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A Marion

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Aquí estamos, socio. Como te prometí, te acompañaría hasta el final. Aunque no quisieras, sabes que nunca te dejaría solo. Ya sé que siempre odiaste estas chorradas pero déjame unos minutos para recordar y agradecerte todo lo que has hecho por mí. Al fin y al cabo no vas a poder interrumpirme. Encontrar tu lápida ha sido incluso más difícil que intercambiar cuatro palabras contigo.

Todavía recuerdo las bromas que hacían los veteranos de la comisaría el primer día que entré, apostando cuánto tiempo duraría de una pieza. Estaba algo acojonado, a un cadete recién salido de la academia como yo le asignaban al poli más duro de las calles. Con el marrón de sustituir al compañero al que habían hospitalizado con graves secuelas tras la última misión. Tú te habías convertido en toda una celebridad tras el «caso de los carniceros» en el que liquidaste a toda una banda de psicópatas asesinos y tu nombre aparecía una y otra vez en los diarios y en los debates de la tele. Eso no te gustaba una mierda, que te juzgasen que te expusiesen en los medios como a un animal del zoo. Incluso habiéndote alejado una semana después del caso, el tema todavía estaba caliente. Los compañeros te trataban como a un héroe pero los mandos no sabían cómo manejar el fenómeno habías provocado. Eras un elemento incómodo para los bienpensantes. Cuando nos presentaron, socio, he de confesar que no sabía de qué ibas. Ausente, antipático, escondido tras tus enormes gafas de sol, mascando una cerilla. Querías marcar distancia, ya me lo habían advertido, pero me sentí despreciado. Nos reunieron para explicarnos la nueva estrategia en el departamento: querían que te reformaras, que no causaras tanto revuelo, que rebajaras tu perfil violento. Los de Asuntos Internos estaban metiendo las narices en el caso de los carniceros y el capitán quería desviar los focos de su comisaría. Tú escuchabas con un gesto insolente, inclinado en el respaldo de la silla, con los pies levantados sobre la mesa exhibiendo tus mugrientas botas de cuero. Pensé que no iba a durar mucho con un personaje como tú. Abandonaste con un portazo la reunión. Te seguí como una mascota mientras tú salías disparado al coche. En las calles las cosas no estaban mucho mejor. Los asesinatos, las drogas, las violaciones… seguían estando ahí y los periodistas aparecían como hienas ante cualquier suceso. Teníamos dos o tres fotógrafos siguiéndonos y cada semana aparecía un reportaje contando detalles de tu vida, tus casos, tu relación amorosa con una testigo del anterior caso. No hablabas pero era evidente tu enojo. Ese acoso era incompatible con tu forma de trabajar, temías que no te volvieran a tomar en serio, que fueras un extraño en tu propio ambiente. Y aunque el capitán nos asignó casos poco comprometidos para no levantar polvareda, tú seguías arriesgándote y descargabas tu furia sobre los viejos sospechosos de siempre. Para colmo, aparecían en la ciudad imitadores de asesinos para provocarte y llamar tu atención. Decidiste que patrullaríamos de noche para resolver los casos que nos negaban desde Homicidios. Eras un tío difícil pero, poco a poco, en esas solitarias vigilancias, nos fuimos conociendo. Bajo esa fachada de tipo duro italiano, implacable, había una persona honesta, entregada a proteger a los débiles y fiel con aquellos que no le fallaban. En esos días estabas ilusionado en formar una familia con «la rubia», la espectacular modelo que protegiste en el caso de los carniceros. Os habíais mudado a un hotel esperando que la fiebre mediática escampara y los locos se olvidaran de ti. Estabas incluso pensando en empezar otra nueva vida, más tranquila, pero antes necesitabas que la ciudad volviera a recuperar algo de sensatez y seguridad y para ello te prometiste limpiar la basura que todavía apestaba. No sé cómo, pero empezaste a confiar en mí. Te acompañaba por las noches echando horas extra en los peores barrios de la ciudad y siempre me negué a soplarles a los mandos cualquier irregularidad que cometieras. Te juro que nunca te impliqué en nada, y lo sabes. En la comisaría éramos la extraña pareja. El macarra y el novato. Para sacarte una sonrisa hacía bromas con tu comida baja en calorías, tu Coupé trucado y tu nombre de niña. Te llamaba por tu verdadero nombre, Marion, a todas horas para cabrearte un poco y quitarte esa fama de matón de gimnasio que arrastrabas desde hacía siglos. Pero al cabo de un tiempo el ambiente no estaba para bromas. Los de Asuntos Internos habían abierto un expediente por el uso de armas ilegales en el caso de los carniceros. En la vista tú te hiciste el chulo alegando legítima defensa y te mofaste de todos diciendo que se te disparó por accidente tu pistola reglamentaria. Sí, aquel pintoresco Colt 45 con cobras esmaltadas en la empuñadura. Reconócelo, en ese punto te empezaste a cavar la tumba profesional, socio. Los detectives gafotas que tanto te envidiaban te empezaron a mirar por encima del hombro. Pero tú no cejabas en tu empeño por ser el cirujano que diese la última sutura al cáncer de la delincuencia. Me confesabas que, aunque tenías intención de abandonarlo todo, siempre surgía un nuevo caso que te quitaba el sueño. Me contaste que la rubia se había cansado de promesas y te había dejado. Años después me enteré que te habías casado con ella para intentar retenerla a tu lado. Todos te abandonaban. Menos tu socio. Porque estábamos en guerra y yo era el soldado más leal. Me enseñaste, me protegiste. Era una batalla desigual y los psicópatas no nos iban a dar tregua. Querían ver tu cabeza clavada en una estaca y ardiendo en una orgía de sangre. Al final, los periodistas y los políticos de medio pelo inclinaron el pulgar hacia abajo cuando ejecutaste a sangre fría a un adolescente que había matado y torturado a todos los profesores de su instituto. Los jueces blandos, los de Asuntos Internos y los lameculos del poder ya tenían a Cobretti donde querían. Se llevaron tu placa pero conseguí devolverte el Colt con las ya borrosas cobras pintadas. Parecía que el Cuerpo y la ciudad ya no te necesitaban pero las cosas nunca habían estado peor. Gracias a ti, la tasa de crímenes había descendido al subsuelo pero la auténtica corrupción en la policía y en el ayuntamiento se había desbocado. Te noté aliviado por no ser parte de esa cloaca y emprender una carrera por tu cuenta como detective privado. Yo también quería abandonar pero me juraste que me meterías una bala en los sesos si lo hacía. Nunca te iba a dejar en la estacada y por eso te pasaba información confidencial para ayudarte en tus casos. Pero algo no funcionaba. O eras tú que no te adaptabas a la nueva vida o era la sociedad que se había vuelto más hipócrita. Tus métodos ya no eran bien vistos. Las palizas, los interrogatorios violentos y los cadáveres te volvieron a traer problemas. Tus clientes querían la justicia de siempre, no la «justicia real». Los fiscales abrían casos día tras día con tu nombre y en tu cara ya se dibujaba el perfil del fugitivo. Acabaste arruinado pagando tus fianzas. Más veces de las que puedo recordar te salvé el culo avisándote de redadas a punto de capturarte. Tuviste que poner tierra de por medio. Y definitivamente te perdí la pista. Oí que te habían visto haciendo autostop en alguna gasolinera del condado o merodeando en algún albergue de mendigos de las afueras. Pude verificar en balística el rastro de tu Colt en unos cuantos casos de muerte en sospechosos de asesinato o violación. Al final, te fuiste sin hacer nada de ruido, en una ambulancia, derrotado por una neumonía, después de haber estado vigilando a la intemperie durante semanas la mansión de  un millonario que se había librado de una condena por pederastia.

Y aquí estoy, recordando el final de tu vida. La que fue. La que pudo haber sido. Podría haber transcurrido de cualquier otra forma. Porque yo la he inventado. Pero creo que se hubiese acercado mucho a una vida… si alguna vez hubieras existido. Pero, aunque seas un poster enrollado en un rincón del viejo desván de mis padres, has significado mucho más de lo que piensas.

Has estado conmigo desde aquella sesión de cine en que me colé con una edad muy por debajo del límite recomendado. Un chaval que se aprendió de memoria todas tus escenas y frases lapidarias después de cinco sesiones consecutivas que se costeó con el dinero de dos meses de paga. Que se pasó horas y horas volviendo a revivir ese estreno en una gastada cinta de VHS. Un adolescente de padres coreanos que era rechazado en el instituto tanto por los compañeros negros como los blancos y que recibía palizas indistintamente de unos y otros. Que siempre era descartado para participar en partidos de beisbol y que parecía un pato mareado embutido en un uniforme de futbol americano. Alguien cuyos profesores nunca le regalaron un mísero elogio. Cuyos padres se divorciaron sin pedirle ninguna opinión. Pero que volvía a recuperar la fe en sí mismo recordando tu poster de tío chungo mal afeitado, con el labio medio levantado, los dientes apretados, con una Uzi con mirilla laser en cada mano, desafiante tras sus gafas de sol. Sin ti no me habría levantado a plantar cara después de cada paliza aunque tuviera las de perder, o hubiera caído en el desánimo después de cada insulto o mote cruel. Porque tú nunca te rendías, nunca negociabas con los que abusaban de los débiles. Y ese adolescente se refugió en su imaginación e inventó en su cabeza más aventuras para que siguiera viviendo el héroe que le había arrebatado el aliento en una sala de cine. Y así fuimos creciendo, socio, tú con tu vida al margen de la ley, enfrentado a todo y a todos, y yo con mis estudios y la soledad de mi habitación. Como en mis historias, nos fuimos distanciando y olvidando, cada uno buscando su sitio en esta fría sociedad. Pero más o menos, de alguna forma u otra, seguías estando ahí, ayudándome a superar retos, recordándome que nunca te habías dado por vencido y que los lobos solitarios, al final, acaban teniendo razón. Éramos dos idealistas pero, inevitablemente, nuestros destinos no tenían por qué ser idénticos. La justicia era tu obsesión. Y la mía, salvar vidas y por eso acabé de enfermero en el hospital del condado. Crecí, me fui pareciendo lo más posible a un hombre adulto, hice algunos amigos en el camino e incluso acabé casándome. Pero como tú, no he podido abandonar la pasión enfermiza por mi profesión y también fracasé en mi matrimonio. La vida es dura, amigo, hay noches en que no duermo por los moribundos que no he podido salvar. Pero volver aquí, limpiar el viejo trastero de mis padres y contemplar de nuevo tu poster arrugado y la vieja cinta de VHS me ha animado el día. Marion, Cobra, Cobretti, o como quiera que te guste que te llamen: gracias por todos esos recuerdos.

Adiós, socio.

Hasta siempre.

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