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Alí se apareció la Virgen

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Sentado, relajado junto a la palmera, Alí miraba el cielo. Con evidente placer se relamía del sabor del último dátil que había disfrutado. El balido rítmico de su rebaño de ovejas invitaba al sueño.

La tarde de principios de otoño se intuía ya en horizonte. Dentro del círculo protector del oasis Alí se encontraba a salvo de los rayos abrasadores del desierto. Esa tarde particularmente calurosa para lo adelantado del otoño se le estaba haciendo larga y pesada. Hasta las moscas estaban más pesadas que de costumbre. Su zumbar remolón le impedía concentrarse en las nubes y sus formas. Cuando creía ver la joroba de un camello recortada en el cielo, la mosca de turno se plantaba delante de su nariz provocando el acto reflejo del manotazo. Cuando su vista buscaba la joroba ésta se había transformado en una inmensa montaña.

Se hubiera dormido hacía tiempo, con moscas o sin moscas, con balidos y sin balidos. Pero al salir de su aldea su padre le había advertido de las consecuencias que tendría tal hecho.

—¡Alí, ni se te ocurra dormirte con el rebaño! Necesitamos todas y cada una de las ovejas y el chacal no avisa: aparece de improviso y se lleva los corderos. ¡Sería una desgracia! Y tendrías un buen castigo.

Estas palabras en su mente eran como el agua del oasis, que nadie sabe por donde mana pero siempre está ahí.

Su recuerdo le impedía terminar de cerrar los ojos y cuando la cabeza se ladeaba en su lento caer hacia el hombro, acompasado por el ritmo de la respiración lenta y el caer plomizo de los párpados, la imagen de su padre aparecía e inevitablemente se le despejaban todos los sentidos.

En uno de los sustos provocado por la caída de la cabeza, extrañado, se levantó. De pronto reparó en que no oía al rebaño. Esas voces repetidas e incoherentes de las ovejas eran ahora un silencio absoluto.

«Aquí pasa algo», pensó. Por puro acto de defensa echó mano de su callado y su afilada navaja campera y enfiló hacia donde suponía estaban sus amadas ovejas.

A medida que avanzaba se temía lo peor pero, ¡qué raro! Si los perros no ladraban no podía ser el chacal, y atendiendo tampoco oía a los perros. Bueno más exactamente no oía nada: ni ladridos, ni trinos, ni balidos… ni siquiera el acostumbrado zumbido de las moscas. «¡Qué quieto está todo! No se mueven ni las hojas de los árboles.»

Cuando por fin llego a la ribera del oasis, sus animales efectivamente rumiaban la hierba verde, y recostados los perros miraban y guardaban como era su deber.

Todo aquello era muy extraño. En sus doce años de vida nunca le había ocurrido nada semejante. Todo era silencio y quietud. Todo era paz y tranquilidad.

Despacio, casi midiendo los pasos, se acercó hacia la orilla, donde el agua se mezclaba con la caliente arena del desierto. Su intención era inspeccionar más de cerca todo aquel suceso tan raro y que lo tenía en suspenso.

Los ojos de Alí, oscuros y vivaces, acostumbrados a estar alerta y atentos a cualquier movimiento, por mínimo que fuera. Su cuerpo, instintivamente se tensó, los brazos se doblaron levemente, adelantando el derecho, donde el filo de su navaja campera delataba que a la menor insinuación de peligro haría uso de ella sin dudar.

Temiendo una emboscada de los temibles tuareg, los bandidos del Sahara, pensó en abandonar los animales y acudir corriendo a la aldea a avisar a los mayores. Pero de nuevo la voz de su padre resonó en su mente y pensó que lo último que haría en la vida sería abandonar su precioso ganado.

El silencio lo inquietaba cada vez más. Cada momento se hacía eterno. Lentamente se adentró en la espesura de los matorrales y cañaverales bajos que lindaban con la ribera.

La cañas, inmóviles, quietas, con los juncos llenos de esporas, eran pinturas inverosímiles, ya que ni el más mínimo grano de polen se desprendía de sus vainas para flotar en el denso, espeso y cargado ambiente del oasis.

Un paso, lento, pesado, medido. Una huella en el barro. Un niño que avanzaba precavido, asustado, pero pese a todo dispuesto a cumplir con su deber.

Una mano apartó el ramal de un arbusto bajo para dejar que la cabeza lentamente se deslizara por entre el hueco. Atento, Alí volvió a comprobar que no había signo o evidencia de vida alguna.

Apretó la daga con más fuerza. Las gotas de sudor, aparecieron en sus sienes morenas y resbalaron copiosamente por la mejilla hasta empapar toda la camisa. No había ni rastro del sueño de hace cinco minutos. Todo había cambiado en cuestión de segundos.

Pero por más que oteara y escudriñara los alrededores no acababa de ver nada extraño, fuera de lo normal. Comprendió que si fuera el chacal ya habría atacado. Igualmente los tuareg, al comprobar que sólo era un niño, no habrían dudado en caer sobre él como una tormenta de polvo y ya estaría atado y muy posiblemente camino del mercado de esclavos.

«No, algo pasa, lo percibo…», pensó para sus adentros, desechando la idea de que todo estaba bajo control.

Se disponía a retroceder. Quería volver a su posición original en el palmeral, cuando una luz brillante, cegadora se apareció justo delante, a unos dos pasos de distancia.

De puso susto e instintivamente, Alí retrocedió hasta el punto de casi caer de culo. Intentó correr, pero tenía el agua detrás que le impidió el paso. Al final, dio un traspiés y cayó al agua. Se sumergió en las aguas cristalinas y puras del oasis.

Desde la distancia que separa el mundo terrero y el acuático, ese cristal de distorsiona la realidad y permite ver las formas desfiguradas, Alí, aterrado, siguió viendo nítidamente la luz, cegadora, brillante, prístina. Pensó que el sol se había descolgado del cielo y de pronto había recorrido la distancia que lo separaba de la Tierra y se había plantado justo delante de su rostro.

Tenía miedo, pavor, pero la naturaleza lo obligaba a salir y respirar, a sacar la cabeza del agua y enfrentarse a lo que pensaba que era el sol o una estrella o vete a saber qué demonio, que justo delante parecía que estaba quieto, esperando su salida.

Cuando por fin fijó bien la vista en la luz, entendió que lo que tuviera que pasar, pasaría y que no servía de nada seguir sumergido.

Su menudo cuerpo afloró del lodo empapado y tembloroso. No pensó en nada. Extrañamente, acababa de perder toda noción de peligro. Curiosidad humana o gusto por lo inexplorado, el saber qué ocultan las cosas, eso le empujaba directamente a mirar.

Así, Alí, a pesar de sus miedos se acercó a la luz y claramente distinguó una figura. Ésta se encontraba envuelta en un manto azul cobalto de la cabeza a la cintura. Una sencilla túnica blanca inmaculada le cubría el cuerpo. Se sostenía en medio de la luz, ayudada de dos pequeños querubines de ojos azules. No parecía que tuviera ni peso ni volumen en el espacio que ocupaba. Su rostro, blanco como la nieve lejana de las montañas, cautivaba a Alí, que sólo con mirar los ojos de la Virgen María comprendió que ya nada importaba en el mundo.

Una voz clara, limpia, manó de su ser sin ser pronunciada:

—¡Hola, Bernadette, soy la Virgen María Concepción! —exclamó.

Alí, atolondrado por la visión celestial, anonadado por el reflejo y la visión, sólo acertó a decir con un hilo de voz.

—Pero… pero yo no soy Bernadette, soy Alí! De la Aldea de Tindouf.

La visión inmaculada, purísima como la primera luz del amanecer, contrajo levemente su prístino rostro y sin alterar el tono contestó:

—¿Pero no eres Bernadette, pastora de Lourdes en Francia?.

Alí, reafirmándose en su anterior contestación volvió a ratificar:

—No, señora Virgen, soy Alí. Tengo doce años, estamos en el oasis de la aldea de Tindouf en el Sahara y no sé quién es Bernadette ni lo que significa Francia.

—Espera un momento, veo e intuyo que efectivamente no eres Bernadette; puesto que me tenía que presentar una pastora en Lourdes, y tú no eres pastora y evidentemente tú no eres mujer —reafirmando y elevando el tono—. Un momento.

Levantó la mano derecha y llamó a uno de los querubines que revoloteaban alrededor de su figura.

—¡Ve y dile a san Malaquías que me he aparecido en el lugar equivocado; que esto no es Lourdes, que es el Sahara y que cuando vuelva al cielo vamos a tener unas palabritas él, yo y el jefe! ¡Y que no eche la culpa a los recortes!

Cuando terminó de decir estas palabras, se volvió hacia Alí, que mudo y suspenso contempló la escena anterior, todavía preguntándose cómo podía volar ese niño regordete con alas, y él apenas podía caminar.

—Pero ya que me he aparecido aquí, voy a estar un poco con Alí, hasta que arreglemos este pequeño equivoco y me reclamen a mi sitio celestial —dijo al pequeño querubín, que desapareció como por arte de magia del lado de la Virgen, camino lógicamente de transmitir el recado.

La Virgen, ya un poco más serena, se volvió hacia el niño, que todavía empapado, con los ojos muy abiertos y la boca abierta, era una estatua viviente, ya que apenas se atrevía a pestañear de la confusión que tenía.

Cuando por fin se serenó un poco, lo primero que le vino a la mente fue preguntar.

—Señora Virgen ¿es usted la mujer del genio? El de la lámpara maravillosa. Es que si es así tengo que decirle que tengo un deseo…

La Virgen María, sonriendo y visiblemente agradecida por la sinceridad de Alí, le contestó:

—No Alí, no soy la genia de la lámpara, soy la Virgen María —afirmó—. Y desgraciadamente no puedo conceder deseos a los hombres; lo que los santos y la Virgen hacen son milagros.

Inevitablemente, Alí se sintió contrariado. Desde luego le habrían venido bien un par o tres deseos, como por ejemplo una casa nueva más grande, o tener un rebaño más grande, como el de su vecino. Pero como la Voz de la Virgen, era a la vez tan dulce y tan firme que ni siquiera se le pasó por la cabeza protestar. Pero al cabo una duda le surgió como un torrente.

—¿Y cuál es la diferencia, señora María Virgen? —dijo con la ingenuidad de un niño.

—Mira, Alí, un deseo es algo que necesitas, que quieres, algo que aspiras conseguir por todos los medios. Pero un milagro es algo que sólo los creyentes, con fe verdadera pueden ver o serles otorgado y, en cierto modo, es una recompensa a sus buenas obras en la vida.

Alí, contestó firme:

—Yo soy creyente, creo al Alá y en su profeta Mahoma y soy muy buena persona: no pego a mi hermana, y lo de atar las patas a la burra para que se cayera el maestro no fue idea mía —afirmó tajante y convencido.

—Lo sé, Alí, sé que eres muy bueno con todos y especialmente con tu familia. Sé que eres un alma pura y por eso me he quedado contigo.

Alí se sentía cada vez mejor, cada vez más a gusto con la presencia de la Virgen. Su miedo había desaparecido. Realmente parecía que no estaba en el oasis, sino en una alfombra voladora, blanda y mullida, y la sensación era la misma que si flotara por el aire de esa tarde de otoño.

La Virgen continuó explicando.

—¿Pero sabes, AlÍ? Yo me tenía que haber aparecido a una pastorcilla de Francia, llamada Bernadette, y sin embargo estoy aquí en el Sahara con un pastor musulmán y pienso que no hay diferencia entre uno y otra.

Alí no comprendía esta última afirmación, pues para él lo que estaba viviendo era algo maravilloso, y que ni siquiera podría decirse que era real, pero en todo caso la sensación de paz que emanaba de la señora era algo que le gustaba.

Las preguntas se agolpaban en la cabeza del niño, que una vez pasado el primer susto, y ganada la confianza, tenía que plantear. Pensaba en preguntar cómo era el cielo, si había más personas…

En ese momento una paloma blanca sobrevoló la corona dorada que había justamente detrás de la cabeza de la Virgen y ésta, con un leve movimiento de asentimiento, dijo:

—Bueno, Alí, me tengo que marchar. Parece que san Malaquías ha arreglado el problema. Siento no poder quedarme contigo un poco más, pero me reclaman. Eres y serás en el futuro una buena persona, Alí. Y recuerda que cuando cuentes esto puede que no te comprendan, pues no todos los hombres son buenos.

Dicho lo cual, como un suspiro, la Virgen María despareció. Así de simple, así de rápido. Simplemente ya no estaba. La luz era la normal de una tarde de otoño. Las moscas volvieron a zumbar alrededor del muchacho. Las ovejas comenzaron a balar como si nada y las palmeras mecidas por la brisa de la tarde se quejaban del peso de sus repletas datileras.

Alí miró a un lado, a otro, se palpó la ropa, se tocó el cuerpo y hasta se pellizcó para comprobar que estaba vivo y completo y que no era un sueño pegajoso todo lo visto.

***

En ese mismo momento en Francia, la pastora Bernadette, con su rebaño de ovejas que pacían en la verde yerba de los prados del sur, sesteaba cuando de pronto una luz le dijo:

—Hola, Bernadette… porque eres Bernadette, ¿no? Y esto es Lourdes, ¿verdad? —dijo la voz dubitativa.

La pastorcilla inmediatamente se puso de rodillas y cruzando las manos en el pecho y bajando la cabeza en señal de sumisión, afirmó:

—Sí, Señora. Soy Bernadette —afirmó con la más profunda y reverencial de las voces.

— ¡Bien, ahora sí!

Bernadette no comprendía nada pero, qué cosas, ella sólo era una humilde pastora y estaba ante la Virgen María. Sin saber por qué, comenzó a llorar.

***

Alí comprendió que aquella maravillosa visión no volvería por mucho que esperara. El sol declinaba cuando pensó que era mejor volver a la aldea antes que su padre se preocupara y saliera a buscarlo.

Con lentitud y abstraído reunió a las ovejas y en silencio comenzó el camino de vuelta. No acababa de decidir si contar lo sucedido o no. A lo mejor lo tomaban por loco. A lo peor lo encerraban por mentir e incluso podían tomar represalias. Recordaba las palabras de la Virgen.

Su aldea, no lejos, se le presentó al cabo y enseguida los animales, a la vista de sus refugios, aceleraron el paso. La figura de su padre enseguida se hizo visible en el quicio de la puerta. Seguramente lo estaba esperando.

Cuando llegó a su altura, su padre le preguntó:

—¿Cómo has tardado tanto, Alí?

—Nada, padre, me he quedado dormido en el oasis.

Su padre notó algo distinto al crío. Su tono, su voz, su actitud, sus palabras, algo no era igual.

—¿Te pasa algo, Alí?

—No padre —contestó—. Es que… —dudó si hablar o callar.

—Dime hijo.

—No padre, es que, bueno, es que una oveja se quedó metida en el lodazal y tuve que sacarla.

Y sin más palabras enfiló hacia dentro de la casa.

Su padre lo llamó. Alí se giró y cuando esperaba una nueva pregunta sobre el suceso, su padre, con una sonrisa, le comentó:

—Sabes, la abuela se ha curado de repente. No sabemos cómo, pero lo cierto es que de pronto se encuentra mejor e incluso come y se levanta de la cama…

Alí sonrió levemente y sin decir nada se dirigió a la cocina a por la cena.

Estaba claro que no había soñado.

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