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Ahora el invierno

por

Mírate, tú, el de los ojos tristes.

¿Por qué sigues persistiendo en la tristeza?

¿No te ha dado la vida cuanto le has pedido?

¿Qué persigues?

¿Qué es lo que no acaba de llenar nunca ese vaso que vacías constantemente hacia tu alma?

Sí, tómate otra copa, venga, brindemos por el hígado de los espíritus que se mean fuera.

Lo que le has pedido a la vida, te lo ha dado. No te quejes de la vida, te ha favorecido con cada una de sus puñaladas, te gustaba levantarte agonizante, desarrodillándote, y alzar tu espada entre lentas palabras para hallar sangres en el devenir de tu venganza. Te gustaba que el silencio se incrustara en tus ojos frente a incontables enemigos que contenían la respiración. Y te gustaba morir en el centro del destino arrollando al giro de la Tierra con el ímpetu de tu ira.

Morías, con la mirada enamorándose de la luna llena.

Y renacías en un espejo.

Pero no te reconocías, tus manos eran débiles y tenías tos. Te rascabas la calva como  buscando esa corona, que le otorgaba tanta autoridad a un solo gesto de tu dedo, que hacía temblar a los capitanes de los ejércitos; eras un rey tan poderoso que comprendías que no habías nacido para ser un esclavo. Y llevándote un racimo de uvas a la boca señalabas distraídamente a alguien y una cabeza rodaba por el suelo ante una mueca en la comisura de tus labios. Y los esclavos se reían y aplaudían masticando su espanto y su cobardía bajo tus ojos risueños. Rumiando una huida imposible que ellos, cientos, miles, se coartaban unos a otros por el influjo de tu única presencia. Por la incertidumbre de la decisión que tomaras al escupir las tres próximas pepitas.

¿Y tu corona? Sigue ejerciendo tu poder para rascarte en los bolsillos, a lo mejor a tu poder le faltan cincuenta miserables céntimos para otorgarte un paquete de tabaco.

Ahora sientes eso, que no puedes huir. Y no te queda más que un cigarro. En este momento la furia de tus ojos podría taladrar el costado de dios.

Sí, huiste, por el afán del dinero, abandonaste a los que más querías, los dejaste colgando de una esperanza por el cuello, apoyados sus pies sobre el precario equilibrio de una silla. Aguardando a que vinieras a salvarlos, tú, el que se desayunaba llorando todos los días sus escrúpulos para darse el gusto de cagarlos después. El que se lamentaba sin cesar de su sino mientras se follaba a las mejores putas. A cambio fuiste poseedor de una fortuna inmensa. Tan inmensa como tu desgracia.

Has vagabundeado por los antros más oscuros y por placeres innombrables, por los vicios más abstractos, has conocido a gente tan extraña que rozaban el límite de lo humano. Atraído por el perfume del inconsciente, te has atrevido a traspasar la frontera de lo que se oculta en los sueños. Lo has disfrutado, claro. Y lo has padecido.

La ambición es la hermana siamesa de las deudas, y cuando crecen y se agigantan su abrazo te estrangula. Entonces es tarde para cortarlas en dos con un cuchillo.

Aunque las deudas hace mucho ya que dejaron de lado la ambición, se conformaron con la supervivencia y la escarcha en el paisaje de un frigorífico despojado. Se destronaron estatuas colosales de su pedestal, ¿por qué no ibas a derrumbarte tú desde la fabulosa altura a la que te elevaste? A fin de cuentas, te apoyabas en una idea de gloria, igual que ellas.

Pero hoy has tenido suerte: cincuenta céntimos.

La suerte, tu compañera voluble, graciosa, caprichosa, irritante, fascinante, se ausentaba y te dejaba de pie en medio de una calle y una tormenta sin saber dónde ir, acumulando el frío peso de la lluvia sobre tus hombros. Y te quedabas anclado ahí, en un día tras otro, extenuado, sin un solo paso que dar hacia ningún sitio. Sintiendo la desolación de un náufrago que acaba de consumir su última gota de agua y contempla la extensión infinita de un mar perfectamente quieto. Y de repente volvía y te acariciaba la mejilla como a un niño, y suspirabas desde lo más profundo de la felicidad… en realidad, nunca ha sido tu compañera, en este caso la puta has sido tú, amigo.

Vuelves al principio de tu existencia, cuando una mirada tuya iluminaba el mundo con su asombro, eras capaz de penetrar en el silencioso sentido de una hoja creciendo, y comprender lo que significaba, al cabo, su crujido debajo de tus suelas. Sí, vuelves siempre al principio de lo que está a punto de terminar.

Y ahora estás aquí, metido en este espejo hasta las pupilas, con esa melancolía que se amalgama a tu sonrisa y que no cesas de mirar. Tus manos son débiles, están torcidas, tu espalda dibuja una curva abultada, tu rostro, de trazos hondos y arrugas,  es una caricatura de tu juventud. Y sin embargo hallas una belleza en tus ojos, un rastro de pureza, en esos ojos intensos que te arroja el espejo.

¿Por qué sigues persistiendo en la tristeza?

Has amado a mujeres extraordinarias, que repercutían en tu ardiente pasión multiplicándola por cien, abrazando todas tus sensaciones, sujetándote en tus caídas, elevándote a la calma de sus pechos y sus besos; mujeres fuertes y amables que han sabido conjuntar sus sentimientos con tu inquietud. Que han aprendido a tratar a un hombre como a un hombre, y no como a un crío consentido con barba de tres días. Has amado a mujeres audaces contra todo y todos, has cometido locuras, te has arruinado, te has fugado, has dado cuanto poseías por un brindis con una copa de vino y un amanecer de cuerpos enredados.

Pero siempre te asaltaba tu inquietud, una necesidad de lanzarte al asedio de castillos, envuelto en tu armadura manchada y abollada, fatigándote en una búsqueda de sombras esquivas. Una necesidad de respirar el aire a bocanadas, de romper los muros que interrumpen los caminos, de encontrar tesoros entre las ruinas de otra persona. De que te palpite el pecho y haga retumbar tus costillas el corazón.

Y te ibas con andares de gato, acechando luchas.

Así que estás solo. Eres un solitario empedernido, es el precio de eso que llamas libertad. A eso se refiere el espejo cuando le miras con esa nostalgia.

No te quejes, estuviste en lujosos palacios con el rostro escondido en la impunidad de una máscara, divirtiéndote en bailes de seducción, saboreando deliciosos manjares. Las damas y los caballeros se acercaban a escuchar tus aventuras, tus melodías, a asistir impactados al devenir de un duelo a muerte motivado por una leve insolencia que no estabas dispuesto a perdonar. O por una traición que alguno debería pagar. Y volvías de nuevo a la muerte, una y mil veces, como una constante del azar, renaciendo en un espejo.

En este espejo que va adonde tú vayas. En el cual, poco a poco, con movimientos precisos, puedes retorcer el tiempo hasta doblegarlo a tu voluntad. Este espejo que siempre ha estado frente a ti, en el que habita una imagen que quizá sea más cierta que tú mismo; una imagen que aun los que ya se saben de memoria tus historias de conquistas y pesares, incluidos los camareros, ni siquiera conocen. Y todavía tienes el atrevimiento de permanecer en él durante largos minutos, mirándole a los ojos a una figura que te imita. Viendo que al fondo de esa silueta se amontonan los años con los pedazos de quien eres, de quien has sido, y de quien casi te queda por ser. Si es que llegas.

A lo mejor el espejo no va contigo, simplemente está ahí, en cualquier lugar, donde sea.

Y te espera, para cuando regreses de tu viaje a otra vida, con el cometido exacto de devolverte a ti mismo, tan lentamente como te fuiste, con los mismos movimientos que te arrugan y te estiran la cara.

Mírate, tú, el de los ojos tristes.

Sí, sabes por qué.

Es lo efímero, la emoción de entender que lo que empieza, acaba. De que nunca volverás a tener este instante en las manos. De que está sucediendo el pasado a cada segundo que dejas atrás, mientras los demás asisten a tu tránsito por tu ser, como si tú fueras el espejo en el que ellos se observan.

¡Y la gloria se marcha por el callejón de atrás, sin perro que le ladre, y la codicia se retuerce entre cartones, y la miseria enarbola sus blasones, y el amor virtuoso se pudre en una herida que, cuanto más quiere cerrar, más abre!

Sigues sintiendo un vacío, a pesar de la plenitud de tus vivencias, en las que también cuenta la dureza de tus malas épocas, tus viajes al sótano de los infiernos y tus pesadillas estando despierto. Un vacío terriblemente estúpido y doloroso, infantil, tenebroso, agotador.

¿Qué te queda por hacer? ¿Qué persigues? Se va yendo ese tiempo que maquillas una y otra vez. Y ahora el invierno.

Lo que buscas no se puede retener, por eso nunca lo tienes, pervive fugazmente reflejándose en su atenta mirada, y se diluye apenas ha comenzado, como agarrar el agua con las manos, se va…

Está noche estás confuso, débil, algo borracho, constipado, saturado de tabaco, pero Shakespeare te dará una ventaja sobre tus dudas. Shakespeare siempre pone la mitad de un triunfo. La otra mitad es tuya, y todavía el miedo al fracaso, todavía esa incertidumbre te corroe la respiración, ¿no has bregado en mil batallas? ¡Desiste del miedo de una vez! Deja las vacilaciones para los débiles y los ociosos. No pasa nada, piensa en lo absurdo que es todo esto, en lo poco que les importan nuestras preocupaciones a los gusanos. Estás cansado. Vamos allá, haz que tiemblen con tu voz vieja y quebrada, con tus gestos de raíces y nervios, ¿ves?, esta decrepitud es la edad sublime de la tragedia. Todo juega a tu favor.

Mírate en el espejo: las rayas en los párpados, el toque de colorete, un matiz de rojo en los labios, el lápiz en tus surcos. Eres tú o no eres tú.

—¡Sí, ya voy!

Ahora el invierno. Y…

«Ahora el invierno de nuestro descontento se vuelve un glorioso verano con este sol de York.»

Y morirás definitivamente cuando ya no puedas crearte de nuevo.

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