciona ningún asidero. Tiro de memoria y recuerdo los reportajes de aventureros que ascendían por estrechas grietas apoyando los pies en una de las paredes y la espalda en la pared contraria. No debe ser muy difícil. Además, mi reducción de tamaño ha menguado muy notablemente mi peso y no me cuesta demasiado trabajo la escalada. Por otra parte, el extremo del cinturón en forma de crines, aparte de ocultarme, también me puede servir de ayuda ocasional. Voy ascendiendo al mismo ritmo que lo hace mi excitación y para mis adentros me repito «que no lleve bragas, por Dios, que no lleve bragas…» y no sé si es por Dios o por qué otra causa, pero mis deseos se cumplen. Si bien, al principio no es gran cosa, dos enormes protuberancias del tamaño de ruedas de excavadora, su sola contemplación invita al orgasmo visual, pero yo soy muy básico, muy primario y he llegado demasiado lejos para conformarme con la sola satisfacción visual. Así que no me queda más remedio que alargar mi mano, mi pequeña y minúscula actual mano para acariciar aquellos carnosos semidonuts gigantescos, pero me faltan milímetros para llegar. Milímetros reales que, debido a mi tamaño, se convertían en distancias insalvables para un mortal de mi tamaño. Reparo en las crines que han alcanzado el grosor de una cuerda normal de persiana. Jalo de una de ellas para comprobar su resistencia y un espasmo sacude a la nueva Colosa de Rodas. Me quedo atónito por tal convulsión y aguzo la mirada para descubrir que lo que suponía crines naturales o sintéticas no son más que su vello púbico. Una catarata de pelo chuminal que nace desde su vientre más bajo y que baja, como dije, hasta escasos centímetros del suelo. El tirón que pego lo que ha provocado es el dolor de mi diosa infinita. El mal ya está hecho. Espero que una mano inmensa rebusque entre su entrepierna y despache de un manotazo a aquella ladilla lúbrica en la que me he convertido, así que no me queda más remedio que darle celeridad a mis movimientos, agarrarme a varios cabos cabellunos y trepar a toda pastilla. La recompensa se acerca rápidamente, sólo me queda un suspiro, alargo de nuevo la mano hacia aquella inmensa hendidura hasta lograr introducir algo más de medio brazo. Como si de un depredador marino se tratara, los macrolabios se abren en una fracción de segundo provocando un torbellino que me absorbe hacia su interior.

El estupor se apodera de mí. Estoy en un jardín donde sólo hay flores de las más bellas formas y colores. Algunos no sabría ni cómo llamarles. Advierto un sendero que se pierde en una curva suave y empiezo a andar por él. A lo lejos veo una figura femenina, vestida de cuero negro, morena, con una especie de chaqueta abierta por delante y larga por detrás… ¡Es ella, mi gigantesca fantasía! No sé si yo he crecido hasta hacerme de su tamaño o ella ha menguado hasta hacerse del mío. Pero ahora estamos a la par y yo dispuesto a derramar sobre ella todo mi cariño y pasión.

Nos paramos uno frente al otro y ella me sonríe, una sonrisa franca, bella, limpia, sincera y toda la escena se llena de una música muy Enya que me invita a cerrar los ojos y ofrecerle mis labios.

Ella sabe lo que quiero y con una nueva sonrisa melancólica me dice que es imposible, que es una sacerdotai>. Yo le respondo que será más bien sacerdotisa. No, me responde, soy sacerdota. Me explica que es una excisión del cristianismo católico que da como fruto la reivindicación de la Virgen María como verdadera diosa, que el celibato es sagrado y bla, bla, bla… A mí me suena más a aquello de «te quiero, pero como amigo». Deja caer la chaqueta y se lleva las manos a esos recipientes que me imagino repletos de ambrosía y me dice que este es el final del camino. Volverás…

De su perfecto canalillo salen unos misteriosos hilos de luz que se concentran en la cruz de púas. Esta empieza a alcanzar una intensidad tal que sólo logro imaginar su difuminada silueta que cada vez se hace más lejana. Los pies se me levantan del suelo y empiezo a flotar.

A mi alrededor todo parece blanco. Blanco lechoso, blanco indefinible. No veo nada porque no hay nada que ver. ¿Ando? sin rumbo fijo y cuanto más intento fijar la vista para percibir, menos veo aún. No hay dolor, no hay hambre, ni sed, ni picores. Sólo siento una idea que golpea en mi interior: «volverás…».

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