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Aquella mancha refulgente en el cielo

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Para Irene,
por todo

Sintió la lengua de un escalofrío recorrerle la espalda, una frigidez que no justificaba la temperatura de esa noche de finales de julio. Hacía apenas dos semanas que había cumplido ochenta y cuatro años, y supo que aquel era un frío del cuerpo, un temblor de los huesos que nada tenía que ver con el tiempo. Conteniendo un resoplido, pues no quería conceder una victoria moral a su debilidad, sacó las sillas de campaña del maletero del coche. Se sintió torpe al desplegarlas a pocos metros de donde habían aparcado, y se preguntó cómo podía, mucho más joven, hacerlo en un solo movimiento preciso. Una vez las hubo colocado, bajo la luz de las estrellas las machas hepáticas del dorso de sus manos, testigos de su deterioro, lo desagradaron. Igual que a la imagen que le devolvía el espejo —las briznas de pelo quebradizo, los párpados caídos, la miríada de arrugas, las encías sangrantes matutinas, la jaula de carne colgante en la que se había convertido su cuerpo— rechazó prestar atención, meditar sobre lo que aquello significaba.

Con un movimiento entrecortado y tembloroso, se sentó en su silla. Ella tardó un poco más. Aquel gesto tan sencillo era un proceso de giro, comprobación, descendimiento, comprobación, rendimiento y caída. La silla emitió un ligero gemido al retener su descenso, y luego todo quedó en silencio.

Y allí estaban, callados, alzando la mirada a la noche estrellada, a la espera del paso del cometa Halley.

—Hace fresquito, ¿eh?

En respuesta emitió un sonido inarticulado a la vez que asintió.

La espera lo molestaba, como casi todo lo molestaba en los últimos años, cuando no se sentía simplemente atrapado por una vaga anestesia prolongada.

Pensó en el Halley. Primero simplemente deseó que llegase y pasase, para pudieran volver a casa. Luego se dio cuenta de que era uno de los pocos cometas que pueden pasar dos veces en una vida humana. La última vez fue en el 1986, pero él no prestó excesiva atención; centrado en su pequeño mundo infantil remachado de humillaciones, aquella bola incandescente no fue más que una imagen pasajera en un telediario. En ese momento le gustaría ser partícipe de la excepcionalidad de aquel hecho fortuito, pero con ese cinismo que ha ido brotando con el tiempo no puede pensar sino que no es más que una piedra ciega dando vueltas.

Pero su mente vagó, y pensó en Mark Twain, que vino en 1835 con el Halley y se fue con él en 1910. Por supuesto, aquello no era más que una curiosidad estadística. Y sin embargo, en aquella anécdota, vio una analogía con su imagen del universo: un sistema de hechos aleatorios ignorantes del daño que causan a su paso. La imagen de un cuerpo celeste arrancando las vidas de unas criaturas tan frágiles como ellos sin conciencia alguna era tan plausible como cualquier otra combinación de variables. Incómodo, se removió en la silla, intentando, sin mucho éxito, reconfigurar su anatomía en la postura en la que sus riñones no se resintieran.

Casi con temor miró de nuevo ese cielo. Mentalmente trazó las líneas que unían los puntos luminosos. Y con cierta perplejidad reconoció las formas que año tras año ella había señalado allá arriba y a las que creía no haber prestado demasiada atención. Ahí estaban la Osa Mayor y la Menor, Casiopea, el Cisne, las tres estrellas alineadas que eran la espada de Perseo. Y comprendió que había sido ella la que le había hecho ver que sobre ellos no sólo se extendían las constelaciones de reacciones nucleares, sino un tapiz en el que millones de seres humanos extintos habían proyectado sus esperanzas y miedos, sus sueños y terrores. Inesperadamente, le pareció ver el firmamento por primera vez, y se le escapó un suspiro abrupto, a medio camino entre la sorpresa y la confusión.

—¿Qué?

Negó un poco con la cabeza y levantó una mano, indicando que no era nada. Pero se preguntó cuántas marcas indelebles como aquella había dejado ella en su intimidad.

Igual que al cielo, miró a su mujer y le pareció verla por primera vez en mucho tiempo. Vio reflejada en ella su propia fragilidad, la erosión de noventa años de la que más de la mitad ha sido testigo diariamente. Y quiso estar en la cama, tener la espalda de ella apoyada en su pecho y rodearla, oler de nuevo su pelo y retenerla.

—¡Mira, mira!

Con un brazo y una mano que parecían ramitas, ella señaló a las alturas.

Y allí estaba, el punto fulgurante, la cola de vapor luminoso trazando su pasado inmediato.

Ella sonrió. Y entonces, inesperadamente, fue como si su pasado juntos se resumiera en un instante. Lo asaltó una sensación de vértigo ante la línea de tiempo que los vinculaba al momento en que se conocieron, los casi veinte mil días en los que aquella mujer, con una generosidad abrumadora, había tolerado sus incontables torpezas, aceptado sus obstinados silencios.

Y comprendió que amaba intensamente a aquella pequeña mujer consumida.

Quiso expresar todo aquello, pero no supo cómo. Con un movimiento vacilante, simplemente descansó su mano sobre la de ella. Unos dedos temblorosos se entrelazaron con los suyos.

Arriba, aquella masa de polvo y hielo se desplegaba en toda su magnificencia, como un mensajero venido de la nube de Oort para recordarles el misterio que cuanto los rodeaba y que la mera costumbre les hacía olvidar a cada momento. Y sonrió a su vez, y volvió a girar la cabeza hacia su mujer.

Y la negrura lo engulló.

La mirada fija. El pecho detenido. Y la mano que aferraba tan inmóvil que lo aterró.

Y ese segundo se prolongó como el pasillo de una pesadilla, porque no respiraba.

La noche se volvió un abismo insondable, el espacio entre aquellos puntos luminosos la presencia de la nada destinada a devorar todo cuanto existe. Y su vida y todas las vidas no eran más que errores de cálculo, curiosas desviaciones de la sustancia inerte que era en una magnitud inconcebible la esencia de lo que los rodeaba, un universo cadavérico, ciego e insensible, ajeno a toda noción de sufrimiento y pérdida.

Aquel espacio sideral se convirtió en el devorador de mundos, la fuerza necia e inevitable que acabaría desintegrando toda la materia, volviéndola una masa indiferenciada carente de recuerdos, de historia, aniquilando toda la belleza que una vez hubo albergado en su seno.

Los labios le temblaron. No te la lleves, quiso decir, a modo de plegaria, a modo de grito desesperado. Pero las palabras no alcanzaron su garganta.

Y se sintió caer, ahogado, junto al abismo de la pérdida, inmóvil como un necio aferrado al estúpido pensamiento de que si no se movía, si lograba que nada cambiara, podría deshacer lo inevitable.

Murió entonces en su mente una y otra vez, mientras los segundos pasaban.

Y entonces el pecho de ella descendió, en un suave suspiro.

Aquel leve movimiento. La renovación de la vida. La cálida sobrecogedora amable forma en la que el mundo, por unos instantes, le hacía la pequeña promesa de un día más.

—¿No es hermoso?

Sin apartar la vista de ella, reteniendo las lágrimas y olvidado de aquella mancha refulgente en el cielo, contestó:

—Sí, lo es.

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Tiananmen

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La puerta de la celda se abrió. Condujeron a Chen por el laberinto de pasillos de hormigón hasta el patio. Lo alinearon con los demás frente al muro, le ataron las manos a la espalda pero no le vendaron los ojos.

Miró al hombre que tenía a su lado. Lo conocía. Se habían encontrado una única vez antes, semanas atrás, durante las revueltas.

Chen recordaba el ruido de la maquinaria a su alrededor, el sonido de las orugas del tanque sobre el asfalto. Una figura solitaria se había interpuesto en su avance. Chen había ordenado el alto, paralizando el avance de la columna blindada, en medio de la confusión de su tripulación y la voz que crepitaba en la radio, ordenándolo que lo arrollara. Aquel hombre trepó después al tanque y habló con él unos minutos, sólo para darle las gracias, sólo para decirle que había esperanza.

Chen perdió su rango de teniente y fue acusado de traición.

En ese momento aquel hombre sonrió, y le habló:

—Quizá ninguno dispare. Quizá les enseñaste algo.

Chen sonrió también. Lamentó no poder darle la mano.

Apenas oyeron el estruendo de la descarga, porque las balas los alcanzaron antes.

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Más allá de la sospecha

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Después de darle muchas vueltas, decidí aceptar la generosa oferta de mi antiguo compañero y amigo Mathew Maclean de pasar unos días en sus posesiones de Escocia, aprovechando un pequeño permiso estival.

No era la primera vez que me hacía semejante ofrecimiento y si hasta entonces mis respuestas habían sido cortésmente evasivas, ahora entendí que no podía seguir aplazando indefinidamente la cuestión y que había llegado el momento de resolverla de una forma definitiva. Así pues, cuando volvió a proponerme la visita, ya no tuve el valor de rechazarla considerando, entre otras cosas, que una nueva negativa podía llegar a herir sus sentimientos. Y eso era algo que deseaba evitar a toda costa y que el bueno de Mathew, aunque sólo fuera por corresponder a las numerosas muestras de afecto recibidas, no se merecía.

Es posible que mis palabras puedan transmitir la sensación de haber accedido a visitar la tierra de sus ancestros obligado por un sentimiento que oscilaba entre la cortesía y el agradecimiento. Eso no es así, al menos no del todo. Si hasta la fecha no le había dado una respuesta afirmativa, las causas había que buscarlas en mi proverbial aversión a los cambios, a alterar el curso de una vida programada hasta el último detalle, gracias a lo cual, en la cima de mis treinta y dos años cumplidos, me había consagrado como uno de los especímenes más previsibles y aburridos de toda Europa occidental. Sí, amigos míos, yo era —y puede que aún lo sea, no me atrevo a asegurar nada— de esas personas que necesitan conocer en todo momento el terreno que pisan y que evitan las sorpresas y las incertidumbres, seres a quienes les desagrada verse expuestos a la intemperie, a cualquier contingencia, ya sea física, intelectual o emocional, y cuyo afán de aventuras se ve plenamente satisfecho con la contemplación de los documentales televisivos de La 2. Por tanto, mis reparos al viaje se debían, más que a otra cosa, al temor de verme desbordado por lo desconocido, a no saber cómo desenvolverme dentro del círculo de sus familiares y amigos, y a una serie de prejuicios que sería un tanto tedioso detallar aquí. ¿Debería mostrarme permanentemente sorprendido? ¿Qué límites sería conveniente no traspasar? ¿Cuántas preguntas podía formular sin resultar pesado o indiscreto? Curiosamente, y a pesar de lo diferentes que éramos, esas cuestiones nunca fueron un obstáculo en mis relaciones con Mathew, a quien, desde el primer instante, me unió una cálida corriente de simpatía. Cómo pudo prosperar nuestra amistad es una suerte de misterio al que todavía no he conseguido encontrar respuesta, más allá del principio de complementariedad o de aquellas leyes de la física que nos informan sobre la consabida atracción de los polos opuestos.

Pero sí, confieso que me intimidaba el entorno. Mathew pertenecía a una antigua familia de la aristocracia escocesa venida a menos, una rama de aquellos Maclean que tuvieron un papel destacado en épocas pasadas y al que diversas circunstancias adversas sumieron en una lenta decadencia. No obstante, tal era el deseo de mi amigo por mostrarme los emblemáticos lugares donde habían transcurridos sus primeros años, que poco a poco fui contagiándome de su entusiasmo y algo parecido a una cautelosa expectación fue abriéndose paso en mi ánimo.

La tarde antes de tomar el avión hacia Escocia, Mathew me mostró el mapa en que había trazado las sucesivas etapas de nuestro viaje. Su única duda era si deberíamos visitar el mismo día de nuestra llegada la ciudad de Edimburgo, a cuyo aeropuerto arribaríamos a media mañana, o partir inmediatamente hasta la isla de Mull, en las Hébridas Interiores —de cuya zona el otrora poderoso clan de los Maclean era originario— y posponer la capital para el final. Tras sopesar en su interior los pros y los contras, Mathew se decidió por la segunda opción. Allí, junto a la costa, en un viejo caserón propiedad de la familia, estableceríamos nuestro cuartel general de operaciones.

Aludiendo a este lugar, me rogó que no me dejara impresionar por sus monumentales dimensiones, como les sucedía con relativa frecuencia a quienes lo visitaban. A simple vista, aquella construcción, la mitad de cuyas habitaciones llevaban largo tiempo clausuradas, podía transmitir una idea de importancia que estaba muy lejos de ser real. Dada su natural modestia, me dispuse a aceptar la veracidad de sus palabras con las debidas reservas.

***

Nada más descender del avión se nos acercó un hombre alto y de modales pausados a quién Mathew saludó con grandes muestras de alegría, gestos que éste aceptó abrumado —y tal vez algo incómodo—, mientras asentía repetidamente con la cabeza. Se trataba de James, el mayordomo. Tras estrecharme la mano que le tendí al ser presentados, se hizo cargo de mi equipaje y nos dirigimos al coche, una verdadera antigualla —aunque en un estado impecable— de color beige acharolado que nos aguardaba en el aparcamiento.

Tras invertir más de cinco horas —con dos breves paradas que incluyeron una comida informal— en recorrer la distancia, próxima a las ciento cincuenta millas, que nos separaban de nuestro destino, arribamos al pie del viejo caserón, una maciza mole de dos plantas que se erguía sobre una pequeña elevación del terreno y que, como ya me advirtiera mi amigo, imponía cierta desazón en el ánimo por su adusto perfil de fortaleza: una silueta que se recortaba sobre el azul del cielo y que aparecía como envuelta en un halo vagamente siniestro.

Una vez instalados, Mathew y yo nos encontramos frente a frente en el salón comedor de la planta baja, mientras la tarde declinaba suavemente tras un hermoso ventanal de cristales esmaltados.

—Bueno, ya estás en Escocia. Y para que vayas acostumbrándote al ambiente, observa esa incipiente bruma que empieza a rodearnos. Mientras te encuentres aquí, ella será nuestra inseparable compañera, el aliento que oculta, enmascara y distorsiona todas las cosas. Nosotros la conocemos bien… Muchas veces he pensado que buena parte nuestro carácter viene determinada por su continua presencia.

—¿Qué quieres decir exactamente con eso?

—Que el sol, mi querido amigo, es mucho más que esa vitamina D que fortalece nuestros huesos. Ya conoces mi devoción por las ciudades mediterráneas, por perderme entre el bullicio de sus calles y plazas. Y no soy el único de mis compatriotas que siente esa necesidad de calor; algo parecido debió empujar a mi admirado Robert Louis Stevenson a recalar en la isla de Samoa. Sí, hay algo áspero en nosotros —afirmó tras una pausa—, algo agreste, huraño, desafiante. ¿No te parece significativo que sea el cardo nuestra flor nacional?

—Bueno, eso es bastante lógico: aquí no hay orquídeas.

—Sí, es lo que tenemos, claro… Pero mira también el lema de nuestro escudo: Nemo me impune lacessit. «Nadie me ofende impunemente.» Esa frase es la demostración de nuestro natural estado de ánimo, de nuestra susceptibilidad y nuestra propensión a la pendencia. Toda la culpa la tiene este clima. En los países mediterráneos es distinto: el sol se expande por las arterias, te hace ser más comunicativo, más sociable y confiado.

—No sé, creo que eso es un poco exagerado. El mal genio también abunda entre nosotros, más allá de los estereotipos.

—Sí, pero no es algo general. De todos modos yo me refiero a otra cosa, a otra actitud ante la vida, a encararla de forma más positiva. No como una permanente lucha. Por ejemplo, ¿te has fijado alguna vez en esos niños de los países del tercer mundo que sonríen a la cámara del reportero? No tienen más fortuna que su libertad y su desnudez y no obstante son felices —la luz de la tarde se apagaba lentamente—. Y sin embargo, tampoco podría renunciar a la belleza de este paisaje. Hay algo mágico en él, la sensación de que cualquier prodigio pueda producirse en un instante. Dime una cosa, ¿tú crees en los fantasmas?

—Bueno, ya me conoces… No, no creo en esas cosas.

—No obstante hay testigos, personas que aseguran haberlos visto. ¿No te parece que puede haber algo cierto en esas declaraciones?

—Estoy convencido de que es mera sugestión. Existen hombres y mujeres dotados de una sensibilidad especial, predispuestos a creer que un reflejo de la luna sobre el espejo es el alma de un difunto sin paz ni sosiego, pero no es mi caso. Como bien sabes, carezco de imaginación.

—Sí, eso es verdad. Eres una persona honesta y leal, en la que se puede confiar. Pero lo que es imaginación… En fin, es una lástima porque aquí tenemos cientos de fantasmas, de toda clase y condición. Incluso uno español.

—¿Ah, sí? No tenía ni idea. ¿Cómo es eso?

—Verás, es una historia curiosa. A lo largo del siglo XVIII hubo una serie de levantamientos en Escocia, conocidos como las «rebeliones jacobitas», cuyo propósito consistía en restablecer en el trono de Inglaterra a los sucesores del rey Jacobo II Estuardo, derrocado por la Revolución Gloriosa. Su hijo, Jacobo Francisco Eduardo, primero, y su nieto, Carlos Eduardo, después, lo intentaron, pero las fuerzas de las armas les fueron contrarias.

Para no extenderme mucho, resumiré la historia de nuestro fantasma. Alrededor del año de 1720, una pequeña avanzadilla de infantes de la marina española, aliados de los jacobitas escoceses, se adentraron en las tierras altas, a la espera del grueso de las fuerzas de invasión que debían llegar en las siguientes semanas. Unas fuerzas que, dicho sea de paso, nunca llegaron al quedar bloqueadas por las tormentas del Atlántico. Tomaron el castillo de Eilean Donan y allí instalaron un polvorín. Casi de inmediato, Inglaterra envió tres fragatas que bombardearon el fuerte desde el lago Alsh que lo rodea y forzaron su rendición. Uno de los soldados españoles que perdieron la vida por los proyectiles de los cañones ingleses se pasea desde entonces por las almenas del castillo. Bueno, en realidad del nuevo castillo, ya que el original fue destruido.

—Sí, es una historia sorprendente. Me cuesta imaginar qué hacían esos soldados en suelo escocés, apoyando una causa que les era totalmente ajena.

—Ay, amigo mío, eso es lo que han venido haciendo miles de soldados en todo el mundo, combatiendo por los intereses, no siempre confesables, de sus respectivos gobiernos. Muchos de estos combatientes eran gentes que no tenían otra salida que alistarse en el ejército, ya fuera en el de su propio país o como mercenarios. Uno de los movimientos de este tipo más famosos es que se conoce como «la fuga de los gansos salvajes».

—La fuga de los gansos salvajes… —repetí casi sin querer— ¡Qué nombre tan curioso! Algo me dice que no vas a tardar en contármelo, ¿verdad que no me equivoco?

—Pues sí, te lo contaré porque, aunque no quieras admitirlo, estás deseando que lo haga —afirmó con una sonrisa—. Se conoce con ese nombre tan descriptivo a la salida de los jacobitas irlandeses hacia Francia, tras su derrota frente a las tropas de Guillermo III de Orange, cumpliendo los acuerdos del tratado de Limerick. Pero, por extensión, se denomina así a los soldados irlandeses que se integraron como mercenarios en los ejércitos de media Europa. Durante siglos, sus vistosos estandartes verdes fueron algo habitual en el continente. A veces me los imagino, a miles de millas de su casa, como un cuerpo extraño en medio de la masa indiferente, añorando un regreso que casi nunca se produciría.

Mathew quedó en silencio, acaso meditando sobre la suerte de aquellos infelices.

—Ahora que mencionas eso del colorido de los estandartes, he de confesarte que me esperaba ver a los hombres del país, o por lo menos a una parte, luciendo la típica falda escocesa, pero no ha sido así. ¿Es que habéis dejado de usarla?

—Bueno, eso también me sucedió a mí la primera vez que visité España: no me crucé con nadie vestido de torero. No, verás, la falda sólo se utiliza en las grandes ceremonias, como fiestas nacionales, bodas y otros acontecimientos parecidos. La verdad es que el kilt, como lo conocemos hoy en día, es bastante más reciente de lo que se piensa. Después de la batalla de Culloden, otra vez dentro de las revueltas jacobitas, se prohibió su uso a los highlanders vencidos. Así estuvieron las cosas durante muchos años hasta que Sir Walter Scott, conocido por sus novelas históricas ambientadas en las tierras altas, organizó la visita del rey Jorge IV a Escocia con toda la parafernalia que el momento requería. Pero Sir Walter había nacido en las lowlands y, por decirlo de un modo amable, se permitía numerosas licencias: completaba con su imaginación lo que sólo parcialmente conocía. Lo cómico del caso fue que, una vez anunciada la visita del rey, los nobles escoceses tuvieron que emprender una carrera contrarreloj en busca de sastres que les confeccionaran el atuendo apropiado, según las recreaciones del novelista, para recibir al monarca, algo que incluía los colores de los tartanes de cada clan. ¿Te figuras la escena? Ah, perdóname: hablo y hablo y aún no te he ofrecido uno de los tesoros de Escocia. Aquí tenemos una agricultura casi exclusivamente limitada a los cereales. No obstante, con tan escasos medios, el genio popular ha conseguido crear el milagro del whisky. Quiero que me des tu sincera opinión —dijo mientras extraía del mueble-bar una botella y dos copas— de este en particular.

Mathew me extendió una copa con una curiosa forma de tulipa. Instantes después, tras la obligada inspección olfativa, me la llevé a los labios.

—¿Y bien, qué te parece?

—No sé, es la primera vez que pruebo algo así… sabe como a humo.

—Exacto. Es el sabor de la turba que se emplea en el secado de la cebada, junto con partes infinitesimales de la sal y el yodo del mar que rodea la destilería. ¿Te gusta?

—Sí, la verdad es que sí. Tiene un sabor potente y a la vez… bueno, no sabría cómo describirlo.

—Me alegro que así sea porque a este tipo de whisky se le puede aplicar el socorrido tópico de la ópera. O te gusta la primera vez que la oyes o no hay forma. Bueno y ahora viene lo mejor: vamos a despertar al dragón. Sí, no me mires así. Vamos a añadir una gota de agua para liberar su verdadero espíritu.

Acto seguido ejecutó la anunciada operación y con un gesto me invitó a comprobar los resultados. No cabía duda de que, a pesar de mantenerse el sabor, algo había cambiado. La presencia del ahumado era más discreta, como si el agua hubiese logrado separar la luz de las tinieblas. Una reconfortante ola de calor, como la de aquel sol tan querido de Mathew, fue extendiéndose por todo mi cuerpo.

***

A la mañana siguiente, después de un copioso desayuno, pusimos rumbo a la isla de Staffa, para visitar la famosa gruta de Fingal. Partimos en un pequeño barco —en realidad no hay otra forma de llegar hasta ella—, siguiendo la misma ruta que casi dos siglos antes emprendiera el joven compositor Félix Mendelssohn. Mientras surcábamos el mar, las primeras notas de su obertura las Hébridas, aquel ataque inicial de los chelos y contrabajos que tan bien conocía, retornaron a mis oídos como una caricia, mezcladas con el viento de poniente que soplaba sobre la proa. En cuanto a la isla y a la gruta en particular, confieso que pocas veces me he sentido en un lugar tan fascinante, tan extraño y primitivo. Ya la misma entrada, un soberbio pórtico de forma hexagonal formado por columnas de basalto, produce una sensación de asombro que sólo se ve superada al descubrir el interior, un largo túnel, de más de cincuenta metros de profundidad y diez de altura, con una curiosa forma de arqueta. Cuando el agua del mar penetra por el angosto canal y choca contra sus muros, se produce un estruendo formidable, una especie de rugido salvaje, telúrico, como si las fuerzas de la tierra quisieran recordarnos que, a pesar de nuestro empeño en dominarlas y nuestra arrogancia, siguen estando tan vivas como al principio de los tiempos.

Dimos una vuelta alrededor de la isla, ya desde el barco, y por todas partes encontramos aquellas formaciones de basalto que erizaban sus laderas y que se elevaban unos metros desde el suelo como restos de un bosque petrificado. Era tal la sensación de haber sido transportado a un tiempo muy lejano, que no me hubiera sorprendido la aparición en el horizonte de la afilada silueta de un drakar vikingo, acompañada del ronco sonido de un olifante. Sobrecogido y casi sin aliento, dirigí una última mirada hacia aquella tierra baldía cuando embarcamos de regreso hacia el pequeño puerto de partida.

Por la tarde, mientras compartíamos una agradable sobremesa, Mathew recibió una llamada telefónica. Tras rogarme que le disculpase un momento, se dirigió hacia la ventana y durante unos minutos fui testigo presencial de la alarmante transformación experimentada por su rostro a medida que avanzaba la conversación. Muy pronto, la sorpresa inicial dio paso a una expresión de incredulidad, acompañada de acaloradas protestas que, al parecer, no lograron vencer la resistencia de su interlocutor. El aire abatido con el que depositó el móvil sobre la mesa sólo podía ser presagio de malas noticias.

Así era. Mathew me informó que debía trasladarse urgentemente a Edimburgo. La causa de su marcha se debía a un antiguo pleito sobre los límites de unas propiedades, algo que llevaba mucho tiempo pendiente y al que ahora el juzgado correspondiente había puesto fecha para la vista. La llamada era del abogado de la familia, quien requería de su inmediata presencia para ultimar algunos detalles y firmar un par de documentos. Me dijo que no me preocupara, que en dos o tres días a lo sumo estaría de vuelta, y que desde aquel momento relevaría a James de sus obligaciones para ponerle a mi exclusivo servicio. Aquel contratiempo no debería alterar nuestros planes. También me dejaba una lista de los lugares a visitar para que yo la cumpliese en el orden que estimase oportuno. Esto último me lo pedía como un favor personal. Después me dio un abrazo y se marchó a ultimar los preparativos del viaje.

Tomé la relación que me dio Mathew, aquellos nombres escritos de su puño y letra, sin saber muy bien qué hacer. No obstante, la duda duró apenas unos momentos: cumplir sus deseos, mucho más en las actuales circunstancias, adquiría el carácter de un compromiso. Había llegado el momento de abandonar mi habitual introversión para involucrarme más estrechamente con cuanto me rodeaba. Una especie de imperativo moral, de precepto no escrito, me exigía abandonar el papel de observador en la distancia y entrar —valga la expresión— en el cuerpo a cuerpo, volcarme en conocer el país y sus gentes, aunque sólo fuese por corresponder a su hospitalidad.

Una hora más tarde, después de situar en el mapa aquellos lugares que Mathew había elegido para visitar en los próximos días, salí a la pequeña explanada que rodeaba el caserón. Allí se encontraba James, junto al capó abierto del viejo coche, con los brazos remangados.

—¿Algún problema, James? —le pregunté.

—Ah, no señor —respondió éste con una sonrisa—, ningún problema. Aunque sea un modelo antiguo —dijo señalando al auto con el destornillador que portaba en la mano— resulta mucho más fiable que la mayoría de los coches actuales. No, la verdad es que ya no se fabrican máquinas así. Sólo necesita unos mínimos cuidados, como nos ocurre a todos con el paso de los años, si me permite el comentario. ¿Quiere que lo lleve a alguna parte? El señor Maclean me ha reiterado su deseo de que me ponga a su entera disposición.

—Gracias, James. Dígame, ¿está muy lejos Eilean Donan?

—A unas ciento veinte millas, más o menos. ¿Quiere visitar el castillo?

—Sí, James, me gustaría. Me han contado que es un lugar interesante.

—Oh, sí señor, no hay duda de que lo es. ¿Cuándo quiere visitarlo?

—Mañana mismo, si es posible.

—Por supuesto que sí, pero será necesario madrugar un poco si queremos aprovechar bien el tiempo. Lo llamaré a las siete.

***

Conforme a lo acordado, al día siguiente partimos cerca de las ocho de la mañana y llegamos a Eilean Donan alrededor de las doce, acompañados de un sol espléndido.

El castillo está en una pequeña isla a la que se accede por un puente de piedra. Después de visitar sus aposentos y salones, siempre rodeado por animosos grupos de turistas, crucé de nuevo el puente y desde la distancia estuve contemplando durante un buen rato aquellas almenas por las que, según la leyenda, se paseaba el fantasma del soldado español. No apareció en esta ocasión y no se lo reproché, ya que entre sus atribuciones estaría la de hacerlo cuando le viniese en gana y tampoco —supuse— le apetecería demasiado cambiar impresiones con un escéptico, por mucho que éste fuese un compatriota.

Por lo demás, la ambigua sensación que me asaltó desde el momento en que llegamos fue haciéndose más patente. Aunque el entorno resultase encantador —el lago de aguas tranquilas, la luz suave de la tarde, la imponente silueta del castillo—, había algo que no terminaba de convencerme. Quizá fueron las palabras de Mathew, advirtiéndome que había sido reconstruido, las que me predispusieron a pensar que estaba frente algo esencialmente falso, semejante al decorado de una superproducción. Me pregunté si aquel impulso consumista, aquel deseo de apropiarnos de cuanto se hallara a nuestro alcance, también del pasado, nos había llevado a levantar sucedáneos por todas partes, a recrear los escenarios históricos según los criterios y los gustos actuales, tan propensos a estandarizarlo todo. Aquello que tenía ante mis ojos poco tenía que ver con lo que fue y cualquier intento de situarnos en el momento en el que sucedieron los hechos que me relatara mi amigo estaba condenado al fracaso. Existía una brecha de siglos: las gentes que lo habitaron eran muy diferentes a nosotros, al igual que sus creencias, sus valores, sus inquietudes, sus temores. Por no hablar de cosas meramente físicas, como la composición del aire o el olor mismo del ambiente. Si pudiésemos viajar en el tiempo, ¿seríamos capaces de enfrentarnos a una realidad no idealizada, bastante más dura de la que imaginábamos? ¿Soportaríamos su visión, su cercanía, su autenticidad, su crudeza? No quise seguir dándole vuelta a unos pensamientos que sólo podían aumentar la sensación de vacío causada por la ausencia de Mathew.

A un tiempo seducido y decepcionado por el conjunto, le pedí a James que regresáramos.

Continuando con mi propósito de conocer mejor el país, le pregunté a mi guía cuando me anunció que en unos minutos estaría servida la cena, si sería posible degustar alguna muestra —algo sencillo, que no requiriera mucha elaboración— de la gastronomía escocesa, aparte de las gachas de avena, omnipresentes en todos los desayunos. Éste esbozó una amplia sonrisa, asegurándome que pocas cosas le resultarían más fáciles y satisfactorias que atender mis demandas, ya que Ann, la cocinera, era una experta en tales menesteres. Así pues, a los pocos minutos, me enfrenté por primera vez a una serie de platos —cuyos nombres apenas recuerdo— como puddings, empanadas, una especie de salchicha con una curiosa forma cuadrada y algún tipo de tarta con el entusiasmo de un iniciado. Le di las gracias a James por sus atenciones, reconociendo mi sorpresa por el descubrimiento de una cocina tan sabrosa como contundente, y le comuniqué mi intención de leer un rato en la biblioteca antes de retirarme a dormir.

Después de varios intentos frustrados por adentrarme en una de aquellas prolijas historias de Sir Walter Scott, decidí irme a la cama. Tras ponerme el pijama me sumergí entre las sábanas, dispuesto a conciliar el sueño, algo que la noche anterior sólo había podido lograr a medias, debido al natural ajetreo del viaje. No obstante, como mis cenas suelen ser bastante ligeras, aquel festín no tardó en pasarme factura.

Al cabo de buen rato, tras probar sin éxito todas las posturas posibles, me sorprendió una especie de silbido agudo y prolongado, como si sucesivas ráfagas de viento se enroscasen en alguna de las chimeneas del edificio. Pasados unos minutos volví a escuchar aquel sonido, sólo que esta vez transformado en algo mucho más confuso y estridente, semejante a una multitudinaria pelea de gatos. Intrigado, agucé el oído: primero fue el silencio, después algo parecido a una respiración asmática y finalmente aquel infernal estruendo. Sin pensarlo dos veces, salté de la cama, me ceñí un batín y abrí la puerta de la habitación. A mi izquierda, casi al final del pasillo, descubrí la figura de un hombre uniformado que se alejaba tranquilamente, tocando la gaita.

Antes de que pudiera salir de mi asombro, aquella aparición alcanzó el rellano y una vez allí, descendió las escaleras que comunicaban con la plata baja. Al hacerlo giró un poco la cabeza, lo suficiente para reconocerlo al instante.

***

A la mañana siguiente, James me estaba esperando a la entrada del salón, para preguntarme si deseaba que sirviera el desayuno.

—Muy bien, James, tráigalo usted —contesté—. Por cierto, ¿cómo acabó su concierto nocturno?

—Perdón, señor, ¿a qué concierto se refiere?

—Vamos, James, ¿no va a contarme qué hacía anoche tocando la gaita a horas tan intempestivas? Yo fui testigo de su vistosa parada, lo vi perfectamente.

—¿Dice usted que me vio? Pero eso es imposible, yo no…

—James, ¿por qué lo niega? No tiene nada de malo, todos hemos cedido alguna vez a algún impulso parecido. O al menos hemos estado a punto.

—Oh, ya sé lo que ha ocurrido —exclamó James con una sonrisa de circunstancias—. Asegura usted que me vio, pero esa persona no era yo. Le explicaré el equívoco, si me lo permite. Se trata de un antepasado mío, Patrick Ross, un fantasma que posee unas características físicas que son comunes a toda la familia, en especial lo poblado de las cejas y la forma del mentón. Dado lo notable del parecido, no es de extrañar que nos confundiera. Lo cierto es que Patrick llevaba mucho tiempo sin aparecerse a nadie y si ahora lo ha hecho es porque, probablemente, usted le haya caído simpático.

—Así que un fantasma… Bueno, supongo que si mi presencia ha propiciado su regreso, debo aceptarlo como un cumplido. Pero dígame, ¿por qué iba uniformado?

—Por derecho propio. Mi antecesor pertenecía al célebre 71.º Regimiento de highlanders. El pobre tuvo la mala fortuna de encontrarse con una bala perdida, tras el sitio de Bangalore, en la India, cuando estaba punto de regresar para contraer matrimonio. Desde entonces su atribulado espíritu se aparece ocasionalmente aunque, en honor a la verdad, yo nunca lo he visto.

—Está bien, James, eso parece aclarar las cosas. De todas formas, debo comunicarle, no sin cierto pesar, que su antepasado desafina.

—Pero, señor, eso no es posible… Patrick era un consumado gaitero. Claro está que si los años no pasan para los fantasmas, por ser espíritus inmateriales, no sucede lo mismo con los instrumentos. Más de ciento cincuenta años es mucho tiempo.

—Sí, James, puede que tenga usted razón. No se preocupe, por lo que a mí respecta la reputación de su antepasado ha quedado completamente a salvo.

James hizo una leve inclinación con el tronco y tras recoger el servicio abandonó la estancia.

Salí de la casa a tomar el aire. Me dolía la cabeza. Los acontecimientos de aquella noche me habían impedido conciliar el sueño y cuando éste llegó al fin lo hizo de forma discontinua y agitada. Caminé por el sendero de grava que desembocaba en la carretera general y después regresé sintiendo que mis buenos propósitos se resquebrajaban por momentos. Echaba de menos a Mathew. La misma visita a Eilean Donan habría sido muy distinta de haber podido cambiar impresiones con él. Añoraba su conversación, su sentido del humor, la amable ironía con la que sabía despojar de solemnidad a las cuestiones más transcendentales.

Por esa razón le comuniqué a James que aquella tarde me apetecía dar un paseo por los acantilados cercanos y que no necesitaba de sus servicios. Él, presumiendo que debía de estar cansado, me sugirió una excursión a la localidad de Tobermory, que se encontraba a pocas millas y poseía una bahía muy hermosa. También podríamos al día siguiente y ascender al Ben More, el punto más elevado de la isla, para disfrutar de las vistas que de allí se contemplan. El buen hombre parecía haber asumido la responsabilidad de que mi estancia fuese lo más placentera posible, y tan patentes eran sus deseos de era agradar que no pude negarme a recorrer algunos lugares pintorescos de la costa en su compañía.

La pequeña excursión que emprendimos aquella tarde fue más interesante de lo que en principio esperaba. A la vista de los imponentes escollos ante los que detuvimos, le confesé mi debilidad por los faros y le pregunté si los había en las Hébridas. James me informó de unos cuantos, entre ellos el Skerryvore, en la isla homónima y el más alto de Escocia, aunque su favorito era el de Neist Point, que se encuentra en el punto más occidental de la isla de Skye. También me informó de los cambios que en los últimos años había experimentado aquel servicio, al encontrarse ahora totalmente automatizado. De hecho la mayoría de ellos, si bien conservaban la estructura original, se habían transformado en hoteles. Como no podían faltar las historias truculentas, mi acompañante me relató, ya de regreso, la del faro de Eilean Mor, cuyos tres encargados de mantenimiento desaparecieron en misteriosas circunstancias y sin dejar más rastro que unas escuetas anotaciones en el año de 1900.

Después de cenar, le di las buenas noches a James y me dispuse a sumirme en un largo, largo, sueño.

Qué lejos estaba entonces de imaginar lo difícil que me resultaría ver cumplido mi deseo.

Apoyé la cabeza en la almohada y muy pronto me vi envuelto en una cálida sensación de bienestar. Poco a poco se fueron apagando las conexiones que me mantenían unido al mundo consciente y empecé a sentirme cada vez más liviano, apenas sujeto a la fuerza de la gravedad, como un globo que ascendiera hacia el espacio infinito. Existe un placer ambiguo y complaciente, ligeramente autodestructivo, en irse disolviendo en la nada, en abandonarse, en perder peso y memoria de uno mismo, en sentirse una microscópica partícula arrastrada por el viento.

No sé cuánto tiempo permanecí en aquel estado de amable duermevela, hasta que una serie de sollozos ahogados me sacaron bruscamente de mi letargo. Dudé un instante, pero al final el impulso de saber qué estaba sucediendo fue más fuerte y, como la noche anterior, me enfundé el batín, abrí la puerta y me asomé al pasillo.

Una figura horrenda, con el rostro tiznado y cubierta de andrajos humeantes, cruzó delante de mí como alma que lleva el diablo, implorando auxilio para su señora. Al llegar al rellano, descendió las escaleras, al igual que hiciera el fantasma del 71.º Regimiento de highlanders y, como él, desapareció en un abrir y cerrar de ojos. No sé qué oscuro deseo me empujó a seguirla, pero una vez superado el primer instante de confusión, fui en su busca. Un esfuerzo completamente inútil. Después de recorrer el salón, la biblioteca, y un par de estancias más, regresé a mi cuarto sin hallar el menor rastro de su presencia.

Volví pues sobre mis pasos, respirando afanosamente aquel aire enrarecido y pegajoso que se remansaba en el estrecho corredor, mientras una idea iba arraigando con más fuerza en mi cabeza: estaba soñando. El formato y la densidad de las imágenes, o el mismo eco sofocado de mis pasos, así lo confirmaban. No cabía otra posibilidad: sólo bajo ese supuesto podía concebirse aquella nueva aparición, un suceso que, como el de la noche anterior, precisaba de una profunda subversión de la realidad, un marco especial en el que hubiesen sido abolidas las más elementales leyes de la lógica y del sentido común. Bien, así estaban las cosas y en cierto modo me sentía, si no satisfecho, sí al menos liberado. Ya no necesitaba buscar explicaciones —seguramente parciales e insatisfactorias— a cuanto estaba sucediendo.
Bastaba con dejarse llevar por los acontecimientos, esperar. Más tarde o más temprano despertaría y todo aquello sería relegado al olvido.

No bien acababa de entrar en mi dormitorio cuando percibí el ruido de unos pasos. Me encaminé hacia la puerta con la inercia de un autómata, sin tener una idea clara de lo qué podría encontrarme en esta ocasión. Apenas a un par de metros de distancia, un joven rapaz con la cara cubierta de pecas y una media rota en la mano, a modo de bolsa, imploraba unas monedas para «la causa». Al verme se detuvo y adelantó la mano con gesto suplicante. Después, visiblemente decepcionado ante mi falta de respuesta, se dio media vuelta y al llegar al rellano desapareció hacia la planta baja, al igual que sus predecesores.

Dirigí entonces la vista al otro extremo del pasillo, situado a mi derecha, hacia el lugar en el que parecían tener su morada los espectros. Allí, una pequeña luz oscilaba de un lado a otro con hipnótica cadencia, como movida por un viento invisible. Acto seguido apareció una mujer con el cabello suelto, ligeramente rojizo, ataviada con un elegante vestido largo de color azul turquesa. Avanzaba despacio, sosteniendo un farol a la altura de su costado. Pasó a unos centímetros de donde me encontraba como una sonámbula, sin dejar de mirar al frente. Al llegar al rellano, en lugar de bajar las escaleras, continuó hacia el ala de la casa que se encontraba oficialmente cerrada. Se detuvo ante la primera puerta y ésta se abrió al instante por sí sola. Luego desapareció en el interior.

Estuve un tiempo sin moverme de la entrada del cuarto, fascinado por aquella nueva aparición. La puerta en cuestión permanecía entreabierta, iluminada por un débil resplandor fosforescente. Sin pensarlo dos veces me encaminé hacia ella, siguiendo el señuelo de aquella luz, casi a tientas, sintiendo a cada paso el roce viscoso de miles de finísimas telarañas.

La habitación, escasamente amueblada, mostraba un magnífico artesonado de madera tallada. En el lado izquierdo, una chimenea mantenía un pequeño fuego encendido y sobre la pared del fondo se destacaba la presencia de un espléndido bargueño. Sentada frente a él, la mujer del traje azul parecía escribir una nota. Pasados unos instantes la dobló a la mitad y a continuación la depositó con cuidado en una gaveta. Se puso en pie y luego desapareció por una puerta lateral, cubierta por grandes cortinajes. No obstante, antes de abandonar la estancia me dirigió —esta vez sí— una profunda mirada en la que encontré algo parecido a una súplica, una angustiosa petición de socorro, como si yo fuese su última esperanza, el único ser humano sobre la faz de la tierra.

Con paso vacilante me acerqué hasta el bargueño y abrí el cajón donde supuestamente aquella enigmática mujer había guardado la nota. Pero en su interior no hallé misiva alguna, sólo restos de algas marinas y manchas resecas de humedad. Un pequeño caracol se desplazaba lentamente por su superficie, dejando tras de sí un marcado rastro, sinuoso y brillante.

***

Al día siguiente, después de darme una buena ducha, escruté mi rostro en el espejo con el fin de evaluar los daños. Al margen de los párpados enrojecidos y del tono levemente macilento de la piel, el resto presentaba un aspecto que, en líneas generales, podía considerarse como aceptable. Una impresión que no podía extenderse al interior de mi mente, aquella pantalla donde seguían proyectándose cientos de imágenes perturbadoras y fragmentarias, como piezas revueltas de un puzle infinito. Acabé de asearme y descendí a la planta baja.

A la entrada del salón me crucé con James, quien al instante se apresuró a ofrecerme una taza de café. Se diría que el buen hombre me hubiese leído el pensamiento, pues aquello era justo lo que necesitaba. Mientras se dirigía a la cocina, observé que el reloj de pared marcaba las once y media. Aunque no había programado ninguna salida en especial, tuve la enojosa sensación de haber desperdiciado la mañana. De todos modos, más valía dejarlo estar: aquello ya no tenía remedio y nada conseguiría lamentándome.

Poco después, James entró en el salón portando un servicio de café y todo el aire se fue impregnando de aquel aroma espeso y penetrante.

—James, ¿me permite que le haga una pregunta?

—Por supuesto.

—Necesito cierta información, concretamente sobre fantasmas. ¿Conoce usted bien el tema?

—Bueno, no soy un experto, si es ese el sentido de su pregunta. Conozco las leyendas más populares, esas que siempre han corrido de boca en boca y que todos hemos oído desde pequeños. ¿Qué desea saber en concreto?

—Si en alguna de esas historias el protagonista principal es un incendio.

—A ver, déjeme pensar… Sí, existe una bastante popular, conocida como la del fantasma de la «Dama Verde». El suceso tuvo lugar en el castillo de Stirling, creo, una noche en la que de forma accidental se declaró un incendio en la alcoba de la reina Mery. La dama en cuestión, que era su ayuda de cámara, fue la primera en darse cuenta del siniestro y la que salvó a la soberana de perecer en el fuego. Lamentablemente no pudo hacer lo propio por ella misma y su heroica acción le costó la vida.

—Vaya… no esperaba que fuese una historia tan triste.

—Por desgracia, señor, la mayoría lo son.

—Y dígame, James, ¿aparece en alguna otra un personaje de unos dieciocho años y aspecto de pícaro que trate de recaudar fondos para una causa desconocida?

—¡Oh, sí, desde luego! Sin duda usted se refiere a la odisea de Peter Macfarlane. Otra historia con un final trágico.

—James, ¿sería mucho abusar de su amabilidad pedirle que me la contara?

—Oh, no, de ningún modo —exclamó con una sonrisa—. Lo que ya no me atrevo a asegurarle es cuánto hay de cierto y cuánto le leyenda en los hechos. Las crónicas nos presentan a Peter como un muchacho de carácter alegre y despierto, hijo de un famoso activista jacobino que falleció cuando él era apenas un niño. Esta temprana pérdida y el especial ambiente en el que transcurrieron sus primeros años, hizo que mitificara la figura del padre hasta convertirlo en un héroe, entregándose en cuerpo y alma al activismo revolucionario. Como recompensa al entusiasmo demostrado, se le encomendó la misión de proporcionar una cuantiosa suma de dinero a los rebeldes irlandeses. Para ello, una vez establecidos los contactos necesarios, se desplazó a la isla como criado de un falso sacerdote, a fin de no levantar sospechas. Pasados dos días el sacerdote regresó, tal como estaba previsto, ya que podría ser reconocido por los agentes ingleses, a la espera de que Peter, un perfecto extraño para todos, lo hiciese poco después, una vez cumplido el encargo. Pero pasaron casi tres meses sin tener noticias del joven y cuando por fin éste apareció, lo hizo en unas condiciones lamentables. Vestía unos jirones de mendigo y hablaba como un enajenado, sin cesar de repetir que unos duendes le habían tendido una trampa al atravesar un bosque de helechos gigantes, robándole el dinero. Por supuesto nadie lo creyó.

—¿Y qué pasó después?

—Con el fin de dar una respuesta oficial al asunto, el consejo se reunió y lo que en condiciones normales hubiese sido calificado como un acto muy grave y llevase aparejado un castigo ejemplar, se resolvió dictaminando que Peter, tras ser objeto de un atraco, había perdido la razón. Un hecho que la disparatada historia de los duendes y las fantásticas descripciones que éste fue añadiendo posteriormente no hacía más que confirmar. A partir de ese momento se le dejó tranquilo, pero él insistía en restituir la suma perdida, para lo cual se dedicó a pedir una moneda a todo aquel que se cruzara en su camino. Una tarea imposible de cumplir, entre otras razones porque la bolsa que portaba para recoger los donativos estaba agujereada por todas partes. Al final, una mañana el pobre muchacho apareció muerto después de haber pasado la noche al raso. Aún no había cumplido los veinte años.

—También es un relato desgraciado, sí. Una cosa más, ¿conoce usted a una dama vestida de azul, que lleva en la mano un farol encendido?

—Mucho me temo que no, señor. Si acaso pudiera facilitarme algún dato más…

—Tal vez yo pueda ayudarte —sonó una conocida voz a mis espaldas.

Era Mathew. Lo supe antes de darme la vuelta y encontrarme con su rostro afable y sonriente. Pero no estaba solo; lo acompañaba una joven ataviada con pantalones vaqueros, jersey de cuello alto y chaqueta de cuero, cuyas facciones aparecían medio ocultas tras un maquillaje bastante sofisticado.

—¡Mathew! —exclamé— ¡Cómo me alegra volver a verte! ¿Hace mucho que estás aquí?

—Acabamos de llegar. Ayer terminamos muy tarde, por lo que tuvimos que retrasar el viaje hasta esta mañana.

—Yo en cambio, ya ves qué desastre… apenas llevo media hora despierto. Casi no he podido dormir en toda la noche.

—Por favor no te disculpes —se apresuró a decir Mathew con aire pesaroso—. Si hay alguien que deba hacer tal cosa soy yo. Antes de nada quiero pedirte perdón y enseguida sabrás porqué. ¡Señora Ann!, ¡Martín!, acérquense por favor.

La requerida señora Ann, que debía ser la cocinera que mencionó James dos noches atrás y un muchacho de edad incierta hicieron acto de presencia en el salón, sonrientes y a la vez un poco cohibidos. Al instante se hizo la luz y cada pieza fue encajando en su lugar correspondiente.

—Pues sí, amigo mío, aquí tienes a la señora Ann y su hijo Martín, o lo que es igual, a la dama que salvó a la reina Mery de morir en el incendio de su castillo y al joven Peter, a quien unos malvados duendes despojaron del dinero destinado a los rebeldes. Y cómo no —añadió dirigiendo su mirada a un James que no pudo evitar ruborizarse—, al gaitero del glorioso regimiento de highlanders. Perdóname —dijo posando su mano en mi hombro—, pero eras el desafío perfecto y no pude resistir la tentación. Quería poner a prueba tu incredulidad, hacer que dudaras, que te plantearas la posibilidad de que no todo puede explicarse racionalmente. De que existen cosas que, por su naturaleza, rozan lo sobrenatural.

—¿Y has montado toda esta farsa sólo por eso? No puedo creerlo.

—Así es… no tienes idea de lo humillante que resulta para el común de los mortales la seguridad de la que hacen gala las personas como tú, esa dictadura de la racionalidad y de la lógica que no deja resquicio a la sorpresa ni permite la más inofensiva de las desviaciones de la norma. Pero, consideraciones al margen, tienes razón; puede que haya llevado la broma demasiado lejos y vuelvo a pedirte perdón por ello. En mi descargo, quiero decirte que nada de esto estaba preparado. Surgió la tarde de mi marcha, camino de Edimburgo, mientras trataba de ahogar mi frustración por tener que dejarte. Inmediatamente después de concebir la idea, telefoneé a James. Y no creas que fue fácil vencer su resistencia: James tiene unos principios muy sólidos y tanto suplantar a un fantasma de la familia como engañar a un invitado, son para él dos faltas igualmente imperdonables. Pero le aseguré que, al menos tú, estarías dispuesto a disculparlo, ¿verdad que lo harás?

—Sí, Mathew, claro que sí. Y aprovecho la ocasión para felicitarles por una puesta en escena y una interpretación tan convincentes. Dudo mucho que unos actores profesionales lo hubiesen hecho mejor —al oír estas palabras la señora Ann esbozó algo parecido a una reverencia mientras Martín mantenía una sonrisa nerviosa—. Las únicas notas discordantes fueron las del solo de gaita.

—Sí, es cierto —asintió el aún ruborizado James—, en eso no pude engañarle.

—Bien —dije mirando directamente a la muchacha que lo acompañaba, a quien tanto el maquillaje como la forma de vestir, apenas conseguían ocultar su identidad—, ¿qué me dices de la misteriosa dama que encarnaba la joven que está a tu lado? Sólo falta ella para completar el cuadro

Mathew me miró desconcertado.

—No, no, te equivocas —afirmó muy serio—. Ah, perdóname el lapsus —dijo al caer en la cuenta de su omisión—, con la conversación se me ha olvidado presentaros. Esta es Nelly, mi sobrina, que ha venido a pasar unos días con nosotros. Ahora dime, ¿quién es esa dama de la que me hablas?

—Mathew, Mathew, ya es suficiente… Todos nos hemos divertido con el juego, pero no es necesario que sigas prolongándolo.

—Pero si no estoy prolongando nada. Por favor, créeme, no oculto ninguna carta —dijo Mathew con los brazos abiertos, como si quisiera demostrarme que aquel gesto la sinceridad de sus palabras—. Anda, cuéntame detenidamente lo que viste… o creíste ver.

—Está bien. Resumiendo lo más posible el incidente, sucedió así: nada más esfumarse el fantasma de Peter Macfarlane, apareció en el pasillo una mujer vestida de azul, con un farol en la mano. Al llegar al rellano del primer piso se dirigió directamente a zona que, según afirmaste, permanece cerrada y entró en la primera habitación sin necesidad de abrir la puerta, ya que ésta lo hizo por sí sola.

En ese momento, captando un leve gesto de James, la señora Ann y el joven Martín solicitaron permiso para retirarse a atender sus obligaciones. Éste iba a hacer lo propio pero Mathew lo retuvo.

—James, si tiene a mano la llave de esa habitación, ¿sería tan amable de abrirla para que podamos ver los inconfesables secretos que se ocultan en ella?

—Desde luego.

James, Mathew y yo subimos las escaleras hasta el rellano que dividía la mansión en dos alas, seguidos a poca distancia de Nelly, quien parecía estar valorando si el asunto sería lo suficientemente interesante como para merecer su atención. El mayordomo sacó un juego de llaves y, tras escoger una de ellas, abrió la puerta. Después se hizo a un lado.

Entramos. El salón aparecía tal como lo recordaba pero al mismo tiempo distinto, como si hubiese sufrido largos meses de abandono. También el artesonado era mucho más sencillo y el bargueño se había transformado en una modesta escribanía.

—Yo he estado aquí antes —murmuré a pesar de todo.

—¿Estás seguro de eso? —replicó Mathew—. Esta parte de la casa, como ya te dije, está clausurada. Un par de veces al año se hace una limpieza general para conservarla en el mejor estado posible, pero nada más. No, mi querido amigo, mucho me temo que cuanto me has contado sea producto de tu imaginación.

No respondí. Me acerqué a la chimenea y comprobé que, en efecto, no había ni rastro del fuego. Sólo una fina capa de polvo cubría su superficie.

—Prosigamos con tu historia —dijo Mathew—. ¿Qué pasó luego?

—Me dirigí hasta aquí y encontré a la silenciosa dama ahí mismo, escribiendo una nota. Al terminar la dejó en un cajón y después de mirarme un segundo, desapareció a la izquierda, tras esas cortinas.

—¿No la seguiste?

—No. Permanecí aquí y supongo que más tarde regresé a mi cuarto. No lo recuerdo bien.

—Ven, acompáñame, quiero enseñarte algo.

Mathew se dirigió al fondo de la habitación y apartó con el brazo las cortinas, invitándome a pasar al interior. La sala estaba en penumbra y sólo se distinguían pequeñas nubes de polvo, suspendidas en el aire. Abrió las ventanas y la luz del sol inundó la estancia. Una docena de cuadros, en los que aparecían retratados diversos personajes en poses bastante convencionales, cubrían las paredes. Mi amigo dio unos pasos y se situó frente a uno de ellos.

—Tal vez esa dama a la que seguiste decidió que era el momento de volver a ocupar su lugar en el cuadro, ¿no te parece?

Me acerqué hasta donde estaba Mathew y allí encontré a la heroína de mi aventura onírica, atrapada en los estrechos confines de la tela. Vestía el mismo traje azul y el autor la había situado en un bucólico decorado, con lago al fondo incluido, lo que otorgaba al conjunto un cierto aire de artificiosidad. No portaba ningún farol y su mano derecha se alzaba en el aire, componiendo un gesto delicado y ambiguo. Pero lo que más me llamó la atención, aparte de la espléndida cabellera amarillo rojiza que cubría sus blancos hombros, fue su sonrisa, sus ojos azules, serenos y confiados, tan distintos de aquellos que se cruzaron con los míos unas horas antes. Ahora que por primera vez la contemplaba con tiempo suficiente para apreciar cada detalle de su rostro, podía asegurar que era la mujer más hermosa que había visto nunca.

—Te presento a lady Margaret quien, como puedes comprobar, apenas comparte con Nelly más que un lejano aire de familia.

—¡Y tan lejano! —exclamó ésta—. No encuentro por ninguna parte el parecido que esa pobre loca pueda tener conmigo.

—¡Nelly, cómo se te ocurre decir eso! —protestó Mathew—. ¿De dónde has sacado semejante idea?

—No es cosa mía —respondió ésta encogiéndose ligeramente de hombros—; lo dice todo el mundo. El tío Graham, la abuela… incluso papá.

—¡Tonterías! La pobre Margaret no estaba loca. Fue, muy al contrario, una persona inteligente y sensible, que tuvo la desgracia de morir en plena juventud cuando lo tenía todo para ser feliz.

—Por favor, Mathew, ¿te importaría contarme qué le sucedió? No sabría explicarte la razón, pero necesito que lo hagas.

—Muy bien, ya que así lo deseas, te contaré su historia —concedió Mathew, apartándose unos pasos del cuadro—. Margaret era la primogénita de Malcolm Maclean, una bellísima muchacha, como nos revela su retrato, que desde muy temprana edad mostró una notable inclinación hacia las artes. Sobre todo le gustaban la poesía y la música y ella misma poseía una hermosa voz de soprano con la que amenizaba las reuniones de amigos organizadas por la familia. En una de ellas, Gordon Campbell la conoció, pasando en ese mismo instante a engrosar las filas de los numerosos admiradores que la pretendían. Pero Gordon era un hombre de acción y no se anduvo con rodeos a la hora de conseguir su objetivo. Solicitó oficialmente la mano de la joven, jugándose a una carta sus posibilidades de éxito. Por suerte para él, su candidatura fue vista con buenos ojos por el patriarca, quien consideró bastante ventajosa la unión de los dos clanes. No obstante, si hemos de ser justos, hay que señalar que lo que en principio parecería una mera transacción comercial, en la práctica no resultó tal. Por lo que sucedió después podemos afirmar que nuestro hombre tampoco dejó indiferente a la joven Margaret y que fue correspondido por ella. Gordon era un hombre de gran apostura y de una notable complexión atlética, que practicaba diversos deportes al aire libre y que gozaba de una cierta celebridad en la región. También conviene dejar claro que las simpatías de Malcolm por el pretendiente no influyeron en la decisión de su hija, a quien éste otorgó el derecho decir la última palabra. Ella dio su consentimiento y la boda se celebró pocos meses después.

—No parece un mal comienzo —comenté.

—No, no lo era. Pero en la vida, en contra de lo que piensas, no hay manera de escapar a la fatalidad del destino.

»Todo comenzó el mismo día de contraer los esponsales. No podemos, como es natural, saber qué sucedió la noche de bodas, pero lo cierto es que Gordon Campbell abandonó el cuarto de su esposa y no volvió a él en los dos meses escasos que duró el matrimonio. El doctor Robert O’́Sullivan, amigo personal de la familia, reflexiona sobre la singularidad del caso en un diario que dejó manuscrito. Sostiene el facultativo que la contemplación en la intimidad de la belleza desnuda de su mujer provocó en Gordon algo parecido a lo que se conoce como el síndrome de Stendhal. Pero si semejante conmoción estética, ante un monumento o un paisaje particularmente hermoso, suele dar lugar a situaciones embarazosas, en un matrimonio los efectos son casi siempre catastróficos. Según su opinión, el otrora audaz e intrépido Gordon, literalmente desbordado por aquella sensación desconocida, se vio a sí mismo como un ser primitivo, rudo, carente de delicadeza y de modales. De repente, todo aquello que despertaba la admiración de quienes le rodeaban, la fuerza y el empuje de su juventud, le parecieron insignificantes ante las cualidades de su mujer. Él era un hombre directo y nunca entendería de sutilezas, nunca podría moverse con soltura en el ambiente en el que lo hacía Margaret. En una palabra, aparte de desplazado, se sintió indigno de ella. ¿Qué sabía él de poesía, cómo compartir aquellos arrebatos románticos que le eran tan ajenos, cómo estar siquiera a su lado sin sentirse un intruso? Podía enfrentarse a cualquier cosa, pero carecía de respuestas para aquel desafío. Así pues, al llegar la noche, abandonaba la casa durante horas para acabar en brazos de criaturas vulgares y montaraces, contactos furtivos que no hacían más que aumentar sus vergonzosos sentimientos de culpa.

»Una noche particularmente borrascosa, mientras la servidumbre dormía, Margaret se enfundó una bata y salió con un farol en busca del marido ausente. Sólo el cielo negro, cargado de electricidad, fue testigo de su marcha. Poco después comenzó a llover con fuerza. Un vecino que se la encontró en el camino afirmó que Margaret lo detuvo para preguntarle si había visto a su esposo, ya que temía que le hubiese sucedido algo malo. Aunque trató por todos los medios de convencerla para que volviera a casa no lo consiguió y al final tuvo que dejarla marchar. Finalmente, desesperada y exhausta, Margaret cayó a tierra sin sentido. Fue el propio Gordon quien, a su regreso, la encontró inconsciente en un recodo del camino. La tomó en brazos y la llevó a casa. Luego fue en busca del médico más cercano, a quien literalmente sacó de la cama, y durante los dos días siguientes permaneció junto al lecho, sin apartar los ojos del rostro de su mujer, esperando oír de aquellos labios una palabra de perdón.Pero todo fue en vano. La pobre Margaret, devorada por la fiebre, no llegó a recobrar el conocimiento y falleció horas después entre balbuceos y susurros incoherentes.

—¡Uff!, parece una historia de las hermanas Brontë.

—Así es. Y con un final digno de la más exaltada de sus novelas.

»Gordon, quien, anonadado por la tragedia, pasó un tiempo como fuera del mundo, una noche tuvo un acceso de furia y tras destrozar cuanto encontró a su paso, salió a caballo como si le persiguiera una horda de demonios. Al día siguiente encontraron su montura y cuatro días más tarde su cuerpo sin vida al pie de unos acantilados. Tenía el rostro desfigurado por haberse golpeado contra las rocas y fue necesario recurrir a una antigua cicatriz para identificarlo con total seguridad.

»Por lo demás, el contrato de matrimonio quedó rescindido y las posesiones que Margaret había aportado como dote pasaron a su hermano menor, Jonas, del cual Nelly y yo descendemos. Y ahora, si me lo permites, me gustaría preguntarte cómo es que esa mujer, de la que nada sabías, apareció ante ti. ¿Se te ocurre alguna explicación?

—Así, de pronto, no, lo confieso. Lo cual no significa que no la haya. Tampoco puedo asegurar que sea la misma mujer; es ahora cuando la he visto con cierto detenimiento. Admito que es todo muy extraño, pero supongo que el ambiente, después de que tus actores aparecieran en escena, era bastante propicio para que me asaltaran ese tipo de alucinaciones.

Mathew sonrió, entre irónico y compasivo.

—No, no son alucinaciones, amigo mío. Lo que te ocurre es que estás lleno de dudas, lo cual tampoco es una tragedia. Dudas, luego existes. Bienvenido a la tierra.

***

Por la tarde, todos juntos partimos hacia el castillo de Duart, propiedad del clan Maclean, donde, según me informó mi amigo, se reunían cada cierto tiempo los miembros del mismo. Este año, además, Nelly participaría por primera vez en tan singular acontecimiento.

James conducía con su habitual sobriedad de gestos. A su lado se encontraba Mathew y detrás íbamos Nelly y yo.

—Te gustará el castillo, ya lo verás —afirmó Mathew—. Está situado sobre un risco, al borde mismo del mar.

Ante mis ojos se extendían todos los posibles tonos del verde, los infinitos grises de las nubes y las rocas.

—A lo largo del siglo XVII sucedieron muchos acontecimientos. En el curso de unos pocos años el clan perdió, recuperó y volvió a perder el castillo —continúo Mathew—. Luego estuvo abandonado hasta que a principios del XX, sir Fitzroy Donald Maclean, tras reclamarlo y obtener su propiedad, lo reconstruyó lo más fielmente posible…

La carretera se ondulaba en la distancia, como una serpiente entre la hierba.

—…incluyendo las mazmorras originales —continuó Mathew.

Nelly miraba distraída por la ventanilla, sin poder quitarse de encima la sombra de cierto tedio existencial.

En un instante sentí algo extraño, como una minúscula sacudida, como si alguien tratara de llamar mi atención.

Miré sucesivamente la carretera, las cabezas de Mathew y James, el rostro de Nelly reflejado en la ventanilla, intentando descubrir el origen de aquella sensación. De repente, los ojos de la muchacha se desviaron del paisaje y, a través de aquel cristal, se fijaron en los míos.

Sólo entonces empecé a tener conciencia de la verdadera dimensión de lo que estaba sucediendo.

Porque ya no eran los ojos de Nelly, sino otros muy distintos, los que me miraban desde las insondables profundidades del abismo.

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Impecable

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Se trató de un caso singular. Sin duda, porque nunca olvidaré el rostro de Zacarías, aquel mozo que se encargaba de los aposentos privados de los marqueses de Villacruz. Los sirvientes de aquella época me confesaron que no había jornada en que el chico no sufriera la ira del escrupuloso guardés de la finca. El viejo Abelardo, un hombre áspero y despiadado, inflexible con los castigos, no dudaba en despellejar con un cinto de cuero la espalda del torpe muchacho antes de acostarse. A pesar de su empeño, Zacarías no lograba remediar que cada tarde se acumulara polvo y mugre bajo el somier y en todos los rincones del dormitorio de los marqueses. Los constantes castigos y las humillaciones trastornaron su carácter, transformándolo en un chico aprensivo, huidizo, con la mirada extraviada y al que se le oía de madrugada susurrar lastimosas palabras mientras tiritaba en la litera.

Aquella noche Zacarías disolvió accidentalmente una dosis fatal de somnífero en la manzanilla que servía a los señores y permaneció en sus aposentos hasta el amanecer. El mozo fue descubierto junto a la cama donde yacían inertes los marqueses. Esa misma mañana acudí a colaborar en el esclarecimiento de los hechos y me impactó su sonrisa, que resplandecía grotesca y perversa en contraste con la repugnante suciedad que desfiguraba su rostro. Me confesó que unas voces le habían desafiado a que nunca conseguiría limpiar de una vez hasta la última esquina de esos aposentos. Y que dedicó la noche entera a culminar su obsesión, engullendo con su propia boca el polvo de los muebles, el moho y la roña de las paredes, las telarañas de los rincones, y lamiendo con su lengua hasta la última pulgada del suelo…

Algunos criados aún murmuran que, después del suceso, aquel dormitorio se abandonó y se clausuró bajo llave. Pero tantos años después sigue igual de impecable y reluciente que esa mañana.

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Solve et coagula

por

Sanguinem bibimus, corpus edimus.

Ave Satani

Tras perderse varias veces por diferentes senderos mal perfilados sobre la espesa capa de musgo y hierba rala, finalmente la silueta de la capilla de Saint Michel se recortó sobre la cima de Menez-Mikael, a un par de kilómetros según sus cálculos. Acantaleaba y el todoterreno se hundía hasta los bajos en aquella tierra perturbada por los cambios de tiempo repentinos, el viento y la niebla que se aferraba al brezo y las aliagas como la luz de los primeros días del otoño a las puntas de los torcidos pinos en la cumbre rocosa de Tuchen Gador, la más alta de los Montes Arrée. Sin embargo, aquella tarde se dejaba devorar por las tinieblas, merced a los negros nubarrones anclados en el cielo que apedreaban la abotargada cáscara pétrea de la ermita.

A través de la cortina de agua y granizo, y enmarcado por los destellos de la tormenta, el santuario se mostraba en su faceta más aterradora. De haberle sorprendido el latigazo de un rayo habría reconsiderado el buscar refugio más allá de la familiaridad de su vehículo atascado en una trampa de turba que inexorablemente iba engullendo el ya cadáver metálico en su vientre putrefacto. La guía turística del Parque Regional de la Armórica recomendaba «un relajante trekking a la cima de Mont Saint-Michel de Brasparts —Menez-Mikael en bretón— para aquellos que buscan en su interior la íntima conexión con la naturaleza y la comunión mística con la esencia misma de la inmortalidad». Después de un divorcio traumático y la rapidez con que su ex mujer había rehecho su vida junto a su mejor amigo, ¿cómo no querer encontrar algo aunque fuera perdido en mitad de ninguna parte? ¿O a alguien?

Bajó del cuatro por cuatro antes de que la puerta quedara bloqueada por el fango ácido. Tras una decena de pasos sobre el terreno palustre de la marisma de Elez Yeun comprobó que las carísimas prendas especializadas que había comprado para la ocasión se mojaban igual que las demás. Tras otra decena de pasos estaba empapado hasta los huesos. Después de medio kilómetro temblaba como las hojas moribundas en las ramas de los árboles caducos, que se alzaban como huesudas manos implorando a Dios. Mientras se acercaba penosamente a la redondeada montaña, recordó que la guía mencionaba la cantidad de supersticiones y leyendas atribuidas a aquel hueco pantanoso a los pies de la supuesta morada del Arcángel San Miguel. Viéndose aterido de frío, abandonado en aquella desolada vastedad, no pudo sino corroborar por qué antiguas tradiciones ubicaban una de las puertas del infierno en esa ciénaga envuelta en las fantasmagóricas formas de la omnipresente niebla. La intensidad del granizo se redujo paulatinamente, dejando todo el paisaje condenado a la lluvia.

Cuando por fin llegó a la puerta de hierro forjado de la capilla, no había timbre, ni picaporte, ni cerradura: sólo una estrella de cinco puntas grabada en el centro. Levantó el puño para llamar y… la puerta se abrió en silencio. Sorprendido, pero agradecido por la súbita interrupción del aguacero, cruzó el umbral. La puerta se cerró sin sus goznes emitir sonido. Avanzó por un estrecho pasillo iluminado por teas de resina que aromaban el pasadizo. Desde fuera la ermita no prometía la amplitud de espacio que se adivinaba al final del corredor. Al fondo, una silueta amorfa se dibujaba bajo el arco de entrada a la que supuso sería la nave del templo. Por el camino una voz afeminada y con ligero acento parisino le daba la bienvenida y le invitaba a tomar asiento al llegar a la estancia. Pensó que habrían desacralizado y reconvertido el edificio en una especie de albergue de montaña. Aceleró el paso, apagando con el chapoteo de sus pasos las últimas reverberaciones de la voz entre las paredes de piedra. Agotado y taquicárdico por el esfuerzo asomó bajo el arco de medio punto. La fascinación sustituyó en su consciencia al rítmico martilleo de la sangre en sus sienes.

***

Nicolás Flamel se afanaba por comprender las operaciones que describían las hermosas miniaturas artísticamente pintadas en la quinta página de aquel libro. El libro. Desde que lo compró, por dos florines, día y noche los pasaba estudiándolo. Era dorado, viejo y grande. No estaba hecho de papel ni de pergamino sino de corteza aplastada de árboles jóvenes, como se imaginaba que usaran los druidas de Hibernia. Las tapas eran de cobre bien laminado y grabadas con letras que parecían griegas y extrañas figuras, algunas con formas reconocibles de aves y partes del cuerpo humano, otras geométricas y todas ellas desconocidas en significado o interpretación. El interior estaba grabado con gran precisión, con bellas letras latinas iluminadas en varios colores que emitían reflejos hipnóticos a la luz de una vela.

Flamel trabajaba como notario en París, aunque había nacido en Pontoise. Tuvo su escribanía, primero, en el osario de los Santos Inocentes y, después, en los alrededores de la iglesia de Saint-Jacques-la-Boucherie. Sin embargo su pasión era la alquimia. Guardaba ejemplares del Libro de los siete capítulos y del Summa de Geber, cuyo contenido había memorizado. Tenía el sótano repleto de redomas y retortas de vidrio, una artesa, recipientes herméticos y un atanor. Allí experimentaba en busca de la piedra filosofal. Una vez la obtuviera no sólo convertiría en oro y plata los metales ordinarios sino que viviría eternamente libre de toda enfermedad. Ese era, en efecto, el mensaje de la Tabla Esmeraldina.

Petronille, la esposa de Nicolás, colaboraba con su marido en la preparación de elixires y fórmulas mágicas a partir de mercurio, azufre y sal. Amaba el poder, y el conocimiento era poder. Y amaba también a su esposo por haberle abierto las puertas del saber. Nicolás la quería más que a su propia vida, por su cautivadora belleza, su mente intuitiva y su inteligencia suprema. A pesar de tales cualidades tampoco ella lograba interpretar los dibujos del fascinante libro que indicaban el método para obtener el primus agens con que comenzar la obra. Sin embargo, la figura ilustrada en el quinto folio empezó a obsesionarla inexplicablemente. «Había un rey con un gran machete y que hacía matar en su presencia, por medio de soldados, a gran número de niños cuyas madres lloraban a los pies de los impíos esbirros. Esta sangre era luego recogida por otros soldados y colocada en un gran Vaso donde el Sol y la Luna se venían a bañar», escribiría más tarde su esposo.

***

La estancia era amplia pero acogedora. No tenía ventanas ni más huecos que el de acceso, exceptuando una bellísima chimenea de mármol jaspeado en cuya repisa se amontonaban objetos de las más diversas formas y los más variados materiales: estatuillas de marfil, copas de peltre, tazas de mayólica, frascos, rollos de pergamino…

Estanterías repletas de libros polvorientos y varios cuadros cubrían pudorosamente la desnudez brutal de la piedra. Uno de los grabados llamó poderosamente su atención. Lo había visto en algún libro sobre ciencias ocultas que, de cuando en cuando, hojeaba en los puestos de buquinistas en el Quai de la Tournelle. Hechizado por la mirada vacía del El hombre cósmico se acercó hasta que pudo leer, con dificultad, bajo los pies: «KETHAM. VENECIA. 1495».

—¿No quiere sentarse?

La voz aguda provenía del lado opuesto de la habitación. Detrás de una gran mesa de ébano tallado magistralmente surgía como una alucinación la figura esbelta de lo que tal vez fuera un asceta —algo afeminado— que vivía en aquel remoto paraje. La túnica de terciopelo índigo susurró cuando el eremita extendió el brazo mostrándole un sillón verde. Disculpándose por su descortesía, se sentó. Comenzó a explicar las vicisitudes y desventuras que lo habían conducido hasta el lugar, y agradecía no haber perecido sepultado en aquel tremedal triste y lleno de sombras. De pronto notó que no prestaba atención a sus propias palabras sino al personaje que tenía delante. De una cadenita de oro y a la altura del plexo solar pendía una abraxas en forma de escarabajo, con el uroboros y el símbolo de Libra en su centro. Unos finos dedos jugueteaban con el amuleto. La otra mano se ocultaba entre los pliegues de la túnica. Distrayendo su atención de los hipnóticos destellos del talismán, fijó su mirada en la cabeza del anacoreta.

***

Flamel hizo copiar en su casa la figura de aquella quinta página para mostrarla a los sabios parisinos, mas tampoco ellos supieron interpretarla. Pasaron ventiún largos años sin que ninguno de los experimentos diera su fruto. Desesperanzado decidió acudir a un rabino de España con fama de dominar lenguajes olvidados en la oscuridad del tiempo. En León encontró a maese Canches, judío converso que era médico en aquella ciudad y conocido por su erudición. Nicolás le mostró copias de los grabados y el maestro reconoció inmediatamente la naturaleza excepcional de la consulta, pues él había oído hablar del libro, que ya se daba por perdido. Quiso estudiarlo personalmente, así que juntos, Nicolás y maese Canches, se pusieron en camino de vuelta a Francia. Durante el viaje, el médico fue interpretando cada lámina, cada detalle de los dibujos y Flamel lo memorizó todo cuidadosamente. Antes de llegar a Orleáns el sabio leonés cayó enfermo y murió siete días más tarde. Sin embargo, la mayoría de las figuras habían sido reveladas hasta donde se encontraban los mayores misterios.

Nicolás llegó a París con energías renovadas para preparar los primeros principios. Petronille, siempre incansable, trabajaba de día y de noche con su esposo, sustituyéndolo para que descansara, realizando ella misma nuevas mezclas y cocciones. Y así, un 28 de septiembre de 1382 alcanzó el magisterio.

Un fuerte olor advirtió a la mujer del alquimista que había descubierto el secreto del primer agente. Corrió a buscar a su marido y éste ejecutó al pie de la letra las instrucciones del libro. La primera vez que hizo la proyección, la concentró en el mercurio y convirtió de ella aproximadamente una libra y media en plata pura. Al día siguiente realizó la obra con la piedra roja y una cantidad parecida de mercurio, transformándose éste en oro puro, más blando y dúctil que el oro común. Faltaba pues la prueba más importante: la inmortalidad.

El matrimonio Flamel se afanó preparando la licuefacción de la piedra para obtener el ansiado elixir.

***

La piel brillante del rasurado cráneo contrastaba con el mate de la cara. Sus rasgos caucásicos dibujaban un rostro hermoso y aniñado. Sobre la blanca tez del monje caían, como dos gotas de tinta china en un folio, sus enormes ojos oscuros, e igual que la misma tinta pierde su brillo al ser absorbida por el papel, así se apagaba la mirada del cenobita en cada parpadeo isócrono. Los labios, bien perfilados, tampoco abrigaban calor ni la sangre los teñía del color de las fresas.

Mientras analizaba los detalles de la pálida faz se preguntaba si tan dura era la vida solitaria y se vio a sí mismo, frente a un ser tan extraño y luctuoso como él.

—Desde fuera no parece que la capilla sea tan amplia, ni que pudiera estar… habitada —observó discretamente, sin intención de ofender a su anfitrión.

—Antiguamente pertenecía a otro dueño, el Arcángel San Miguel, según las leyendas de la zona. El propio Satán le disputó la custodia de este monte, y la defendió ante el mismo Demonio.

El interlocutor fijó la negra mirada en su huésped y después de un corto silencio, aclaró:

—Pero ahora me pertenece a mí. Venga, le conduciré a un lugar donde podrá descansar en paz.

***

La piedra comenzó a sudar en el fondo del recipiente hermético. La temperatura en el interior del atanor debía alcanzar la del mejor y mayor de los hornos: el Sol. Nicolás y su esposa alimentaban la insaciable carbonera. El calor era agobiante y el sótano lo más parecido al infierno.

Cuando las primeras gotas se condensaron en la retorta, los Flamel dejaron de echar combustible; contemplaron atónitos cómo un líquido cobrizo iba llenando la redoma que Petronille había colocado bajo el embudo del alambique.

Con devoción, un extasiado Nicolás recitó el lema alquímico como si conjurase el poder místico de los grandes magos de la Antigüedad:

Solve et coagula, solve et coagula…

Disuelve y cristaliza.

Terminada la destilación, el elixir de la eterna juventud había dejado de ser un mito para adquirir una realidad corpórea. La botellita y su precioso contenido reposaban en el sótano mientras los Flamel lo hacían en su dormitorio. Habían decidido dar el gran paso la mañana siguiente.

***

«VITRIOL.» Siete letras talladas en el suelo bajo la pared del fondo formaban un círculo. En su centro se encontraban ambos, en silencio.

Visita Interiore Terrae; Rectificando Invenies Occultum Lapidem — recitó el monje.

El suelo comenzó a elevarse en torno a la pareja. Algo torpe en sus reacciones, comprendió que en realidad eran ellos quienes bajaban por medio de no se sabe qué extraño ascensor. Aparecieron en un sótano equipado con instrumental de laboratorio ¡del siglo XV!

—Disculpe mi extremada curiosidad, pero… ¿todas las piezas son auténticas?

La pregunta llevaba quemando en su lengua desde que vio las figuritas de marfil de la chimenea, que había reconocido como del período Meiji.

—Todo lo que hay en mi casa es auténtico.

La gravedad del tono de la respuesta lo convenció. «Pues debe de tener una fortuna en antigüedades» se dijo enarcando las cejas en un gesto que el propietario de tales reliquias no percibió.

—Si tiene sed, beba un poco —invitó la aguda voz del asceta anticuario mientras le ofrecía un cáliz lleno de un líquido transparente.

Con cierto resquemor y algo intimidado por un ambiente, que ya no se le antojaba acogedor sino agobiantemente incómodo, se acercó la copa a la nariz. Era un fluido inodoro. Sorbió un poquito. Era insípido y estaba fresco. Agua. Apuró el contenido, pues aquel primer trago le despertó la sed, ¡después de tanta agua! Percibió que el monje lo acechaba expectante. Un velo siniestro ensombreció su mirada y él tuvo que desviar la suya hacia la variedad de instrumentos y adminículos desperdigados por varias mesas, librerías y el suelo.

El suelo se movía, ¿o era él?

Una carcajada sardónica alertó su instinto de supervivencia. El ermitaño se acercaba a él arrastrando una silla grande con grilletes para manos y pies. El cerebelo, por su parte, envió las órdenes a los músculos flexores de las piernas; mas esa señal fue interceptada por la estricnina que había ingerido disuelta en el agua. Impotente, vio cómo sus manos y pies eran aprisionados por las argollas de hierro mientras su cabeza colgaba inerte del cuello. Inmóvil, como un muñeco de trapo, ni siquiera pudo concienciarse de que vivía sus últimos minutos. Sólo era capaz de oír, que no escuchar, el ahora monólogo de su captor y asesino:

—Inesperado regalo el de tu aparición esta noche. Muchas veces los montañeros se pierden en el pantano y no llegan vivos hasta aquí… Hoy Miguel debe de estar salvando almas en otra parte —otra carcajada reverberó entre las piedras—. Llevo seiscientos quince años preparando este cóctel de juventud y siempre se me olvida tomar la temperatura de la sangre. Una décima de diferencia y tendré que empezar de nuevo —comentaba alegremente el alquimista, mientras el rojo líquido que manaba de las venas abiertas llenaba varios recipientes—. Podía haberte sangrado de un modo menos pintoresco, pero la última vez que empleé este método fue hace cuatrocientos años, y a veces añoro los viejos tiempos.

***

Aquel 30 de septiembre de 1382 amaneció lloviznando. Nicolás despertó. Petronille ya se había levantado para preparar el desayuno. Sonrió imaginado a su esposa en la cocina y su hermoso rostro iluminando sus días para siempre. Bajó al primer piso. No había rastro de la mujer. Enfiló las escaleras del sótano. Tampoco estaba allí… ¡ni la redoma! Ella se había ido.

Una nota en el lugar que ocupara el frasquito explicaba cómo Petronille había descubierto el primer agente de la fórmula accidentalmente, al cortarse con el borde de una pipeta y caer varias gotas de su sangre en la mezcla que estaba elaborando. Entonces alcanzó la iluminación y la interpretación de la figura que la obsesionaba se le presentó clara como el amanecer de una nueva vida, una vida eterna. Nicolás lloraba. Había perdido a su amada esposa y el trabajo de toda su vida en una sola noche. Pero lo más terrible era que su ambiciosa mujer no había dudado en utilizar el elemento prohibido, sangre humana, contraviniendo las leyes de Dios. Se había convertido en un monstruo.

Años después recibió una carta anónima. Los caracteres finos y pulcros delataron la mano delicada de Petronille. Le decía que la fórmula era de efectos limitados y había que renovar su poder, siempre con sangre diferente y mayor cantidad cuanto más viejo era el «donante», pero que no necesitaba matar niños, como en la figura del quinto folio, abundando hombres jóvenes y cándidos que no sabían refrenar sus deseos carnales. Sabía que estaba maldita, pero también que nunca iría al infierno… ventajas de la inmortalidad. Era inmensamente rica, joven para la eternidad y de inquebrantable salud. ¿Qué más podía pedir?

Nicolás Flamel murió en 1417. Una figura encapuchada ataviada con túnica de terciopelo azul apareció misteriosamente durante el entierro en la iglesia de Saint-Jacques-la-Boucherie. Ante la mirada incrédula del enterrador, deslizó una alianza de oro de su anular derecho y la arrojó sobre el ataúd. La túnica susurró al dar el ente media vuelta. Desapareció.

***

Momentos antes de llegar al límite de sus fuerzas, con apenas esencia vital palpitando en su corazón, el monje lo tomó por la cabeza y mirando a sus perdidos ojos le sonrió:

—Por cierto, mi nombre es Flamel, Petronille Flamel. Y después de beberme tu sangre y alimentarme de tu carne, seguiré viviendo hasta que las puertas del infierno bajo mis pies se abran y el propio Satán me rete como a San Miguel. Y también a él lo venceré.

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El extraño caso de Angélica Gaetani

por

No había vuelto a tener noticias de Angélica desde finales de junio.

Estábamos a mediados de noviembre, plenamente integrados en el nuevo curso, y cada día que pasaba las posibilidades de un hipotético reencuentro con mi antigua compañera iban siendo más escasas. Nadie sabía a ciencia cierta la causa de su ausencia y las respuestas de quienes podían aportar algo de luz sobre el tema, amigos o profesores, no pasaban de ser, en el mejor de los casos, breves y forzadas, cuando no simples evasivas que dejaban traslucir una extraña incomodidad. Lo único que conseguí averiguar fue que, en fecha relativamente reciente, se había matriculado para el presente curso como en años anteriores, perdiéndose a partir de ese momento todo rastro de su paso por la tierra. Era como si se hubiese evaporado; no estaba en su antigua dirección, ni contestaba a los reiterados mensajes y llamadas de los responsables del centro, hechos que por sí solos me sumieron en el más completo desconcierto. Aquella forma de actuar no encajaba con la forma de proceder de Angélica, al menos con la Angélica que yo presumía conocer.

No obstante el enorme vacío dejado por su desaparición, poco a poco, con el paso de las semanas y los efectos anestésicos de la costumbre, fui habituándome al nuevo orden impuesto por la rutina. Y aunque estaba convencido de no ser el único en lamentar esta circunstancia, a partir de no sé que momento, un espeso manto de silencio envolvió su nombre y cuanto la rodeaba. Mirar hacia adelante y echar siete candados al arcón de los recuerdos, parecía ser el pacto que todos, tácitamente, habíamos acordado suscribir.

Por eso, cuando aquella mañana, Sara me comentó que la había visto mientras salía de un portal, y que incluso habían mantenido una pequeña conversación, ya no pude pensar en otra cosa que volver a verla.

***

Abordé a Sara nada más salir de clase. Por la expresión de su rostro deduje que se aprestaba a escucharme con cierta resignación, tanto por el inminente interrogatorio al que esperaba ser sometida, como por la inconveniencia de haberme hecho partícipe de su secreto.

—Sara, necesito que me lo cuentes todo, hasta el más mínimo detalle.

—¿Todo? ¿Qué entiendes por todo? ¿Cómo iba vestida, si continúa llevando el pelo largo? Mira, no sé qué idea te habrás hecho, pero sólo fue un momento, apenas cinco minutos.

—Bueno, pero de algo hablaríais. Me imagino que le preguntarías por qué abandonó el nuevo curso antes de comenzarlo.

—Está bien, te contaré como fue, no me llevará mucho tiempo. Aunque te advierto que la información no te saldrá gratis; esas cosas tienen su precio —concedió Sara con una sonrisa maliciosa, adoptando un cambio radical de estrategia.

—Sara, por favor, esto es serio.

—Sí, claro… cualquier cosa que tenga que ver con Angélica lo es.

—Venga, Sara, no es el momento de ponerse celosa.

—No, no son celos. Tampoco niego que antes no los tuviera, pero ya no —el rostro y la voz de Sara adquirieron un aire y un tono inesperadamente sinceros—. Con el tiempo he ido aceptando las cosas como son. La cuestión no es que todos los hombres, tarde o temprano, sucumbieran a sus encantos, sino si existía alguna posibilidad de escapar a ellos. Y no, no la había; la única forma de hacerlo era estar ciego. A veces, pocas gracias a Dios, se encuentran personas que son como esas fuerzas de la naturaleza que arrasan cuanto se pone en su camino, seres que destacan en medio de la mediocridad general; son bellos, inteligentes, divertidos… Pero en el caso de Angélica he comprobado que además es una buena persona, leal y generosa, alguien incapaz de hacer daño a propósito. En fin, aunque esté bien reconocer estas cosas, no por eso el mundo deja de estar muy mal repartido.

—Sí, en eso tienes razón. Pero ahora cuéntame: ¿qué fue lo que te dijo Angélica?, ¿por qué desapareció de esa forma?

—Verás, como ya te he dicho antes, apenas hablamos unos minutos y hubo cosas que no me quedaron muy claras. Me dijo que se había tomado algo así como un año sabático, un tiempo para reordenar sus ideas y enfocar de forma diferente el futuro. Algo que me sorprendió bastante, porque siempre me pareció una persona muy segura de sí misma y de lo que quería hacer en la vida. Y puede que sólo sea una impresión personal, pero creo que volver a la escuela no forma parte de sus planes. También me llamó la atención su aspecto. Está más delgada y más pálida, como si no durmiese bien o arrastrase alguna dolencia física. Es posible que se diera cuenta de lo que estaba pensando porque puso mucho interés en asegurarme que se encontraba perfectamente. Casi tanto como en pedirme que no le dijera a nadie dónde nos habíamos visto.

—¿Y no te parece todo eso muy raro? A mí sí. Y sea lo que sea estoy dispuesto a descubrirlo. Pero para ello necesito que me des su dirección.

—No sé, qué quieres que te diga. Si no desea volver a la escuela ni que sepamos nada de ella, no tenemos ningún derecho a cuestionar sus decisiones. Ya es mayor de edad.

—Pero, ¿no te das cuenta de que necesita ayuda? Es posible que ni ella misma sea consciente de su situación, o no quiera admitirlo, pero hay algo que no marcha bien. ¿Por qué si no ese empeño en ocultarse? Mira, si me hubieras dicho que te la encontraste patinando en el Retiro o, no sé… agitando una pancarta en una manifestación, me sentiría más tranquilo. El aspecto físico de una persona que practica el deporte habitualmente no se corresponde con el que me has descrito. Sara, por favor, sólo necesito hablar una vez con ella.

—Lo siento, no puedo hacerlo porque le di mi palabra de que no facilitaría su dirección a nadie —Sara hizo una pausa sin dejar de mirarme fijamente—. Claro que también puedo señalar una zona en el plano y ayudarte de esa forma sin traicionar mi promesa. ¿Qué me dices? ¿Estás de acuerdo?

Asentí con un movimiento de cabeza. Mi infalible instinto me aseguraba que aquella mínima concesión era lo único que podría obtener de ella.

***

Armado con un plano de Madrid —en el que el círculo rojo dibujado por Sara acotaba buena parte de los barrios de Latina, Antón Martín y Embajadores— y la fe de un converso, inicié la infructuosa búsqueda de Angélica, robándole horas a los días y a las obligaciones que como alumno de la Escuela Superior de Arte me correspondían. Ello me valió el reproche de algunos de mis profesores, sorprendidos por la inconsistencia de mis últimos trabajos, muy distintos de otros anteriores, en los que el cuidado en los detalles y la extensa tarea de documentación constituían algo así como sus señas de identidad. Aunque herido en mi orgullo, tales críticas no me hicieron desistir en mi empeño.

Proseguí pues inspeccionando el terreno. Durante aquellas escapadas recorrí numerosas calles y plazas, mientras escenificaba en mi imaginación el esperado reencuentro con Angélica. Cada nombre era una nueva oportunidad, una puerta que se abría, una posible victoria sobre la fortuna adversa. Bien es verdad que algunos de estos nombres despertaban mi interés más que otros, ya fuese por su significado poético o por su especial sonoridad, y que mi entusiasmo aumentaba o decrecía según tan aleatoria circunstancia. Pura estética, lo reconozco. Pero era más probable, pensé, que una persona como ella residiera en la calle de la Primavera que en la de Sombrerete, o la del Oso. Más adelante introduje alguna variante en mi investigación, esta vez aplicando cálculos cabalísticos —cada calle tenía asignado un número, susceptible de ser combinado de múltiples formas— que no obstante arrojaron el mismo resultado.

Al final Sara debió apiadarse de mí. Una tarde, mientras contemplaba absorto el famoso plano, me lo arrebató de las manos y sin mediar palabra trazó una línea recta entre dos manzanas de casas. Con ello quedaba despejado el camino de un buen número de obstáculos.

Pasé todavía algún tiempo apostado en las esquinas, espiando el ir y venir de los transeúntes, intentando sorprender su silueta en una ventana, cuando no buscando directamente su nombre en los buzones, a sabiendas de que si había decidido desaparecer, no tenía mucho sentido que acreditara su presencia de ese modo. Sin embargo la vida está llena de incongruencias y sorpresas y un buen día, a media mañana, descubrí una sencilla cartulina en la que figuraba, escrita a mano, la anhelada inscripción: Angélica Gaetani. Al instante me pregunté qué la había impulsado a dejar aquella nota y arriesgarse así a desvelar su paradero, pero no encontré una respuesta convincente. Hubiese bastado pedirle al portero que le guardara la correspondencia.

Fue precisamente el guardián de la finca, un hombre de aspecto taciturno, con las mejillas surcadas por dos profundas arrugas, quien interrumpió el curso de mis reflexiones.

—¿Busca usted a alguien?

—Sí: a la señorita Angélica. Soy un compañero de clase.

—Ha salido, hará una media hora —respondió aquel hombre con sequedad, tal vez un poco sorprendido por la firmeza de mi respuesta.

—¿Sabe dónde puedo encontrarla?

—Está en el cementerio de la Almudena, en el entierro de una joven que vivía por aquí cerca. Pero no puedo decirle más, no sé cómo se llamaba la difunta.

—Es igual; muchas gracias por la información.

Tomé el metro hasta las cercanías del cementerio y una vez en él me di cuenta de lo difícil que sería encontrar el lugar de las exequias con tal escasez de datos. Ni siquiera la palabra «joven» me serviría de gran cosa ya que, como he comprobado muchas veces, ésta suele estar sometida a interpretaciones muy diversas. Le pregunté dónde podría tener lugar la ceremonia a un hombre con aspecto de enterrador, y éste me informó que lo más seguro es que hubiese sido incinerada, por lo cual debía trasladarme a otra parte del cementerio que él me indicaría. Después de caminar en aquella dirección unos veinte minutos —como la mayoría de los madrileños sabe, la necrópolis de la Almudena es muy extensa— conseguí llegar a mi destino en el momento en que varios grupos de personas intercambiaban abrazos y condolencias.

Tardé un poco en descubrir la figura de Angélica entre el resto de personas que la rodeaban, a pesar del poderoso magnetismo que irradiaba su personalidad. Era cierto que estaba más delgada y más pálida, como despojada de la avasalladora energía que exhibiera tan sólo unos meses atrás, pero había algo que permanecía intacto: un atractivo que iba más allá de unos rasgos hermosos o de un cuerpo perfecto, una especie de luminosidad que emanaba de su interior y que parecía envolverla como una aura protectora. Al verme esbozó un gesto de sorpresa, pero enseguida se acercó hasta mí.

—¿Cómo has sabido que estaría aquí? Bueno, no sé por qué te hago esa pregunta, tarde o temprano tenía que ocurrir. Lo supe nada más despedirme de Sara.

—Por favor, no seas injusta con ella. Me facilitó algunas pistas pero no tu dirección; encontrarte ha sido trabajo mío. Y me ha costado mucho, no creas.

Mientras intercambiábamos estas palabras, observé que un hombre de elevada estatura y aspecto distinguido, enfundado en un largo abrigo de piel, nos miraba discretamente a pocos metros de distancia. Angélica giró el rostro hacia donde se encontraba el desconocido y éste, como si hubiera estado esperando aquel gesto, se aproximó hasta nosotros.

—Este es el profesor Transilvanus, que ha tenido la amabilidad de acompañarme en unos momentos tan duros —dijo Angélica mientras aquel hombre y yo esbozábamos un saludo sin palabras—. Aunque apenas tuve la suerte de tratarla unos meses —prosiguió—, Laura era el ser más bondadoso y sensible que he conocido, un verdadero ángel. Cuando suceden cosas así, te quedas como vacía, sin saber qué hacer ni qué decir. Llena de dolor y de rabia.

—Lo siento mucho, Angélica. Tal vez no haya hecho bien en venir aquí.

—No, no, al contrario; es precisamente en estos momentos cuando más se agradece la presencia de los amigos.

Sólo unos instantes más tarde la comitiva empezó a disgregarse en pequeños grupos. Antes de abandonar aquel lugar Angélica saludó a un par de personas y luego los tres nos encaminamos hacia la salida —una travesía interminable en medio de árboles desnudos y pequeños túmulos de hojas muertas—. Una vez ya fuera del cementerio, me ofrecí a acompañar a Angélica y al doctor Transilvanus de regreso a casa. El doctor se excusó, dado que, según sus palabras —ni el menor acento revelaba su más que probable origen extranjero—, tenía una cita ineludible. No sé por qué, pero conforme aquel caballero de modales aristocráticos y anticuados se alejaba, empecé a experimentar una reconfortante sensación de alivio, igual que si el sol ahuyentara las nubes, algo muy raro, para lo que no logré encontrar una explicación racional. Como era de esperar en tales circunstancias, Angélica y yo apenas intercambiamos unas pocas frases durante el trayecto de vuelta. Imaginé que, después de tantas emociones, desearía estar sola. Por ello me sorprendió mucho que me invitara a pasar, cuando, ya a la puerta de su casa, me disponía a marcharme.

Encendió una luz en la entrada y pasamos al salón. Este tenía las cortinas echadas, de forma que apenas se distinguía el resto del mobiliario: un tresillo, una mesita y unas estanterías. Lo que más me llamó la atención fue la ausencia de cuadros en las paredes o en cualquier otra parte del cuarto, y sólo la presencia de unos pinceles, agavillados en un tarro, atestiguaban que nos encontrábamos en el hipotético estudio de una pintora. Angélica descorrió un poco las cortinas y una débil claridad iluminó la estancia.

—Me gusta estar así… últimamente no soporto la luz. Espero que no te moleste.

—No, no molesta, es agradable —afirmé—. Verás, son muchas las preguntas que quisiera hacerte, aunque reconozco que éste no sea el momento más oportuno. Sí me gustaría saber, al margen del dolor por la pérdida de tu amiga, cómo te encuentras.

—Bien, estoy bien. En paz.

—¿No vas a volver entonces?

—Por ahora no. Pensarás que soy una desagradecida por haberme olvidado de la escuela y de los compañeros, pero eso no es del todo cierto. Muchas veces me acuerdo de vosotros.

—Está bien que nos recuerdes, pero eso no es lo importante. Dime: ¿por qué has dejado de pintar? No veo el menor rastro de tu trabajo por ninguna parte.

—Pues ahí te equivocas; sigo pintando. Constantemente. Es sólo que no materializo mis ideas.

—¿Qué quieres decir con eso? ¿Que no pasas de imaginar tus cuadros?

—Exactamente. No resulta fácil de explicar, pero ya no siento la necesidad que antes tenía de plasmar en un lienzo lo que siento. Y no creas que por ello mis nuevas obras requieren menos trabajo. Soy muy meticulosa y visualizo hasta el último detalle. Pero me gustaría que dejásemos eso ahora; hablar de mí es una tarea que me aburre. Mejor cuéntame cómo te va, qué proyectos tienes. ¿Sigues con el ensayo que estabas escribiendo sobre aquellos pintores rusos ambulantes? ¿Cómo se llamaban? ¿Los perniki? Ah, nunca consigo recordar el nombre.

—Los peredvízhniki. Sí, ahí sigo, acumulando más y más información, tanto de ellos como del tiempo que les tocó en suerte. Una época bastante más difícil que la nuestra, en la que debieron  afrontar unas condiciones de vida muy duras. Eso es algo que se ve con bastante claridad en sus obras, sobre todo en los autorretratos. Hay uno de Víctor Vatnesov, de 1873, que a mí me resulta revelador. El artista, que en esa fecha apenas cuenta veinticinco años, aparece como si fuese mucho mayor de lo que en realidad es. Basta una mirada al cuadro para percibir la fatiga del autor, esa madurez anticipada, forzada por la necesidad. Todo ello en medio de un ambiente represivo y provinciano. Lo que más me admira de estos pintores es cómo, a pesar de tales circunstancias, consiguieron desplegar una fantasía tan desbordante, transformar el bárbaro primitivismo de la mitología y el folklore local en algo verdaderamente atractivo mediante la belleza de sus ilustraciones. Aunque mi debilidad, te confieso, son los paisajes de Isaac Levitan, esos espacios abiertos, infinitos, ese colorido… Perdóname, pero cuando empiezo con el tema ya no sé cómo parar.

—No, por favor, continúa.

Iba a seguir disertando sobre aquellos artistas que llevaron sus pinturas fuera de los museos hasta los más remotos pueblos y aldeas de la Rusia zarista, cuando reparé en una lámina que colgaba en un rincón y que no había visto en un primer momento. En ella figuraban tres personajes muy extraños sentados alrededor una mesa, uno frente al espectador y los otros dos de perfil, a izquierda y derecha. Mediante unas pajas muy largas extraían el jugo a unas cerezas, una sandía y un tomate, respectivamente. Había también un plato de fresas. Aquellos seres, enfundados en unos trajes de color ocre dorado, tocados con sombreros de los que parecían salir unas alas extrañas, componían uno de los conjuntos más curiosos y estrafalarios que había visto nunca.

—Veo que te ha llamado la atención esa lámina —intervino Angélica—. Es una reproducción de un cuadro de Remedios Varo, una pintora española exiliada en Méjico, titulado Vampiros vegetarianos. Me la regaló el doctor Transilvanus hace poco. ¿Qué te parece esa exaltación del rojo? ¿Y la idea no la encuentras divertida?

—Desde luego; nunca antes había visto tratar el tema de una forma tan original.

***

¿Qué te ha ocurrido Angélica, qué fue de tu vitalidad, de tu lozanía, de tu entusiasmo?, no cesaba de preguntarme de regreso a casa, abrumado por una amarga sensación de impotencia. ¿Qué hacía allí, recluida en la penumbra del salón mientras derrochaba su talento levantando mundos imaginarios? Recordé lo que para mí eran sus verdaderos cuadros, aquellos que aún conservaban el olor a óleo y barniz, sus series de personajes mitológicos, sobre todo masculinos, cuya imagen convencional lograba transformar con sólo añadirles algún detalle audaz o pintoresco. Otro tanto sucedía con sus «bodegones para daltónicos», en los que la simple variación cromática de frutas y hortalizas las dotaba de un aspecto insólito y perturbador. Parece que aún estoy viendo el trabajo que presentó al final del curso pasado. Se trataba de una versión de Apolo y las musas. En ella aparecía el joven dios embutido en unos ajustados jeans y portando unos auriculares, mientras las musas, más pendientes de adoptar poses clásicas que de otra cosa, danzaban a su alrededor, envueltas en vaporosos velos. El contraste entre ambos no podía ser más brutal. Aunque lo mejor fue la forma en que Angélica explicó su obra cuando el jurado encargado de valorar los trabajos le preguntó por qué había representado la escena de aquel modo. «El dios —nos dijo— desciende a la Tierra, un hecho bastante insólito en estos tiempos, y se sorprende del género de vida que llevan los hombres. Pasa un tiempo entre ellos, compartiendo sus costumbres, pero llega el momento en que debe regresar al Olimpo. No obstante, quiere llevarse un recuerdo de su visita y elige unos cascos y unos vaqueros. En cuanto a las musas, que nunca han viajado a ninguna parte, siguen entregadas a la danza, lo único que saben hacer.»

Una carcajada general puso el broche festivo a sus palabras.

Otro de los motivos recurrentes de su obra fueron las sucesivas versiones del mito de Prometeo. Poco a poco, la figura del titán, representado siempre según la tradición, esto es, soportando estoicamente los tormentos a los que los dioses le han condenado por entregar el fuego sagrado a los mortales, fue adquiriendo unos tintes cada vez más sombríos. Como no podía ser menos, aquí también abundaban las licencias. En uno de ellos, posado junto a la cruel herida abierta del costado y en lugar del águila justiciera, figuraba un pollito de suave plumón amarillo. En otro, un caritativo pájaro tejedor cosía, con un hilo cogido del pico, la carne lacerada. Los más recientes eran monocromáticos —morados, azules, verdes, anaranjados— y producían un extraño efecto, como si tuviesen delante un cristal de colores o reprodujesen la atmósfera acuosa de los fondos submarinos. De todos ellos, el más extraño era el último, el único de la serie que llevaba añadida la palabra «encadenado». En lugar de las montañas del Cáucaso, el paisaje lo formaban cientos de pantallas de televisores y de vídeos, amontonados sin orden ni concierto, mientras en el centro de aquel vertedero informático, Prometeo, cubierto de cables por todo el cuerpo, hablaba por un teléfono móvil.

—Angélica… —musité, sin poder apartar su imagen de mi mente.

Angélica la doncella de las múltiples caras, la muchacha que admiraba a los artistas del Renacimiento con la misma naturalidad que corría una media maratón o nadaba los doscientos espalda. Angélica la bella, la inexpugnable. Sí, nada más cierto; siempre centrada en su trabajo, nunca salía con nadie si no era en grupo —y eso después de mucho insistirla—, ni se la conocía ningún tipo de aventuras, una actitud, cuando menos inusual, que dio lugar a toda clase de especulaciones y comentarios. Aunque me avergüenza contarlo, creo que tengo la obligación moral de aportar mi experiencia personal en este asunto. Al finalizar el curso pasado organizamos una pequeña fiesta de despedida. Estaba charlando con ella cuando, sin pensar demasiado en lo que hacía y animado por el par de copas que llevaba encima, decidí besarla. Inmediatamente Angélica puso un dedo en mis labios al tiempo que me fulminaba con una mirada a la vez severa y reprobatoria, la misma con la que se castiga a un niño que acaba de perpetrar una travesura. No necesitó más. Para concluir diré que pocas veces en mi vida me he sentido más ridículo, ni me han desaparecido tan rápidamente los efectos del alcohol.

Qué misterio más insondable, el tiempo. Apenas habían pasado unos meses y qué lejos quedaba ahora todo aquello. El mundo se transformaba a toda velocidad y a duras penas conseguía seguir su estela. ¿Qué sabía en realidad de la nueva Angélica? Prácticamente nada. Aunque hubiésemos estado conversando varias horas, sospecho que me habría marchado igualmente con las manos vacías, sin llegar a comprender el significado de su ruptura, la distancia sideral que la separaba de lo que hasta entonces había sido su vida anterior.

Me disponía a entrar en casa cuando tuve un extraño presentimiento. Noté como si una difusa amenaza gravitara sobre todos nosotros, los habitantes de aquella ciudad ruidosa y confiada, como si una sombra, afilada y siniestra, se aproximara muy despacio, presta a señalar con la sangre del cordero las puertas de los elegidos.

***

Dos semanas más tarde, al salir de clase, fui a visitar a Angélica. Hubiese querido hacerlo antes, pero estábamos en época de exámenes y ya había descuidado bastante mis obligaciones. Por el camino me fui preguntando cómo me recibiría esta vez. Aunque no habíamos quedado en volver a vernos, lo cierto es que tampoco dijimos nada en sentido contrario. No obstante éste podría, por diversas razones, no ser un buen momento y debía estar preparado para afrontar cualquier contingencia.

Unos metros antes de llegar a su portal, me crucé con el portero de la finca.

—Si va a ver a la señorita Angélica, ha hecho el viaje en balde. Está en el hospital.

—¿En el hospital? ¿Pero qué es lo que ha pasado?

—Qué va a pasar; lo que les pasa siempre a quienes tienen pocos años y la cabeza a pájaros. ¿Recuerda usted que la primera vez que vino a verla estaba en el entierro de una muchacha? Pues ayer mismo falleció otra más, y ahora es ella la que está ingresada. No sé, de verdad no sé qué es lo que piensa esta juventud.

—Pero, ¿qué es lo que ocurre, de qué me habla?

—De que sólo se preocupan de su cuerpo, de estar cada vez más delgadas, de eso hablo. ¡Vamos, que dejar de comer, así, por capricho! ¡Cómo se ve que no han pasado necesidad! ¿Sabe qué? En mis tiempos seríamos más ignorantes, pero no ocurrían esas cosas.

Después de escuchar un rato sus quejas pude sacar en limpio que Angélica había sufrido un desvanecimiento allí mismo, en el rellano de la entrada, y que el doctor que la atendió había solicitado y obtenido su inmediato ingreso en el Doce de Octubre. Según sus palabras, mi antigua compañera era una víctima más de aquella moda mortal que estaba asolando el barrio y que parecía cebarse en las más jóvenes. Una obsesión por la propia figura que las inducía a mantenerse consumiendo el mínimo alimento, ignorantes del peligro que con ello corrían. Sin pérdida de tiempo me dirigí al hospital.

Una vez en él, subí a la planta que me indicaron en recepción, sin dejar de darle vueltas a cuanto me había contado el portero y a las extrañas circunstancias que rodeaban tan luctuosos sucesos. Tal como daba a entender aquel hombre, estábamos ante un brote de locura colectiva protagonizado por jóvenes obsesionadas con su figura, una afirmación que, en el caso de Angélica, me pareció desprovista de fundamento. Pero más allá de especulaciones más o menos arriesgadas, una idea no dejaba de acosarme: después de insistirle tanto a Sara para que me diese su dirección, no había vuelto a interesarme por ella. Esos eran los hechos, con independencia de las veces que la recordase —que fueron muchas— o los exámenes que tuviera. ¿Significaba que era, al menos en parte, responsable de lo ocurrido, que podría haber evitado semejante desenlace? No, claro que no, pensar tal cosa significaba otorgarme una importancia inmerecida. Algo que estaba tan fuera de lugar como suponer que Angélica tampoco era consciente de las consecuencias de sus actos.

La puerta la habitación estaba entreabierta. Golpeé suavemente con los nudillos y tras una pequeña pausa pasé al interior. Había dos camas. En primer término, de pie, una anciana, enfundada en una larga bata, doblaba cuidadosamente una chaqueta de lana. En la otra, junto a un gran ventanal, Angélica —difícil distinguir si se trataba de ella o de una copia devaluada— se hallaba postrada boca arriba, inmóvil como una estatua. A su lado, colgada sobre una percha metálica, una bolsa de suero dejaba escapar, a intervalos regulares, brillantes gotas de un líquido perlado. Me acerqué hasta ella y al cabo de unos segundos me dirigió una mirada inexpresiva, en la que no había el menor rastro de asombro, contrariedad o alegría, como si mi presencia fuese una parte más de la pesadilla a la que estaba siendo sometida.

Posé mi mano sobre la suya libre del goteo, al tiempo que le preguntaba cómo se sentía. Por toda respuesta Angélica esbozó una sonrisa casi imperceptible, como si aquel mínimo gesto le costara un trabajo infinito. Nunca antes la había visto con el pelo recogido, ni siquiera cuando salía a correr, una circunstancia que acrecentaba la sensación de extrañeza que me asaltó nada más entrar en el cuarto. Observé detenidamente la blancura del rostro, los labios resecos, las ojeras… Así, entregada a un abandono absoluto, tenía el aire ausente de una de aquellas heroínas de los antiguos grabados románticos.

Tuve que hacer un gran esfuerzo para sobreponerme a la idea de que estaba ante la misma mujer que apenas unos meses atrás nos sorprendía con sus marcas deportivas, para disimular la congoja que me causaba verla reducida a semejante estado. A fin de no hacer más embarazosa la situación, no se me ocurrió nada mejor que hablar. Durante no sé cuánto tiempo, obedeciendo aquel impulso y como si estuviese aplicando una terapia de efectos milagrosos, no dejé hablar, de improvisar, de contar lo primero que me pasaba por la cabeza, mezclando las cosas más diversas, algunas ciertas, como el famoso viaje de fin de curso a Italia —famoso porque ya había sido aplazado en dos ocasiones—, con otras que ahora no recuerdo, probablemente inventadas. Lo importante, me decía, era captar su atención, mantener el frágil vínculo que aún nos unía, antes de que nos convirtiésemos en dos perfectos desconocidos. Al final me di cuenta de que todas aquellas iniciativas no pasaban de ser una estrategia, una rudimentaria forma de combatir el miedo. Más que al silencio, lo que yo temía era que cerrase los ojos.

Por fortuna, en aquel momento llegó una doctora acompañada de una joven ATS. Me instó a que, dada la hora que era, abandonara la sala en el plazo de unos minutos, pero antes, al saber que habíamos sido compañeros de estudios, me sometió en un aparte a una serie de preguntas relacionadas con Angélica. Al parecer no acababa de entender el énfasis que ésta había puesto en que no avisaran a su familia. Dado que vivía sola en Madrid, no tenían a quien dirigirse en caso de necesidad, salvo que yo estuviera dispuesto a asumir aquel papel de enlace. En caso afirmativo bastaría con dejarles mi número de teléfono. Así lo hice, pero antes de abandonar el lugar aproveché para preguntarle si aquel podía considerarse un caso de anorexia, tal como parecía haber insinuado el portero. La doctora me aseguró que en ese sentido podía estar tranquilo: su perfil no encajaba con el de las personas que sufrían aquel tipo de trastorno psicológico.

Dirigí una última mirada hacia Angélica. Ella me saludó con un leve movimiento de la mano y después inclinó suavemente la cabeza hacia aquel ventanal donde el atardecer desplegaba su espléndida y efímera coreografía. Apenas unos minutos faltaban para que las densas sombras de Caravaggio terminaran por imponerse a los exuberantes dorados de Rubens.

***

Durante el resto de la semana fui a visitarla todas las tardes, una vez finalizadas las clases. Angélica se recuperaba rápidamente y su aspecto mejoraba día a día. A medida que regresaban las fuerzas a su cuerpo, también su ánimo experimentó una notable transformación, pasando a interesarse por un número de cuestiones cada vez más amplio. Una buena señal, sin duda. Muy pronto llegarían las vacaciones de Navidad, pero antes debía presentar un par de trabajos. Debido a ello, buena parte de las tardes las pasaba consultando libros y tomando notas a su lado, aunque no siempre lograba alcanzar la concentración necesaria. Estaba seguro de que ella, aunque respetara mi empeño, no entendía la razón de tan continuado esfuerzo. A sus ojos no pasaba de ser un muchacho voluntarioso y aplicado, que perdía el tiempo avanzado por una vía muerta.  Y aunque hasta hace poco compartíésemos un buen  número de inquietudes y proyectos, nuestra forma de entender el arte no podía ser más diferente. Era la misma distancia insalvable que existía entre la pasión de un verdadero creador y el entusiasmo de un simple teórico.

Pese a todo, la última hora la dedicaba a cambiar impresiones con ella. A petición suya le mostré algunas ilustraciones de aquellos pintores rusos sobre los que conversamos en su casa. De ese modo, no sólo fue conociendo los cuadros sino también sus fuentes, los numerosos cuentos y leyendas en las que la mayoría de ellos se inspiraban. Algunos tan sugestivos como la misteriosa isla Buyán, que aparecía y desaparecía en el océano y donde habitaban las criaturas más terribles y maravillosas, el suntuoso palacio del zar Berendéi, la princesa que nunca sonreía, rodeada de su afligida corte, Koshchei el inmortal, la zarevna rana, el gallo de oro, Sadkó visitando el reino submarino y otros muchos. De tal forma llegó a interesarse por ellos que una tarde me insinuó la posibilidad de realizar juntos una visita a la galería Tretiakov de Moscú, en la que buena parte de aquellas obras se hallaban expuestas y donde yo podría ejercer mis buenos oficios de guía. Una idea que, a pesar de resultar poco menos que irrealizable, bastó para despertar en mi ánimo tanta emoción como desasosiego.

Fue el lunes de la semana siguiente a su ingreso cuando recibí una llamada de la doctora que la atendía para informarme que, sin causa que lo justificara, Angélica había sufrido una recaída y se encontraba en la unidad de cuidados intensivos. Poco más podía decirme, salvo que permanecía estable y que se hallaba en observación. No obstante confiaba en su juventud y su fortaleza. Había querido avisarme personalmente porque sabía de mis visitas diarias y deseaba evitarme la sorpresa. Tampoco era necesario que fuese aquella tarde, al menos hasta que la trasladaran de nuevo a planta, aunque semejante decisión quedaba a mi criterio.

Inmediatamente me puse en camino, sin terminar de dar crédito a una noticia tan descorazonadora, más cruel si cabe al hallarnos tan cerca de la recuperación final. ¿Por qué?, me preguntaba una vez tras otra. ¿Qué podía haber ocurrido? Repasé mentalmente las últimas horas pasadas a su lado aquel mismo domingo por la mañana, pero no encontré el menor indicio de que algo no marchase como debiera. Todo tan normal y de pronto aquel golpe bajo, infame, de una alevosía inaudita. Qué pequeños y vulnerables éramos los seres humanos, pensé, caminando constantemente a ciegas por el borde de un precipicio, sin darnos cuenta del peligro, sin sospechar que el próximo minuto podría ser el último. Dándole vueltas a estos y otros pensamientos, de naturaleza igualmente soluble, llegué al hospital.

Durante un momento —no me permitieron otra cosa— pude contemplar a Angélica tras unos cristales. Aislada en una especie de urna, parecía la bella durmiente del bosque, si no fuera por la inevitable bolsa de suero y la presencia de aquellas máquinas que registraban sus constantes vitales. Después de mucho tiempo en semejante actitud contemplativa, comencé a deambular por un largo pasillo, cruzándome con enfermos que caminaban con gran dificultad, hasta que finalmente, casi por inercia, llegué hasta su habitación. La anciana que compartía con ella aquel espacio continuaba en pie, como la primera vez que la vi, doblando pequeñas prendas con metódica y exasperante parsimonia. La saludé y di media vuelta.

—Vino el hombre alto —sonó su voz a mis espaldas.

—Perdone, ¿qué es lo que ha dicho? —pregunté mientras me volvía hacia ella.

—Qué el hombre alto estuvo aquí hace unas horas, hablando con su amiga.

Inmediatamente me vino a la memoria la singular figura del doctor Transilvanus, envuelta en su largo abrigo de piel. Y en ese mismo instante una idea, semejante a un resplandor vivísimo, se abrió paso en mi cerebro.

—Cuando quiera saber más cosas, venga a verme… lo veo todo —escuché aún decir a aquella anciana, mientras me precipitaba hacia la salida.

***

Recorrí la plaza de Lavapiés y sus aledaños varias veces, entre una abigarrada multitud de jóvenes que iban de un lado a otro como gatos vagabundos, ligeramente ausentes y felices, como si no tuvieran más ocupación que pasear, ni más techo que los acogiera que aquel cielo obstinadamente azul. De aquella plaza hacia la de Tirso de Molina y desde Argumosa hacia Antón Martín, subían unas calles angostas y empinadas que formaban un entramado singular, una especie de burbuja comunitaria en la que aún era posible encontrar maestros artesanos y otras reliquias semejantes, o donde la mayoría de los vecinos se saludaban por sus nombres. Todo un concepto de barrio que había ido desapareciendo en amplias zonas de Madrid. Tal vez mis prisas, mi desesperada búsqueda del doctor Transilvanus resultara impropia en aquel ambiente, pero no me quedaba otra alternativa que encontrarlo cuanto antes. De ello dependía el futuro de Angélica.

Poco a poco fue llegando la noche y el cansancio empezó a hacer mella en mi cuerpo y en mi ánimo. Después de tantas idas y venidas persiguiendo una sombra no sabía dónde ir. A la altura de la calle de Santa Isabel con Salitre, doblé por esta última y luego me detuve un momento, dejando que mis ojos se deslizaran por aquella cuesta abajo, cuando sentí que alguien me estaba mirando. Exactamente eso. Aun reconociendo lo absurdo que puede resultar semejante afirmación, no hay duda de que sucedió así. Me encontraba frente a la Taberna Encantada, una antigua bodega en la que se destacaba su hermosa fachada de azulejos y donde intuí que debía hallarse mi observador. Entré sin pensarlo dos veces y allí, sentado en un rincón, lo descubrí. Por su actitud corporal me dio la impresión de que me estaba esperando.

Me dirigí hacia su mesa y durante unos segundos mantuvimos fija la mirada el uno en el otro.

—Tenemos que hablar —dije desafiante.

—Sí, lo sé. Pero ha estado usted dando muchas vueltas y llega cansado; así es difícil pensar con claridad. Permítame que le pida algo. ¿Un coñac? ¿Un whisky?

—No me apetece nada, gracias.

—Vamos, tome usted algo fuerte, eso le ayudara a calmar los nervios. Está excitado, lleno de ira, pero no sabe exactamente cómo darle salida a todo ese caudal de sentimientos. Intuye cosas, pero lo ignora casi todo. Lo único que tiene claro es que soy el responsable de cuanto le ha sucedido a su amiga Angélica. Y en parte no le falta razón, aunque no es tan sencillo. Existen circunstancias, detalles a tener en cuenta. Pero no se preocupe, hablaremos de todo ello.

El doctor hizo una señal a un camarero y éste se acercó hasta nosotros. Al final pedí un whisky. Poco después me lo sirvieron y eché un trago. Apenas había comido y aquel líquido fue rodando hasta mi estómago como una bola de fuego.

—Me gusta este sitio, es tranquilo y acogedor —prosiguió—. También tiene buena música, aunque en ese aspecto no soy la persona más indicada para emitir un juicio acreditado, no tengo buen oído. No obstante será difícil que aquí nos entendamos. Le propongo que venga a mi casa.

—¿A su casa? No, no.

—Vamos, vamos, no tenga el menor reparo en venir conmigo. Por nada del mundo trataría de hacerle daño. Sé lo que está haciendo por Angélica y aunque, salvo en contadas ocasiones, no haya podido disfrutar de ese regalo de los dioses, la amistad es algo que valoro sinceramente. Una de las cosas más gratificantes de la vida, no hay duda. Venga, no lo piense más. Estaremos mucho más cómodos, créame.

Sin esperar mi respuesta, el doctor se puso en pie, se acercó a la barra y tras abonar la cuenta se dirigió a la puerta. Lleno de dudas lo seguí, mientras trataba de no dejarme seducir por la extraordinaria suavidad de sus palabras. Por ello y para mantener intacta mi cólera, me aferré a la última imagen que tenia de Angélica, aquella en la que yacía inerme en la unidad de cuidados intensivos.

Después de caminar entre unas calles que en la oscuridad de la noche cobraban un aspecto muy distinto al habitual, arribamos a un viejo caserón. El doctor abrió la puerta de calle y pasamos al interior. Unas escaleras de madera nos condujeron al primer piso. Entramos.

Lo primero que noté fue un intenso olor a humedad, como el de ciertas iglesias antiguas y otros lugares de parecidas características, sometidos a un progresivo abandono. Atravesamos un pasillo y fuimos a desembocar a un gran salón. El doctor encendió la luz y me quedé estupefacto ante las dimensiones reales de aquel espacio y la increíble altura de los techos. Había una mesa muy larga, con dos sillas en los extremos y dos butacones junto a una chimenea que daba la impresión de no haber sido utilizada en muchos años. Todas las paredes estaban forradas de grandes paños morados y pesadas cortinas de un color ligeramente más claro cubrían las ventanas. Por último, una gran araña de cristal coronaba el centro de la sala.

Mi anfitrión encendió una estufa y después me invitó a tomar asiento. A continuación hizo lo propio.

—Antes de nada debo contarle la historia de mi vida porque es necesario que disponga de todos los elementos antes de emitir cualquier juicio. Sólo entonces estará en condiciones de seguir los dictados de su conciencia.

—Lo escucharé, aunque no creo que nada de lo que vaya a contarme justifique su conducta.

—Entiendo perfectamente su enojo y no se lo reprocho. Lo que sí le pido es que escuche con atención y no dude de que cuanto voy a contarle es cierto, por increíble que parezca. ¿Está dispuesto?

No respondí. Algo en mi fuero interno se resistía a valorar sus razones, a contemplar la sola posibilidad de que existieran. Pero por otro lado, más que la curiosidad natural, me empujaba la imperiosa necesidad de saber.

—Antes de nada debo decirle que mi nombre no es Transilvanus, si bien le ruego que siga llamándome así. Al fin y al cabo, ¿qué es un nombre? Algo que no podemos elegir, que nos ha sido impuesto desde fuera —hizo una pausa, como si rememorara algo muy lejano—. Oh, perdone la digresión… Si le parece bien, comienzo mi historia.

»Nací en pleno siglo XVI, concretamente en el año de 1565, poco antes de que se fundara oficialmente el Principado de Transilvania, en una pequeña aldea de los montes Cárpatos. Podría hablarle de aquella revuelta época histórica, de las figuras de Juan Segismundo Szapolyai o de su sucesor Esteban Báthory, pero en honor a la verdad, fuese quien fuese la figura que rigiese los destinos del país, eso carecía de importancia para los campesinos que, como mis padres, bastante tenían con su propia supervivencia y la de su numerosa familia. Así pues crecí en medio de una naturaleza que todavía hoy conserva buena parte de sus aspectos más agrestes y salvajes: grandes extensiones de bosques vírgenes y las mayores poblaciones europeas de osos, de lobos y de linces. Un aislamiento que en mi caso fue doble. Cuando mi madre quedó embarazada por séptima vez, todos sus temores se concentraron en la futura criatura. Ya desde el principio, mi llegada al mundo estuvo marcada por el signo de la tribulación y la sospecha. Durante aquellos meses mis progenitores rezaron fervientemente para que fuese una niña y no se cumpliese la maldición. Debe saber que en la sociedad rural de aquel tiempo el séptimo hijo, si todos los anteriores han sido varones, tiene muchas posibilidades de convertirse en un strigoi, un vampiro. Esa fue la razón de que mi madre me ocultara en casa, a salvo de las miradas de los vecinos de la aldea, haciendo correr la voz de que el niño había nacido muerto.

»Durante los primeros años, todas las noches mi madre, antes de acostarme, me observaba desnudo durante mucho tiempo para cerciorarse de que carecía de aquellos rasgos físicos característicos de los strigoi, como el hueso sacro más pronunciado de lo normal o la abundancia de vello. Al no encontrar ningún rastro de estos signos, su rostro parecía relajarse, lo cual no impedía que a la noche siguiente se repitiera la misma escena. Como a medida que me iba haciendo mayor aquella situación se volvía más insostenible, mis padres idearon un plan consistente en hacerme pasar por un sobrino lejano, al que unos familiares habían dejado a su cuidado. No creo que aquello convenciera a unos campesinos de naturaleza desconfiada y temerosa, pero si albergaban alguna duda, no llegaron a manifestarla.

»Finalmente, sucedió un hecho que disipó todas los recelos y temores. Una mañana mi padre descubrió que un lobo había entrado por la noche en el redil, matando una de las ovejas. Cuando salimos a ver el cadáver, que tenía una profunda destellada en el cuello, mi madre puso los dedos sobre la herida y luego los aproximó a mi cara. Sentí tal repugnancia que al instante me eché a llorar. Ella se limpió la sangre y me abrazó llena de alegría, pues aquel rechazo era una demostración más de que no se habían cumplido las fatales previsiones.

»No obstante, todo cambió de la noche a la mañana con la repentina muerte de mi madre. Aquel trágico suceso marcó de tal forma el curso de mi existencia que ya nada volvería a ser igual. Con su desaparición, no sólo perdía el cuidado bondadoso y el cariño en los que me vi envuelto durante mis primeros años, sino todo acceso a lo desconocido, aquel mundo terrible y maravilloso que me descubrían sus palabras. Cada noche, después del examen físico, mi madre se sentaba a los pies de mi cama y me contaba viejas historias en las que lo real y lo fantástico se fundían en un solo estado, brujas y espíritus del bosque convivían con el recuerdo de los invasores que pasaron en oleadas a sangre y fuego por aquellas tierras. Tal era su poder de sugestión, que bastaba cerrar los ojos para escuchar los alaridos y el ensordecedor galope de caballos que precedía a las hordas de hunos, cumanos, mongoles, magiares… Otras veces eran los antepasados quienes protagonizaban la epopeya, aquellas imponentes figuras de voivodas guerreros, presididas por el más temible de todos: Vlad Tepes, «el Empalador». Un mundo de violentos contrastes, distinto, cuya puerta se cerraba ahora para siempre.

»Antes de que mi padre volviese a tomar esposa, un tío materno que vivía en la ciudad de Brasov se hizo cargo de mí. Todos mis hermanos eran mayores y ayudaban en las tareas del campo, pero aquel hombre pensó que, dada mi corta edad, aún estaba a tiempo de acceder a un destino más provechoso y atractivo. Otra razón para adoptarme podría ser la absoluta soledad en la que se hallaba. Con gran pesar me despedí de mi familia y emprendí el camino hacia lo desconocido.

»Después de enseñarme a leer y escribir, mi abuelo —no era tal, pero me rogó que lo llamase así— propició mi ingreso en un colegio eclesiástico, con la intención de que me ordenara sacerdote. Estudié numerosas materias: latín, retórica, religión, historia… Fue en esa época cuando sucedió un hecho que cambiaría mi vida para siempre. Tenía un compañero del que todos se burlaban por su aspecto tímido y sus frecuentes huidas de la realidad, siendo así que cuando entraba en alguno de sus trances perdía la noción de cuanto sucedía a su alrededor. Y si en ese momento algún profesor le preguntaba algo, él se limitaba a emitir confusos balbuceos, incapaz de dar una respuesta coherente. Cuando logré ganarme su confianza me confesó que tenía visiones místicas de ángeles y santos, aunque a veces también le asaltaban otras de infiernos y demonios. Una tarde accedió a contarme alguna de ellas. Tal fue el impacto causado por aquellas historias —la sobrecogedora lucha entre los ejércitos del arcángel San Miguel y los de Lucifer a las puertas del cielo era una de mis favoritas— que ya no pude pasarme sin ellas, obligando a mi paciente camarada a relatarlas una y otra vez. Finalmente, a mediados del segundo año, su vida se apagó sin ruido, sumiéndome en una profunda conmoción. Fue entonces cuando empecé a intuir lo que  tras aquel hecho se ocultaba. Y aunque todas las personas responsables del internado achacaron la muerte de mi amigo a su naturaleza enfermiza y delicada, sabía que, en buena parte, nadie más que yo era el causante de su desgracia.

»Así, al cabo de los años, en el difícil tránsito de la niñez a la pubertad, se revelaba mi verdadera naturaleza oculta: era un strigoi. Sin embargo algo había cambiado. Por una suerte de mutación espontánea, o por un accidente fortuito, la cadena se había roto, dando origen a una nueva especie, de la cual yo era, al parecer, el único representante. A diferencia de los vampiros clásicos no sentía la necesidad de sangre, sino la de aquellos anhelos más íntimos, proyectos, utopías, ensueños que constituían la otra cara de la realidad. Aquel fluido vital, que algunos identificaban con el alma o el espíritu, constituía mi preciado alimento. Para obtenerlo, poco a poco fui perfeccionando mis habilidades; aprendí a escuchar pacientemente, a ganarme la confianza de cuantos me rodeaban. Por desgracia, aquello tenía un alto precio: mis confidentes quedaban agotados, exhaustos, y cuantos más secretos me transferían, con mayor rapidez se encaminaban hacia el fatal desenlace. No obstante, una vez hube aceptado la realidad de mi existencia, ninguna consideración moral consiguió detenerme.

»A pesar de ello esperé unos años. Cuando mi abuelo falleció, consideré que ya nada me unía a la ciudad, ni al colegio, ni, por extensión, al resto de los seres humanos. A partir de ese momento mi soledad fue absoluta; era una anomalía sin encaje posible, una sombra que participaba de dos mundos opuestos, sin pertenecer a ninguno de ellos. Hay una cosa más que debe saber: no soy inmortal. Si he sobrevivido durante cuatro siglos y medio se debe a que he desarrollado al máximo el instinto de conservación. Además de intuir el peligro con cierta antelación, he acumulado una larga experiencia sobre la naturaleza humana. Ello me ha permitido caminar por una Europa en llamas, esquivar las guerras y revoluciones, hacer fortuna, aparecer y desaparecer sin levantar sospechas. Para completar la información, también le diré que no es la primera vez que visito España. Vine hace años, atraído por la leyenda romántica que la envolvía, aquella que divulgaron los viajeros ingleses del siglo XIX y la verdad es que éste me parece un sitio tan bueno como cualquier otro, mejor incluso en algunos aspectos. A grandes rasgos, esa es mi historia. Ahora ya posee una base sobre la que apoyarse y sacar sus propias conclusiones.»

—Dígame, ¿no le supone ningún problema de conciencia el que otras personas mueran por su causa? ¿No está cansado de provocar tanta desdicha? ¿No ha vivido ya bastante?

—No, no lo estoy; lo considero una simple cuestión de supervivencia. ¿Daría usted la vida por los demás? Por supuesto que no lo haría, con toda la razón del mundo. Ese egoísmo es lo que nos mantiene vivos como especie. Verá, yo no deseo la muerte de nadie y no siempre ese es el desenlace necesario. Depende sobre todo del grado de entrega de las personas, de su constitución física, de muchas circunstancias diversas. Mi compañero de escuela, por ejemplo, era un espíritu delicado, un pobre neurótico que igualmente hubiera muerto joven, estoy seguro de ello. Pero usted me considera un monstruo y quizá no le falte razón. Muchas veces me viene a la mente la pregunta que se hacía el escritor Julio Cortázar: «¿Quién puede tener piedad de una leona?». Observando una máquina de matar tan perfecta, es evidente que nadie. Pero creo que una pregunta más pertinente sería: ¿puede una leona dejar de ser lo que es? ¿No sería más justo pedirle eficacia, que sus víctimas sufrieran lo menos posible? Yo tampoco puedo renunciar a mi naturaleza. En cuanto a Angélica, de lo único que puede acusarme en justicia es de haberla convencido para que dejara de pintar de una manera convencional. A propósito, ¿no le gustaría conocer sus nuevos cuadros?

—¿De qué cuadros me habla? Angélica reconoció que se limitaba a imaginarlos.

—Eso es cierto, pero sólo en parte. Todas las monedas tienen dos caras. Permítame que se los muestre.

El doctor se levantó y me condujo a un cuarto contiguo. Encendió la luz y ante mí aparecieron tres lienzos de grandes dimensiones, espléndidamente enmarcados en molduras de madera dorada, con la superficie completamente en blanco.

—Pero, ¿qué clase de burla es ésta? —exclamé.

—No se trata de ninguna burla, aunque su reacción es muy natural: siempre tendemos a rechazar aquello que no comprendemos. Angélica los imaginó pincelada a pincelada, retocándolos día a día hasta que los hubo terminado. Déjeme que se los describa a grandes rasgos. Este de la izquierda se titula La llamada de los trópicos y en él aparece una mujer joven, cubierta por una colcha roja de cachemir. Está sobre un sofá, abrazándose las rodillas y la mirada soñadora, muy lejana, dirigida hacia una ventana que no vemos. La luz del atardecer inunda la pared que tiene tras de sí y en ella se refleja una sombra: la grácil silueta de un velero.

El doctor, que había estado señalando sobre el lienzo desnudo las diferentes partes de la escena, hizo una respetuosa pausa.

—Este del centro —dijo mientras se desplazaba a su derecha— lleva por título La segunda tentación de San Antonio. Aquí se nos muestra al santo de espalda al espectador, aunque apreciamos que se tapa parte del rostro con la mano derecha. Le cubre un gran manto de paño y va tocado con un sombrero muy ancho. Frente a él se abre un vasto panorama: pequeños valles verdes rodeados de bosquecillos. Al fondo, un enorme volcán expulsa fuego y cenizas por la negra boca de su cráter, junto con cientos de estrellas, soles y planetas. Contemple detenidamente la explosión de color, esas nubes de meteoritos incandescentes, como escorias de una gigantesca fragua, esa pirotecnia cósmica sólo comparable al genio del maestro Altdorfer. Por último, observe cómo el Maligno, situado a su derecha, sostiene una esfera terrestre con una cruz de hierro incrustada, símbolo del poder absoluto, y cómo, de manera taimada y servil, se la ofrece al santo varón con la intención de perderle.

Después de aquella presentación, el doctor Transilvanus se situó en un extremo y señaló el tercer lienzo.

—Este cuadro es mi preferido, por el que siento una gran admiración: Prometeo agonizante. Aquí, la figura del titán, apenas guarda un mínimo parecido con el original. Si hasta ahora todas las versiones conservaban algo de la grandeza del personaje, aquí yace como un leproso, lleno de heridas abiertas, derrotado. Pero no es el tormento la única causa de su quebranto: ha perdido la fe en los hombres. Véalo en sus ojos. Al cabo de los siglos ha podido descubrir cómo son en realidad: crueles, codiciosos, ruines, explotadores, incapaces de sentir empatía por los demás. La ingratitud y desdén ha sido el pago por su sacrificio y por ello se halla en semejante estado. Si antes le he comentado que este cuadro es mi preferido, es porque hay algo en él con lo que me identifico plenamente. Yo tampoco creo en el género humano. He visto demasiado, he sido testigo de cómo muchas personas, que se consideraban civilizadas, perpetraban toda clase de crímenes, cómo se mataban entre sí en nombre de Dios y de la patria, cada vez con mayor cinismo y eficacia. ¿Y todavía me consideran a mí un monstruo? Espero que nunca llegue a conocer hasta dónde son capaces de llegar sus congéneres.

—Está usted loco. Su visionaria descripción de estos cuadros en blanco lo demuestra. Y lo peor de todo es que ha inoculado ese mismo virus a Angélica, no sé cómo no me di cuenta la primera vez que hablé con ella. En cualquier caso su locura no es algo que me importe demasiado. Doctor Transilvanus, he llegado hasta aquí dispuesto a todo, pero sé que no puedo hacer nada sin su ayuda. Apelo por tanto a su sentido del honor, a su compasión. Le pido que la deje en paz. Si verdaderamente la aprecia, no vuelva a verla. Hay muchas otras personas en el mundo como ella.

—Oh, no crea que tantas. O por lo menos a mi me resulta cada día resulta más difícil encontrarlas; las personas como Angélica son una excepción. Vivimos en un mundo prácticamente virtual, cada vez más pequeño. Todo es rápido, instantáneo, cada minuto devora al anterior y de ese modo no hay nada que pueda germinar, que madure; no hay sueños más allá de las pantallas porque ellas nos dan cuanto necesitamos, no queda espacio para la imaginación. Lo mismo ocurre con los artistas: en lugar de intentar poner orden el caos, de producir obras que nos ayuden a descubrir nuestra verdadera naturaleza, aquello qué somos o anhelamos ser, se dedican a preguntarse qué objeto tiene el arte y cuál es su función social, a desempeñar, simultáneamente, la doble tarea de filósofos y comisarios. Y así podíamos seguir hasta el infinito, empezando por las ciudades… ¿Se imagina este mismo barrio a la vuelta de diez o veinte años?

El doctor quedó repentinamente en silencio, como abismado en sus pensamientos.

—Déjenos doctor. El mundo es muy grande y no tendrá ninguna dificultad en encontrar lo que busca.

—No sé, a veces me encuentro tan cansado… Está bien, lo pensaré. Pero sólo eso.

***

A la mañana siguiente, Higinio, nuestro portero, bedel oficioso y muchas otras cosas, me estaba esperando a la entrada de la escuela.

—¿Conoce usted a un tal doctor Transiberianus? —me interpeló a quemarropa.

—Sí, más o menos. ¿Por qué me lo pregunta?

—Porque ha dejado un sobre para alguien que, por la descripción que me hizo, no podía ser otro más que usted. Aguarde, ahora mismo se lo doy.

Higinio desapareció en su guarida y un minuto después me hizo solemne entrega de un sobre blanco.

—Aquí tiene. Me insistió mucho en que sólo lo entregara si estaba seguro de que quien lo recibía era la persona indicada. Usted me ha dicho que lo conoce y por tanto puedo estar tranquilo de haber cumplido bien el encargo, ¿no es verdad? Por cierto, muy amable el doctor, un verdadero caballero —añadió con un grado de admiración que, en términos económicos, debía corresponder a una propina de unos veinte euros.

Me guardé el sobre en el bolsillo interior de la cazadora y sólo cuando estaba en el metro, camino hacia el hospital, me acordé de su existencia. Abrí el sobre y encontré escritas unas líneas que decían así:

Mi estimado Lancelot:

Permítame que lo llame así, ya que desconozco su nombre —resulta increíble que no nos presentáramos como es debido la noche pasada—. He reflexionado mucho sobre alguna de las cosas que me dijo y no tengo inconveniente en acceder a sus demandas. En realidad, lo único que hago es adelantar una decisión que ya tenía tomada. Como le comenté, cada día tengo mayores dificultades para encontrar a las personas adecuadas. Por eso he pensado abandonar el continente; esta vieja Europa se ha vuelto cada día más mercantilista y sus habitantes sólo viven interesados en la economía, en cómo salir de la crisis —tanto la personal como la de su maltrecha democracia—, y en pagar sus hipotecas. A las doce en punto salgo en tren hacia Lisboa. Una vez allí, ya veremos qué decido. Aún quedan en el mundo tierras vírgenes, lugares donde los mitos permanecen intactos. Pueblos donde la magia forma parte de la vida cotidiana y los espíritus se instalan en cualquier rincón de la casa. Pienso en las tribus nómadas de África y de Asia, en los indios de América del Sur, en los navegantes polinesios de Oceanía.

Hacia esas latitudes parto. En alguna de ellas alguien me contará la ruta que siguieron sus antepasados, sin otro mapa que las estrellas del cielo, así como sus antiguas luchas y epopeyas. Con ello seguiré adelante.

Cuide de Angélica y no me guarde rencor por lo sucedido.

P.D.: Me llevo los cuadros. Nadie los necesita más.

Durante un buen rato estuve dándole vueltas a la nota del doctor Transilvanus, sin poder evitar la ambigua sensación de alivio y pesar que me provocaba su marcha. Imaginé lo que debía haber sido su vida, aquel caminar errante de un lado a otro, extraño a todos, sin llegar a establecer relaciones duraderas con nadie. No obstante, si de algo estaba seguro era de que seguiría adelante, como él mismo había escrito, prolongando la eterna maldición de su destino.

Tampoco pude sustraerme a las imágenes surrealistas que me provocaron la lectura de su posdata. En todas ellas se veía al doctor Transilvanus rodeado de porteadores que, a través de desiertos, junglas o altiplanos perdidos, transportaban aquellos tres lienzos en blanco, espléndidamente enmarcados.

Al entrar en la planta me encontré con la doctora. Todavía sin poder explicarse las causas del fenómeno, me comunicó que Angélica se había recuperado de forma sorprendente aquella misma mañana y que, tras comprobar su buen estado por las pruebas realizadas, sería trasladada a planta en unos minutos.

—¿Recuerda usted qué hora era cuando se produjo esa extraña mejoría?

—No sé… serían poco más de las doce. ¿Por qué lo pregunta?

—Oh, por nada, discúlpeme; era simple curiosidad.

En efecto, poco después Angélica era trasladada de nuevo a su cama. Antes de eso sucedió un hecho sorprendente. Como no encontré a la anciana que me avisó de la visita del doctor Transilvanus, pregunté por ella al personal sanitario. Para mi asombro nadie, absolutamente nadie la había visto, ni constaba que en aquella habitación hubiese algún otro paciente. Insistí en ello, aportando una detallada descripción de su aspecto físico, así como de su afición a doblar prendas de ropa, pero fue en vano. Oficialmente la cama estaba vacía.

Me aproximé a Angélica y ésta me dedicó una sonrisa que acabó por despejar todas mis dudas.

—Quiero pedirte un favor —me dijo de forma confidencial, como si quisiera evitar que alguien nos oyera.

—Lo que tú quieras, pero no hace falta que hables tan bajo, estamos solos.

—¡Sácame de aquí! Habla con la doctora, o con quien haga falta; diles lo que asumo toda la responsabilidad, que estoy curada, lo que quieran oír. Pero no me dejes encerrada en esta habitación. Hay tantas cosas que tengo pendientes…

—¿Recuerdas lo que te ha pasado, sabes por qué estás aquí?

—Sí, cuando se ha estado tan cerca de la muerte se comprenden muchas cosas —respondió con aire circunspecto—. Pero todo eso queda ya muy lejos, créeme. Por favor, habla con la doctora. ¿Me prometes que lo harás?

—Claro que sí, te lo prometo.

Entonces, sin que nada anunciara lo que iba a suceder, Angélica acercó su rostro al mío y me besó en los labios.

Para concluir diré que pocas veces en mi vida me he sentido más feliz, ni me han durado tanto tiempo los efectos de una embriaguez tan deliciosa. Más aún sin haber ingerido una gota de alcohol.

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La carta del vampiro

por

Creo que ha llegado el momento de leer una carta que recibí hace ya más de veinticinco años y que llegó a mí de una forma un tanto extraña. La trajo a mi casa un curioso personaje con extravagantes vestiduras que no articuló ni una palabra. En el remite aparecía el nombre de un buen amigo mío del cual hacía meses que no tenía noticias. Afortunadamente, jamás volví a saber nada de él. Me debéis perdonar si hay alguna falta ortográfica o de redacción ya que está transcrita tal y como él la hizo llegar a mi poder.

22 de junio de 1988

Querido amigo:

Te escribo esta carta para que quede constancia del terrible destino al que estoy condenado.

Mi nombre y apellidos la verdad es que nunca me dieron demasiadas sospechas, pero siempre me llamaron la atención; en este país, alguien como yo, sin pasado y que es hijo de un oficinista, es poco común que se apellide Victusanguis —algo así como «Alimento Sangre» en latín—. Mis padres me contaron que mis tatarabuelos eran unos emigrantes de origen valaco que habían venido a estas tierras en busca de una tierra con más oportunidades de trabajo. Tampoco sospeché de mi vocación por la medicina y todo lo que suponía, en especial por la cirugía. Era algo que, desde que tengo memoria, me había llamado mucho la atención: abrir y observar heridas, cerrarlas, manosear vísceras, etc. Mi ateísmo y mi forma de ver la religión siempre los he considerado normales. No es que odie la simbología religiosa sino que, en concreto, las imágenes sagradas, en la mayoría de los casos, me dan un poco de grima; eso le pasa a mucha gente… no hay por qué preocuparse. La blancura de mi cuerpo —una palidez exagerada como tú bien sabes— y el daño que me ha hecho siempre la luz fuerte en los ojos tampoco eran demasiado de extrañar: yo me consideraba medio albino.

Pero lo que nunca entendí fue el inexplicable respeto que tenían hacia mí toda clase de animales caninos. Hace quince años, en una excursión del instituto al zoológico fue increíble ver cómo, al pasar por la jaula de los lobos, todos ellos dejaran de comer, dormir o lo que estuvieran haciendo, y se pusieran en fila, de uno en uno, en una perfecta alineación que me asustó bastante. Cuando pasé de largo observé que todos volvían a sus anteriores quehaceres. ¡Imagínate cómo se lo tomaron mis compañeros de curso! Unos me empezaron a llamar «hombre lobo», otros «perro humano», otros «Supercán», e incluso hubo alguno que me cogió miedo y no se acercaba a mí por nada del mundo. A lo largo de mi vida, las experiencias que he tenido con perros callejeros han sido innumerables, como bien estarás pensando, pero nada es comparable a la aversión que me tienen ciertos animales de compañía como pájaros, hámsteres o pollitos y otros pequeños animales de granja. Muchos han muerto inexplicablemente con solo cogerlos suavemente entre mis manos.

Lo cierto es que un día, viendo una película de terror, me lo planteé seriamente: ¿acaso era yo una criatura de la noche? ¿Cuál? ¿Hombre lobo? ¿Vampiro? ¿Demonio?

Rápidamente descarté a los hombres lobo, pues la luna llena no tenía un influjo sobre mí más grande que el que tiene sobre los demás mortales. Decidí dedicarme a estudiar sobre el tema de los vampiros. Me costó mucho conseguir algo de información verídica más allá de la leyenda, lo novelesco y lo fantasioso, pero al final me enteré de algunas cosas. El poder telequinésico —ya sabes, mover objetos con la mente— que tienen todos los vampiros es real, pero únicamente cuando se ha realizado la metamorfosis que los convierte en murciélagos. Sí, éste fue el punto que más me interesó.

Leí muchas más cosas que no eran demasiado desconocidas para mí, por ejemplo: a los vampiros les gusta ver sangre aunque sólo la beben convertidos en murciélagos; suelen provenir de Europa central; se repelen con la cruz cristiana pero no son enemigos de Dios —yo, por no ir más lejos, no odio a Dios, simplemente no creo que exista—, la forma de la cruz les da cierto miedo irracional, como el pánico de un gato al agua o el terror que inspira una rata a una niña; tienen pocos glóbulos rojos en la sangre, he ahí la razón de su palidez; son razas nocturnas, como muchos animales —recuerda que son medio murciélagos—, y por eso les hace daño la luz solar, pero sólo en los ojos, es como si tú miraras directamente al sol; el sudor de un vampiro despide los efluvios de una hormona que tranquiliza, relaja y gusta mucho a toda clase de cánidos, esa misma sustancia vuelve locos de terror a las aves y otros animales, y se llama cananina.

También hay cosas falsas como ya he dicho, por ejemplo: el no reflejarse en el espejo —yo me he peinado toda mi vida—, morir únicamente con una estaca de madera en el corazón —me muero como todo hijo de vecino— o con la luz solar, quemarse por tocar una cruz o agua bendita… Tampoco me creí mucho lo de la transformación en murciélago hasta que lo experimenté por mí mismo.

¡Sí! ¡Soy un vampiro y lo puedo decir y demostrar con absoluta certeza! En un viejo libro de mis padres, que murieron hace tres años en un accidente de coche, encontré un manuscrito donde venían unas palabras en rumano —lo estudié un poco de niño por deseo expreso de mis abuelos, pero es un idioma que nunca dominé—. Era la receta mágica para convertirse en criatura de la noche: no es magia negra, ni blanca, ni de ningún color, simplemente es magia de las leyes de la naturaleza, como engendrar un niño o enamorarse de una persona con una simple frase. Hace una semana pronuncié la fórmula y aquí estoy, colgado de la lámpara de mi habitación, con la cabeza hacia abajo y dictando esta carta a mi sirviente humano que quiere que le muerda en el cuello para hacerlo inmortal, aunque no estoy mucho por la labor —de momento lo utilizo como un esclavo mientras me sea útil—. Sólo guardo rencor a mis padres por una cosa: que no hubieran dejado la fórmula para volver a ser humano escrita en algún lado… Claro, el tonto soy yo.

P.D.: Mi querido amigo, también es falso que no podamos comer ni oler el ajo; uno de mis platos preferidos es el conejo al ajillo. Lástima que no pueda volver a comerlo, estoy condenado a beber únicamente sangre… por supuesto, humana. Ya te avisaré algún día para quedar. ¿Te apetece?

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Goecia

por

El ex teniente de la fuerza aérea de los Estados Unidos Michael L. Keenan expulsa el humo hacia la noche sofocante. De su cigarrillo recién encendido parten dos líneas de combustión entrelazadas como las serpientes gemelas alrededor de un caduceo. La noche es la noche de La Habana en pleno mes de julio, y el calor hace que sienta el sudor como un aura viscosa sobre su cuerpo.

Y nada es como debería haber sido.

La Habana es la capital de Cuba, el septuagésimo octavo estado de los Estados Unidos. Y es 1977, año cuadragésimo cuarto del Reich de los Mil Años. La Segunda Guerra Mundial dura ya casi cuatro décadas, y no parece que el conflicto vaya a tener fin.

En la mesita de la exigua terraza de la sucia habitación del hotel en el que se ha alojado hay dos vasos de whisky de Isley y un paquete de cigarrillos, cortesía de su visitante. El paquete de tabaco luce el escudo de las dos llaves, oro y plata, bajo la mitra papal.

Sentado a la silla está Charles Dickens, el agente del Vaticano, cuyo gobierno en el exilio se encuentra en Cuba enzarzado en una lucha por recuperar la Ciudad Santa de las manos de los nazis.

—Tenemos una agente situada muy cerca del objetivo, la teniente Silke Müller —dice Dickens, pasándose la mano despreocupadamente por el pelo pajizo—. El plan es lograr que lo posea una… entidad atada a nosotros.

Keenan tira la colilla del cigarrillo que está fumando al oscuro callejón. Nota la camisa empapada y pegada a la espalda, y se pregunta cómo es posible que Dickens, con su traje de chaqueta, parezca que estuviese descansando de un paseo una tarde de abril acariciado por una fresca brisa marina.

Charles Dickens, antes conocido como Dostoyevski, antes conocido como Rabelais, antes conocido como Eurípides. Los nombres tienen poder, y por eso emplea todos esos pseudónimos, los nombres de escritores a los que ahora ya nadie lee. La literatura plantea las dudas del ser humano, y ahora viven en un mundo donde la verdad ha sido revelada sin ambages: hay sitio para la desesperanza, pero no para la incertidumbre.

—¿Un demonio? —pregunta, algo perplejo.

—Por supuesto: una dominación seráfica no es apropiada para esta situación. Necesitamos que después el objetivo siga siendo parte del alto mando, pero actuando bajo nuestras órdenes. Y ya sabes cómo son los ángeles: todo furia sagrada y nada de sutileza. Por el contrario, los demonios son codiciosos y egoístas, por eso se puede negociar con ellos.

El antiguo militar siente un escalofrío que le recorre la espalda. Sabe lo que es ser poseído, la tortura de verte encerrado en tu propio cuerpo corrompido por una entidad parasitaria, impotente, incapaz de descansar del dolor de la presencia del ser, sin poder cerrar los oídos a sus tentaciones y burlas, obligado a asistir a las atrocidades que comete. Y el terror, el terror continuo como si te vieras obligado a abrazar constantemente a un lunático con la cara a escasos centímetro de su mirada y su sonrisa perdidas.

Charles Dickens participó en el exorcismo que lo salvó. Y ahora viene a cobrarse esa deuda.

Keenan conoce al objetivo, un oficial importante de las Schwarze Korps, pero a estas alturas se pregunta si no es más que otro peón digno de lástima, como todo ellos. «Ten compasión del asesino, no de su víctima», le dijo una vez un bodhisattva.

—¿Y desde cuándo el Vaticano emplea demonios?

Los gélidos ojos azules de Dickens se clavan en él.

—Desde que tiene una guerra que ganar. A cualquier precio.

Keenan enciende otro cigarrillo y permanece en silencio. A pesar de la gratitud que le debe, siempre ha habido algo en Dickens que lo ha hecho sentir incómodo. Tal vez esa oscura sonrisa suya, propia de un mártir satisfecho de tener razón al final a pesar de tener que sufrir él mismo el dolor, la miseria y la muerte.

—Y es por eso que necesitamos un agente libre, Keenan. Nosotros, vinculados por el voto, no podemos entrar en contacto con seres impuros ni, por ende, llevar a cabo la misión.

—Lo pensaré.

—No tienes nada que pensar.

Dickens abre el maletín que descansaba a su lado, saca un libro y lo deposita sobre la mesa. Es un ejemplar del Lemegeton, por su aspecto posiblemente una de las primeras copias.

—Te he marcado la página. Volveré a verte en dos días para ultimar los detalles —Dickens se pone en pie y se ajusta el sombrero—. El libro quédatelo. Es una versión no expurgada. Considéralo un regalo.

***

Keenan recuerda el júbilo de su primera misión, cuando apenas tenía veintitrés años y surcó los cielos en un F4 Corsair en el año 47. Recuerda lo confusa que fue la década de los cuarenta, cuando primero el presidente Charles Lindbergh firmó un pacto de no agresión con el Führer inmediatamente tras llegar a la presidencia en 1940, y cómo luego, cinco años después, los hechos que sacudieron al mundo convirtieron a su país en la punta de lanza contra los demonios alemanes. Literalmente.

1945. Annus horribilis, clamó la propaganda. Aquel año los rumores se confirmaron: las Schwarze Korps, el brazo esotérico de las Schutzstaffel, habían liberado unas entidades infernales en la tierra. Las grabaciones de las criaturas que cargaban contra las líneas soviéticas junto a los escuadrones de bliztkrieg no dejaban lugar a dudas. Sometidos a su mando en virtud de pactos oscuros con seres más allá de nuestra realidad, el ejército alemán avanzaba imparable.

Con el discurso de Lindbergh retransmitido por radio titulado América reza con un solo corazón, los Estados Unidos entraron en guerra. Lindbergh declaró que la existencia del Infierno probaba la del Cielo, y que con la ayuda de Dios su país y cuantos quisieran seguirlo desterrarían de la creación a las bestias abisales. Y como había pedido su presidente, la gran nación americana rezó fervorosamente. Y lloró de alegría cuando algo respondió a sus plegarias.

Annus mirabilis, clamó la propaganda. El Señor escuchó la llamada. Con otra calada, Keenan vuelve a recordar el año 47, la carlinga de aquel F4 consagrado por un diácono con agua bendita, el ser terrible que volaba a su lado: un ángel, un ángel que batía sus alas con la potencia de la ira justa y que nada tenía que ver con las imágenes seráficas de las ilustraciones de las biblias infantiles de antes de la Revelación.

Ahora que es más viejo, Keenan sabe que no hay ángeles ni demonios, sólo monstruos. Aunque la fervorosa América lindberghdiana no lo reconocería jamás, no habían sido los cristianos, sino los judíos, los que estaban en lo cierto: Dios no era el Padre amante de los Evangelios, sino el Yahvé colérico, vengativo y enloquecido del Antiguo Testamento. Pero galvanizados por la presencia divina a su lado y enfrentados a un mal trascendente, medio mundo se arrodilló ante una jerarquía celestial que apenas se distinguía del sistema dictatorial al que estaba combatiendo.

Keenan pasó dos años luchando en los cielos contra cazas, bombarderos y criaturas cuya mera existencia era una blasfemia. Su última misión fue en el frente británico en el año 49, un año que pasaría a la historia por diversos hechos, pero el más relevante fue la manifestación del Metatrón. Los creyentes lo consideraron la gran victoria que contuvo el avance nazi al otro lado del Atlántico. Pero Keenan lo presenció desde el aire. No recuerda cómo regresó a su portaaviones, ni puede describir al Metatrón, en parte porque quizá su mente no pudo registrar su recuerdo, incapaz de concebir un ser semejante, pero sobre todo por el grito metafísico que desgarró la realidad y que le abrió los ojos: el estertor de cincuenta millones de personas que desaparecieron en el cataclismo que convirtió las Islas Británicas en la fosa de Albión.

Cuando se hubo recuperado del trauma renunció a su rango, y después desertó. Aún hoy se le busca por traidor.

Y en este conflicto no había lugar para la neutralidad. ¿Qué opciones le quedaban? ¿El bloque comunista Chino-Soviético? ¿La estela del Hombre de Acero y del Gran Timonel? Aquello era una pesadilla diesel industrial de aberrantes hombres-máquina. Los cerebros en fuga europeos y americanos habían acabado allí, y para sobrevivir habían dedicado sus mentes a desarrollar armamento y defensas contra las criaturas demoníacas y angélicas. El Soviet Supremo, por supuesto, había negado por diktat la naturaleza ultraterrena de sus enemigos, y clasificando las amenazas en catálogos como los tratados de teratología del siglo XIX.

Apura la última calada del cigarrillo y lo apaga contra la barandilla del balcón.

Condenados a una existencia más allá de la muerte pero negada la salvación, ¿qué le queda al ser humano? Desea que una historia que escuchó una vez sea cierta. La historia decía que Ahriman luchaba eternamente contra Ormuz, pero que en realidad Ormuz lo miraba luchar consigo mismo, porque para que no hiciese daño alguno lo había encerrado en una esfera, engañándolo para que pensara que esa esfera era la creación. Quizá la última esperanza sea la iluminación, atravesar hasta más allá del tablero de juego de la partida entre Yahvé y Lucifer, la senda del camino incierto.

Namu amida butsu… —murmura para sí con una sonrisa triste.

Vuelve al interior del cuarto. Con las sábanas colgadas por encima de las cortinas de las ventanas es aún más sofocante. La cama y la mesilla las ha metido en el cuarto de baño, en la sala sólo quedan una maleta desgastada, un magnetófono y la silla de la terraza en la que se sube para cambiar la única bombilla que pende del techo.

Dickens cumplió su promesa: volvió dos días después con los detalles de la operación. Y él cumplirá la que le hizo una vez y saldará su deuda.

Aprieta el interruptor y entonces la habitación adquiere un tono rojizo por la sangre con la que están dibujadas las líneas sobre la bombilla. Los diagramas se proyectan en todas direcciones, pero especialmente en el suelo, en cuyo centro aparece un círculo formado a su vez por otros círculos, pentágonos y hexágonos entrelazados, recorridos por fórmulas que parecen escritas por el pincel de un miniaturista demente. Habría preferido dibujarlo con tiza, pero no quiere dejar luego resto alguno de su presencia.

Respira profundamente y enciende el magnetófono. La cinta empieza a girar y se oye un murmullo recurrente, cadencioso como un mantra. Son las líneas de conjuración, las palabras blasfemas de llamada. Enciende un cigarrillo, desenvaina un cuchillo ceremonial de un metal oscuro cuya hoja está cubierta de runas y espera intentando controlar el temblor de las manos: por mucho que lo haya hecho antes sigue sintiendo el miedo de la primera vez.

La salmodia se repite de manera mecánica. No necesita recitarlas él mismo: las palabras tienen poder en sí. Podrían estar escritas una y otra vez en Morse, podrían ser interpretadas en bucle por una supercomputadora soviética en una tarjeta perforada: lo que requiere poder no es llamar a la criatura, la verdadera prueba de voluntad es el ritual para someterlo.

La criatura. En la lengua de su víctima las leyendas lo llaman natchterror. Pero ese nombre no puede siquiera definir de manera aproximada lo que está por llegar.

Acerca a sus labios el cigarrillo para una última calada y los dedos le tiemblan, no sólo de miedo: la primera señal de su cercanía es el frío. Repentinamente la temperatura ha descendido hasta el punto de que la camisa comienza a quedarse rígida en las manchas húmedas de sudor y se forma escarcha en la bombilla y los cristales de las ventanas.

La porción del suelo sobre la que se proyecta el círculo-portal parece perder consistencia física, rielar como si fuera aire recalentado, fluctuar entre varias dimensiones, tensarse como un lienzo bajo el cual algo estuviese presionando, como una malla contra la que un animal estuviese apoyando la cabeza. Por entre el enrejado de líneas en el interior del heptagrama proyectado por la bombilla empieza a ascender un humo oscuro, como si el viejo parqué enmohecido empezara a quemarse, sólo que el olor no es de combustión, sino de carroña y amoniaco, de vino agrio y miel, de incienso y heces.

Keenan nota cómo los ojos comienzan a llorarle, pero no se permite parpadear siquiera: repite de memoria un sutra para conjurar el pánico mientras cree escuchar un zumbido que es el gemido de la realidad. Aprieta el cuchillo en su mano.

El humo se adensa y parece como si diversas capas del mismo se estuviesen superponiendo para dar forma a algo, como si fueran pedazos de arcilla que estuviera apilando un alfarero de sombras. A medida que la forma abocetada comienza a definirse, Keenan nota el reflujo de la bilis en la garganta. La figura es vagamente humana, pero algo en ella es irresoluble, como si no pudiera tener expresión en tres dimensiones, como si bloqueara la percepción por existir en planos contradictorios. Es un ser abortado, su masa parece por momentos cubierta de orificios que son a la vez bocas y órganos sexuales, extremidades y membranas, tumores que se devoran unos a otros, partes inconexas que parecen perdurar a diferentes velocidades.

—Tu nombre. Te lo exijo.

Keenan pronuncia las palabras apuntando a la criatura con el cuchillo, esgrimiéndolo como un signo de autoridad.

El ser hace un gesto que podría haber sido el de un depredador ciego en busca del aroma de una presa, si acaso hubiese tenido una cabeza que girar en su dirección. Varias aberturas muestran sus dientes y sus interiores carnosos cubiertos de placentas venosas, y su aliento provoca en él una respuesta sinestésica: ese hedor le impregna las retinas de los placeres que podría experimentar, lo aturde con las cantatas de las atrocidades que podría desatar, le permite paladear las exquisitas torturas que podría sufrir e infligir. La criatura transmite su hambre insaciable, su lascivia implacable, su rencor inagotable. Abre esas protuberancias que son sus extremidades cubiertas de chancros en el gesto de quien ofrece un abrazo.

—Tu nombre. Te lo exijo.

Keenan repite las palabras proyectando la voz de mando, imbuyendo las sílabas de su poder. La criatura se revuelve, parte de su masa parece reaccionar como una línea sísmica, proyectando picos y protuberancias afiladas para expresar su odio. Sus orificios parecen pronunciar palabras sin voz, lanzar promesas y proferir amenazas.

—Tu nombre. Te…

Las palabras mueren en su boca cuando la bombilla fluctúa y se apaga. Se encienden unas tenues luces de emergencia que le permiten apenas percibir el movimiento con el que el natchterror se abalanza sobre él.

Apenas es tangible, y como si fuera una nube de esporas comienza a penetrar su boca, su nariz, sus lagrimales; pero a la vez nota las decenas de dedos congelados que se le hunden en la piel. En un momento es dúctil como estaño y al siguiente tiene la consistencia de la piel gomosa de un cadáver hinchado. Keenan siente cómo viola sus células, cómo las fuerza a una simbiosis profanadora. Pero en un momento de claridad, deja caer el cuchillo ritual y de luchar, se yergue a pesar del dolor y abre las manos alzando las palmas, forzándose a que los gestos sean pausados. Destierra el miedo y no opone resistencia al pantano de sangre y excrementos que lo engulle, exhala lentamente notando las lenguas del ser que son anzuelos acerados que se extienden desde su alma pegajosa. Keenan le deja devorar pedazos de su identidad refugiándose en su núcleo infinitesimal, en una mónada del yo…

El tiempo se detiene, en el instante en el que el natchterror comprende su error y Keenan prevalece.

La criatura intenta huir, arrastrarse a la sima de la que ha surgido, pero ya es demasiado tarde, porque igual que ella se ha introducido en el invocador, éste lo ha hecho en ella.

La palabra que sale de la boca de Keenan no puede reproducirse, es a la vez un concepto y su propia esencia. Meramente pronunciarla hace que le sangren las encías y que se le fracture un diente, escucharla le provoca un derrame en el oído izquierdo.

El natchterror se retuerce al oír su propio nombre, retrocede como una serpiente tras lanzar un mordisco, su masa late y parece proyectar un gemido de dolor y angustia.

Keenan se concentra en su aliada, que servirá como conducto. Y luego en la cara de la fotografía que le mostró Dickens. Susurra un nombre:

—Ludwig Von Stahl.

El ser se arquea hacia atrás y abre una decena de fauces como si aullara. No se escucha ningún sonido, quizá porque su rugido se sitúa en una frecuencia por debajo de la percepción humana. Pero, de alguna forma, aquel silencio previo a que desaparezca es más estremecedor que cualquier grito.

Agotado, Keenan se deja caer de rodillas.

Pasan unos minutos y aún continúa con los ejercicios de respiración con los que ralentizar su pulso. Cuando se ha calmado fuma un último cigarrillo y se quita la ropa sudada. La dobla cuidadosamente y la deja en una esquina. De la maleta saca una fina túnica de lino blanco con la que se viste, y se coloca de rodillas frente a una pared. Junta las manos, formando un círculo con ellas, y cierra los ojos para poder concentrarse.

Unos minutos después su conciencia se proyecta, abandonando allí su cuerpo, para enviar un aviso. Y esperar.

***

La teniente Silke Müller observa la imagen de la mujer desnuda que le devuelve la mirada en el espejo, como si tuviese que comprobar que ese contorno y la persona a la que delimita son reales, como si ahora que el día ha llegado no fuera capaz de asimilar lo cerca que está de cumplir con su misión. Repasa la curva de sus caderas ligeramente desproporcionadas, el vientre plano, los pechos pequeños, los miembros delgados, los ojos del mismo castaño que el pelo que tiene cortado en una melena hasta la altura de la mandíbula. Y se fija en la ausencia de un lunar sobre el labio. De pequeña tenía uno ahí, igual al de su padre: ahora ni siquiera eso le queda del hombre cuya muerte la ha llevado a ese punto.

Algo como una voz distante en un rincón de su mente la avisa de que ha llegado el momento del ritual para convertirse en el canal.

Camina notando el frío en la piel que se cuela por una de las ventanas de su cuarto en el cuartel de la frontera chino-india, agradeciendo secretamente el entumecimiento que le provoca. Coloca un pañuelo cubriendo la pantalla de la lámpara de la mesilla para dejar la habitación en penumbra, y después introduce los pies en el barreño con agua situado junto a la cama y se acuclilla. Se masturba ligeramente con la mirada perdida en el biombo que hay frente a ella y del que cuelga una percha con su uniforme de las SS, el testimonio de lo perfecto que ha sido su disfraz los últimos veintiocho años.

Recuerda poco de su infancia en el campo de concentración, como si todo fuera una neblina hasta el año 49, el año del estancamiento, cuando los bloques quedaron más claramente definidos, las líneas de combate se congelaron sobre un mundo necrosado, y ella aún se llamaba Sarah Kauffmann. Aquel año Reinhard Heydrich propuso el plan del endlösung: canalizar todo el dolor y la locura de los campos de concentración para una invocación que convirtiera a los prisioneros en huéspedes para demonios menores, carne de cañón corrompida que enviar al frente de batalla. La idea original de la solución final había sido de un joven capitán de las Schwarze Korps, Ludwig Von Stahl, en aquel entonces el oficial a cargo de Bergen-Belsen.

En aquel campo Dorian Kauffmann sobrevivía con su mujer Behira y su hija. Un oficial, el teniente Franz Müller, lo empleaba a él como tutor de cábala y magia hermética, y a su mujer como sirvienta en la casa de la que disponían junto al campo de concentración. Sarah recuerda la triste mirada de sus padres, repudiados por los nazis por ser judíos, repudiados por los judíos que los consideraban colaboracionistas.

Cuando Dorian se enteró del destino que les aguardaba ideó un plan desesperado con el que salvar a su hija. Una noche, Behira y él la sacaron de la cama y la llevaron al oscuro sótano de la mansión en la que servían. A la luz de las velas, que olían a sebo humano, la sentaron en un círculo frente a Silke, la hija pequeña del teniente Müller, dos años menor que ella. Las palabras que sus padres murmuraron aquella noche no las recuerda, pero aún hoy un escalofrío recorre su espalda al intentar rememorarlas. Para cuando quiso darse cuenta, ya no contemplaba a una niña de fino pelo castaño, sino a sí misma, como en un espejo, sentada al otro lado del círculo.

Tras la ceremonia, Behira dejó a suavemente a su hija en el cuerpo de Silke sobre la cama de la alcoba que olía a lilas. En ese mismo instante, Dorian rompía el cuello del cuerpo de Sarah, acabando con la vida de la hija de Müller, para proteger el intercambio secreto.

A la mañana siguiente el mayordomo avisó a los señores Müller de que en el sótano se había encontrado a la familia Kauffmann, sus tres miembros ahorcados.

Han pasado veintiocho años, y esta noche es la noche de la venganza.

Inspira profundamente y comienza a murmurar la invocación de versículos impíos, la llamada obscena. Las palabras parecen dilatar su laringe como arcadas cuando las pronuncia. La oscuridad a su alrededor parece adensarse, pero más negro aún es el vaho que se escapa de su boca, que parece pudrirle la lengua y los dientes. Su hálito se condensa en formas borrosas de insectos, polillas abotagadas cuyo zumbido no es un sonido sino una caricia subliminal y demente, salen de su boca y vuelan hasta reventar como abscesos purulentos en las cortinas, en las mesillas, en el biombo, sobre su uniforme, dejando allá donde desaparecen una mancha de humedad grasienta y óxido. Cuando nota que no puede detener la letanía, que sale de ella como un vómito incontrolado, es cuando se introduce en la vagina el dedo en lleva el anillo cuyo chatón componen dos runas sigel, el anillo que le regaló su mentor. Los bordes que ha afilado le abren un corte en la suave carne de su interior. Cuando la primera gota de sangre cae sobre el agua del barreño en el que permanece acuclillada intentando no temblar, el aire parece aumentar su peso. Cierra los ojos con fuerza sin dejar de murmurar. Teme que lo que viene a continuación la enloquezca.

Y lo que viene a continuación es el dibbuk.

Si abriese los ojos podría ver las ondas que su sangre ha provocado en la superficie del agua, las ondas que distorsionan el fondo de latón en el que ha arañado los signos esotéricos que ahora dejan de ser legibles. Las gotas de sangre no se disuelven, sino que se hunden globulares como si fueran de mercurio rojo. Cuando se depositan en el fondo del recipiente es como si el metal, que ahora presenta un aspecto ennegrecido, como quemado tiempo atrás, lo absorbiera como un papel secante. Y del centro de donde antes estaba la sangre parece ascender, salida de la nada, una larva de humo que se extiende, tiñendo el agua como una mancha de tinta.

Si abriese los ojos podría ver que la sensación que tiene en los tobillos, como de tenerlos hundidos en un lodazal, se debe a que el agua comienza a adquirir una textura y una densidad gelatinosas, y que el hedor a excrementos, sangre, herrumbre y polvo es el aliento que escapa de las bocas que se abren como heridas en la superficie de esa masa que se condensa como una humedad tenebrosa sobre la superficie de una realidad violada. Y esa forma como de un ser germinal parece alzar su cabeza fetal, extender unos pseudópodos que son zarcillos de humo aceitoso, mientras el barreño de latón se funde como corroído por un ácido.

Si abriese los ojos podría ver que esa sensación como de hematomas ardientes que ascienden por sus gemelos y se escurren bajo sus muslos la provocan las extensiones deformes del ser que la palpan igual que un ciego intentando reconocer una cara, apéndices que parecen olfatear la sangre y el flujo vaginal.

Si abriese los ojos podría ver el cuerpo caliginoso vagamente humano que sale del barreño como a través de una escotilla al inframundo y que trepa por la realidad para hundirse en su cuerpo, podría ver la masa fluctuante de ojos-genitales, de miembros-tumores que aparecen y desaparecen sobre la piel traslúcida. Durante los segundos que dura la traumática penetración cree sentir como si sus propios huesos se deformasen, como si su organismo estuviera intentando adaptarse a una superposición imposible de masas, a unas leyes físicas incongruentes, en un intento desesperado por conservar su propia coherencia. Incapaz de mantener más el equilibrio, se desploma boca arriba repitiendo una oración que le permita aferrar los hilos de su cordura.

Si abriese los ojos podría ver que el barreño de latón ha desaparecido, que la presión desgarradora que siente en el útero vista desde fuera es un vientre imposible, como si fuera a parir a un hombre adulto. Las lágrimas le recorren la cara y aprieta los dientes para no gritar, al borde de la asfixia, notando el peso que amenaza con triturarle los huesos desde dentro de su propio cuerpo. Unos bultos que no corresponden a una anatomía identificable tensan la piel de su abdomen. Y cuando empieza a creer que ha cometido un error, que quizá no ha invocado a la criatura correcta, que quizá las evocaciones defensivas erran erróneas, que quizá el americano la ha traicionado, que quizá simplemente no posee la fuerza suficiente para imponer su voluntad al dibbuk, el eco del latido de sus sienes retumba en el resto de su ser y siente como si un par de fuertes manos apretaran su cuerpo y lo comprimiesen como una esponja. Con cada palpitación el frío que quema su matriz se atenúa, su cuerpo merma como el fulgor de una bombilla que fuera perdiendo intensidad. Centímetro a centímetro, grado a grado, pálpito a pálpito.

Para cuando abre los ojos siente unos escalofríos febriles, el sudor que parece fundirla al suelo del cuartel. Pasa casi una hora hasta que es capaz de recuperar la movilidad, como si estuviera saliendo de un coma preñado por el fruto de una pesadilla.

El ocaso se ha convertido en noche cerrada, y en el reloj de pulsera junto a la lámpara comprueba que es la una de la madrugada. No recuerda bien cuándo se ha metido en la cama, pero agradece el breve sueño.

De nuevo se mira en el espejo, alisando las solapas de su uniforme. El ritual va a empezar dentro de poco más de una hora, y sabe que su maestro la echará en falta en unos minutos.

Su maestro, Ludwig Von Stahl.

***

Si hay algo que percibe intensamente es el olor del sudor en medio del hedor que llena la sala y se condensa en los cristales de las ventanas como si estuviesen en una sauna. Percibe el olor de la mujer frente a él y de la criatura a su espalda, pero sobre todo percibe con disgusto el olor de su propio sudor: es el olor agrio del sudor de un viejo.

Ludwig Von Stahl mira distraídamente la espalda de la teniente Müller, siguiendo la línea de suaves protuberancias de sus vértebras, los verdugones que han dejado los golpes que le ha propinado, el pelo apelmazado con su orina. La mujer permanece arrodillada frente a él, manteniendo con las manos separadas sus generosas nalgas, gimiendo mientras la sodomiza. A la vez nota el roce de unos senos en su misma espalda, y el pene entrando y saliendo de su propio ano: son los senos y el pene del männlichsukkubus, el ser que ha invocado como asistente para la ceremonia, un engendro de rasgos cambiantes con cuerpo femenino y genitales de ambos sexos.

Mientras se golpea en el antebrazo para provocar la inflamación de las venas por debajo del tubo de látex enrollado en su bíceps, recorre su propio cuerpo, los tatuajes que lo cubren. A estas alturas su piel es casi un grimorio; pero uno, piensa, que comienza a ajarse como un papiro mal conservado. Aprieta los dientes, súbitamente soliviantado por la inadecuación de su cuerpo a su voluntad.

Hay días que odia ese cuerpo, el germen que oculta de su futura decrepitud, aunque sea el canal de ascenso que necesita. Odia que la carne parezca tener su propia volición, que lo haga rememorar en contra de su voluntad. En ese mismo instante apenas es capaz de prestar atención al innatural acto sexual en el que se ve inmerso. En lugar de eso recuerda la muerte de héroe que él y los demás del Inneren Kreis le dieron a Hitler, lo útil que fue para la moral del Reich convertirlo en un mártir. El Führer, aquel pobre hombrecillo que se creía un gigante, con sus discursos histéricos y sus aspavientos en el Krolloper… Si algo ha aprendido Von Stahl tras tantas décadas como militar y ocultista es que el auténtico poder siempre reside en la oscuridad.

Desechando el recuerdo como la distracción inútil que es todo pasado, aprieta el émbolo de la jeringuilla de acero que sostiene en la mano derecha muy despacio, lo justo para que una única gota que parece esmeralda fundida se escurra por la larga aguja. Clava esa misma aguja oblicuamente en su vena basílica, casi sin sentirlo. Ese es el problema: cada vez siente menos, cada vez le resulta más difícil ascender. Y por eso inyecta aquel líquido en su vena, impaciente por notar sus efectos.

La droga de Leng, que enerva la sensibilidad hasta límites que pueden enloquecer a un ser humano inferior, entra en el caudal de su sangre. Es lo único que puede forzar a su organismo a salir de su anestesia, de esa desvinculación que hace que le parezca que sólo se desplaza en su cuerpo sin vivir en él, sin la gloriosa potencia de la proyección astral. Pero para eso sirve la droga. Las venas de su antebrazo se ennegrecen y se hinchan, se convierten en una sucia telaraña en la que la jeringuilla es un artrópodo metálico que vomita en su torrente sanguíneo plomo derretido. En cuanto desata la goma de látex nota como el veneno se extiende por todo su organismo como una metástasis acelerada.

Ahora sí puede sentir su ser en cada latido, excavar en el fondo de la sensibilidad para sentir, para respirar, para saber que está vivo. Para ser recipiente de la revelación física.

Tira a un lado el tubo de látex y la jeringuilla. Las manos le tiemblan y le sudan mientras aferra las nalgas de Müller como si quisiera arrancarle pedazos, se mueve frenéticamente como si quisiera matarla apuñalándola una y otra vez con su falo que ahora sí parece transmitirle alguna sensación. Se siente cada vez más fuerte a medida que la sustancia empapa sus músculos, y cree percibir como cada célula de su cuerpo entra en fase con la energía que desprende. Cada vez más bestial, cada vez está más ausente de su propio yo, más confundido con el poder que irradia y lo circunda como una nube de radiación, convirtiendo su propio organismo en el portal hacia más allá de la percepción: en cada embestida está más cerca de trascender. Sabe que la experiencia extática no se debe a las privaciones que se impone el asceta, sino al límite físico al que se somete. Eso hace él: el camino del exceso y el de la renuncia no son más que dos caras de una misma moneda. Eso es él: un mago sexual, un místico de la carne, un seguidor del camino óctuple negativo, un adepto de la vía de la depravación.

Echa la cabeza hacia atrás y abre la boca, sin ser consciente de que un denso hilo de baba se le escurre de las comisuras. Es posible que esté eyaculando en el recto de su discípula, pero eso sólo es un resultado colateral de la verdadera finalidad de aquella orgía ritual.

La serpiente germina entre los cuatro pétalos de muladhara, atraviesa la pirámide invertida de vértebras fundidas del hueso sacro, fulgurante entre los seis pétalos de svadhisthana, le abrasa el plexo solar de diez pétalos de manipura, arde en los pulmones entre los doce de anajata, se convierte en un rugido en la garganta al vibrar en los dieciséis de vishuddi, germina en el tercer ojo de dos pétalos de ajna, estalla en los mil de la corona de shagasrara.

Y su ser se desprende del tiempo, en un exultante haz que traspasa la esfera de la materia.

***

Casi como si siempre hubiese estado allí, frente a él se revela una figura refulgente como de oro y ébano fundidos, que despliega lo que parecen cinco alas de rubí líquido. La presencia argéntea de Keenan, por un instante, se pregunta cómo un ser tan deleznable puede tener una proyección astral tan hermosa.

Stahl inmediatamente lo reconoce como una amenaza.

Ambos se vuelven cometas de pensamiento, llamaradas de voluntad que se precipitan una hacia la otra. Inmediatamente sus brillantes auras se entrelazan, hasta que apenas se pueden distinguir. Sus cuerpos numinosos, desprendidos de toda materia, se enfrentan en una esfera de poder puro a la vez proteica y estática, a la vez inmóvil y sucediéndose en planos de una espiral ascendente.

Keenan ataca sin cesar, pero es consciente de que su poder no puede compararse con el de su oponente. Libera oleadas esotéricas convertido en una llama sin fuego, busca atravesarlo con los siete sigilos de Chogoroth, los diecisiete discos de Naya, recita los nueve pasajes perdidos de Tuz. Pero cada clave taumatúrgica se disuelve ante una abjuración oscura, cada zarpa de pensamiento choca con una niebla de caos arcano. Stahl es la mano de seis dedos de Zasu, la mitad del nombre prohibido de Hastur, un vórtice hambriento.

En esa esfera de la existencia donde el tiempo es relativo, la lucha parece durar segundos y a la vez años. Igual que la derrota.

Con cada palabra-esencia que proyecta Stahl la integridad del cuerpo astral de Keenan se resiente. La voz-aura del coronel derriba sus guardas-mantra como si un escultor enfurecido arrancara pedazos de arcilla a una figura fallida: desintegra sus verbos-sello, funde sus conceptos-escudo, comienza a arrancarle recuerdos e ideas como tripas de luz. La figura de platino traslúcido que es sangra en forma de vaho pálido que escapa de sus múltiples ojos. Y una descarga de energía agónica lo sacude cuando Stahl, como golpe de gracia, cercena su hilo de plata, segando su vínculo con su cuerpo físico, negando la posibilidad su reincorporación.

El ángel-demonio de oro y ébano y rubí que es Stahl vibra proyectando mandalas de carcajadas crueles, a la vez que nota el eco de una punzada en los genitales del cuerpo físico al otro lado de su propio hilo de plata. Se permite un instante más de victoria antes de abandonarse a la caída de vuelta al plano material.

El fracturado cuerpo astral de Keenan lucha por mantener su identidad mientras ve cómo la proyección de su enemigo parpadea antes de desaparecer. Sabe que su yo se está descomponiendo, y lucha por apartar de sí el miedo. Y desea, con todas sus fuerzas, que su derrota no haya sido en vano.

***

Volver en sí tras una proyección orgásmica siempre es una experiencia desagradable. Al principio el coronel Stahl se encuentra desorientado, como cada vez que eyacula. Está ligeramente recostado en la sucia cama en medio de la sala ritual. Frente a él la teniente Müller todavía permanece arrodillada, sólo que ahora ahoga sus gritos mordiendo el borde del colchón mientras un nauseabundo icor negruzco comienza a escurrirse de su vagina. El männlichsukkubus lanza un chillido de pavor y se arrastra lejos, hasta llegar a una esquina desde la que no deja de bufar. Instintivamente Stahl retrocede presintiendo un peligro, pero le falla la coordinación y cae al suelo tras golpearse con el pie de hierro de la cama. Ligeramente conmocionado, alza la vista y le parece ver como una mancha borrosa, una silueta vista a través de una gasa sucia; después son claramente ocho dedos los que surgen de entre los labios genitales, y para cuando Stahl consigue procesar lo que está viendo es como si la vagina de Silke se abriera como unas cortinas y a la vez como si su coxis se fracturara: una cabeza cubierta de bocas y pústulas asoma, y un segundo después eso extiende un brazo ennegrecido cuyos dedos, deformados por las excrecencias óseas que asemejan garras, clava en el colchón, desgarrando la tela, destripando los muelles.

Poniéndose en pie tambaleándose, la mente de Stahl, de manera automática, busca comprender el plan debajo de aquellos sucesos. Sabe que nada ocurre por azar, que dos eventos inesperados no ocurren sin razón con aquella sincronía. Y entonces todo se le aparece como un esquema bien ordenado, con la inmediatez de una melodía que por fin se recuerda: la aparición de Keenan sólo era la mitad del ataque, la otra mitad es la traición de su pupila.

El ser se arrastra fuera del cuerpo de la teniente como si saliera de una crisálida. Se mueve en distintos planos temporales superpuestos, por lo que por momentos parece retroceder o volver sobre sí. Pero indudablemente avanza hacia él, proyectando un número impar de miembros, dejando un rastro de légamo tras de sí. Stahl reconoce la criatura a la que han invocado, y también que el objetivo es que lo posea y así convertir su cuerpo en una marioneta.

Y después ríe.

Las carcajadas de Stahl resuenan por la habitación devolviéndole el eco de su crueldad. No sabe si aquella trampa viene del bloque americano o del soviético, pero sí sabe una cosa: que el saber es poder, y que la inteligencia que le permite anticiparse a sus enemigos es lo que lo convierte en alguien excepcional.

Se yergue, desafiante, mientras la criatura repta hacia él. Abre los brazos en un gesto de aceptación cuando aquel engendro goteante parece derramarse hasta sus pies como un charco de lubricante industrial. E inconscientemente recorre con la mirada a los tatuajes que le marcan la piel, los círculos que le sellan los chakras, los sigilos de guarda que se inscribió él mismo en la epidermis con tinta mezclada con la sangre de un ángel al que mató años atrás con sus propias manos: una barrera que ningún demonio puede atravesar.

El saber es poder. Y el poder es poder. En ese mismo instante también piensa en el castigo que infligirá a la teniente Müller por su traición, en las torturas que sufrirá como mera extensión de su voluntad. Esa conciencia del sometimiento pleno de otro ser humano a sus caprichos es lo que le provoca una nueva erección. Y se relame pensando en las vejaciones que va a descargar sobre ella.

Pero en ese momento el tiempo se detiene para Stahl, cuando nota una gota de algo viscoso que se escurre por su perineo y comienza a descender por la cara interior de su muslo. Con cada palpitación de su pene resuena el dolor de una abrasión quizá, de un pequeño corte, un ligero escozor que en circunstancias normales habría sido algo despreciable. Y de nuevo su mente funciona de manera automática, ordenando las piezas para componer una imagen de derrota. Aprieta los labios para suprimir el temblor del miedo mientras una gota de sudor frío se escurre sobre su cuello y pierde la erección: de alguna manera Müller ha sido capar de herirlo, de hacer una incisión sobre el sello de protección alrededor del muladhara. Y con la integridad del círculo rota, con la barrera derribada, no tiene tiempo de pronunciar ninguna frase de abjuración: sólo puede dirigir a la criatura una inútil mirada implorante.

El ser asciende como un geiser de agua pútrida, y por un momento parece que sus decenas de bocas sonrieran.

Stahl al principio no nota más que la quemadura del frío y la nausea que lo invade al ver cómo aquella criatura se confunde con su propio pubis, cómo se amalgama con él como si ambos no fueran más que dos bancos de niebla que se encontraran y se confundiesen.

Tras el cuerpo-sombra del ser la teniente Silke jadea y se aferra el vientre doblada sobre un costado en posición fetal. Sus ojos se cruzan con los de Stahl y alza una mano para mostrarle un anillo, uno cuyo chatón componen dos runas sigel, uno que él mismo le regaló años atrás. Una inspección más minuciosa pondría de relieve la sangre y el tejido epitelial adherido a los bordes afilados.

Stahl ya no tiene control sobre su garganta ni su boca para gritar una maldición cuando ve la sonrisa feroz de la teniente y el triunfo grabado en sus ojos.

***

Sarah Kauffmann se mira en el espejo del cuarto de baño, su cuerpo limpio tras la ducha. Se pasa el peine suavemente por el pelo, fijando su atención en los ojos de la imagen que asoma tras el hombro de su reflejo.

Despacio, con cierta parsimonia, se viste con su uniforme, se anuda la corbata, se alisa las solapas de la chaqueta.

Cuando gira sobre sí misma, la figura sigue inmóvil. Es como un golem inanimado, salvo por la mirada de un hambre ilimitada. En perfecto estado de revista, el cuerpo del coronel Ludwig Von Stahl permanece firme a la espera de sus órdenes.

Ella se acerca hasta situar su cara a unos centímetros de la de su antiguo maestro, como intentando atisbar en los pozos de sus pupilas la silueta encadenada de un alma.

—¿Sabes por qué lo he hecho?

La pregunta queda suspendida en el aire.

Ella se repite mentalmente las palabras que ha estado preparando todos aquellos años, en las que intentaba transmitir que la venganza no se debe a la muerte de sus padres, ni a la práctica exterminación de su pueblo, ni a la condena desatada sobre la especie humana. No, el dolor íntimo que ha sido la llama que la ha estado empujando todo ese tiempo más allá de las pulsiones suicidas no lo provocaron todas aquellas cosas, sino una en particular que ninguna contrición de Stahl ni ningún resarcimiento por su parte podrán compensar: el hecho de que su padre, que era un hombre bueno, en el pozo de su desesperación tuvo que mancharse para salvar a su hija quitándole la vida a un ser inocente. Esa mácula metafísica, ese desgarro de impureza trascendente, es lo que ha buscado vengar.

Y sin embargo, en ese momento, decide no decir nada. Simplemente se gira sobre sí misma hasta encarar de nuevo el espejo, y se ajusta la gorra coronada por una calavera de plata.

Stahl, mero espectador de lo que acontece fuera de su cuerpo, sólo puede dedicar un minuto a plantearse la pregunta de Müller. Detrás de cada uno de sus pensamientos, como un eco subliminal, está la voz del natchterror susurrando promesas y amenazas, riendo al ver cómo su conciencia se retuerce sobre sí misma, negándole la salvación de caer en el abismo de la locura.

Y el ser, a espaldas de Müller, se pasa la lengua sobre el labio superior, saboreando aquella pregunta como una herramienta más con la que torturar al alma en su interior en los años venideros.

***

La habitación en el sucio hotel de La Habana permanece en un extraño silencio, o al menos eso es lo que la presencia argéntea que permanece frente al cuerpo desplomado cree percibir. Poco a poco comprende que lo que ocurre es que el sonido, el calor y demás ondas de energía, ahora pertenecen a un mundo de magnitudes que ha abandonado, un juego de sombras que poco a poco se difumina como una pintura que deja entrever un palimpsesto de múltiples realidades bajo ella.

El hombre que yace derrumbado sobre un costado con la mirada fija en un futuro inexistente y con las pupilas dilatadas no se mueve, respira muy despacio, deja escapar un hilo de baba que oscurece el suelo bajo su cara igual que la orina lo hace bajo sus caderas.

La presencia de una luminosidad más allá de los sentidos humanos recuerda que una vez fue también eso, la envoltura carnal de una identidad llamada Michael Lauren Keenan, y su mente querría poder acariciar aquella cara cansada para transmitirle con aquel gesto los últimos vestigios de compasión y gratitud humanos que le quedan.

Tras una pausa que es a la vez despedida y el reconocimiento del valor de su sacrificio, la presencia aparta su percepción de él.

Y quizá, en ese momento, emprende la senda del camino incierto.

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Más lejos y más abajo

por

Quién no quiso alguna vez dejar de lado todo por un momento, convertirse en aventura y tomar las riendas de un caballo, como los cowboys de la infancia, con el propósito de no detenerse hasta recorrer miles de kilómetros. Estos kilómetros no son meras unidades sino cardonales, desiertos, llanuras, cañadones, banquinas, montes, pero también costumbres, historias, vidas, pueblos, dramas, celebraciones y tú.

I. El antes

El tiempo de las ansiedades y los miedos. La etapa en la que se canalizan todos los sueños, las aspiraciones y proyectos, también las fantasías. Es el instante de la duda.

Tres mil kilómetros a caballo en busca de la Ciudadela de la Tierra sin Mal. ¿Cómo viajar a caballo a fines del siglo XX en un mundo completamente alambrado? Sentía aquel viaje como un fuego que prendía y arrasaba la tierra desconocida de las deudas, de los deseo, de las penas.

Tiborian Yamin, Tibor, padre ausente, consagró de forma imperativa su vida profesional, y luego el conjunto de toda su vida, a viajar a territorios en donde «la gente, siempre, no era yo». Tibor, ilustre expedicionario, me decía: «Allí, donde terminan los caminos, sendas y rastros conocidos; donde la palabra muere para dar cabida al susurro de las selvas y las tierras; donde los horizontes se esfuman, sin que nadie sepa cómo ni por qué, allí están los límites del país que se llama Aventura».

¿Es posible decir todavía eso? Hoy, en un mundo aparentemente explorado y explicado, es mucho más sencillo convocar al exotismo y a la aventura con una cámara digital y cheques de viaje. Es cierto que este viaje se realizó en una época no lejana, donde las condiciones de riesgo son menores. Pero para el viaje que se desvía de las coordenadas habituales del turismo, el peligro es el peaje que hay que pagar para descubrir de primera mano un paisaje, una voz o un rostro inédito.

Antes de los viajeros estuvieron los exploradores; y antes del camino, el sendero. Tibor mantenía que era posible emprender un itinerario como viajero y terminarlo como explorador si el mapa se te agota, si te sales de él, si pierdes el norte, si abres la mirada y el cuerpo a un futuro azaroso, en el que todo puede suceder.

Tibor cabalgaría a mi lado, dentro de las alforjas. La labor de Tibor consistió en dibujarme el camino, una geografía de espacios oblicuos y rectos trazados bajo la embriaguez de lo que él llamaba «el Gran Espíritu Aventura»; aunque luego la tormenta lo arrase y borre todo.

El equipaje se llenó de despropósitos y de otras muchas más palabras que empiezan por «des»: deshabitado y desolado, destierro y desapego, desamparo y desasosiego; y, al acomodar estas dos últimas, solté amarras como lo haría un barco. Y ahora surco sendas y selvas.

Cuando salí tenía un entorno conocido, un lugar en el que te sientes segura, te mueves como pez en el agua. La ciudad tiene sus códigos y no se tiene más que andar, llamar al ascensor o coger el autobús para sentir la distancia social callejera, la vida conocida.

En la avioneta ni pensé, sólo me quedé mirando por la pequeña ventanilla el relieve y las nubes. Bajé en el diminuto aeródromo de La Convención con un viento atroz, sujetando el sombrero de Tibor que jamás me había puesto; tampoco conocía su utilidad.

Me trasladé a Vilcabamba para recoger las monturas acordadas, un caballo criollo y otro de paso peruano. Los Andes aparecen por primera vez como una hilera de cumbres dentadas preparadas para masticarte. Ya en el campamento, empecé a sentirme en falta; no entendía una frase completa, como si la gente estuviese hablando en otro idioma. Sabía que debía observar, ser prudente. Tanto espacio y tan poco diálogo empezaron a asustarme. En estos días de preparación llegué a la conclusión de que sólo jugando a cartas y tomando infusiones de café me sentía normal; eran los únicos códigos que conocía, el resto era de una crudeza sin límites. España ofrece vínculos sobre el origen y la identidad. Pero el recorrido es ciego y a veces se torna impenetrable.

Dispuesta a enfrentar mi perfecta ignorancia contra la sabiduría natural; a ganar el combate a la descompostura del cuerpo quebrantado, del cuerpo que se obstina en mantener la costumbre de usar sábana, de comer en mesa, de pedir un café, de usar el váter… Aparecieron los problemas de cada día, se me desataban los caballos, se me corría la montura, me dolía el cuerpo y sólo veía unas ancas enormes caminar como seres de patadas en potencia.

Buscaba comunicarme con esos bellos animales, quería relacionarme con quinientos kilos de músculos y tendones paranoides, no sabía qué era lo efectivo en ese trato. El tiempo fue el único aliado, además del camino, que de extenso amansa a los animales y los vuelca en el jinete cuando le sabe perdido.

Supe que un caballo tiene «querencia», que así se llama al apego por su tierra, la que él conoce, en la que se crió; que al salir de la querencia el animal se da cuenta y es entonces cuando te empieza a respetar. Supe que la dependencia por la comida y la sed también lo acercan a una; que si se tiene agua cada vez que él la desea se puede empezar también a conquistar su confianza. ¿Y para qué? para facilitarlo todo, para poder montarlo y ver el camino sobre el lomo de un animal que te reconoce.

Empecé a desenquistarme de lo urbano; un parloteo mental compulsivo me impedía respirar hondo y ver con calma un cielo extremadamente estrellado y un paisaje extremadamente ancho. Veía matar y descuartizar los animales con más pánico que interés y luego comía reviviendo la sangre y los gritos. Nunca había matado para comer, y menos había visto hacerlo a diario. Cuando el agua se empezó a congelar en las casas, en los charcos y en mi nariz, supe que había vivido en otro mundo.

Me fui indigenando en una cultura de sentencias, de saber concentrado, en donde se dice que siempre hay que caer parado o que el destino es el camino, y donde impera un clima de inquisición ante la duda… Me metí en ese mundo para poner mi cuerpo a prueba.

Nunca tuve la ilusión, al contrario que Tibor, de que la vida es más o menos verdadera según el grado de contacto con lo natural. Así que no llegué allí, como podría suponerse, a realizar el sueño mítico de una vida primitiva, sino a hacer muchas vidas, todas originales y falsas a la vez, pero sobre todo a hacer la vida de Tibor, el camino de Tibor, la expedición y búsqueda de su ciudad, de su mito.

En el fondo me seducía la contradicción, cada vez que pensaba que no debía estar allí, me proponía continuar, desobedecerme: no saber por qué hacia las cosas pero seguir haciéndolas, no buscar el sentido sino tratar de esquivarlo y, en circunstancias desfavorables, frío, lluvias, dolor, por ejemplo, afrontarlas por inevitables.

No me gusta hablar de «lo verdadero», porque yo no sé qué es verdadero, sólo que el indio es un gran tipo que no se preocupa por esas locuras de la ciudad, aunque lleve una camiseta Nike y como alforjas una bolsa gastada de Adidas. Destacamento humano que pretende generar seguridad levantando casas de barro y paja; chozas a las que llaman comunidades y que más parecen máculas raquíticas que refugios seguros.

Sentí al indio cerca cuando, lleno de costumbres antiguas, me enseñaba cosas que yo necesitaba aprender quitándome la ignorancia a golpe de voluntad y machete. Porque el indio no deja ver las debilidades de la reflexión. Sin embargo, algunas veces, por la  noche, tomando aguardiente, sus confesiones eran como un contraste; lo que sí me sorprendió fue su facilidad para llorar, sobre todo porque el indio es alguien a quien siempre le dijeron que los hombres no lloran. Exhibe fortaleza y termina siendo frágil entre lágrimas. En general esto sucede en las despedidas después de mucho pisco.

Los padecí y los quise, como a las familias. Traté de comprender sus entierros, su madrugar, su habilidad para hacer fuegos que duraban toda una noche o afilar los cuchillos y probarlos en el callo del dedo. Algo me cautivó de estos hombres, sus dioses de la tierra y el aguardiente volcado antes de beber. De su vida, prescindí de sus certezas redondas sin salida y me terminé encontrando con ellos en los detalles de un saber que sólo la experiencia con la naturaleza da, cuando hay que vivir en ella y arreglárselas. Por eso me emocionaban sus palabras, su conocer las plantas, los animales, el saber herrar, ahumar, saber los vientos y entender cada helada y cada banco de niebla.

Requiero que esta tierra se me convierta en un deseo, en un origen, en un renacimiento, en una raza tribal hermana, en una frontera que franquée de la sombra, a la luz… Requiero, en fin, comprender, conocer, encontrarme con la posibilidad.

Me fui. Partí del campamento. Ya no más yesqueros ni carne y pan duro colgando de mi montura. Me quedo con el recuerdo de aquel pastor solo, escuchando una radio atada con cuerdas, con su mundo de luna y lana.

II. El durante

Es el hambre, el frío, el calor y la humedad, la falta de higiene. La soledad. Es ahí cuando advertimos que lo exótico siempre esconde a un hombre en camiseta que te saluda.

Cuando aprendí todo acerca del frío, vino el calor. Cuando me adapté y reaprendí sobre el desierto y la selva me metí en el litoral; de él me enamoré y, cuando más lo amaba, tuve que irme otra vez. Cuando me resigné, apareció un dios terreno llamado Cusco. Me deslumbré en la antigua Amarumayo, Madre de Dios, en su luz me quedé y me quemé, pero terminó sin explicación en una selva, su geografía quedó atrás y entré en Ucayali. Y en Ucayali, te cambia la vida.

En Amarumayo llorar es un rito solitario, chorrear de lágrimas sin poder contarlo, porque siempre hay un deseo proscrito. Amarumayo es un río enorme de hombres y mujeres que ya no cantan ni sueñan, es oro verde, yerba verde hasta en los dedos de los pies, caballos verdes de polvo de yerba caminando lentos. Desconfianza en el estómago, miel, lagartos de arcilla y niños tuertos.

Amarumayo es una mujer adolescente amamantando al sol un bebé y después andar con la camisa abierta, los pechos a la luz entre los árboles, por el monte, junto al chamizo, por si el niño quiere más. Amarumayo es un hombre recostado de cuerpo selvático y pensativo, que no vio ni verá la nieve y le da igual. Tierra de la que sólo se dice «es todo monte». ¡Y vaya que si! No se equivocan.

Cusco es como una isla. Como si tuvieran su propia religión, otro mundo, y tú entras. Estás en Cusco. Es otra cosa, ahí no vayas alardeando de quién eres o qué tienes porque no vas a conmover a nadie. Estás en Cusco, una isla de hermanos, y al llegar sientes que los tuvieras que encontrar y besar y abrazar. Pero ojo, hay sitios del alma cusqueña en los que no se puede entrar, estás en Cusco, en la provincia de los caudillos asesinados.

Allí una también muere, pero porque quiere. Más bien es una voluntad de enterrarse para ver cómo crece la raíz del pomelo rosado. Qué lugar para llorar y que no te escuchen.

Ucayali es otra isla. Isla que tuerce los destinos. La gente anda con su otro dios en el poncho. En Ucayali algo te va a pasar, inevitable, como la muerte. Una isla de tejas rojas, donde no amanece. Ucayali es toda anochecer, crepúsculo y viento. Se sale con otra cara de ella, no tiene retorno esta provincia. Ucayali es un estrellado agujero de locura. Nunca viene. Ucayali va y una va con ella. Ucayali es vaivén sin vértigo; punto fatídico porque una no está preparada para ese respirar profundo de allí, que es como mareo, pero a la vez no.

Ucayali es muerte, es venganza porque te roba la vida. Vienes de joven con los huesos fuertes y te vas agachada con leña en las manos y el caminar doblado. Ucayali te espera; meses, años, no tiene prisa. A Ucayali hay que beberla, involucrarse en las procesiones con vírgenes de otro cielo. Y ser muy justo con el nombre que se le pone a los perros.

Éste es el escenario del mito, niebla, selva, pantanos y meandros. Aislamiento y lejanía; amenazas impensadas nacidas de la planificación errática de un entorno salvajemente natural. Precipicios que caen desde y hacia matorrales exuberantes, escondiendo miles de secretos inconfesables. Barro en el que te hundes hasta la boca. Un beso profundo de animales, víboras, insectos, aves.

Distancias, dilatación geográfica. Espesura, sombras, humedad y falta de perspectiva. La única fuerza es la del caballo que abre senderos, reduciendo muros de hojas y ramas. Y, a cada paso, la incertidumbre y el replanteo de estar haciendo lo correcto. Al mismo tiempo, adrenalina y el potencial descubrimiento de algo que nadie ha visto en siglos.

Éste es el argumento del mito, de la leyenda de la Ciudadela de la Tierra sin Mal, al borde de la selva alta. Los lugareños la han cubierto de riquezas, de celosos indígenas protectores, de alimañas que impiden el acceso a sus ruinas, e incluso de incas eternos que se han mantenido invictos de la influencia occidental, conservando sus antiguas costumbres.

«El Inca regresará», dicen. Nunca se fue. Permanece en la Ciudadela, armándose, preparándose para asestar el golpe de gracia a los intrusos y les rescate de las penurias y les devuelva la esperanza de tener un reino propio, una dignidad reedificada, una identidad sin contaminantes… La Ciudadela es y fue resistencia, sigue tentando al futuro con el corazón. La Ciudadela es esperanza; por más que los científicos e intelectuales sigan negando al indio un horizonte propio, definiendo al legendario emplazamiento como el delirio de un pueblo frustrado.

Éste es el fruto del mito, la búsqueda infatigable, de lo que muchos creen es una quimera. Más lejos y más abajo. Una jornada más y allí puede que se encuentre… El impulso hacia delante que renueva el espíritu dentro del cuerpo agotado; la expedición que vence las trabas de la mediocridad, exalta el sueño y da sentido al día… al agotamiento, a los árboles, a las razones para quedarme o desistir, para aguantar una jornada más en el infierno o en la luz.

No hay viajeros a la Ciudadela, sólo exploradores y aventureros. La Ciudadela exige exploración. Su búsqueda se opone a la rutina, genera inseguridad, ansiedad, riesgo, imprudencia y sobre todo libertad. Y cuando la presencia del explorador proyecta su sombra sobre la tierra, ésta existirá, porque alcanzarla significa hurgar en una tierra que parece recién nacida, aunque no lo sea. Y sí, podemos encontrarla y arder en la gloria.

III. El después

La aventura convertida en recuerdo, en discurso, construye un mundo personal con deseos y quimeras, que contrasta con la cruda realidad del mundo injusto, criminal, intolerante y estúpido.

Voy de costado como los cangrejos. Después de estos siete meses de centauro, estoy de pie. Estoy de pie y me ahogo. A veces siento que la acera me toca la barbilla de tan bajo, y ya no sé medir la estatura de mi cuerpo, siento un cogote caliente entre mis piernas. La vida no me dejó, me dejó el caballo, las riendas. Mi cuerpo tenía otro cuerpo bajo el mío, de media tonelada. A ver si lo entiendes: podía correr a sesenta kilómetros por hora sin moverme y elevarme sobre el horizonte casi tres metros. Tenía una nave de cuero, una tonelada a favor del pensamiento, ocho horas diarias de reflexión obligada; y cada día buscar el agua, la sombra, dormir en el suelo. Ahora me acomodo en este presente reducido, ya no tengo cuatro orejas y los oídos me zumban.

Un viaje en solitario sin porteadores ni niñeras. He podido contarlo a pesar de las colitis, los bandidos y los huesos rotos. Mantuve diálogos con estalactitas que medían cuatro metros, porque no tenía con quién hablar. Por eso ahora a veces siento que me hundo en un espacio cerrado y no tiene remedio. Ahora sólo veo agua en vasos. Me desespero, me violento, la cabeza hueca en el rincón de mi casa, y en vez de ver un perro muerto sobre el camino, veo perros vivos caminando sobre un camino muerto.

Fueron días de luz a la grupa de unos caballos y, por la noche, la ansiada oscuridad como una bendición. Siento un dolor imposible de explicar, ahora, cuando de noche hay luz artificial y noto el espanto. Una vez se experimenta la dimensión del tiempo perdido, es imposible volver a ver el mundo de la misma forma.

No lloro caballos, ni vida nómada. Entro de nuevo en las cafeterías, en las tiendas y todos están parloteando, no puedo permanecer más que un rato. Quedé afuera. De tanto cielo me quedé afuera. Y siento selvas debajo de mis pies. Me fui del viaje. Cierro los ojos con la sensación de los pies descalzos contra las costillas del caballo. La sombra está en todos lados, no sé qué hacer con tanta sombra colectiva. Veo mis riendas tan gastadas que me da euforia de crines ausentes, de un temblor de relincho en las rodillas. Ni siquiera el sombrero negro me corresponde. Y ando así, de cabeza, ya sin viaje, ya sin Tibor.

Ahora, detrás, el sol está muriendo en su perfección matemática de crepúsculos. Lo veo reflejado en las agua del río Tahuantisuyo. Un fulgor inflama de llamaradas dulces las paredes rocosas del Viracocha. El ocaso ocurre a mi espalda, delante el baile de sombras y reflejos rosados en los muros de la Ciudadela. Tal vez es mentira este atardecer, pero es el embuste más bello que puedo sentir. Me duelen las piernas de no caminar, los ojos de no ver, las manos de no atar. No sé ya cómo vivir.

***

Notas para el viaje

  • Evitar las comparaciones con la ciudad. Evitar la nostalgia. Evitar el desánimo. No ser una floja.
  • Engrasar los cueros. Montar y practicar con el caballo de tiro a la asidera.
  • Practicar más los nudos.
  • Tantear con el pie antes de pisar, apañarse en la noche cerrada sin linterna.
  • El viento sopla a 130 kilómetros por hora. Las cosas se vuelan. El tema del vuelo no es un tema menor, porque a esa velocidad es irrecuperable el sombrero.
  • Inventariar mentalmente los bártulos para no olvidar las cosas al partir. Si dejo una por día, en 200 kilómetros no tendré nada.
  • Constatar empíricamente que los indios oyen lo que una dice entre dientes a mucha distancia.
  • Para poder fumar mientras escribo, tener piedras a mano.
  • Probar escribir con la linternita en la boca, aunque se alterne con el cigarrillo… aún así llevar velas.
  • Anotar todas las soluciones caseras y remedios para curar mataduras: saliva de mascado, jabón de azufre, grasa, orín, carbón, betún, hojas.
  • No dormirme sobre el caballo ni aflojar la mano de la rienda, el caballo no sabe leer mapas.
  • Reforzar los botones y las culeras.
  • No saltar sobre los arroyos congelados.
  • Caminar a ratos con el cabestro en la mano para entrar en calor y poder tener las manos libres de guantes y se curen los sabañones.
  • No joderla con las gafas.
  • Averiguar por qué a esa bahía la llaman «Inútil».
  • Ver lo nunca visto. Oír lo no oído.
  • Decidir sobre la marcha dónde esparcir las cenizas…

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Prólogo de la edición perdida del libro que nunca debió existir

por

La última uña de mi mano diestra se ha desprendido cuando iba a emprender la escritura de estas líneas. Mis dedos continúan temblando y mis ojos apenas reconocen el asustado rostro que asoma en el espejo. Una seca tos me acompaña desde hace varias noches. Sí, noches, ya que casi no recuerdo la luz del sol. Mi cuerpo no ha conocido el sueño desde que empecé a escribir este libro, acompañado de la trémula luz de un candil, refugiado bajo unas abandonadas catacumbas de Damasco. Una labor que no he abandonado ni un solo momento desde hace semanas, y que ha acabado con los últimos fragmentos de mi frágil cordura. Un tiempo que parece haber consumido toda mi vida en pocos días. Ahora mismo, el último de mis discípulos está rezando una espantosa letanía en un altar cercano; hace una semana se incrustó unos cristales en los ojos después de dibujar la espantosa silueta resultado de mi descripción de una criatura descarnada de más allá de este mundo. Otros no siguen a mi lado. Varios de mis adeptos han huido, desesperados por las revelaciones de los horrores que se contienen en estas páginas; más suerte habrán tenido aquellos de más débil espíritu, que han acabado con la futilidad de su infame vida a la luz de los hechos que he compilado con mis últimas fuerzas. Todo el conocimiento que me ha sido otorgado, o que he desentrañado hasta las últimas consecuencias, lo he expuesto y descrito de la forma más objetiva posible. A pesar de que mis dedos han desvelado conocimientos impíos, de que he profanado los cimientos sagrados de la razón y los credos, de que me perseguirán y me acusarán de hereje, brujo y blasfemo hasta el fin de mis días, de que estas hojas serán pasto de las llamas en mil hogueras, de que mis pecados jamás serán perdonados ni por el más misericordioso de los santos, y de que ni el sueño ni la muerte final me ofrecerán descanso… no me arrepiento. No busco redención ni gloria; eso se lo dejo a los sabios arrogantes y a los falsos profetas. Busco advertir a quien abra estas páginas de que el destino del hombre está condenado. Revelarle que las experiencias que comparto le arrastrarán a una espiral de irremediable desesperación. Porque lo que ofrezco es sabiduría ancestral más antigua que el hombre, más antigua que la Tierra misma y de la que apenas he desenterrado ominosos vestigios que ocultan abismos de horrores acechantes. En estas páginas demostraré que los dogmas de los apóstoles son falsos. Que las ciencias más exactas se pueden retorcer hasta límites que la mente no puede concebir. Que la Tierra es una diminuta mota en un vasto universo de amenazas invisibles. Que la realidad se nos oculta detrás de demenciales geometrías que esconden fuerzas primordiales que son adoradas por cultos de espantosos rituales. Seré yo, el árabe loco, aquel que ha recorrido tierras más allá de los océanos y ha visitado los mausoleos dedicados a sacerdotes malditos, reptado por las galerías secretas bajo las criptas, presenciado ceremonias impías, pronunciado las palabras para invocar seres alados de formas imposibles, el que anuncie sin remordimientos el ominoso destino de la humanidad. Nuestro tiempo se ha agotado porque nunca ha sido nuestro. Las tierras que habitamos no nos pertenecen. El hombre es una breve anomalía de una realidad dominada por fuerzas que sobrepasan nuestro entendimiento, por entidades que dominan el cosmos y que claman por su devastador regreso. Dioses primigenios adorados por sectas secretas desde los albores de las primeras civilizaciones. El rastro de su presencia se ha conservado en olvidadas criptas, en los fragmentos de abominables grabados o en los textos incompletos de versos impronunciables que evocan oscuras épocas en la noche de los tiempos. He presenciado lo oculto y lo prohibido, en muchas ocasiones contra mi voluntad. Se me han mostrado ominosas ciudades enterradas en el desierto. He sentido el corrupto hedor que emana del lejano lago donde está atrapado desde hace eones aquel cuyo nombre no se debe pronunciar. He escuchado los cánticos en ciertos bosques que veneran al dios negro de los mil retoños. He examinado a las criaturas nacidas de las sacrílegas cópulas entre hombres e infectas razas marinas que se perpetúan desde tiempos inmemoriales. Macabros sueños me han acompañado en las tierras más allá de la vigilia, una tortura que he padecido durante lo que me parecían nueve vidas. He seguido el rastro de abominables colonias de seres fungiformes que han experimentado hasta la náusea con los cuerpos de los hombres. En las profundidades de las cavernas de las montañas heladas en los límites de la Tierra, criaturas deformes y rezumantes ocultan los secretos del origen de la humanidad. Todas estas revelaciones estremecieron mi alma hasta hacer estallar mi razón, pero mi desolación definitiva se produjo cuando presencié apenas el destello fugaz de la inmensa ciudad hundida en el océano, infestada de algas y podredumbre, donde yace sin morir el dios primigenio que un día se alzará contra nuestro mundo. Y ese día asomarán las ciclópeas torres afiladas de la ciudad sumergida, las aguas hervirán, y se alzará majestuosa una inconmensurable masa palpitante, atroz y furiosa,  que reclamará con sus monstruosos tentáculos lo que fue suyo en una época remota y perdida.  Todas estas macabras verdades me fueron reveladas por el caos reptante del Apocalipsis, el mensajero de mil rostros de estas deidades primigenias. Para mi desgracia, sus susurros me mostraron los secretos más atroces e infames del universo. Su verdadera intención la desconozco pero no puedo evitar sentir que parecía disfrutar como un cruel torturador de una especie de macabro juego cósmico. Me enseñó hechizos y símbolos arcanos de protección sólo para burlarse y demostrarme lo insignificante y fútil de la resistencia humana frente a esas amenazas. Me mostró también mi futuro destino en más de un centenar de formas diferentes, y en todas ellas acababa muriendo de una forma más cruel y despiadada que la anterior. No eran juegos de ilusiones, siento de alguna forma que una de esas muertes será sin duda la mía. Y también me reveló el futuro de la Tierra, implacable y contundente, en una visión que me dejó paralizado durante días. Y entonces asumí por fin mi rol de albacea de los secretos del fin del mundo. Porque el momento se acerca. En este mismo instante, versos malditos son escritos en libros prohibidos, blasfemos cánticos se alzan suplicando el despertar de deidades primigenias, comunidades inmensas de criaturas reptantes acechan bajo la superficie, impíos sacerdotes susurran órdenes en sangrientos ceremoniales, mientras mis manos terminan de encuadernar el que se considerará el libro de los muertos. Pero en realidad es el libro de la vida, de la autentica y amenazante vida que prevalecerá sobre la humanidad. Lo he visto, lo he contemplado en toda su gloria. Se acerca y es inevitable abrazar el nuevo y flamante mundo. Queda tan poco tiempo… apenas un suspiro para ellos, que han esperado eones… la llegada del momento en que las estrellas se alineen.

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Un día en la vida de J.F.S. – O.G.E.T.(E.)

por

La sociedad no tiene por qué pagar las deudas de un puñado de miserables. Para eso estoy yo aquí: para que las paguen, aunque se las tenga que arrancar del alma abriéndome paso a través de sus huesos, como que me llamo J.F.S. – O.G.E.T.(E.). Yo soy la justicia y, además, tengo carné.

No penséis que los malos son sólo los ricachones, lo políticos, los banqueros y los mafiosos, no os confundáis, hay quien ha sabido ganarse un flamante BMWMWB honradamente, y hay quien para ser propietario un vulgar Opelt Corsat le ha tenido que morder la yugular al vecino. Pero no os preocupéis, contad conmigo para poner a cada cual en su sitio. ¿Te crees que tienes lo que te mereces? Descuida, lo tendrás.

Os podría derrumbar con mis historias mano a mano empuñando un vaso de chupito, y aún buscaría a otro parroquiano, o parroquiana, amable dispuesto a remojar su corazón con una rakija más, aporreando una guitarra entre mentiras y verdades en un tugurio de mala muerte. Pero no os aburriré con detalles superfluos, simplemente os contaré un día de mi vida. El de ayer mismo.

Me levanté hecho migas de la cogorza que me trinqué la noche anterior en el Blue Moonk, un tugurio de mala muerte, el cuerpo tirando mitad para Oviedo, mitad para Santiago, y yo en medio, o sea, en Lalín. A mi lado Marisicha, rezongando y dándome insistentes pataditas para que me largase de la cama y dejara ya de sobarle los pezones como si fueran gominolas, pataditas dulces, conste, nos queremos. Sonó el pitido del Buscador, revisé los mensajes… había trabajo. Que quede clara una cosa, yo hago lo que hago por dos razones: una, por dinero; dos, porque ya está bien de que unos cuantos gilipollas nos tomen por el pito del sereno. Me duché, desayuné, me puse el traje y me enfundé la nueva Spaniel-Thompson del 20 con que nos han equipado los mandamases. Lo que se dice del 20, es decir, un antiaéreo portátil de diez balas como zurullos capaces de destrozar un muro de hormigón, y capaz asimismo de romperte la espalda como no te la coloques bien en la cartuchera dorsal. Saqué el registro y me puse en marcha. Tomé el superbús y di con mi persona en un barrio marginal. Encontré la dirección entre el tumulto de chabolas. Era una casa putrefacta con un pequeño patio de entrada en el que se amontonaban una docena de perros, algunos muertos, otros con las costillas haciéndoles relieve a ambos lados del cuerpo, llamé a una puerta roída. Apareció un tipo tan roído como la puerta.

—Buenos días, soy J.F.S. – O.G.E.T.(E.). ¿Es usted Imael Mlanto?

—Sí, sí señor yo…

—Ha recibido usted las tres notificaciones, ¿verdad?

—Yo, señor…

—Entiendo que sí —desde que se implantó el chip intradérmico obligatorio en el antebrazo todo el mundo recibe las notificaciones—, ha recibido usted una llamada hace tres días, ¿verdad, señor Mlanto?

—Yo…

—Entiendo que sí —desde que se integró el móvil en el tímpano obligatoriamente todo el mundo recibe las llamadas—, ¿tiene preparado lo que se le pide?

—Bueno, yo, verá…

—¿Lo tiene preparado?

—Verá, yo…

Era un pobre hombre, en camiseta sin mangas, sin afeitar, se le notaba el alcohol a diez kilómetros. Saqué la Spaniel-Thompson del 20 y se la puse en la frente:

—¡Por última vez, lo tiene preparado o no!

Me miró como un perro pachón, negó apenas con la cabeza y sonrió. Le descerrajé un tiro y su cuerpo quedó balanceándose un instante sin cabeza antes de desplomarse en el suelo. Me acerqué a él y desde la entrada contemplé someramente su chabola. Latas vacías, ollas vacías, botellas vacías. Aproximé el detector de créditos a su antebrazo y me devolvió una tenue señal de… dos tristes créditos. Los debía de guardar para las dos últimas botellas. Me había dejado el traje hecho un asco, menos mal que llevaba un aerosol quitamanchas. Envíe el aviso a los mandamases, para que recogieran los restos y archivaran su expediente.

Retomé el superbús y me desplacé de los suburbios a la City, que estaba justo al lado. La City, el corazón de los business, piso ochocientos treinta y cinco, despacho de un tal Roberto Roberte, un broker de mucho postín y de algunos negocios turbios. Allí ya me conocían, había hecho varias visitas anteriormente, por eso me sorprendió que este individuo pretendiera negociar. Tenía la cara desencajada y estrujaba nerviosamente entre sus manos un periódico enrollado, el Financial Timo.

—Sí, efectivamente he recibido las tres notificaciones y la llamada hace tres días, sí… podríamos llegar a un acuerdo, señor… ¿cómo me ha dicho?

—J.F.S. – O.G.E.T.(E.)

—Evidentemente, no dispongo ahora eso que me solicitan, no obstante, le propongo un trato…

—No hay trato.

—Considérelo, ¿cuánto le pagan por esto? Deme sólo una semana y cuadruplicaré sus honorarios…

—Que no hay trato

—¡Los octuplicaré!

Desenfundé la Spaniel y le apunté al pecho.

—Mire, señor Roberte, cuando yo digo que no hay trato, no hay trato.

—Pero, señor… ¿cómo me ha dicho?

Alcé los ojos hacia lo alto resoplando, dando gracias por el balazo que le iba a meter a este pintamonas en toda la cresta, instante que él aprovechó para sacar velozmente un cortaplumas que llevaba oculto en el Financial y me atacó, intentando pincharme. Acerté a dar un paso atrás y paré como pude la embestida con el arma, de tal modo que el cortaplumas se quedo hundido y encajado en la bocacha del cañón. Él me miro como diciendo «¿Y qué vas a hacer ahora, listillo? Si disparas estallamos los dos», y yo le miré como diciendo «Pues esto», y le propiné tal patada en sus exquisitas pelotas que fue a dar con la cabeza en el techo. Extraje a lo bestia el cortaplumas y ya me disponía a incrustárselo en el esternón cuando me percaté de que se había roto el pescuezo. El detector de créditos me mandaba una señal equívoca, pues no apuntaba a su antebrazo, sino a un cuadro en la pared. Entonces reparé en que el cortaplumas estaba manchado de sangre, y yo aún no se lo había clavado a nadie. Le subí la manga de la chaqueta y de la camisa y mis sospechas se vieron confirmadas: se había arrancado el chip él mismo, en crudo, menuda escabechina. Detrás del cuadro hallé una caja fuerte oculta, modelo Inviolab-3000, que todavía debe de estar echando humo por un agujero como un melón de grande justo donde tiene la etiquetita de la marca. Advertido de mi presencia, se creía este patético que guardar ahí el chip le iba a servir de algo. Avisé a los mandamases, asunto terminado.

Al superbús y al Barrio Alto, a la lujosa mansión del juez Cristóforo Tizaco, una eminencia en leyes respetado y admirado por los ciudadanos. Pero si quien hace la ley hace la trampa, quien la aplica no digamos ya. Pensé que iba a tener que gastar dos cargadores enteros sólo para llegar hasta el vestíbulo y, ante mi sorpresa, no fue así. Me abrió las puertas un mayordomo y me acompañó hasta el despacho del juez. Cristóforo Tizaco se encontraba sentado tras una mesa solemne, con las manos entrelazadas bajo su ceremoniosa barbilla, mirándome fijamente por encima del cristal de sus pequeñas gafas. El mayordomo nos dejó solos.

—Pase y siéntese, señor J.F.S. – O.G.E.T.(E.), ¿no es así?

—Así es.

—Sé a lo que ha venido, ¿le apetece un puro? Sírvase.

—No, gracias.

—Yo me encenderé uno, si no le importa. Sé a lo que ha venido y sé cuáles son sus métodos. No obstante ya le digo que su requerimiento es imposible de satisfacer, en este momento, por mi parte.

—Considere, señor juez…

—No, amigo mío, considere usted con quién está hablando y las consecuencias que puede acarrearle el hecho de desenfundar ese… cañón que lleva usted en la espalda.

—¿Tanto se nota? Pues esta chaqueta es de tela disimuloide, me costó un pico. Permítame decirle, con el debido respeto, que considere, señor juez…

—¡No hay nada que considerar, amigo mío! ¿Acaso no se da cuenta de quién soy yo y lo que represento?

—Que sí, pero considere, señor juez…

De repente propinó un fuerte golpe en la mesa con el puño cerrado, escupió un trozo de puro y cambió el tercio, lo cual hice yo a mi vez, se acabaron las cortesías.

—Tú no sabes con quién te la estás jugando —me dice.

—Ni tú —le digo.

—¡Tú no sabes quién soy yo!

—Ni tú yo.

—¡Tú no tienes ni idea de quién soy yo, mamarracho!

—¡Ni tú de quién soy yo, ni si dejo de ser ni no ser!

—¡Fuera de mi casa, patán! ¡Sebastián, trae la escopeta!

—Con el debido respeto, señor juez, ¡tráguese este Farias!

—¡No te atreverás…!

El estampido de la Spaniel retumbó por todas las paredes haciendo eco, realmente esa mansión era enorme. Apareció Sebastián, atropellando los muebles, con una escopeta de caza bajo el brazo, una reliquia de otros tiempos, pero al ver el cacharro que yo sostenía en la mano optó por la diplomacia. Hizo bien.

—¡Ah! —me dice— he oído como un ruidillo… ¡Oh! ¿la escopeta? No se preocupe por ella, se va a reír, ja-ja-ja…el otro día se nos coló un jabalí en casa y todavía no hemos dado con él… Si usted lo ve al salir, háganoslo observar, si es tan amable… ¡que tenga usted un buen día, caballero!

Y desapareció, atropellando los muebles. Mientras le acercaba el detector de créditos, aún me dirigí al juez en voz alta.

—El veredicto es claro, señor juez: ¿eres consciente del precio de tus actos? Págalo.

«Bendita seas, Rosetta Roguez», me dije. Di el parte a los mandamases y pillé el superbús en dirección al puerto. Durante el trayecto me dio por pensar en Marisicha. Llevamos viviendo juntos dos años y todavía no sabe a qué me dedico, no se lo he dicho. Le he hecho creer que trabajo en el matadero… y la verdad es que tampoco le estoy mintiendo, porque visto desde determinada perspectiva en lo que se dice el matadero sí trabajo… Qué vida ésta. Pero alguien tiene que dejar claro en esta sociedad corrupta y depravada, donde algunos listos se creen que pueden pisotear a la gente honrada —a la que consideran tonta— que si se siguen meando en el prójimo recibirán tres avisos, y luego una llamada, y a los tres días nuestra visita. Y para eso estamos aquí, yo y otros pocos más, los O.G.E.T.(E.) y por encima de nuestra ley, no está ninguna. A eso nos dedicamos.

Iba a ver a Soúl Gonsalves, un traficante. Me aproximé a la nave 38 del muelle 5, y lo primero que me encontré fue una andanada de tiros a destajo, sin previa declaración de intenciones. De un brinco me parapeté detrás de un contenedor y saqué a la Spaniel de su madriguera. Me caía plomo hasta del cielo. Si así lo querían, así lo tendrían.

—¡Soy J.F.S. – O.G.E.T.(E.)! —grité

—¡Ya lo sabemos, hijoputa, será mejor que te vuelvas por donde has venido!

«Eso sería lo mejor para vosotros», pensé. En algunos ventanales a medio abatir de las naves colindantes se reflejaba la situación, actuaban como espejos. Así que fui situando a los pistoleros uno por uno. Eran unos doce, no podía fallar mucho y además tenía que reservarme por lo menos dos cargadores enteros, puesto que aún me quedaban unas cuantas visitas por hacer. La balacera arreciaba, una esquirla rebotó y me hirió en el brazo «los cochinos, que se alborotan», le tendría que contar luego a Marisicha. Ahí sí que me tocaron los cojones pero bien tocados. Era la segunda vez que me herían esta semana, y estábamos a martes «que de mierda te hartes», pensé. Los dejé que se confiaran y asomaran el hocico, confiados en su mayoría y en su potencia de fuego. Haciendo un cálculo de las trayectorias del derecho y del revés según se mira a los ventanales, asomé la Spaniel por el borde del contenedor y solté tres andanadas. Tres sujetos cayeron como cerdos abiertos en canal. Aproveché el desconcierto para cambiar de posición, me colé por una puerta, subí unas escaleras y me posicioné en una de las ventanas que había visto desde abajo. Desde arriba me di el gusto de jugar a los patos de feria con otros cinco, que no sabían dónde meterse ni por dónde les venían los cañonazos. Y como ya la mayoría empezaba a ser minoritaria se refugiaron en la nave, dejándome la puerta abierta para que entrara por ella silbando, mientras ellos me hacían los coros. Recargué la tranca y me deslicé hacia un lateral de la nave, donde pegué el trancazo, abriendo un boquete descomunal (ya no se construye como antes). Me colé entre la polvareda y los pillé de espaldas, tosiendo maldiciones. Y puse la Spaniel a ciento sesenta grados centígrados en diez segundos, y la nave hecha un asco con un a modo de chorizos, morcillas y costillares colgando por todas partes. Oí unos pasos a mi espalda y me giré de golpe. Un tipo enjuto, con un lacio pelo negro que le caía hasta las rodillas, sostenía un hacha levantada a dos manos justo por encima de mi cabeza, pero yo sostenía una Spaniel- Thompson del 20 justo delante de su nariz.

—¿Soúl Gonsalves?

—El mismo.

—¿Recibió usted la llamada?

—La recibí.

—¿Y bien?

—Déjeme que le explique…

—Mejor me lo cuenta otro día, tengo cierta prisa.

Sonó un estruendo y su cabeza, en vez de desintegrarse, salió disparada y rebotó contra la pared del fondo, se ve que la tenía dura, el tipo. Me eché medio bote de aerosol coagulante en la herida, cumplí con el procedimiento y de nuevo al superbús, a las afueras, muy lejos. Iba a la Central, a ver a un mandamás, un viejo conocido, Jorge Géjor, al que llamábamos «el Porras».

Una caseta perdida en mitad de la nada daba paso a un ascensor y a catorce plantas subterráneas. Mostré el carné y pasé sin mayores problemas por el escáner y el detector, puesto que la Spaniel venía dotada con un sistema que la hacía indetectable. Entré en su departamento destrozando la puerta de una coz, para dejar claras mis intenciones. Se quedó blanco.

—¿Tú por aquí?

—Yo por aquí, Porras.

—Pero… debe tratarse de un error…

—Has intentado falsificar la firma ADN. Te hemos pillado, Porras.

—¡No, no… es un error!

—De la Suprema no se escapa ni dios, Porras, pareces nuevo.

—¡Pero, J.F.S…!

—No te voy a soltar la monserga de los avisos y la llamadita. Tú ya sabes lo que se cuece, Porras.

—¡Por lo más sagrado, J.F.S., somos colegas, fuimos juntos al colegio!

—Me importa un huevo. Y además me tirabas pinganillos, mejor no me lo recuerdes.

—¡Tengo diecinueve hijos!

—Haber pensado en ellos antes. O haberte puesto condón.

—¡No saques ese bicho!

—Demasiado tarde, ya lo he sacado. Precisamente tú, Porras. Precisamente tú…

Respiré hondo y le volé la sien. Le pasé el detector de créditos y di aviso a los mandamases, que me miraban por las cristaleras adyacentes con los ojos como platos. Salí por donde había entrado con una ceja levantada indicando a las bravas que si algún machaca tenía lo que había que tener, sacara su ridícula pistola y me hiciera frente.

Volví al superbús, camino de la residencia de uno que uno que se hacía llamar Walkirio, famoso vidente que salía en la RetinaTV. Un jovencito demasiado jovencito, poniéndome más sonrisas que reparos, me llevó hasta él. Estaba sentado en un sillón de gruesas orejeras, fumándose lo que parecía ser un 4×40, o sea, un porro de cuatro centímetros de ancho por cuarenta de largo.

—Te esperaba… —me dijo, y se me quedó mirando con las cejas muy levantadas, pero con los ojos muy cerrados.

Permanecimos así un minuto por lo menos, yo suponía que iba a añadir algo más. Por fin me espabilé, casi me había dormido, le sermoneé las cláusulas y le situé la Spaniel en mitad de la línea de esa mirada de estreñido. Sin inmutarse, dando largas caladas, colocó su dedo meñique en la embocadura, describiendo amplios círculos con el otro meñique.

—La energía universal que fluye por mi séptima aura es más poderosa que tu ira —añadió después de tomarse su tiempo—. No puedes dañar mi Yo con una materia que no existe en mi esfera intrínseca.

—¿Usted cree? —dije—. Deje de sorber el canuto y recapacite, se lo aconsejo.

—No es una cuestión de creencias, sino del facto del aura en el todo del momentum. Aventúrate a adentrarte en lo que aún no conoces. Haz la prueba, dispara y asómbrate de la multiplicidad energética, pararé tu bala.

—Mire que es del 20.

—¿Estás dudando, quizá?

—¿Está usted seguro?

—Tu carencia de fe resulta molesta. ¿No te atreves, quizá?

Y dale con el atrevido. Buen intento, quizá te habría resultado más propicio que el «demasiado jovencito» te hubiera anunciado mi llegada para salir por patas. Noté un milimétrico movimiento en su galillo. Decidí hacer la prueba y le dejé esparcida el aura sobre el estampado del sillón. No me extraña que estuviera podrido en créditos, con esa seguridad para hacer creer a los demás tus propias trolas no se puede ser pobre. A cambiar de canal, queridos televidentes, sólo tenéis que pestañear dos veces en el mismo segundo.

Después fui a visitar a Marcus Calv e Iván Perill, dos de los mayores promotores de la construcción. Éstos andaban siempre juntos, los dos, luchando por el negocio, en pro de la prosperidad de nuestra maltrecha economía, levantando unos estupendos pisos que se caían a cachos según abrías la puerta el día de la entrega de llaves. Me tuve que cascar un buen trecho en el superbús, porque su sede se hallaba en el parque empresarial «El Pocero OrondyRolliz», en la otra punta de la ciudad. Cuando llegué su pedazo de secretaria me comunicó que no estaban, que estaban de fiesta. Al principio fue reacia a facilitarme la dirección del evento, pero me levanté un poco la chaqueta y me giré, un poco, de costado y me dio hasta la partida de nacimiento de cada uno de los asistentes, así que me fui a la fiesta que, curiosamente, se celebraba en la punta opuesta de la ciudad. Y en cuanto llegué se acabó la fiesta, en la que a bote pronto distinguí a seis alcaldes. Ya me pasaría en breve por el pleno a repasarles con el bastón. El conductor del superbús anduvo un tanto brusco y se me habían revuelto las tripas, no me encontraba yo lo que se dice de buen humor, no tenía yo el genio para tanguitas y tacones. Aceleré los trámites, cuando me vieron sacar el pepino se les congeló el cubata en el vaso y se pusieron a balbucear como sapos y a gesticular ampulosamente. No obteniendo otra respuesta por su parte que pucheros y gesticulaciones, al tal Marcus Calv le hice un peinado nuevo con la raya en medio, a la altura del cuello, y al tal Iván Perill le afeité en seco la barba, mandíbula incluida.

Y, hale, otro paseíto en el superbús, camino del centro.

Llegué al prostíbulo regentado por Madama Irenska, el más famoso de la ciudad. Una señora de alta alcurnia que un buen día comprendió que en vez de explotar a los obreros, como hacía su marido el banquero, le resultaba más rentable explotar a las mujeres de los obreros. Ella, elegante como ella sola, altiva, fumándose un cigarro mentolado adosado a una finísima boquilla de un metro de largo, echándome el humo en la cara. Ella, que se codeaba con los más influyentes de los más poderosos de los más ricos, también tenía unos asuntillos pendientes que saldar, mira tú.

—¿Señor…?

—J.F.S. – O.G.E.T.(E.).

—¿Cómo…?

—J.F.S. – O.G.E.T.(E.).

—Muy bien, señor Ojete, usted dirá…

Oía unas risas por detrás de las cortinas.

—Si no le importa, señora, le agradecería infinito que apartara un milímetro su cigarrillo de mi fosa nasal…

—Lo que usted diga, señor mío ¿y a que se debe su visita? Deduzco que no viene aquí a por lo que todo el mundo viene aquí, ¿me equivoco?

—En absoluto, señora. Tiene usted algunos… negocios que le conviene poner al día. Para eso se le ha notificado, para eso se le ha llamado a usted y para eso estoy yo aquí.

—¡Oh, qué elocuente! ¡Chicas, qué caballero tan distinguido! Y, dígame, señor Ojete, ¿qué pasaría si yo me negara a, digamos, poner al día mis… negocios?

—¿Acaso no lo sabe ya, señora?

—¡Claro que lo sé, señor mío! Es que no me ha dejado terminar… yo estaría dispuesta a ofrecerle ciertas contrapartidas, digamos, un año entero de servicios gratis ¿qué opináis, chicas? ¿no os parece un buen bocadito el señor Ojete?

Escuché un revuelo detrás mío, ya me estaba poniendo nervioso la recancanilla ésa que empleaba con lo de «señor Ojete».

—No hay contrapartidas que valgan, señora mía. Decídase o aténgase a las consecuencias.

—¿Acaso juzga usted moralmente el oficio de estas señoritas, señor Ojete?

—En absoluto, señora, yo no juzgo nada ni a nadie. Me limito a ejecutar los avisos, nunca mejor dicho.

Entonces me di cuenta de que estaba rodeado por las chicas, varios pares de manos acariciaban mi espalda, mis hombros y mis brazos. Unas voces decían:

—¡Uy!, ¿qué es esto tan gordo que tienes aquí? ¿Y por delante también lo tienes tan gordo? ¡A ver, saca la pistola, guapo!

De pronto comprendí lo que estaba sucediendo en realidad. La Madama se había montado una estrategia sutil, tan sutil como el mentolado perfume de su cigarro que, por cierto, estaba casi a punto de meterme en el ojo. Ya iba a reaccionar cuando ellas se dieron cuenta de que iba a reaccionar y se abalanzaron sobre mí en tropel. Yo era más fuerte, pero ellas eran más, muchas más, una me arrebató la Spaniel de la espalda y el resto me atacó como un enjambre de gatas, dándome mordiscos, arañazos, patadas, puñetazos y espantosos tirones en el pelo. A codazo limpio traté de ganar terreno hacia la que sujetaba mi arma, la chica se afanaba en apretar el gatillo sin saber que ese gatillo sólo respondía a mi huella dactilar. A duras penas conseguí llegar hasta ella y pegando un tosco salto y sacudiéndole un guantazo al volapié según caía recuperé mi fiel Spaniel. El ronco sonido del seguro al quitarse contuvo la situación, se retiraron a los lados, los jadeos se mezclaban con los insultos.

—¡Pero estáis locas! —exclamé— ¿por qué defendéis a quien os esclaviza?

—¡Defendemos nuestro pan! —gritó una.

—No —respondí—, defendéis vuestro hambre. Apartaos.

Al fondo de la sala, la Madama hablaba a voces por el intramóvil.

—¡Zoltano, Zoltano, hay un chalado aquí con una pistola enorme…! ¡No, no me refiero a eso…! ¡Escucha, Zoltano…!

Le apunté directamente a la boquilla del mentolado, que sostenía con majestuosidad frente a su rostro, la Madama Irenska nunca perdía sus finas maneras, qué mujer.

—Dele recuerdos a su marido, señora mía, dígale de mi parte que un día de estos iré a saludarle.

Y, digamos, que le apagué el cigarro junto con todo lo que se hallaba dentro de un metro de diámetro en torno suyo. Las chicas ya no parecían dulces angelitos, sus facciones se habían vuelto ásperas y amargas, el silencio se podía masticar. Iba a decir algo importante, pero no hallé las palabras. Descolgué el brazo de la Madama de la lámpara, pasé el detector de créditos, recogí la cosecha, me enfundé la Spaniel y me largué pensativo, rebuscando todavía dentro de mi mente algo que decir.

Me eché el resto del bote de aerosol coagulante, tenía la cara hecha un Cristo.

Entre trayectos, idas y venidas, dar explicaciones, volar cabezas y rascar créditos, se me hizo de noche. De regreso a casa en el superbús me saqué un bocadillo de nitroanchoas, lo primero que le había metido al cuerpo en todo el día. Antes de subir decidí tomarme una rakija, sólo una, lo juro, en el Blue Moonk. Allí estaba, como siempre, Davidoff, más que un camarero, un amigo.

—¡Hombreeee, señor J.F.S.! —me saludó—. ¡Cuánto bueno por aquí! ¿Qué vas a tomar?

—Chupito rakija, ¿cómo estamos?

—Bien, ¿qué tal el día?

—Ni fu ni fa.

—Ya… —me miró de soslayo—. ¿Te dejo la botella?

—Pues va a ser que sí.

Miré el reloj, apenas había pasado media hora y ya me había zampado media botella de ese licor infame. Como no había ningún parroquiano ni parroquiana amable dispuesto a entablar conversación, y Davidoff no hacía más que charlar con su mujer por el intramóvil, opté por conversar conmigo mismo. Puse el carné encima de la barra y contemplé mi foto. Qué cara de imbécil tenía cuando me saqué la oposición.

J.F.S. – O.G.E.T.(E.), sí señor, ése soy yo: Juan Francisco Soleil – Operador de Gestiones de Evasión Tributaria (Expeditivas), lo que se dice un inspector de Hacienda. Si os creéis que os podéis pasar al fisco por el forro de los calzones, vais frescos. ¿Qué no sabes quién soy yo? Mira, macho, me da igual que seas juez, como si eres frutero, como si eres presidente de siete compañías, como si eres el rey de los cuatrocientos subestados: paga por lo que ganas. Bendita sea Rosetta Roguez, la senadora que tuvo los santos ovarios de sacar adelante la Ley de Cobro Expeditivo Terminal, y que ningún político después ha tenido los santos cojones de abolir, por la cuenta que le trae. Y bendita sea la Suprema, esa computadora que vale lo que costó y de la que no se libra ni un puto céntimo de crédito que se defraude en el país. ¿Juzgar moralmente? Haz lo que te salga de las narices, trafica, extorsiona, prevarica, enchufa, especula o chupa del bote, yo ahí no me meto, no es mi cometido. Pero eso de hacer el trapicheo, sacar el beneficio y salir corriendo para que los demás tengamos que costearte el chanchullo con nuestras costillas se os ha terminado, se acabó lo de que siempre apoquinemos los de siempre. O pagas, o cobras. A lo que hemos llegado, a tener que andar aireándole los sesos al personal para poder mantener las escuelas públicas y la seguridad social. Vaya una sociedad de mierda, éramos más congruentes en las cavernas, tirándole juntos del rabo a los mamuts… y que trate de escaquearse un muerto de hambre, vaya, pero que te venga con excusas precisamente el que está forrado de pasta, ya manda huevos. De avestruz. Se os ha acabado el chollo, amigos… Ahí está mi carné.

Divagando, divagando me liquidé la botella entera. Necesitaba apaciguar mi mente, pero no me apetecía tocar la guitarra, así que me sublimé otra botella. Maldita rakija.

—¿Ya te vas, Juanfran?

Pueg va a ger que . Ta mañana.

—A dormirla, galán.

Marisicha, que es un cielo puro, comprendió que yo había tenido un «día de ésos» y se rió de mi chispa.

—¿Qué tal los cerdos?

Revoltosog como ellos solog, cariño. Me vag a perdonar, gue me voy a la piltra.

—Eres un borrachuzo, habrás comido algo, ¿no?

—Un xolomillo.

Pero no acaba aquí esta historia, le queda un retal. Hoy me levanto, otra vez con resaca, desvelado por los pitidos del Buscador, miro los mensajes… va a ser un buen día, sólo hay uno, lo leo y se me va de golpe la resaca y hasta el espíritu del cuerpo. Voy a buscar a Marisicha y la saco, literalmente, a rastras de la cama, la siento en la cocina y le preparo un café triple.

—Mm… ¿qué pasa?

—Tómate ese café.

—Mm… no me apetece… déjame, que estoy dormida…

—Tómate ese café, por tu padre, cielo.

—Mm… que no, que me dejes…

—Escúchame, escúchame cariño, ¿has recibido tres notificaciones de la Agencia Tributaria durante los últimos seis meses?

—Mm… creo que sí.

—¿Y las has leído? bien leídas, de cabo a rabo, ¿las has leído?

—Mm… no, las he borrado, que les den por culo…

Empiezo a sudar gotas como chochos, Marisicha se toma el café alarmada por mi mirada.

—¿Y has recibido una llamada hace tres días? ya sabes, de Hacienda.

—Sí, me llamaron, sí, un tío que me dijo que debía 60 000 créditos y no sé qué de una visita y no sé qué…

—¿Y tienes ese dinero?

—¿Estás soñando? ¿60 000 créditos? ¿Tú ganas eso en un año? En qué planeta vives, cariño…

Me siento frente a ella y la miro como no la he mirado ni siquiera cuando echamos el primer polvo, ella se da cuenta por fin de que está pasando algo grave.

—Escúchame bien, Marisicha —le digo hablando lentamente para que me entienda— ha llegado el momento de explicarte a qué me dedico. A qué me dedico realmente.

Me trago así como un litro de saliva.

—No trabajo en el matadero…

Y ya no os cuento más. Si queréis saber algo de mí, id esta noche al Blue Moonk. Y espero que sepáis tocar la guitarra.

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A Marion

por

Aquí estamos, socio. Como te prometí, te acompañaría hasta el final. Aunque no quisieras, sabes que nunca te dejaría solo. Ya sé que siempre odiaste estas chorradas pero déjame unos minutos para recordar y agradecerte todo lo que has hecho por mí. Al fin y al cabo no vas a poder interrumpirme. Encontrar tu lápida ha sido incluso más difícil que intercambiar cuatro palabras contigo.

Todavía recuerdo las bromas que hacían los veteranos de la comisaría el primer día que entré, apostando cuánto tiempo duraría de una pieza. Estaba algo acojonado, a un cadete recién salido de la academia como yo le asignaban al poli más duro de las calles. Con el marrón de sustituir al compañero al que habían hospitalizado con graves secuelas tras la última misión. Tú te habías convertido en toda una celebridad tras el «caso de los carniceros» en el que liquidaste a toda una banda de psicópatas asesinos y tu nombre aparecía una y otra vez en los diarios y en los debates de la tele. Eso no te gustaba una mierda, que te juzgasen que te expusiesen en los medios como a un animal del zoo. Incluso habiéndote alejado una semana después del caso, el tema todavía estaba caliente. Los compañeros te trataban como a un héroe pero los mandos no sabían cómo manejar el fenómeno habías provocado. Eras un elemento incómodo para los bienpensantes. Cuando nos presentaron, socio, he de confesar que no sabía de qué ibas. Ausente, antipático, escondido tras tus enormes gafas de sol, mascando una cerilla. Querías marcar distancia, ya me lo habían advertido, pero me sentí despreciado. Nos reunieron para explicarnos la nueva estrategia en el departamento: querían que te reformaras, que no causaras tanto revuelo, que rebajaras tu perfil violento. Los de Asuntos Internos estaban metiendo las narices en el caso de los carniceros y el capitán quería desviar los focos de su comisaría. Tú escuchabas con un gesto insolente, inclinado en el respaldo de la silla, con los pies levantados sobre la mesa exhibiendo tus mugrientas botas de cuero. Pensé que no iba a durar mucho con un personaje como tú. Abandonaste con un portazo la reunión. Te seguí como una mascota mientras tú salías disparado al coche. En las calles las cosas no estaban mucho mejor. Los asesinatos, las drogas, las violaciones… seguían estando ahí y los periodistas aparecían como hienas ante cualquier suceso. Teníamos dos o tres fotógrafos siguiéndonos y cada semana aparecía un reportaje contando detalles de tu vida, tus casos, tu relación amorosa con una testigo del anterior caso. No hablabas pero era evidente tu enojo. Ese acoso era incompatible con tu forma de trabajar, temías que no te volvieran a tomar en serio, que fueras un extraño en tu propio ambiente. Y aunque el capitán nos asignó casos poco comprometidos para no levantar polvareda, tú seguías arriesgándote y descargabas tu furia sobre los viejos sospechosos de siempre. Para colmo, aparecían en la ciudad imitadores de asesinos para provocarte y llamar tu atención. Decidiste que patrullaríamos de noche para resolver los casos que nos negaban desde Homicidios. Eras un tío difícil pero, poco a poco, en esas solitarias vigilancias, nos fuimos conociendo. Bajo esa fachada de tipo duro italiano, implacable, había una persona honesta, entregada a proteger a los débiles y fiel con aquellos que no le fallaban. En esos días estabas ilusionado en formar una familia con «la rubia», la espectacular modelo que protegiste en el caso de los carniceros. Os habíais mudado a un hotel esperando que la fiebre mediática escampara y los locos se olvidaran de ti. Estabas incluso pensando en empezar otra nueva vida, más tranquila, pero antes necesitabas que la ciudad volviera a recuperar algo de sensatez y seguridad y para ello te prometiste limpiar la basura que todavía apestaba. No sé cómo, pero empezaste a confiar en mí. Te acompañaba por las noches echando horas extra en los peores barrios de la ciudad y siempre me negué a soplarles a los mandos cualquier irregularidad que cometieras. Te juro que nunca te impliqué en nada, y lo sabes. En la comisaría éramos la extraña pareja. El macarra y el novato. Para sacarte una sonrisa hacía bromas con tu comida baja en calorías, tu Coupé trucado y tu nombre de niña. Te llamaba por tu verdadero nombre, Marion, a todas horas para cabrearte un poco y quitarte esa fama de matón de gimnasio que arrastrabas desde hacía siglos. Pero al cabo de un tiempo el ambiente no estaba para bromas. Los de Asuntos Internos habían abierto un expediente por el uso de armas ilegales en el caso de los carniceros. En la vista tú te hiciste el chulo alegando legítima defensa y te mofaste de todos diciendo que se te disparó por accidente tu pistola reglamentaria. Sí, aquel pintoresco Colt 45 con cobras esmaltadas en la empuñadura. Reconócelo, en ese punto te empezaste a cavar la tumba profesional, socio. Los detectives gafotas que tanto te envidiaban te empezaron a mirar por encima del hombro. Pero tú no cejabas en tu empeño por ser el cirujano que diese la última sutura al cáncer de la delincuencia. Me confesabas que, aunque tenías intención de abandonarlo todo, siempre surgía un nuevo caso que te quitaba el sueño. Me contaste que la rubia se había cansado de promesas y te había dejado. Años después me enteré que te habías casado con ella para intentar retenerla a tu lado. Todos te abandonaban. Menos tu socio. Porque estábamos en guerra y yo era el soldado más leal. Me enseñaste, me protegiste. Era una batalla desigual y los psicópatas no nos iban a dar tregua. Querían ver tu cabeza clavada en una estaca y ardiendo en una orgía de sangre. Al final, los periodistas y los políticos de medio pelo inclinaron el pulgar hacia abajo cuando ejecutaste a sangre fría a un adolescente que había matado y torturado a todos los profesores de su instituto. Los jueces blandos, los de Asuntos Internos y los lameculos del poder ya tenían a Cobretti donde querían. Se llevaron tu placa pero conseguí devolverte el Colt con las ya borrosas cobras pintadas. Parecía que el Cuerpo y la ciudad ya no te necesitaban pero las cosas nunca habían estado peor. Gracias a ti, la tasa de crímenes había descendido al subsuelo pero la auténtica corrupción en la policía y en el ayuntamiento se había desbocado. Te noté aliviado por no ser parte de esa cloaca y emprender una carrera por tu cuenta como detective privado. Yo también quería abandonar pero me juraste que me meterías una bala en los sesos si lo hacía. Nunca te iba a dejar en la estacada y por eso te pasaba información confidencial para ayudarte en tus casos. Pero algo no funcionaba. O eras tú que no te adaptabas a la nueva vida o era la sociedad que se había vuelto más hipócrita. Tus métodos ya no eran bien vistos. Las palizas, los interrogatorios violentos y los cadáveres te volvieron a traer problemas. Tus clientes querían la justicia de siempre, no la «justicia real». Los fiscales abrían casos día tras día con tu nombre y en tu cara ya se dibujaba el perfil del fugitivo. Acabaste arruinado pagando tus fianzas. Más veces de las que puedo recordar te salvé el culo avisándote de redadas a punto de capturarte. Tuviste que poner tierra de por medio. Y definitivamente te perdí la pista. Oí que te habían visto haciendo autostop en alguna gasolinera del condado o merodeando en algún albergue de mendigos de las afueras. Pude verificar en balística el rastro de tu Colt en unos cuantos casos de muerte en sospechosos de asesinato o violación. Al final, te fuiste sin hacer nada de ruido, en una ambulancia, derrotado por una neumonía, después de haber estado vigilando a la intemperie durante semanas la mansión de  un millonario que se había librado de una condena por pederastia.

Y aquí estoy, recordando el final de tu vida. La que fue. La que pudo haber sido. Podría haber transcurrido de cualquier otra forma. Porque yo la he inventado. Pero creo que se hubiese acercado mucho a una vida… si alguna vez hubieras existido. Pero, aunque seas un poster enrollado en un rincón del viejo desván de mis padres, has significado mucho más de lo que piensas.

Has estado conmigo desde aquella sesión de cine en que me colé con una edad muy por debajo del límite recomendado. Un chaval que se aprendió de memoria todas tus escenas y frases lapidarias después de cinco sesiones consecutivas que se costeó con el dinero de dos meses de paga. Que se pasó horas y horas volviendo a revivir ese estreno en una gastada cinta de VHS. Un adolescente de padres coreanos que era rechazado en el instituto tanto por los compañeros negros como los blancos y que recibía palizas indistintamente de unos y otros. Que siempre era descartado para participar en partidos de beisbol y que parecía un pato mareado embutido en un uniforme de futbol americano. Alguien cuyos profesores nunca le regalaron un mísero elogio. Cuyos padres se divorciaron sin pedirle ninguna opinión. Pero que volvía a recuperar la fe en sí mismo recordando tu poster de tío chungo mal afeitado, con el labio medio levantado, los dientes apretados, con una Uzi con mirilla laser en cada mano, desafiante tras sus gafas de sol. Sin ti no me habría levantado a plantar cara después de cada paliza aunque tuviera las de perder, o hubiera caído en el desánimo después de cada insulto o mote cruel. Porque tú nunca te rendías, nunca negociabas con los que abusaban de los débiles. Y ese adolescente se refugió en su imaginación e inventó en su cabeza más aventuras para que siguiera viviendo el héroe que le había arrebatado el aliento en una sala de cine. Y así fuimos creciendo, socio, tú con tu vida al margen de la ley, enfrentado a todo y a todos, y yo con mis estudios y la soledad de mi habitación. Como en mis historias, nos fuimos distanciando y olvidando, cada uno buscando su sitio en esta fría sociedad. Pero más o menos, de alguna forma u otra, seguías estando ahí, ayudándome a superar retos, recordándome que nunca te habías dado por vencido y que los lobos solitarios, al final, acaban teniendo razón. Éramos dos idealistas pero, inevitablemente, nuestros destinos no tenían por qué ser idénticos. La justicia era tu obsesión. Y la mía, salvar vidas y por eso acabé de enfermero en el hospital del condado. Crecí, me fui pareciendo lo más posible a un hombre adulto, hice algunos amigos en el camino e incluso acabé casándome. Pero como tú, no he podido abandonar la pasión enfermiza por mi profesión y también fracasé en mi matrimonio. La vida es dura, amigo, hay noches en que no duermo por los moribundos que no he podido salvar. Pero volver aquí, limpiar el viejo trastero de mis padres y contemplar de nuevo tu poster arrugado y la vieja cinta de VHS me ha animado el día. Marion, Cobra, Cobretti, o como quiera que te guste que te llamen: gracias por todos esos recuerdos.

Adiós, socio.

Hasta siempre.

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¿Sabes qué es lo más duro de matar a un hombre?

por

Antes de emprender el camino de la venganza, cava dos tumbas.

Confucio

La venganza nunca es limpia. Míranos, aquí estamos en el cuarto de baño de un motel barato, tú derrumbado junto a la taza del váter y yo desangrándome en la ducha. Imaginada, la escena era distinta, se trataba de una secuencia de contemplación mutua, un enfrentamiento estilizado, una cuchillada entre las costillas, un corazón sajado y unos ojos abiertos paralizados por el reconocimiento de la cara que lo miraba impasible ante su sufrimiento, galvanizada por la conciencia de estar haciendo justicia.

¿Sabes qué es lo más duro de matar a un hombre? Matar a un hombre. Así de sencillo. Es duro desde el punto de vista material, porque incluso la vida más insignificante se aferra a su propia singularidad y todo organismo se niega a aceptar su fin de manera desesperada. Luchas por controlar tu respiración, intentas calmar tu pecho para minimizar el daño que las costillas rotas puedan provocar en tu pleura. Por mi parte me cuesta mantener centrada la vista, al caer me he golpeado con el grifo de la bañera y es posible que tenga alguna vértebra fisurada. Y veo la sangre que se diluye en el agua, aunque no noto los cortes. Es increíble cuánto podemos llegar a sangrar. Es como si fuéramos frágiles bolsas de líquido rojo inconscientes de vivir en un mundo de objetos afilados.

No hablamos, pero sé que los dos estamos pensando en lo mismo. Estamos rememorando, localizando el momento de nuestro pasado que nos ha precipitado a este triste presente. Seguro que lo recuerdas: un niño demasiado asustado para cerrar los ojos ante el hombre que le apoyaba el cañón de su arma en la frente. Un niño que se quedó inmóvil cuando aquel hombre bajó el arma y se fue, que se quedó horas junto al cadáver de su padre, sosteniéndole la mano, sin ser capaz de arrancar a llorar. Sí, lo recuerdas. Porque aunque hayan pasado diez años, sigues siendo ese niño.

¿Sabes qué es lo más duro de matar a un hombre? Matar a un hombre. Es duro desde el punto de vista moral, porque te crees justificado, te repites que tus motivos son válidos. Pero un asesinato es un asesinato, y lo tremendo de este acto caerá sobre tu conciencia cuando superes la euforia de la venganza, si es que sientes alguna. Comprenderás la enormidad de haber cometido el único acto irreparable, el único crimen que no tiene compensación posible. Te escudarás en tus motivos, pero ¿qué crees, que no había motivos para que matara a tu padre? Ambos actos son el mismo, y pronto te darás cuenta de que la pérdida de una vida no compensa la pérdida de otra, que no hay manera de lograr una suma cero. Y que en el momento en que matas, te quedas indeciblemente solo. Lo sé, porque lo he hecho muchas veces.

¿Sabes qué es lo más duro de matar a un hombre? Matar a un hombre, porque en el instante en que lo haces necesitas dos tumbas. Porque yo me estoy muriendo, pero a ti ya no te queda vida. Acabas de vomitar y luchas por retener las lágrimas. Empiezas a darte cuenta de que has renunciado a los lazos que te vinculaban a otros seres humanos, de que te has expulsado de la sociedad. No tendrás un momento de paz, y esto será un pozo negro en tu interior que deberás ocultar a cuantos te rodeen. Ya sólo te quedan la mentira y el miedo. Y pronto comprenderás que ni siquiera son suficientes para llenar el vacío que te ha quedado al cumplir tu misión. No eres ni remotamente consciente de que acabas de perder la motivación que te ha estado impulsando una década. Aún. Pero comprenderás que en tu obsesión por lograr este objetivo has dejado a un lado cualquier otra meta. Y que un hombre roto no puede reconstruirse.

Tengo frío, quiero acurrucarme y cerrar los ojos. Intento echarme a un lado, pero el pecho me arde. Me pesan los párpados. Ya no eres más que una figura borrosa. No veo un túnel con luz al fondo, te entreveo a ti levantándote, temblando. Recuerdo el niño que fuiste.

¿Sabes qué es lo más duro de no matar a un hombre? Que desde ese momento cargas con su destino. En el segundo en el que te perdoné la vida comencé a trazar la línea que nos ha conducido a este momento, condenándonos a los dos. Y lo más triste es lo que no sé si llegarás a comprender algún día: que con todos los crímenes que he cometido, mi castigo me ha llegado de la mano del único acto de compasión que he realizado en mi vida.

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Los ojos de Tanya

por

Cuento esta historia sin la esperanza de que alguien me oiga, simplemente para calmar mi desesperación ante mi cercana muerte. Me llamo Vladimir Mijailovich Komarov, cosmonauta de la Madre Rusia en la Soyuz 1. El año 1967 salí de la base secreta de Novoorsk con destino a la Luna, en un proyecto de mi país para reclamar la soberanía del satélite a favor de las URSS, asestando un duro golpe a la basura capitalista americana. Es algo para lo que me preparé concienzudamente el año anterior, y estaba plenamente mentalizado para engrandecer la gloria de mi Patria.

El lanzamiento fue bien, y pronto pude ver la Tierra como pocos la habían visto antes. Nuestro mundo no es más que un punto azul en la inmensidad del Cosmos. La nave tenía el rumbo muy controlado, y el contacto por radio con la Tierra funcionaba bien. Pero a mitad de camino algo empezó a fallar. Una tormenta solar de inusual fuerza afectó a las comunicaciones y al sistema de orientación de la Soyuz. Así, quedé apartado del rumbo adecuado, casi aislado de la Tierra por radio, aunque aún con combustible suficiente. Traté de hallar por mi cuenta los vectores de rumbo para volver a la Tierra a la desesperada, pero el sistema de navegación ofrecía datos erróneos en las coordenadas. Así, estaba solo en la inmensidad del espacio, flotando hacía no se sabe dónde y con la cápsula en serias dificultades. El viento solar me impulsó más allá de la Tierra, e incluso de la Luna, y sólo podía accionar los alerones para mover la nave en pequeñas maniobras del todo inútiles.

El pánico me invadió. Nada te prepara de manera adecuada para vivir una situación así. Intenté arreglar el sistema de navegación, pero los daños en los circuitos eran demasiado grandes para repararlos. Pensé incluso en suicidarme, pero el instinto de supervivencia o la cobardía me impidieron hacerlo. Hubo un tiempo, no sé cuánto porque en mi angustia perdí la noción del tiempo, en que me quedé absorto mirando por el cristal delantero de la nave, viendo a mí alrededor las estrellas lejanas, y la gran masa oscura del firmamento. Pensé que no era un mal lugar para morir, y lloré recordando mi Sebastopol natal, que ya no vería más, a mi madre y mi esposa Tanya. Ella había sido mi compañera casi toda mi vida, una amiga de la infancia que con los años se convirtió en los ojos y la sonrisa que me hacían levantarme y vivir feliz cada día. Nunca los vería más, aunque creí ver el dorado de su pelo en la luz solar que brillaba en la popa de la Soyuz, y el verde oscuro de sus ojos en…

De pronto, vi un gran asteroide que estaba describiendo una trayectoria que hacía inevitable el choque con la cápsula. Era un gran pedazo de roca, de unos 500 Km. de extensión con un brillo verde como los ojos de mi Tanya en su superficie. Nada podía ir peor: si no moría de inanición por la deriva de mi nave, iba a morir pulverizado por el choque del asteroide. Algunos cálculos me sirvieron para localizar el número del asteroide: asteroide 9942, de la clase Atón. Es un simple número, que para mí era el número de la muerte. De mi muerte.

Enloqueciendo, se me pasaron las ideas más absurdas por la cabeza: lanzarme hacia el asteroide para acortar mi agonía, intentar arreglar de una y mil formas la nave, acabar con todo precipitándome al vacío del infinito. Una de las ideas que se me ocurrió fue aterrizar en el asteroide, era posible. Aunque la gran masa del 9942 se acercaba veloz hacía mí, calculé las maniobras que tenía que hacer para posarme sobre él, y después…después…no, era inútil, no merecía la pena. No la merecía, pero me atrajo el brillo verde de la superficie rocosa de aquella masa, ese verde que me hacía evocar los ojos de mi amada. Así que decidí averiguar qué era lo que daba esa tonalidad a la roca, y así podía morir pensando en esa bella profesora de Historia de mi querida Crimea, en esos veranos en el Mar Negro, donde los ojos de Tanya brillaban más que nunca.

Así, empecé la maniobra a ciegas, ya que el sistema de navegación seguía sin dar indicaciones útiles a pesar de mis esfuerzos. Aquello era como querer subirse en un MiG en marcha. Orbité como pude sobre esa superficie verdosa, buscando un lugar llano donde hacer el aterrizaje forzoso. El relieve del asteroide era esencialmente plano, con excepción de algún cráter ocasionado por choques de otros asteroides sobre su superficie. Así, pude posar la nave usando la escasa energía que quedaba y los alerones para equilibrarla. Aún así, el golpe fue fuerte, y el casco de la nave quedó dañado. Esa sin duda iba a ser el escenario donde todo acabaría para mí. Cuando todo se calmó, estuve escuchando el silencio en la nave durante unos minutos, luego me cercioré de loa daños, que realmente eran irreparables. Me puse el traje preparado para mi paseo lunar, ese paseo por la Luna que ya no haría nunca, y abrí la puerta para pisar el asteroide 99942.

Recorrí la yerma superficie con pasos lentos, como si andara en la oscuridad. Pero no estaba oscuro, una roca verde iluminaba el suelo con un brillo fosforescente, como un tono parecido al del cobre, pero más luminoso. Todo estaba desierto, y sólo en la lejanía se veían formas que sobresalían del suelo llano. Volví a la nave, y en ese momento sentí un seísmo colosal, y las formas que sobresalían a lo lejos volaron por los aires, y se formó un hongo atómico a unos 50 kilómetros de donde yo me encontraba, encerrado en la nave sin saber qué hacer. Pasó casi una hora, y la onda expansiva llegó a la zona donde estaba el Soyuz como un terremoto que hizo que todo se agitara con violencia. Duró sólo unos segundos, y los daños en la nave parecieron no aumentar. Estuve casi una hora revisando la nave, y todo parecía igual. Las reservas de oxígeno eran suficientes para una semana… pero qué importaba, iba a morir allí.

Cuando estaba comprobando el estado de la nave, me di cuenta de que la iluminación había cambiado. La luz que entraba en la nave era diferente. Me asomé a la cabina, y me quedé helado con lo que vi. El color de la piedra, ese color de los ojos de mi Tanya, había sido reemplazado por un rojo anaranjado. Todo parecía arder a mí alrededor. Si no fuera aterrador, habría sido un espectáculo sublime. Nunca había visto una piedra que cambiara su color de esa manera repentina, y sin una causa definida. Me puse el traje especial, y salí al exterior. Llamas de piedra lo llenaban todo. Aparentemente, la piedra era la misma, pero el color había cambiado de una forma extraña. Pensé que la radiación de la explosión nuclear habría cambiado alguna propiedad del mineral, pero pronto me percaté de un detalle que me había pasado inadvertido: el sol, que hasta ese momento había quedado a popa de la nave, estaba ahora justo en el extremo opuesto. Llegué a la conclusión de que otro meteorito había causado la gran explosión, y había hecho que la gran masa de roca sobre la que me encontraba cambiara su posición. Comprobé que según los rayos de la luz incidieran en la piedra de uno u otro ángulo, la piedra cambiaba de color. Al cambiar la posición del meteorito, la luz hizo cambiar el color de la piedra.

Realmente, esto no hizo cambiar mi situación. Seguía perdido en un planetoide ignoto, con nulas posibilidades de contactar con la tierra, y con sólo una semana de comida y oxígeno. Pero sin el valor de acabar con mi vida por mi propia mano. Algo de esperanza resurgió, porque conseguí que la nave arrancara el motor, pero no lo suficiente como para volver a la Tierra. Simplemente podría recorrer distancias cortas volando bajo dentro de mi nuevo y temporal hogar.

Pasaron tres días, en los que viajé poco a poco a la zona más montañosa que había visto desde el lugar del accidente, muy cerca de dónde se había registrado la gran explosión que había cambiado el color y la posición del 99942. Todo el planeta tenía la misma piedra ahora anaranjada, y la superficie era monótona y absolutamente árida. Pero cuando llegué a la zona que yo creía montañosa en la lejanía, el estupor se apoderó de mí. Ante mí se habría una inmensa ciudad fantasma, con edificios semiderruidos de una antigüedad monstruosa. Recorrí sus calles, comprobando su arquitectura vetusta y con unas formas nunca vistas por el hombre. Esas ruinas debían tener millones de años, y estaban realizadas con la misma piedra ahora anaranjada, barro y lo que parecía un metal negro desconocido. El metal era muy pulido, y sobre él no parecía haber pasado el tiempo. Me asomé a una ventana circular hecha con este metal negro, y ahí vi reflejada la Luna. ¿La Luna? Según mis cálculos, había pasado la Luna en mi vagar perdido del Universo, y este meteorito estaba a miles de kilómetros del satélite terráqueo. ¿Cómo es que ahora podía verlo ante mí? Incluso, más allá, vi un punto azul que hizo que mis ojos derramaran lágrimas. Ahí estaba, hermosa como ninguna, la Tierra. No creí que la volvería a ver antes de morir, pero ahí estaba. Di gracias a Dios por ese regalo, y me senté a contemplarla durante varias horas, no sé cuantas y me dormí sobre la dura piedra.

Me despertó un ruido que salía de mi nave. Me levanté y fui apresuradamente y angustiado para descubrir de dónde venía ese sonido. El ruido de la estática de la radio lo llenaba todo, aunque no podía oír ninguna voz inteligible. Pero sólo ese sonido me devolvió la vitalidad, porque ya no estaba tan solo. Reorienté las antenas para intentar contactar con la Tierra y así poder despedirme, ya que no había tiempo de rescatarme. Mis reservas de oxígeno y comida no alcanzaban apenas para dos días más, en los que podía explorar la ciudad y terminar este relato de mis últimos días.

Al despertar el penúltimo día, comprobé que el curso del meteorito me acercaba más a la Tierra. Conseguí contacto con la Tierra cuando apenas me quedaban 12 horas de oxígeno, tras horas de intentos infructuosos. La señal era muy confusa, pero la radio transmitió las siguientes palabras, que no pude devolver por el terror que recorrió mi cuerpo y mi alma:

—Soyuz 1, llamando… asteroide 99942. Komarov… chocar con Tierra… fin Humanidad… Apofis.

El asteroide en el que me encontraba iba a chocar con la Tierra en horas. Por fin iba a volver a mi amada Sebastopol. Iba a morir cerca de mi bella Tanya, con el resto de la Humanidad.

 

 

(Según algunos ciéntificos, el asteroide 99942, llamado “Apofis” por un dios infernal egipcio, podría chocar con la Tierra el año 2036 a 13 Km/s, causando un cataclismo comparable a la explosión de 100.000 bombas atómicas como las de Hiroshima y Nagasaki).

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Servidores de Ramsia

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La puerta de la habitación retumbó tres veces. Era la señal que Samic Goddy había indicado al tabernero para despertarlo pero sus preocupaciones le habían impedido conciliar el sueño. Se levantó con pereza, comprobó por la ventana que era mediodía y se vistió y aseó sin especial cuidado. Al recoger el amuleto sagrado de Ramsia se estremeció y prefirió no iniciar las oraciones y rituales rutinarios. «Hoy no —pensó—, y quizá nunca más». Salió con rapidez de la habitación, indicó al tabernero que no la alquilaría de nuevo y en la calle se dirigió a un callejón apartado. Se aseguró de que nadie estaba cerca, sacó un pergamino de su chaleco y empezó a recitar en voz baja la letanía de sus arcanas runas. Se tapó el rostro mientras se iniciaba la transformación y comprobó el resultado al reflejarse en un espejo que sacó de su bolsa de piel: ahora tenía el aspecto de un humano de raza oscura que se podía confundir fácilmente con un extranjero o un comerciante. Esta imagen le permitiría cruzar la ciudad con cierta seguridad aunque el riesgo a ser descubierto le aterraba y bloqueaba su mente.

El trayecto se le hizo eterno pero por fin pudo llegar a la casa de Luvix o, como se la conoce popularmente, «La pocilga de oro»: un pequeño comercio lleno de objetos y artefactos variados con los que el irritante elfo Luvix negocia como tasador y por el que han pasado más bolsas de oro que en muchos palacios de los nobles de la región. Aunque la casa no tenía puerta de entrada siempre había para los servidores del templo de Ramsia algún acceso oculto pero en esta ocasión ningún resorte secreto funcionaba. Se extrañó, pero pocos segundos tardó en detectar una trampilla que le permitió descender unas escaleras que se dirigían al sótano del comercio y descubrir al mezquino elfo haciendo recuento de sus artilugios entre viejas estanterías. Se acercó sigilosamente a su espalda pero le sorprendió la fulminante reacción de Luvix quien, sin darse la vuelta, alargó su brazo y le apuntó con un artefacto percutor de proyectiles de pólvora. Se miraron a la cara y el astuto elfo le habló con actitud arrogante.

—No mováis ni un músculo, joven Samic —dijo amenazante— y, por favor, despojaos de vuestro disfraz.

En unos segundos, Samic Goddy hizo desaparecer el conjuro de alteración y mostró su verdadero aspecto. Joven, hijo de humano y elfa, Samic poseía la belleza de un rostro juvenil y pícaro que además cuidaba y realzaba con detalles de vestimenta y aseo impropias para alguien de su condición humilde y sus actividades delictivas. Alguien cautivador, seguro de sí mismo, pero en esos momentos con un semblante preocupado y vulnerable.

—No temáis, venerable Luvix —contestó Samic—, sólo vengo a hacer un trato.

—Oh, no, por favor, no tengo nada que temer, aunque quizá vos sí tengáis miedo, y no precisamente de este arma que os apunta. ¿Quiere vuestro templo algo de mí o, como intuyo, es un asunto personal?

—Sólo vengo a ofreceros un trato justo, necesito tres bolsas de oro inmediatamente. A cambio de algo valioso, por supuesto.

Samic sacó de su bolsa un pañuelo del que desenvolvió una daga larga, curvada, con grabados y runas brillantes en la empuñadura e insertada en una funda en la que se podía reconocer el inconfundible escudo heráldico del dueño.

—Asombroso —reconoció Luvix mientras lo sostenía en una mano—, un objeto excepcional y percibo que con cualidades extraordinarias que me gustaría descubrir. Pero no os puedo ofrecer tres bolsas, es una cantidad justa pero que ahora no puedo afrontar.

—Imposible, necesito ese oro con urgencia —reclamó Samic, recuperando una actitud más desafiante—. Debes muchos favores al templo y es momento de que demuestres un sacrificio por Ramsia. Sigues siendo un fiel servidor de nuestra diosa, ¿verdad?

—¡Oh, sí!, soy un temeroso sirviente de vuestra diosa —respondió con ironía—, aunque creo que no se puede decir lo mismo de vos, ¿o me equivoco? Estoy harto de vuestro templo de parásitos y sanguijuelas, he sido la persona de la que más os habéis aprovechado pero algún día me tomaré la revancha. Escupo sobre nuestro pacto y sobre vuestros rituales de sacrificios. Os daré vuestro oro, pero sólo porque esta daga lo merece. Además, por lo que sé, es muy probable que no os vuelva a ver.

—No os puedo confiar mis intenciones, Luvix, pero por vuestra seguridad os sugiero que no reveléis este encuentro.

—Claro, joven Samic, claro, pero vuestra cabeza tiene un precio y si yo comerciase con personas y no con objetos ya estaríais muerto. Subamos a mi despacho y acabemos con este asunto.

Tras cerrar el trato con Luvix, Samic empezó a recorrer la calle con precaución. Necesitaba provisiones, ropa y una ruta de escape para salir lo antes posible de la ciudad. Tras haberlo perdido todo y no poder volver a su casa, con ese dinero podría huir y vivir con cierta tranquilidad lejos de allí. Desconfiaba de todas las personas con las que se cruzaba ya que los servidores del templo de Ramsia eran poderosos y tenían buenos contactos, por eso debía extremar las precauciones mientras estuviese en la calle.

Mientras estaba comprando provisiones de viaje en el mercado desvió su mirada hacia una muchacha que deambulaba cerca, una joven atractiva, sonriente, vestida para atraer a cualquier hombre que pudiera pagar unas horas en una habitación. Había tratado a la mayoría de las prostitutas de la ciudad y estaba cansado de ellas pero el aspecto exótico de esta desconocida le hizo aventurarse a conocerla. Era agradable en el trato, algo ingenua y no le supuso ningún esfuerzo convencerla para acompañarlo a una habitación en una posada, daba la impresión de que estaba tan embelesada que no le cobraría ni un oro. Un pequeño riesgo, pero al menos tendría unas horas de placer para olvidarse de sus problemas y poder huir mucho más relajado. Al llegar a la posada pidieron una botella de vino y subieron a una habitación. La atractiva joven enseguida se aposentó en el camastro e invitó a Samic a disfrutar de ella. Empezó a acariciarla y besarla disfrutando de la excitación que le producía su exótico perfume. Rozando su cara, de repente Samic tuvo un sobresalto al observar que la mujer tenía la oreja izquierda mutilada. Sacó un cuchillo de una de sus botas y sujetó a la chica por la espalda.

—¿Te envía el templo de Ramsia?, ¿trabajas para ellos? —preguntó nerviosamente Samic mientras amenazaba la garganta de la muchacha con el cuchillo.

—Así es. Tus horas están contadas Samic, has de rendir cuentas con el templo.

—No lo voy a permitir. Yo voy a huir y tú vas a morir —respondió con dificultad.

—No lo creo. Voy a decirte una cosa, ¿te ha gustado la fragancia de mi perfume?

Samic no entendió el sentido de esa frase. Se sentía cansado y no podía reprimir el sueño. Cerró los ojos y sintió que la chica se zafaba de su abrazo para abrir la ventana. Lo último que oyó fue un agudo silbido, la melodía de aviso común entre los sirvientes del templo de Ramsia.

Samic se sintió mareado y advirtió que se movía con dificultad. Descubrió que estaba atado de pies y manos, suspendido en el aire, y empezó a distinguir lo que estaban diciendo las voces que lo rodeaban. «Despertadle, pero no le toquéis la cara» —ordenó una voz potente—. Al instante, sufrió un fuerte golpe en el vientre que le hizo gritar y vomitar con angustia. Trató de incorporar su cabeza y al abrir los ojos distinguió al grupo de personas que le tenían cautivo. Durthan era quien le había golpeado, un hombre que apenas podía disimular sus salvajes rasgos orcos ni ocultar en su deformada cara que le faltaba parte de su mandíbula inferior, seccionada una de sus orejas, reventada su nariz… y eso sin contar otras mutilaciones que conocía del resto de su cuerpo. Le flanqueaba Lym «El Zurdo», un veterano sacerdote que sostenía un sable con la única mano que le quedaba, un sádico que disfrutaba con el dolor ajeno y que presumía de las múltiples cicatrices que adornaban su cuerpo en honor de su diosa Ramsia. Tras ellos, vigilando la escena, se situaba Kalemis, el implacable maestro de los sacerdotes del templo, un hombre curtido durante años al servicio de Ramsia. Su cuerpo y su rostro estaban surcados de cicatrices y elementos mutilados: un ojo extraído, varios dedos de las manos cortados y otras escisiones en su carne. Su presencia imponía e intimidaba aún sin moverse o hablar.

Samic empezó a examinar la estancia y la reconoció como la Sala de Sacrificios del Templo de Ramsia, lo cual no auguraban buenas noticias. «Sacrificio, Dolor, Ira», eran las palabras que adornaban el emblema de la diosa Ramsia, una mano ensangrentada agarrando una hoja de espada, y eran unas palabras que pronto aprendían sus servidores. El acólito de Ramsia debía mostrar sacrificios por ella, experimentar dolor y, a través de él, recibir los dones de la diosa plasmados en la ira que nacía de ese dolor. En la práctica, los rituales de sacrificio físico realizados con arma de filo otorgaban al sacerdote las bendiciones de la diosa, así pues, sus servidores tenían miembros seccionados y mutilaciones por todo la anatomía; él mismo tenía numerosas cicatrices por todo su cuerpo, pero siempre que se pudieran ocultar con ropa y evitando drásticamente cualquier marca en la cara. Cuanto mayor fuese el sacrifico, mayor poder se obtenía. El templo ha usado este minoritario culto para extender una red de pactos interesados con otros poderes de la región para su propio beneficio. Gracias al miedo a este culto, los sacerdotes del templo han presionado para conseguir favores económicos y políticos entre sus contactos, y si esos favores no eran satisfechos, los servidores del templo aplicaban «sacrificios físicos» sobre las personas que incumplían o eran infieles a Ramsia.

—¿Qué sucedió ayer, Samic? —interrogó seriamente Kalemis.

—Fue un error —respondió nervioso y suplicante Samic—. Calculamos mal y nos pusimos a merced de ese hechicero. Los aprendices murieron y yo me pude salvar por segundos de una muerte segura. Su vivienda es una pequeña fortaleza llena de trampas.

—Mientes —interrumpió Kalemis—. Estabas bajo la protección de Ramsia y pudiste acabar el trabajo tú solo. ¿Has dejado de creer en tu protectora, joven sacerdote?

—No, maestro Kalemis, soy un fiel servidor de mi dama Ramsia pero esa era una misión suicida, habría muerto inútilmente.

—Eso es un insulto para el templo. Tuviste miedo, descubriste muy tarde que era un hechicero de la Orden de Taik y no impediste que murieran algunos de nuestros jóvenes servidores. Es el fuego, ¿no?, —hizo una indicación a Lym, quien recogió una antorcha y se acercó a Samic—. Los hechiceros de Taik extienden el caos y la destrucción a través del fuego. Todavía te sigue aterrando, ¿verdad?, tuviste miedo a que se te quemase tu bonita cara.

Samic no pudo contener un grito de pánico cuando Lym le acercó la antorcha al rostro. Su angustia ante el fuego siempre fue traumática y desistió de resistir más.

—Decidle que pare, maestro —suplicó— os contaré la verdad, que Ramsia se apiade de mí.

Entre sollozos, Samic explicó cómo días antes Kalemis le ordenó que protegiese a unos comerciantes que habían sufrido destrozos en sus locales y averiguase quién había sido el causante. Recibió el cometido con desgana ya que prefería asuntos que tuviesen que ver con prostitutas, proteger a alguna doncella o aprovecharse de los lujos de algún adinerado. A pesar de servir a Ramsia, Samic aprovechaba sus trabajos para el templo para disfrutar de sus placeres preferidos y lucrarse. En el asunto que le encomendaron, no tardó mucho en averiguar que el causante de los ataques a los comercios era un hechicero, y a través de sus contactos obtuvo una posible residencia de ese sujeto. Tras informar a su superior le ordenaron que eliminase al hechicero y dispusiera de varios aprendices por si era alguien poderoso. Fue anoche cuando Samic y otros cinco servidores del templo iniciaron el asalto de una antigua mansión que la mayor parte de los vecinos creía abandonada. Iniciaron la incursión por el tejado y avanzaron sin peligro por algunas estancias pero sus siguientes pasos serían catastróficos. El primer acólito cayó al recibir dos flechas de fuego en el pecho tras activar una trampa en el suelo. La siguiente trampa hizo que la joven elfa del grupo se consumiera por combustión espontánea al tocar un resorte. El miedo y el calor que inundaba esa casa empezaron a agobiar a Samic quien temía que esa misión podría ser letal para todos. De la siguiente trampa de fuego escaparon por pulgadas pero del símbolo rúnico del hechizo reconoció Samic el sello de los hechiceros de Taik. Completamente aterrado, decidió no enfrentarse a un maestro conjurador del fuego pero aparentó serenidad para ordenar al resto del grupo que avanzase por el recinto mientras él les ayudaba preparando un conjuro de protección. En realidad, Samic huyó con rapidez del lugar y dejó abandonados a sus compañeros hacia una muerte segura. Regresó a su casa, recogió una daga valiosa y algunas pertenencias más y se ocultó en una posada de las afueras.

Tras acabar su relato, Samic vio cómo se abría una puerta y entraba Iuk Xen, el líder espiritual del templo. Los tres sacerdotes le hicieron una reverencia mientras el anciano se dirigía con lentitud a su trono. El líder siempre tenía un aspecto ausente y poseía una gran muestra de marcas de sacrificio en sus carnes pero la más característica era que no tenía lengua. El líder sólo tenía como interlocutor a Kalemis quien difundía sus mensajes y órdenes de forma instantánea a pesar de no tener ningún tipo de comunicación evidente.

Kalemis volvió la vista hacia Samic y le indicó:

—Al líder y a todos nosotros nos satisface que hayas dicho la verdad. Has reconocido tu error y ahora debes realizar un sacrificio para limpiar tu alma ante nuestra dama Ramsia. Tu sacrificio debe ser excepcional, por tanto, medita qué es lo que vas a ofrecer.

Samic intentó pensar pero estaba en una situación tan desesperada que por su cabeza sólo fluía sudor y no ideas.

—Cortadme carne de la espalda o de mi torso, de donde elijáis —balbució.

—No —respondió Kalemis—, esta vez el sacrificio debe ser mayor. Respetaremos tu carita de niño pero has de elegir cortar uno de tus miembros. Te recomiendo que te acostumbres a cojear, el líder valora lo diestro que eres con las manos.

Samic intentó encontrar alguna excusa o engaño pero se sentía sin fuerzas y derrotado. Dejó su suerte en manos de la diosa Ramsia.

—Proceded —contestó resignado—, cortad mi pie derecho.

Kalemis miró al líder, hizo un gesto de asentimiento e indicó al orco que saliera de la sala. Cuando volvió, el horrible acólito traía a un joven atado y amordazado. Era el hermano pequeño de Samic.

—¡¡ Quandic !! —Gritó aturdido Samic— ¿Qué pretendéis hacer? ¡Soltadle!

—Ramsia ha hablado a través del líder y desea un gran sacrificio —replicó con tranquilidad Kalemis—. Vas a sentir un profundo dolor, querido Samic. Elegiste el pie derecho, ¿no? Adelante, Lym.

Durthan, el deforme orco, agarró al desorientado hermano de Samic y lo tumbó sobre el frío altar de piedra. Lym se acercó blandiendo su sable ignorando las súplicas y gritos de Samic y de su hermano. Con frialdad y disfrutando del momento, Lym amputó el pie del joven. El espantoso grito de dolor de Quandic se mezcló con la rabia de Samic y la risa sádica del ejecutor.

—¡Cauterizad la herida, no os quedéis parados, puede morir! —reclamó Samic, pero ninguno de sus captores intentó parar la hemorragia.

En ese momento Samic empezó a descontrolarse, se balanceó con rabia de donde estaba colgado e insultó con furia a los sacerdotes. Se le hizo eterna la agonía de su hermano, inerte y pálido en el altar desbordado de sangre, y su impotencia pasó a convertirse en desesperación y luego en ira. Su maestro se acercó y le habló cerca de su cara para aclararle las cosas.

—¿Sientes la ira abrasarte, joven Samic? Este es el resultado del sacrificio que has hecho por tu diosa. Sientes odio, furia y lo estás enfocando en mí. Te equivocas. «Sacrificio, dolor, ira», nosotros solamente hemos aclarado tu camino, ella te ha abierto los ojos. Controla tu ira y el nuevo poder que te ha sido concedido y destínalo a cumplir los deseos de Ramsia. Te vamos a liberar, Samic, vas a eliminar a ese hechicero y ofrecérselo a nuestra diosa. Gozarás de su protección. No falles al templo.

Samic apenas atendió sus palabras. Estaba aturdido pero su cabeza empezaba a adaptarse a la nueva situación. Le dieron armas e instrucciones y le enviaron a la calle. Era de noche pero no necesitaba luz para orientarse, de alguna forma estaba siendo guiado para cumplir su misión. Enseguida se encontró en la mansión del hechicero y sin ningún tipo de duda se infiltró en ella. Se dirigió sin distracciones, como hipnotizado y con la mente fija en su objetivo. Intuía donde estaban las trampas y las que se activaban eran repelidas por el halo de protección que le rodeaba. Ningún conjuro ni ataque físico le dañaba, la protección de su diosa era impenetrable. En el sótano de la vivienda encontró al sorprendido hechicero en su laboratorio. Su contraataque mágico era poderoso y destruyó parte de la habitación pero el sacerdote aguantó sin inmutarse sus hechizos de fuego. Avanzó con paso firme, desenvainó su sable y atacó al aterrado hechicero. Acuchilló y desgarró al pobre hombre con brutal saña durante largo tiempo. Pero Samic no veía en su victima la cara del hechicero sino la de su maestro Kalemis y descargó con furia toda su rabia pensando en él. «Kalemis, Kalemis, Kalemis, Kalemis, Kalemis…» era la única imagen que tenía en su mente.

Exhausto y aturdido, Samic volvió a su antigua casa a descansar y pensar. En el rellano, se encontró una escueta nota:

«Tu sacrificio ha sido recompensado, joven Samic, y el líder se siente satisfecho por tener a un servidor más poderoso en el templo porque, no lo olvides, este sacrificio te ha hecho más fuerte y más cercano a nuestra diosa Ramsia. Estás sufriendo como el resto de nosotros cuando hemos hecho un gran sacrificio pero ahora disfrutarás de más privilegios. Y, no lo olvides, sigo siendo tu maestro y superior, y sigo dirigiendo este templo. Tú me vigilarás a mí, pero yo tengo muchos más ojos vigilándote a ti. Recuérdalo.»

Samic destruyó la nota firmada por Kalemis. Por su cabeza empezaba a rondar un plan. No había descargado toda su ira y había un nombre que iba a ocupar su mente durante muchas noches.

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El guerrero más fuerte del mundo

por

El Emperador miraba desde las puertas de su palacio los millares de soldados que se desplegaban ante él en la gran plaza, engranajes precisos de la imparable maquinaria bélica de su reino. Fuera de las murallas, la multitud se extendía como un manto de hierro y madera, un arrozal de lanzas, un futuro lago de sangre. Un potencial destructivo semejante no se había visto jamás en toda la historia, y ninguno de sus enemigos se atrevería a alzarse en contra de su voluntad. Y sin embargo, el Emperador estaba preocupado, porque no tenía a quién encomendarle el mando de su ejército.

Después de mucho meditar, el Emperador entró en la sala de escribanos y ordenó que se transmitiera un bando a cada rincón de sus dominios.

—Entregaré el mando de mi ejército al guerrero más fuerte del mundo, aquel que me muestre lo que es la fuerza.

Mil plumas caligrafiaron sus palabras, diez mil más luego las copiaron y cien mil mensajeros partieron en todas direcciones hasta las fronteras del imperio.

***

Un año había pasado cuando cuatro hombres se encontraron en el camino que llevaba a la capital: Zhu Fo, el guerrero de un solo ojo, con su jian al hombro; Chen Quian, con un dan dao al cinto y las cicatrices de los brazos como testigos de sus luchas pasadas; Long Kuan, el monje de túnica azafrán, que no portaba armas, aunque la concentración de su mirada destilaba muerte a pesar de su avanzada edad; y, por último, Yeoung Sung, un extranjero venido de las tierras del sur que superaba a todos los anteriores en tamaño, con un aura de ferocidad a su alrededor que se reflejaba en la coraza de su armadura donde, en la madera labrada, tigres y dragones se enfrentaban en remolinos como olas de un mar bestial. Reconociéndose, se saludaron, midiéndose secretamente unos a otros, cada uno confiado en que al atardecer comandaría a miles de soldados.

Apenas quedaban unos pocos kilómetros para llegar a palacio cuando se encontraron con una campesina que llevaba una cesta de huevos colgada del brazo.

—Es peligroso que una campesina viaje sola —dijo Chen Quian—, ¿a dónde vais?

—Me llamo Liu Wen, y me dirijo a palacio.

—Entonces os acompañaremos, porque nos dirigimos también allí. Mi nombre es Chen Quian, y ellos son Yeoung Sung, Long Kuan y Zhu Fo, y hoy el Emperador decidirá cuál de nosotros es el guerrero más fuerte del mundo.

Así, siguieron caminando, hasta que llegaron a las puertas de palacio. Los soldados allí apostados cruzaron sus lanzas, hasta que los cuatro hombres mostraron los pergaminos firmados por los gobernadores de sus respectivas provincias, que probaban sus hazañas. Y se sorprendieron cuando Liu Wen, la campesina, también extrajo de su manga un pergamino. Pero antes de que pudieran preguntarle, un consejero apareció y los guió hasta el patio de armas.

Tras las enormes puertas se extendían en filas perfectas cien mil arqueros, diez mil soldados con escudos y lanzas, mil capitanes y cien consejeros, a los pies de los escalones que ascendían unos metros hasta una tarima en la que, sentado sobre unos cojines, aguardaba el Emperador, vestido de seda verde, como una estatua de mármol ataviada con un río de jade.

El Emperador miró a los cinco y dijo:

—Bien, mostradme lo que es la fuerza.

—Yo seré el primero —dijo Zhu Fo, y se dirigió a los sirvientes—: traedme aquella estatua de Zhongli Quan.

Frente a él colocaron la estatua de madera de níspero que había estado reposando cien años junto a la puerta del patio. Tras observarla unos instantes como un cíclope absorto, Zhu Fo desenvainó lentamente su jian. La hoja se balanceó como una caña de bambú cuando la alzó por encima de su cabeza, y cuando descendió ni siquiera hizo ruido al cortar el aire. El guerrero volvió a envainar, y con un ligero toque en la frente del inmortal de madera la cabeza cayó, deslizándose sobre la diagonal mortífera que había trazado en su cuello.

—No está mal —sonrió Chen Quian mientras desenvainaba su dan dao y lo hacía danzar en círculos para desentumecer los hombros—, pero no va a ser suficiente.

Chen se acercó a la estatua decapitada y apoyó el filo de su arma sobre el cuello cercenado. Comenzó a respirar pausadamente, cada vez de manera más profunda, como si se acompasara con la respiración del universo, y con la última exhalación empujó el dan dao hasta el suelo, seccionando los restos de la estatua en dos mitades, que se separaron como las alas de una mariposa.

Entonces fue Long Kuan quien se acercó al centro del patio:

—La madera es fácil de astillar. Traedme una estatua de piedra.

Los sirvientes entonces bajaron de su peana un dragón que decoraba una de las balaustradas de la escalinata, y lo colocaron frente al monje; su cuerpo moldeaba eses de más de un pie de grosor. Long Kuan lo miró, juntó las manos y cerró los ojos, giró la cadera atrasando el pie derecho, y lanzó una patada al costado de la figura. La piedra, como si hubiera sido golpeada por un ariete, se resquebrajó en mitad de una nube de polvo y esquirlas, y quedó repartida por el suelo en varios pedazos.

Los soldados y consejeros se mostraban sorprendidos, aunque el Emperador parecía ausente, como atendiendo a un espectáculo que no era de su agrado.

Entonces Yeoung Sung se acercó a lo que había quedado del dragón.

—Aparta, anciano —dijo a Long Kuan.

Seguidamente recogió del suelo la cabeza del dragón y la sostuvo entre sus palmas. Sus brazos comenzaron a temblar por el esfuerzo de comprimirla, una fina gota de sudor se deslizó por su cuello, y entonces una grieta comenzó a dibujarse en la frente de piedra, seguida de un sonido de fractura, y por último, como rendida por el esfuerzo de oponerse a una marea, la figura se convirtió en una lluvia de grava.

Todos los presentes abrieron la boca ante la proeza.

—Sólo quedas tú, campesina —dijo Yeoung Sung.

—Necesito una tabla de madera, que no sea muy grande —pidió a los sirvientes—; y un poco de tu ayuda —dijo Liu Wen al hombretón.

Los sirvientes le trajeron una sencilla tabla de las que los escribanos inferiores empleaban para apoyar sobre sus rodillas. Liu Wen pidió a Yeoung Sung que sostuviese aquella delgada tabla, de apenas dos dedos de grosor. Sung miró de reojo a los guerreros allí reunidos con una sonrisa de complicidad, mientras estos se reían:

—Hasta un niño podría partir un trozo de madera así —dijo Chen Quian.

A pesar de ello, Sung cogió la tabla y la sostuvo con ambas manos frente a sí.

Liu Wen entonces dejó en el suelo su cesta, y sacó uno de los huevos. Lo agitó junto a su oído, lo devolvió a su lugar, cogió otro, lo agitó y entonces se colocó frente a Sung y la tabla. Rodeando el huevo con sus dedos, respiró profundamente, y lanzó el puño con la velocidad de un parpadeo. La tabla se partió en dos, la armadura de Yeoung Sung con sus tigres y dragones se partió en dos, y el propio Yeoung Sung cayó al suelo.

Los espectadores aún estaban sorprendidos cuando Liu Wen abrió la mano. El cascarón del huevo estaba primero intacto, luego pareció agitarse, y unos segundos después se resquebrajó y se oyó el piar de la criatura que acababa de nacer.

Entonces Liu Wen se dirigió al Emperador:

—Romper una madera o derribar a un guerrero no es más que brutalidad. Proteger algo tan frágil como esto —dijo mostrando el polluelo que sostenía en la palma de su mano—: eso es la fuerza.

Y el Emperador entonces sonrió, y nombró a Liu Wen general de los ejércitos.

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No apagues la luz

por

No, no apagues la luz. No, no tengo miedo a la oscuridad, pero sí a lo que pueda ver cuando luego la encienda. ¿Desde cuándo? Desde que tenía cinco años, hace mucho tiempo ya.

El pueblo en el que me crié era muy pequeño, perdido en medio de la Mancha, donde no había mucho salvo el ayuntamiento, la iglesia y un bar. Mi padre había heredado una casa cuando mi abuelo murió y su legado se repartió, y era una casa de esas de muros gruesos, dos pisos y bodega, con una escalera estrecha que subía a los dormitorios. No la recuerdo más que de una forma vaga, porque después de lo que ocurrió mi familia se mudó lejos.

Una noche mis padres iban a cenar con mi tío Alberto y su mujer. Como ellos no tenían hijos, me dijeron que tendría que quedarme solo unas horas. «Pero me da miedo, hay un loco suelto.» Aquella noticia era el alimento de las conversaciones morbosas del pueblo. Habíamos oído por la radio que hacía dos días un loco se había escapado de un manicomio que había a unos kilómetros del río, y la guardia civil todavía lo andaba buscando. Sí, era una época en la que se llamaba «manicomios» a los manicomios, y a los locos, «locos». «No te preocupes», dijo mi padre, «cerraremos bien la puerta y no tardaremos mucho. Además, te dejamos con Nora». Nora era nuestra perra, una pastor alemán hermosísima, que solía dormir en una silla de mimbre que había en mi cuarto. A pesar de que me eché a llorar, mis padres no cedieron. Mi padre siempre decía que tenía que ser valiente. Empezaba a oscurecer cuando salieron por la puerta.

No sé cuánto tiempo pasó hasta que me fui a la cama, pero tuvo que ser mucho, porque ya era noche cerrada. El viento parecía susurrarme al otro lado de la ventana. Yo era un niño, así que encendí la luz de las escaleras para ir a apagar la del salón, y la del pasillo para apagar la de las escaleras, y la de mi cuarto para apagar la del pasillo. Y luego llegó el momento de apagar la luz del cuarto para ir a la cama, dos metros que cuando no me llevaba mi madre de la mano siempre me daban pánico. No tenía lámpara en la mesilla, así que tenía que hacerlo en la oscuridad. Lo que hacía era darle al interruptor y correr a la cama, aguantando la respiración, hasta esconderme bajo las sábanas. Y, como todos los niños, cada vez que lo hacía tenía la sensación de que había estado a un segundo de que algo me agarrara del tobillo. En cuanto me tapaba me quedaba totalmente inmóvil. Mi hermano mayor, el que había muerto poco antes, siempre me decía «si te quedas quieto, muy quieto, los monstruos no saben dónde estás». Así que aquella noche me quedé quieto, muy quieto. Y a pesar de que los oídos parecían pitarme de la intensidad con la que buscaban cualquier ruido extraño, al final me quedé dormido.

Pero me desperté. O más concretamente, tenía la sensación de que algo me había despertado, tal vez una advertencia en mi sueño.

Sólo una rendija de la luz de las farolas entraba por encima de las cortinas, y se proyectaba justo encima de la cara del crucifijo que había colgado en la pared, cuyo Cristo, en su siniestra iconografía, parecía retorcer aún más el rostro. Pero a pesar de lo inquietante que me parecieron los dos ojos pintados que me miraban tan fijamente, había algo más, lo sentía como una presión en el pecho que me avisaba, como a todos los animales que son presas, de que algo ocurría, que de alguna forma una presencia en la casa la teñía con una amenaza. Durante mi sueño me había destapado un poco, y tenía un pie fuera de las mantas. Lo notaba helado, pero no me atrevía a moverme, ni siquiera me atrevía a respirar muy fuerte por si el ruido atraía a lo que fuera que estaba allí, en alguna parte, tal vez acechando ya en la escalera. Los minutos pasaban, y a cada latido esperaba que algo informe saltara sobre mí.

La puerta se abrió, muy suavemente, y oí unos jadeos, y luego oí cómo cedían las cañas de la silla de mimbre. Quería decir «Nora, ven», notar su peso junto a mi cuerpo que era lo más frágil que existía en ese momento, quería notar el tacto de su pelo, la defensa  de su musculatura. Pero no me atrevía siquiera a despegar los labios. Pasaron unos minutos, su jadeo parecía un poco más lento, pero tenía un matiz expectante. Y entonces empecé a oír otro ruido, un goteo, ploc, ploc, ploc, que parecía venir de todas partes y ninguna.

Los minutos pasaban agónicamente despacio. Y mi imaginación empezaba a jugarme malas pasadas, de esa manera en que en la penumbra la oscuridad perece llenarse de manchas de tinta que bailan y se amalgaman y se devoran. La cara del crucifijo parecía fluctuar, y una y otra vez me parecía ver que giraba la cabeza unos milímetros. Y yo apretaba los ojos con fuerza prometiéndome no volver a abrirlos, pero no lograba aguantar y miraba de nuevo, y la madera parecía viva y que su boca se estremecía. Y el ploc, ploc, ploc insistente parecía adaptarse a mis latidos. Un sudor frío empezó a cubrirme la frente, el cuello y el pecho, pegándome a la piel el pijama.

No pude evitarlo. «Si te quedas quieto, muy quieto, los monstruos no saben dónde estás.» Pero me moví. Apenas fue un centímetro, intenté esconder el pie en silencio. Y me volví a quedar petrificado cuando noté que Nora había parado de jadear, como si hubiera percibido también la presencia que yo notaba, como si se hubiera dado cuenta de que ese minúsculo desplazamiento había alertado a lo que sea que merodeaba por el pasillo. Noté cómo se acercó a mi cama y me olisqueó el pie, como si quisiera corroborar que efectivamente aquello había sido lo que nos había descubierto. Después volvió a jadear un poco, como desasosegada, y luego empezó a lamerme el pie, como si quisiera curarme una herida futura.

Ploc, ploc, ploc. Era lo único que oía de verdad entre los pasos que imaginaba acercarse haciendo crujir el viejo parqué. La respiración caliente de Nora acariciaba mi pie y su baba se deslizaba entre mis dedos. No paraba de lamerme, y por un momento el terror me invadió cuando pensé que quizás intentaba decirme algo, tal vez me estaba pidiendo que me levantara y que la siguiera a un lugar seguro. Pero el miedo me atenazaba, imaginaba que en cuanto pusiera un pie en el suelo una mano surgiría de debajo de la cama y me arrastraría a la negrura. Y aquel goteo cada vez se hacía más penetrante, más contundente, como marcando una cuenta atrás.

Como el tiempo es informe, pasaron minutos u horas, una duración indeterminaba remachada por la gota, la lengua de Nora, la cara del crucifijo. El intervalo más largo de mi vida. Y quería incorporarme y abrazar a la perra y correr a la calle, y mi cuerpo me había abandonado, aún más aterrado que yo mismo. Empecé a llorar sin hacer ruido. Fue en ese instante cuando todo se precipitó.

Oí la puerta de la calle que se abría.

«Mamá», querría haber gritado, lo grité en mi mente una y otra vez, pero ni siquiera me salió un murmullo.

Ploc, ploc, ploc.

El sonido de las llaves que mi padre dejaba siempre colgadas de la escarpia junto a la puerta de la casa.

Los ojos de madera que seguían mirándome.

—Mamá —susurré para las sábanas.

Los lamidos de Nora que se hicieron un poco más rápidos, como suplicantes, tras un segundo de pausa.

Las lágrimas que seguían escurriéndose por mi cara.

Ploc, ploc, ploc.

El roce de los abrigos de mis padres, el tintineo del perchero.

La cara labrada que parecía agonizar un poco más.

—Mamá —volví a susurrar con la garganta seca.

Nora seguía rozándome con su lengua.

Dos pequeños charcos marcaban mi almohada.

Ploc, ploc, ploc.

Un sonido como de vasos en la cocina.

Un brazo de madera que por un momento pareció oscilar.

—Mamá —muy tenue, como tras un velo de terciopelo.

Nora se detuvo a escuchar mi voz.

Mi respiración entrecortada, mis ojos inflamados sin ver nada.

Ploc, ploc, ploc.

El silencio en la planta de abajo porque tal vez me habían oído.

La boca de madera parecía querer decirme algo.

—Mamá —y esta vez pude oírme.

Nora que volvía a lamerme, con más urgencia.

Mi corazón que saltaba.

Ploc, ploc, ploc.

La luz de la escalera, las pisadas en los escalones.

El pecho tensado por la crucifixión respiraba.

—¡Mamá! —grité por fin, con la potencia de la desesperación.

Los lamidos de Nora que se volvieron frenéticos.

El olor de mi propio sudor.

Ploc, ploc, ploc.

Las zancadas precipitadas de mis padres.

Las gotas rojas bajo la corona de espino se deslizaban.

—¡Mamá!, ¡mamá!

La lengua de Nora.

Mis ojos que intentaban aferrarse a la rendija de luz del pasillo que ya entraba por la puerta.

Mis padres que entraban en la habitación.

Entonces mi madre encendió la luz, grabándome dos imágenes para el resto de mi vida. Una fue la de Nora en la silla de mimbre, con una herida en el cuello de la que la sangre goteaba haciendo ploc, ploc, ploc. Y la otra, la cara del loco que me lamía el pie.

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De quién será la cara

por

Despiertas inquieto, incapaz de recordar las imágenes que te han arrancado de nuevo a la conciencia. Parpadeas intentando forzar a tus ojos a que se ajusten a la oscuridad, pero la tenue luz de las farolas que entra por la ventana apenas te permite distiguir las formas que pueblan la habitación.

Escuchas el suave rumor de la respiración de tu mujer a tu lado. Desvías la mirada y puedes percibir la curva de su cadera bajo la sábana, la claridad de la piel de su espalda y su hombro, la masa de pelo sobre la almohada.

Respiras profundamente, intentando calmarte, luchando por desprenderte de la sensación de que aquello que te observaba en el mundo onírico te ha seguido hasta aquí. La pesadilla no es más que una impresión desdibujada sin ninguna imagen concreta asociada.

Entonces lo ves.

Al principio piensas que no es más que una proyección, tu mente intentando dar sentido a las manchas de sombra informe que te rodean. Pero no es así, y no te atreves a moverte cuando por fin la mancha clara rodeada de negro se perfila y ves el  vago rostro asomado al vano de la puerta. Más que una cara es un esbozo, unos pómulos sugeridos bajo la oscuridad de las cuencas, algo como una fina línea es su boca.

Los segundos —o los minutos— pasan con la cadencia de un goteo, mientras sientes que esos ojos que no puedes ver te escrutan.

Y abres la boca, pero de tu garganta no sale ningún sonido. Y quieres levantarte, pero tu cuerpo es una losa inerte. Y quieres cerrar los ojos, pero no puedes apartar la mirada de ese rostro indefinido.

A tu lado tu mujer se mueve en sueños. Se gira hacia tu lado, y puedes sentir la calidez de su aliento en el hombro.

Tú no puedes apartar la mirada del vano de la puerta.

La respiración a tu lado cambia, y crees que ella está despierta. Quieres advertirla, pero tu cuerpo parece ajeno y no responde a tus órdenes.

La cara desde la puerta parece entreabrir los labios.

Entonces un ruido quiebra el silencio, un coche acelerando en la calle. Sus luces recorren la pared, otorgando consistencia a cada objeto sobre el que se posan.

Y la cara de la puerta queda desvelada.

Y es la de tu mujer.

Y el siguiente segundo se vuelve eterno, cuando tu cuerpo se queda paralizado y tus músculos parecen ateridos de frío y el sudor te empapa el cuello. El segundo en el que, sin atreverte a girarte te preguntas de quién será la cara que, a tu lado, en este preciso instante te está mirando.

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Un puñadito de siglos

por

Los delfines no siempre han sido delfines. Primero fueron peces, luego animales terrestres, más tarde —y esto no lo sabe todo el mundo— fueron personas y, por último, se convirtieron en delfines tal y como ahora los conocemos. Ésta es su historia.

Eran peces, vivían en la profundidad del mar, sometidos a peligrosos depredadores que evolucionaban de un siglo para otro y se volvían más y más voraces intentando ser los amos y señores del océano. El tiempo de la Tierra es tan gigantesco que antes un siglo era como un segundo, la vida se transformaba sin cesar añadiendo a la generación siguiente cuanto le faltaba a la anterior, creando seres con formas imposibles, con un aspecto tan extraño que ni siquiera nuestra imaginación podría concebir. Algunos de ellos aún habitan los fondos abismales, testigos de un pasado que continúa sucediendo, y otros los tenemos delante de los ojos: por ejemplo, un pulpo.

Así que aquellos peces decidieron irse a la tierra, en busca de un alimento menos arriesgado, pues la mayoría de las veces acababan siendo ellos mismos el alimento en cuestión. Poco a poco, en un puñadito de siglos, fueron asomando la cabeza por las playas, aventurándose en aquel elemento virgen, donde hacía apenas diez millones de años que los dinosaurios habían poblado por completo antes de extinguirse, y un día descubrieron que sus aletas ya no eran aletas, sino patas, y que caminaban a trompicones balanceándose de un lado para otro por un lugar inhóspito, sólido, donde el peso de su cuerpo ya no era sostenido por el agua, donde cada paso dejaba un rastro que perduraba en la arena. Allí vivieron comiendo hojas, moluscos y, de vez en cuando, unos pequeños, pintorescos y escurridizos animalillos llamados insectos.

El tiempo nació en el seno del viento y como el viento pasa sin parar. Aunque le pongas una pared el viento sigue su curso, buscando un camino por las rendijas. Y con el tiempo, aquellos animales que fueron peces se irguieron y caminaron a dos patas, así podían llegar a los frutos más altos. Y en lugar de tomar los frutos con la boca, los agarraron con sus manos. En ese momento algo se despertó dentro de su cerebro, quizá una esencia muy antigua que ya existía cuando el universo entero estaba concentrado en un punto no mayor que una mota de polvo. Se contemplaron unos a otros y comprendieron que se estaban mirando mutuamente. Su cerebro recorrió, en un segundo, toda la profundidad de su mente y descubrieron que su mente era tan inmensa como el universo lleno de estrellas que observaban asombrados. De esta manera surgió la primera criatura inteligente que hubo en nuestro planeta.

Aquellos que llegaron a convertirse en torpes animales terrestres con forma humana habían entendido que era más ventajoso ser mamíferos, sentir el calor de una madre les hacía fuertes. Y aquellos que antaño fueron peces crearon herramientas y con ellas construyeron casas, levantaron puentes sobre los ríos y cavaron acequias. Aprendieron a defenderse, entre otras amenazas de largos dientes, de esos pintorescos animalillos que ahora eran más grandes y resultaban temibles armados con aguijones y venenosos apéndices. Sus edificios apuntaron al cielo, elevándose con la sinfonía de su esfuerzo y su sabiduría. Crearon ciudades y lenguajes, música, maquinarias, ciencia, dando lugar a una poderosa civilización. Todavía retumban los ecos de su nombre envuelto en suposiciones y misterios. Nosotros nos referimos a ese lugar como la Atlántida y, aún hoy, nadie sabe dónde se hallan sus restos. Su esplendor les llevó a poder tocar las nubes con la yema de los dedos, asomados a un balcón. Ahí comenzó su desgracia; justo ahí, empezó su ruina.

La ambición y el rencor, la incomprensión, los convirtió en extraños a su propia naturaleza. Entablaron luchas por ideas que se mezclaban con la locura, obligando a otros a ser tan locos como ellos, quisieron parecerse a esos primitivos depredadores que pretendían erigirse en los amos y señores del mundo, llegaron a matar y esclavizar a sus semejantes. Pervirtieron sus necesidades, lo que antes podían tomar sencillamente con sus manos, forjando armas capaces de arrebatar un trozo de pan a quien tenía hambre, a costa de su vida. Crearon órdenes y normas para sofocar su propia crueldad, complicados sistemas financieros que permitían hacer grandes fortunas sin trabajar siquiera, olvidando que todos habían puesto, de una manera o de otra, una pequeña parte de su esfuerzo en cada ladrillo de las altísimas y bellas torres que los observaban: desde allí, desde un balcón en el ombligo de las nubes, parecían simples hormigas apresuradas correteando por un hormiguero.

Se autoproclamaron hijos de una entidad suprema, con la soberbia creencia de que se les antojaba pequeño el universo infinito como para haber surgido de él unos seres tan perfectos como ellos. Tan perfectos que algunos se atrevían a asesinar incluso a niños, o a dejarlos morir, como las más fieras de las más feroces alimañas. Su maravillosa civilización consintió que sucedieran atrocidades innombrables. Y pagaron un precio: el tiempo comenzó a colarse por sus poros, y se hicieron viejos nada más haber nacido.

Aquellos que fueron peces, que fueron animales de la tierra, que fueron humanos, se reunieron un día en una gran plaza. Se volvieron a contemplar, tristes, cansados, llenos de ira y de dolor. Las estrellas habían huido de su mente y estaban tan lejos que sólo eran minúsculos destellos de luz. Los días sucedían entre el aburrimiento, la culpa, la enfermedad y las preocupaciones: lo tenían todo para intentar ser felices, y se obstinaban en ser unos desgraciados. La vida les oprimía, la muerte ocupó el lugar del firmamento dentro de sus sueños. Los relojes atronaban con su ritmo quejumbroso en el ámbito de los muros que les rodeaban y que ellos mismos habían construido.

Se volvieron a mirar en silencio, durante unos segundos tan largos que semejaban siglos, y entonces, sin decir nada, se vieron otra vez unos a otros. Las lágrimas brotaban de sus ojos arrugados, en sus pechos palpitaba un antiguo afecto mutuo. Comprendieron que habían perdido lo que más amaban, lo que le otorgaba el más ínfimo sentido a su existencia: La libertad.

Y no hallaron otra razón para seguir viviendo. Abandonaron su lenguaje, porque quien usa palabras puede mentir, y se comunicaron con sonidos puros, como los niños pequeños, a los que todos entienden aunque nadie sepa lo que están diciendo. Derribaron esas madrigueras en las que se habían encerrado, socavaron los cimientos de sus torres colosales, hundieron su mundo en las entrañas de los abismos y se lanzaron de nuevo al mar.

Les daba miedo regresar al océano oscuro y frío, plagado de peligros, bello y salvaje a partes iguales. Pero en un puñadito de siglos sus piernas y sus brazos se transformaron en potentes aletas, su cuerpo se adaptó para no ofrecer resistencia al agua y encontraron el mayor placer y la mejor defensa en la velocidad, volando por debajo y por encima de las olas. Salpicaron la superficie del mar inmenso a lo largo y ancho del planeta con sus cabriolas, sonriendo, libres, respirando el dulce oxígeno que tanto les había gustado en su breve aventura por la tierra firme, amamantando a sus hijos para conservar la fuerza del amor. Y se inventaron un lenguaje sin palabras a salvo de las mentiras, capaz de llegar a mil kilómetros de distancia.

Algunos de ellos, poseídos por el temor, se quedaron y huyeron por otros parajes, tierra adentro, y se acabaron convirtiendo en bestias de dos patas que andan aún por este mundo.

Los delfines nos contemplan a nosotros, nos acompañan en nuestros viajes por el mar, comprenden lo que nos sucede. Estamos empeñados en tratar de entenderlos y quizá deberíamos pensar que para eso es necesario que primero nos entendamos a nosotros mismos. Ellos esperan, saben que algún día cuando pase un puñadito de siglos no tendremos, sobre todas las cosas que podamos poseer, un deseo más grande que ser libres.

Y que, quizá, siendo criaturas inteligentes, hagamos como ellos.

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La niña sirena

por
Hacia el vasto mar
del País de los Sueños,
donde le viento no tiene dueño
y en sus brazos las aves se dejan llevar,
parte con la primera luz
un pescador de morena tez
y mirada azul,
en busca de algún pez
con que estrenar
su red,
pues, cansado del azuelo,
decide remontar
el vuelo
sobre las aguas verdes,
allí donde el horizonte se pierde.

En la playa lejana
una niña se descalza sobre la arena,
como cada mañana,
metiendo los pies en el agua,
soñando con ser sirena,
de hermosa cola
iridiscente,
con escamas relucientes 
brillando entre las olas.

Un amanecer empañado por la bruma
el marinero
despliega las velas,
preparado para surcar la espuma
y trazar estelas
usando como lapicero
las paletas 
de sus remos.
Aprovechando la marea
se dispone a zarpar
cuando descubre por azar
a la niña que pasea
por la orilla de la mar.
Con el agua besando sus rodillas,
se arrebolan sus mejillas
al verse sorprendida
y aunque desea
emprender la huida
se queda esperando
porque le dice el instinto
que hay algo distinto
en esos ojos
que la están mirando.

Y hasta el Sol rojo
de levante
reman juntos
en la azul inmensidad.
Convertidos en un punto
de brillante
oscuridad
se les ha hecho de noche
bajo la Luna como broche
de diurna claridad.
Arropados por las estrellas
el marino
y la doncella
escriben su destino
sobre las aguas violetas,
extrañamente quietas...

El océano, en tal instante,
envía un temporal
que pondrá final
al romance del navegante
y la muchacha de piel
de coral
y largos cabellos de miel.

De la constelación de Perseo
cae fugaz un astro,
dejando un hermoso rastro
al que la niña formula su deseo
de entregar por entero su alma
al océano ya en calma
como hija de Nereo.
En ese mismo momento
se abre una brecha 
en el firmamento
y Orión el Cazador
dispara una flecha
en forma de ígneo resplandor
que funde con su calor
las piernas, envueltas en llamas,
en lustrosas escamas
de color.

Cuando todo concluye
y termina la locura,
iluminada por una brillante
luz espectral
que fluye
hacia su palpitante
aleta caudal,
se yergue la nueva criatura
que ha nacido del fuego y la sal,
y se desprende con ternura
del abrazo
del pescador
para entregarse a sargazos
y caracolas,
y a la fuerza del amor
de las olas.

Como aquellas que moraban
entre la isla de Circe 
y el escollo de Escila,
aquellas que embrujaban
argonautas como Ulises,
con su voz encandila
los oídos de aquel hombre de mar
que cada noche la espera
a bordo de su esquife,
más allá de la barrera
del arrecife,
sólo para oírla cantar, 
a la luz de la luna llena,
y ver ondear
su melena
con la brisa
del amanecer,
y su cola de sirena,
que el Sol irisa,
antes de desaparecer
con su sonrisa 
de ensueño
bajo el vasto mar del País de los Sueños.

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Memorias de un eterno sidekick

por

A lo lejos, lo más llamativo de su figura era una larga gabardina de color rojo intenso que resaltaba en las nevadas calles de Brooklyn. Prácticamente del mismo tono que su ondulada melena pelirroja. Se detuvo ante un cajero automático y retiró una buena cantidad de billetes. Pero era tan impulsiva como despistada. Cuando iba a cruzar la calle, la buena mujer que estaba esperando tras ella en el cajero la detuvo y le entregó tres billetes de quinientos que había olvidado recoger en la ranura. Aún recuerdo las palabras que me llegaban a través del dispositivo de escucha.

—Gracias por el favor, cualquier otra persona se hubiera guardado el dinero y no se hubiera molestado en ayudarme —comentó la mujer de rojo a la señora.

—No hay de qué —contestó la señora, algo tímida y expectante a una posible recompensa.

—Me gustaría preguntarle algo, si no le importa, ¿conoce usted la historia del terrorista compasivo?

—No, creo que no —respondió la mujer algo extrañada.

—Venga, mujer, seguro que sí. Habrá oído el cuento de que algún amigo o un familiar se ha topado con un desconocido a quien ha ayudado desinteresadamente y que ese extraño le agradece el gesto advirtiéndole de que no haga ciertas cosas o no vaya a ciertos sitios porque podría poner en peligro su vida. Y que al final averigua que ese tipo es un peligroso terrorista y que le ha puesto en aviso de un ataque inminente. ¿De verdad no le suena?

La mujer puso en ese momento cara de espanto y sus manos y su voz empezaron a temblar.

—Tengo prisa, lo siento, creo que no la conozco.

—Yo creo que sí. Yo soy la terrorista compasiva.

En ese momento, la mujer de rojo sacó una Smith & Wesson de la gabardina, acercó el cañón a sus labios, lo besó y apuntó en el pecho a la aterrada señora. Los dos impactos a bocajarro hicieron desplazar a la pobre mujer cinco metros. Ella, la mujer de rojo, a la que el público americano conocería los siguientes años como Liberty Jet, salió volando envuelta en su ardiente aura de energía. A pesar del devastador poder que controlaba, le encantaba asesinar de cerca y a sangre fría. Sin ningun motivo y siempre rodeada de testigos. […] eran las semanas siguientes al 11–S y ella quería convertirse en la terrorista número uno de América. Había cometido terribles matanzas pero para nosotros era la prioridad número uno reclutarla. No fallamos, ya que Liberty Jet ha sido un recurso valioso en la lucha contra la Jihad Absoluta y otras amenazas globales de principios de siglo. […] fueron mis últimas misiones de campo, casi en mi jubilación tuve que desempolvar mis trajes de batalla para tutelarla y que esa fuerza de la naturaleza no se descontrolase.

[…] y por supuesto que he tenido que reclutar a delincuentes, asesinos en masa y verdaderas armas de destrucción masivas vivientes. ¿Qué harías tú mismo si tuvieras control sobre el fuego, sobre campos de fuerza, sobre ondas de choque…? Yo creo que es obvio: provocar incendios, terremotos, derrumbe de edificios, radiación…

(Capítulo 19: Los nuevos poderes del siglo XXI)

La bomba atómica hizo ganar la Segunda Guerra Mundial a los Estados Unidos en el Pacífico. Pero en Europa, la guerra se la hicieron ganar los espías. Contactaron con Klaus y conmigo a finales de 1943. Tuvo mucho mérito porque, aunque éramos unas figuras públicas desde principios de la guerra, a mediados de ese año estábamos dentro del más alto escalafón del rango militar de la Wehrmacht y en las misiones especiales bajo el mando directo de la jerarquía de las SS. […] pasamos de ser figuras propagandísticas y de exaltación del régimen a elementos indispensables del frente de guerra.

A finales del 39, apenas unos adolescentes, fuimos los dos involuntarios elementos de unos experimentos genéticos que los científicos nazis realizaron para optimizar el futuro de la raza aria. Klaus acabó teniendo una constitución sobrehumana y una fuerza descomunal en sus músculos. Yo obtuve una resistencia inigualable. Gracias a esos resultados podía realizar esfuerzos físicos sin cansarme en absoluto, correr sin ninguna pausa y resistir temperaturas extremas de frío y calor. Ni siquiera me iba a resultar indispensable dormir. Y mi cuerpo adquirió un metabolismo especial que me ha hecho tener el mismo aspecto desde entonces, el de un muchacho de dieciséis años. Klaus y yo nos convertimos en el emblema de la superioridad racial aria. Hacíamos demostraciones físicas y acrobacias en las manifestaciones del partido y levantábamos el ánimo de las tropas en los campamentos. Al otro lado del charco, intentaban ridiculizar nuestras proezas y las publicaciones americanas nos bautizaron con llamativos nombres. Klaus era el omnipotente Lord Panzer y yo era su fiel compañero, Aryan Boy. En sus revistas nos caracterizaban como villanos que se enfrentaban a sus patrióticos héroes imaginarios. Eso incluso envalentonó al régimen en Berlín y nos hizo más populares aún. Pero las complicaciones en el frente del Este obligaron a que nos movilizaran al combate. No nos gustó nada ya que, a pesar de la manipulación que hacía de nuestras figuras el Reich, ni Klaus ni yo nos identificábamos con los nazis. Empezamos a participar en misiones contra los soviéticos en las que nuestras habilidades eran cruciales. Hasta que se cruzó con nosotros un alto enlace militar del Reich que trabajaba secretamente para las filas de los Aliados.

El hombre era absolutamente clarividente de cómo iba a transcurrir la guerra en los dos próximos años. Atisbaba un inevitable colapso del Reich en un futuro cercano y lo que quería de nosotros era que entorpeciéramos los avances del incómodo aliado rojo y que facilitáramos la invasión de los aliados en el frente occidental. A cambio, al final de la guerra se desvincularía nuestro pasado de los nazis y disfrutaríamos de un privilegiado estatus de refugiados. Además, nuestras habilidades especiales eran codiciadas por el equipo de científicos genéticos del segundo proyecto Manhattan. Así pues, si la Wehrmacht destinaba a Lord Panzer y a Aryan Boy al frente ruso, nos dejábamos la piel para que las misiones triunfaran y no avanzaran los tanques soviéticos. Si nos destinaban en el frente occidental, saboteábamos los recursos alemanes para que los ingleses y la resistencia francesa pudieran abrirse paso. […] corrí de noche, durante horas, por playas de Normandía para enterrar en las arenas unos instrumentos que señalaran las coordenadas secretas que facilitarían el desembarco. Al amanecer, corría de vuelta a mi campamento mientras rugían en el cielo los paracaidistas y los bombarderos.

[…] nos condecoró, en una ceremonia secreta, el presidente Truman en el Despacho Oval. Y la nueva agencia de seguridad iba a encargarnos que fuéramos la nueva fuerza popular contra el comunismo. Klaus, con su enorme cuerpo y su potencia física, simbolizaría el nuevo poder militar de América con el nombre en clave de Fat Man, igual que una de las dos bombas atómicas que estallaron en Japón. Yo tendría un aspecto de joven ágil y dinámico y representaría la nueva fuerza del capitalismo y los valores americanos. Sería Marshall Lad, en homenaje al plan económico que impulsó a Europa Occidental.

[…] participamos de lleno en la mayoría de las misiones de la auténtica Guerra Fría, como la batalla por repeler la invasión de los superagentes estajanovistas de Stalin sobre Hawai o la detonación por accidente de una bomba de Hidrógeno en los Urales que trajo como inesperada consecuencia diplomática la entrega de Cuba a la Unión Soviética. Y, sin duda, la más audaz, la participación en la única alianza en la que unimos fuerzas con los soviéticos para iniciar una guerra nunca declarada contra la pujante e imperialista China de postguerra y que terminó con la suplantación de Mao por un impostor que habíamos entrenado en Langley. Unos hechos que nunca serán admitidos oficialmente ni se plasmarán en ningún libro de Historia. Se nos debería otorgar el mérito, por lo menos, de retrasar cincuenta años el despegue productivo chino.

(Capítulo 5: El orígen de una nueva era)

Nuestra caída en desgracia en la agencia fue un proceso largo y penoso. Toda la paranoia generada por la «caza de brujas», la cruzada del senador McCarthy y el Comité de Actividades Antiamericanas destruyó la vida de muchos buenos americanos.

[…] mucha gente que vivió esa época recordará a los infames AMH (America’s Most Hated), una extraña organización criminal a la que se culpaba de actividades terroristas y de sabotajes en el mismo corazón de América. […] Klaus y yo destapamos el montaje que había fabricado la CIA para culpar a los enemigos políticos de entonces de las actividades de los AMH. […] los liberales, los pacifistas, los comunistas, los hippies estaban en el punto de mira de la clase dirigente. […] reunimos las pruebas que demostraban que nuestros servicios secretos financiaban y dirigían las acciones de AMH para manipular y fomentar una situación de alarma social en la población civil.

[…] mi camarada Klaus se suicidó, victima de la depresión, antes de celebrarse el juicio, totalmente abatido por las falsas acusaciones de traición a la patria.

(Capítulo 12: El pueblo americano contra los héroes)

Después de los oscuros años en la clandestinidad y del juicio que rehabilitó mi reputación y mi inocencia, ya detallado en el capítulo anterior, me mudé con mi esposa a New York e inicié una etapa de reflexión sobre mi futuro y mi servicio a la nación.

[…] unos meses más tarde, fui convocado a una reunión en un hotel de Manhattan. Un grupo de cinco personas, serias y elegantes, se presentaron como representantes de un consorcio de empresarios y figuras prominentes de la ciudad que buscaban un objetivo común: erradicar la delincuencia de Nueva York. […] ninguno se extrañó que estuvieran en presencia de alguien que aparentaba apenas quince años ya que conocían al detalle todo mi historial militar confidencial. Sin duda eran gente poderosa. A mediados de los 70 la vida en las calles era lo menos parecido al sueño americano. Me plantearon que estábamos sufriendo la lacra de las bandas callejeras, el tráfico masivo de estupefacientes, el desánimo por las manifestaciones contra la guerra del Vietnam, la inoperancia policial, las mafias. Su solución era erradicar de forma expeditiva todos estos problemas. Y su propuesta me entusiasmó desde el primer segundo: inagotables recursos materiales, financiación constante y total libertad organizativa y de acción para reprimir la delincuencia organizada. Me dieron total autonomía para organizar una fuerza que trajera auténtica justicia a los inocentes.

[…] contrataron a Slade Meyers, una auténtica máquina de combate sobrehumana, y junto a él establecimos las bases del equipo. Con mi preparación militar organicé las misiones y, ya que resistía sin problemas el sueño, me encargaba de las vigilancias. Y, aunque la organización táctica me correspondía a mí, la imagen de liderazgo la representaría Slade.

[…] con una meticulosa preparación, desarrollada hasta el mínimo detalle en organización y diseño, dos valientes figuras desmantelaron la cúpula del clan Berzini en una fulgurante primera misión. A Slade le di el nombre clave de Justice. Yo simulaba ser Young Law, su dinámico ayudante. A partir de entonces nuestras acciones crecían en repercusión cada semana. Capturábamos a criminales y los entregábamos a la policía, listos para el juicio. Como sello personal, les abandonaba con un simulacro de sentencia escrito por mí. […] teníamos los medios, teníamos unos personajes que atemorizaban a los criminales y que traían esperanza a la gente que ya no creía en la justicia.

[…] quizá mi error fue no canalizar ese entusiasmo de forma ordenada y racional. Mi pupilo empezó a afrontar las misiones de forma más violenta, buscando más protagonismo y acción. También nuestros «mecenas» querían más repercusión y publicidad. Nos estábamos convirtiendo en unos emblemas temerarios. Y también nuestros enemigos buscaban la forma de contrarrestar nuestras acciones. Quizá en esos años está el origen del Sindicato de Mercenarios, la asociación que ha nutrido de seres superpoderosos a todo tipo de organizaciones criminales.

[…] yo le insistí a Slade que era una trampa, que el chivatazo no tenía sentido. Se lanzó a desmantelar el laboratorio clandestino él solo y no sobrevivió a la explosión que habían preparado. […] días después, me reclamaron en un despacho los miembros del consorcio que nos había contratado. Me explicaron que sentían la muerte de Slade pero que a la opinión pública le debíamos contar otra versión de los hechos. Que el personaje de Justice no podía haber muerto. Y que tendría menos impacto en la población si se informaba que la muerte era la de su joven compañero Young Law, mi personaje, mi creación. Lo cual daría pie a reestructurar el equipo con una nueva coartada: la venganza de Justice.

Así pues, simulamos el entierro y el funeral de Young Law como un símbolo de emotivo sacrificio y contratamos a otro hombre para hacer las funciones de Slade. Pero ahora con un nuevo nombre y propósito: Revenge. Yo volvería a coordinar las misiones bajo otra personalidad: Executioner. […] pronto entramos en una dinámica más letal y arbitraria. Nuestro propósito ya no parecía la justicia sino el miedo. Y, cada vez, me asignaban a un «justiciero» más violento y kamikaze que el anterior. Y siempre acababa muerto o desquiciado y mi joven personaje volvía a ser, aparentemente, el inocente sacrificado. Todos ellos, todos yo, Executioner, Baby Gun, Teen Shadow…, se desesperaban y resoplaban cada vez que el héroe principal entraba en un combate sin seguir mis instrucciones. Después de unos años, ya no tenía sentido seguir con aquello.

[…] si he de ser sincero, echo de menos enfundarme el traje de Young Law. Eran tiempos en que de verdad creías que lo que hacías era, simple y llanamente, el bien. De vez en cuando leo esa última sentencia que escribí para su última misión antes de que le tuviéramos que enterrar en un ataúd.

(Capítulo 13: La muerte de Young Law y otros falsos funerales)

La Tierra es maravillosa vista desde la Luna. Desde las bases que construyó la NASA en los años 60 afrontamos la más fiera y desesperada batalla por el futuro de la humanidad. Pocos saben que la Estación Espacial Internacional es el primer baluarte en la defensa de nuestra atmósfera de una invasión extraterrestre. Y que el contingente militar de las agencias espaciales es, simplemente, inabarcable. Los principales países, al margen de alianzas y posicionamientos ideológicos, se habían estado preparando para una invasión extraterrestre desde los primeros avistamientos de OVNIS. Nada de exploraciones a la Luna a recoger minerales ni vueltas a la órbita terrestre con una perrita en un pequeño satélite. Las misiones para la defensa de la corteza terrestre abarcaban desde los cráteres lunares hasta las simas de Marte.

[…] nuestros secretos aliados eran unos renegados de los invasores, la conocida como Civilización Omega, una raza extraterrestre cuya sociedad está destinada, única y exclusivamente, al militarismo y a la conquista de otros mundos. Ni siquiera colonizan los planetas, simplemente los arrasan y destruyen, no tienen un mundo natal ni de asentamiento. Avanzan a ciegas a su propio exterminio pero también del que se cruza con ellos.

[…] gracias a estos aliados conocimos su inmensa fuerza, su invulnerabilidad, sus poderes kinéticos… sólo uno de esos seres podría gobernar sin oposición el continente europeo. Pero también averiguamos sus puntos débiles. Eran temerarios, confiados en su fuerza y tácticamente individualistas, sin coordinación. […] me encomendaron la misión de dirigir un comando de esos aliados alienígenas, enfundado en un traje de astronauta con un impulsor jet a la espalda. […] lanzamos contra ellos experimentales naves antigravitacionales, bombas nucleares humanas, alienígenas traidores e incluso los viejos sputniks que estaban aún en órbita. En algún momento me pareció que el mismo Sol parpadeaba.

[…] aún me sonrío cuando recuerdo mi foto del desfile de la victoria, parecería la imagen de un chaval que va sobre los hombros de un marinero si no fuera porque el marinero era de color verde y me sostenía con unas garras.

[…] años después me reuní con uno de mis viejos camaradas de aquella batalla. Me contó una anécdota que le sucedió durante unas vacaciones en un crucero. Visitó con su familia una exclusiva isla paradisíaca en el Pacífico y se alojaron en un fabuloso hotel. Por la noche, mientras cenaban, le presentaron al propietario del complejo hotelero. Bill notó algo extraño en él y, mientras comía, su cabeza empezó a hacer repaso mental de rostros familiares. Cuando le abordó, mientras estaba tomando copas en solitario en la barra, ya no tenía ninguna duda. Sólo podía ser el último superviviente de los alienígenas aliados. Nuestro héroe del espacio, Alienaut, que estaba casi irreconocible, camuflado como un humano más. Después de múltiples operaciones de cirugía sólo se le notaba, de su antigua fisonomía, un espolón en su espalda. Bill le interrogó y le recordó las batallas que libró defendiendo la Tierra. El alienígena se mostraba esquivo y ni siquiera me recordaba a mí, en la época en que yo era conocido como Terranaut. Sí le confesó a Bill que traicionó y abandonó la Civilización Omega porque era un militar mediocre y era considerado un fracasado entre los suyos. Y que por eso buscó un mundo donde la muerte y la conquista no fueran esenciales para sobrevivir. No le interesaba nada la lucha y el combate, así que aprovechó el reconocimiento y la gloria que le brindaron por la victoria en la Tierra para darse la buena vida. […] no sé si creerme que, entre palmeras y playas, está de fiesta un ser ultrapoderoso que simplemente aspira a pasar el resto de su existencia en un resort de vacaciones.

(Capítulo 15: Surcando los cielos y el espacio)

Para completar este capítulo sobre las personalidades a las que me he enfrentado, acudí hace unos meses a un sanatorio mental a visitar al profesor Neumann, más conocido como Cubik, un alias que se me ocurrió tras estar ante su presencia durante una de nuestras misiones para destruir su organización.

[…] aunque cumple una cadena perpetua como un enfermo mental en una institución psiquiátrica, bajo excepcionales medidas de seguridad, Cubik es la persona más inteligente y astuta que ha pisado este planeta. Su capacidad mental es imposible de cuantificar y la meticulosidad de sus estrategias ha sido un auténtico desafío para los que nos hemos enfrentado a él. Su vida y su talento los ha dedicado en la consecución de un mundo utópico, homogéneo, que funcionara como una maquina de precisión, moldeado como una perfecta figura geométrica. Y para lograr este objetivo trazó ambiciosos y audaces planes para derribar y reemplazar toda la civilización humana. Creía en una absoluta igualdad basada en una organización milimétrica de las funciones de todos los individuos. Un mundo sin reyes, gobernado por toda la humanidad como un solo hombre.

[…] sus proyectos eran tan precisos que sus seguidores tenían previsiones y planes de contingencia para cubrir cualquier fracaso y emerger de nuevo con un objetivo más intrépido que el anterior. Si destruíamos su principal base subterránea se reagrupaban en refugios secretos bajo el mar para contraatacar con mucha más fuerza. Hemos logrado repeler incluso ataques simultáneos en treinta localizaciones a lo largo de todo el globo que estaban cronometrados al segundo.

[…] en un recinto abarrotado de otros internos me senté, frente a frente, con el considerado hombre más inteligente del planeta. Pero su aspecto era ausente, sin vida, sin brillo en la mirada. Deseaba descifrar su pensamiento y sus secretos. Saber por qué sus seguidores lo habían abandonado, quizá rendidos o desencantados. También quería confesarle que yo había boicoteado muchos de sus planes siguiendo un esquema tan simple como efectivo: servía de cebo y me dejaba capturar ya que me seguían considerando el compañero cándido y joven de los justicieros a quien finalmente los héroes principales irían a rescatar. Pero mientras estaba capturado me dedicaba a memorizar las zonas de defensa de la base principal y sus puntos débiles y se lo hacía llegar a mi grupo de asalto o escapaba de las instalaciones para planificar una estrategia de ataque. También quería explicar a Cubik que, desde bandos diferentes, le admiraba y sentía que éramos reflejos enfrentados en un mismo espejo. Mi talento es físico y mi cuerpo no tiene límites en movimiento. Sin embargo, la mente de Cubik nunca deja de funcionar, incluso en sueños su cerebro encadena una idea tras otra.

[…] pero la persona que tenía delante no me ofrecía más que respuestas vagas y falsas excusas, hasta que saqué del bolsillo un desordenado cubo de Rubik y le pregunté:

—¿De qué forma pretendía convertir la Tierra en algo tan exacto y preciso como un cubo geométrico? Admita por fin que su ambición era una locura.

El hombre levantó la cabeza y hundió su profunda mirada en mis ojos. Durante una eterna pausa me sentí juzgado por su imponente personalidad mientras él manoseaba tranquilamente el cubo de juguete.

—La principal ventaja de que nuestro planeta sea esférico es que, si transitas por él, en cualquier momento puedes volver al punto de partida. Todos los ciclos renacen y se repiten una y otra vez. Solamente hay que esperar al momento preciso —respondió con absoluta lucidez mientras sus manos completaban el puzzle del cubo en unos fugaces movimientos.

Se despidió muy educadamente de mí y se dirigió al patio a pasear. Se acababa la hora de visitas y a mi alrededor el resto de internos de la sala realizaban diversas tareas con sincronizada armonía. Dos enfermos mentales escoltaban a Cubik, otros dos colocaban las sillas sobre las mesas, dos más apagaban las luces al unísono y otros dos barrían el suelo. […] ¿serán los locos el ejército de Cubik en su próxima revolución?

(Capítulo 20: El nombre en clave de las grandes amenazas)

Se metía en mi cabeza y me leía el pensamiento con una sola mirada. Su fuerza podía hacer temblar al puente más robusto. Ella me transportó a la Luna, a las estrellas y al mismo paraíso. Este libro está dedicado a Anette. Mi esposa no tenía poderes pero su corazón era inmenso y le falló el 30 de agosto de 1998.

(Página 5: Dedicatoria)

[…] a pesar de que mi cuerpo resiste inmaculado el paso del tiempo, de mantener el mismo vigor y el mismo aspecto aniñado desde el año 39, de que ni una arruga y sólo cicatrices de batallas surquen mi cara, creo que mi hora se va acercando. Mi mente flaquea y olvida y por eso creo necesario plasmar estas memorias antes de que mi cabeza se derrumbe y arrastre al resto del cuerpo.

[…] cuando mi abogado me indicó dónde habían conseguido localizarle, no me lo pensé dos veces y escapé esa misma noche de la celda. Y corrí durante tres días y tres noches a una velocidad endiablada para atravesar el estado y llegar a Harlem. Tenía que ir a pie ya que me había convertido en un fugitivo y el FBI buscaría en todas las carreteras, trenes y aviones. Mis pulmones ardían, mi corazón me golpeaba en cada latido y los tendones y los músculos amenazaban con estallar. Al tercer día de frenética carrera mi cuerpo había llegado hasta un límite insoportable. Pero el dolor se puede resistir, lo que no me perdonaría era llegar tarde y volver a perderle. […] en Harlem, sin aliento y al borde del colapso, encontré a Troy en un viejo apartamento de los suburbios. Era la viva imagen de la muerte, aturdido y consumido por las drogas. […] tenía que salvarle, por Klaus, por mi viejo camarada que lo dio todo por América y murió con la vergüenza de ser acusado falsamente de traición. Su hijo estaba siendo arrastrado por esa misma culpa. […] le enseñé una foto que había conservado durante los últimos veinticinco años: Klaus y yo, en el Despacho Oval junto al presidente de los Estados Unidos, vestidos con los uniformes de Fat Man y Marshall Lad. Troy empezó a llorar como un chiquillo expulsando fuera todo el dolor y toda la culpa que había acumulado los últimos meses. A partir de entonces, trabajamos clandestinamente por rehabilitar la memoria de su padre y demostrar nuestra inocencia ante el pueblo americano.

[…] conseguimos por fin, en el año 2003, que nos autorizaran a enterrar el cuerpo de su padre en el cementerio militar de Arlington con todos los honores. Yo empujaba la silla de ruedas de Troy, ya con un cáncer muy avanzado, y que en los últimos días de su vida pudo ver cumplido uno de sus deseos más anhelados.

(Capítulo 22: Las hazañas inolvidables)

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La mirada de la gorgona

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Juré volver. Y lo hice con lágrimas en los ojos, mientras veía empequeñecerse tu etérea silueta contra el azul inmaculado aquella gélida mañana. Me fui sin decirte adiós con la mano, sin una sonrisa que llevarme a la boca morada. Y tú te quedaste ahí, inmóvil y mudo, indiferente y ajeno a mi dolor y mi llanto. Sin embargo es esa fría y pétrea naturaleza tuya lo que me atrae irremediablemente, como el abismo al vértigo. Por eso juré que volvería, y aquí me tienes.

La primera vez que te vi se me llenaron los ojos, y toda esa bolsa vacía que arrastraba y que era mi vida. La elegancia única en tus formas, el dominio de tu carácter, la fuerza de tu porte y la magia casi divina que manaba hasta de tu sombra… ¿Cómo no amarte? Sobresalía tu cabeza nevada sobre todas las demás, y yo te elegí por ser el más difícil e inasequible, el inalcanzable. Quería someter a mi constancia esa altivez soberbia que te daba el saberte inconquistado. Y en aquel desgarrado intento por hacerte desesperadamente mío, te defendiste con tu espíritu salvaje. Me arañabas, me mordías; presa de un febril masoquismo me ofrecí a tus caricias sangrientas… todo por alcanzar la cumbre, el éxtasis. La debilidad de mi cuerpo me laceró el alma mucho más que la furia de tus ataques.

Hoy vuelvo a ti menguada y difusa, como una grotesca máscara de cera que olvidaron al sol. Te contemplo desde mi mutilada soledad, porque no todo el mundo sabe amar cuando no hay belleza. Ahora que te miro, y ante mis ojos tu petrificada indiferencia es la misma que la de aquella primera vez, compruebo que un hombre y una montaña podéis ser casi idénticos, y me pregunto entonces, si fue mi mirada la que volvió piedra el corazón de aquel que me abandonó.

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Amor atómico

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(La respuesta está en Cuenca)

El Amor es una gota de agua en un cristal, según reza el primer verso de la canción homónima de José Luis Perales. Aunque, en un primer momento, tal aseveración nos resulte absurda (¿qué tendrá que ver el Amor con una gota salpicada en un cristal?), demostraremos que el cantautor ha sintetizado en esa frase la esencia misma de la gran fuerza creadora.

¿Qué es el Amor? Atracción, necesidad, estabilidad, compartir, mil y una manifestaciones del mismo sentimiento… Sociólogos, neurólogos, músicos, filósofos, físicos, poetas… todos tienen sus teorías sobre el Amor; pero son estos dos últimos quienes más se acercan a su verdadera naturaleza. Los primeros la descubren y analizan; los segundos la hacen comprensible.

En el s. V a. C. Demócrito de Abdera acuñó el término átomo y sentenció que «nada existe, salvo átomos y vacío». Simple y conciso. Años antes, Empédocles, el de la clepsidra, ya había sugerido un concepto metafísico del Amor, definiéndolo como el principio que une a los elementos cósmicos. Han tenido que pasar muchos siglos para que los grandes panegiristas del Amor, los rapsodas, recuperasen las bases que sobre este sublime sentimiento sentaron aquellos primeros físicos de la Humanidad.

Así pues, Vicente Huidobro reconoce en su Canto II que si el ser amado muriera «¿qué sería del Universo?», reivindicando la conexión cósmica de todos los seres a lo largo de todo el poema. Jesús Lizano corrobora esta cosmicidad física del amor y de las criaturas en su poema Eres mi caracol, mi estratosfera. En otros versos de carácter geométrico multidimensional (El amor es un espacio donde no hay lugar) y gravitatorio newtoniano (Te quiero como la Tierra al Sol) el mismo Perales condensa el mecanismo interno de esta magnitud que los poetas llaman Amor, los físicos Energía y otros Dios (Dios es Amor, la Biblia lo dice).

Porque el Amor está en todas partes, ni se crea ni se destruye, sólo se transforma. Porque todo lo que existe está hecho de una única sustancia, un protón y un electrón unidos por amor electromagnético, y que forman la unidad de la que nace el Todo: el átomo de hidrógeno. Un átomo que busca a otro con quien compartir electrones y crear una molécula estable. Y cuando el amor es tan fuerte que sus núcleos se fusionan nace un nuevo elemento, el helio, en medio de una cálida y brillante reacción (por eso las estrellas son tan hermosas, y la nuestra, que nos da la vida, se llama así). Cuatro núcleos de helio se funden en uno de oxígeno, que para estabilizar su capa externa comparte electrones con dos átomos de hidrógeno creando la molécula de agua… Y así hasta formar toda la materia; materia que se presenta en tres estados siendo el sólido el más estable, ya que los átomos se combinan de forma ordenada en estructuras geométricas llamadas cristales…

Así que, después de todo, es posible que un hombre de Cuenca haya dado con la clave.

Atracción, estabilidad, compartir, varias manifestaciones de una sola cosa, amor, energía… Estaba ahí antes de que nos preguntáramos sobre ello y seguirá mucho después de que el Sol nos haya consumido en su pasión.

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Débora o los versos oréxicos

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—Perdone, pero tenemos que registrar también ese cajón. ¿Tiene la llave? —el inspector señaló la cerradura vacía.

—Me la he comido —contestó el interpelado desafiante.

—¡Sargento, ábralo! —volviéndose hacia el sospechoso, recogió el guante—. Es usted la última persona que vio a Débora Ortiz antes de desaparecer. Rece por que no encontremos nada que sugiera una tragedia.

Un policía forzó el cajón. El detective inspeccionó su contenido: un par de pilas, tres botones de camisa, un carrete de fotos, una pluma estilográfica, dos tarjetas de crédito caducadas, un aspirador con Ventolín, un legajo de cuartillas borrosas y con tachones, y una caja roja en forma de corazón. Retiraron la tapa con cuidado, como si se tratara de un ataúd y esperaran encontrar un cadáver ahí dentro. Un rostro joven de mujer los sonreía desde una fotografía.

***

Débora. Lo atrapó con su sonrisa de eslabones blancos y la trenza eterna de ébano… y aquella cadena perpetua de besos con forma de boca que tatuó en su piel apergaminada de condenado a viejo. Débora. Su nombre le daba hambre y al mismo tiempo lo engullía entre sofocados jadeos y voces confundidas: Devórame, Débora me devora me devórame Débora me devórame…

Era poeta e infinitamente mayor que ella. Pero la conquistó con los versos de Neruda, Hidalgo y Carrera Andrade; y Débora se dejó adorar por aquel devoto de su belleza y juventud. En su altar de sábanas blancas, él recitaba poemas que provocaban la risa cantarina de su pequeña diosa… «Tu cuerpo es un jardín, masa de flores y juncos animados. Dominio del amor: en sus collados persigo los eternos resplandores». «Y yo era solo, y yo era triste, y yo era menos, y yo era yo sin ti». Guardó en un cajón todas sus poesías negras y tortuosas porque el amor de Débora le sugería luz, color y felicidad… algo que un ser oscuro como él nunca había conocido.

«Bella, mi bella, tu ser, tu luz, tu sombra, bella, todo eso es mío, bella, todo eso es mío, mía, cuando andas o reposas, cuando cantas o duermes, cuando sufres o sueñas, siempre, cuando estás cerca o lejos, siempre, era mía, mi bella, siempre.» Tanto la amaba que no vivía sino para recitarle versos encendidos, siempre de otros. Él ya no escribía. No podía escribir. La respiración de Débora en sus oídos era la marea que mecía el mar de su inspiración; la atraía hacia él y cuando estaba a punto de rozarlo… se le escapaba entre los besos que Débora le daba al despertarse. Acariciar a la mujer era profanar a la musa.

«Ola redonda y lisa: en tu cárcel de nardos devoran las hormigas mi piel de náufrago.» Su mente seguía encadenada a las letras de otros poetas mientras Débora lo hacía con brazos y piernas a su cuerpo. Se preguntó si realmente el Amor era tan cruel y opresor que no le permitiría pensar en otra cosa. La sonrisa luminosa de Débora aparecía brillante como una media luna entre sus oscuros deseos de libertad.

«Recién estoy completo como un redondo, como un mundo eterno.» Aquella sería la despedida. Aquella sería la última cena, a la luz de las velas; la última vez que le recitaría otros poemas que no fueran los suyos propios. Pasado un tiempo de no verla, de no tenerla, de no tocarla, los recuerdos y todo aquello que de ella tendría dentro de él brotarían en hermosos versos, en una primavera de creación como jamás se imaginó…

Aspirando hondo miró a Débora.

«Olor a verde limón, a naranja mandarina.»

La acarició como si fuera la primera vez, experimentado escalofríos por todo el cuerpo.

«La piel que te cubre con lujuria de raso, obstáculo exquisito entre mis dientes y tu carne.»

Soltó su eterna trenza de ébano despacio, muy despacio, inspirando con cada frufrido de los mechones una bocanada de libertad.

«Nuca: […] pan redondo de una fiesta de albura.»

Descorchó una botella de vino tinto y escanció con maestría el líquido rojo rubí.

«Corazón de melón […], del negro de un mejillón son tus ojos en su punto de sal.»

Se miró en ellos y se descubrió por primera vez, como si un nuevo y distinto yo que no conocía le esperara allí dentro. Se desconcertó por un momento. No sabía si aquel yo le pedía que lo sacara del abismo o, por el contrario, lo invitaba a fundirse con él. Se sonrieron mutuamente y las dudas se disiparon, como el humo de las velas.

Con la voz temblorosa por una pasión lujuriosa nunca antes experimentada recitó para su amada: «Tus senos, carne de anón».

Débora ya no lo miraba. Su voz sonaba como un eco lejano que iba ganando intensidad: devórame-Débora me devora-me-devóra-me… La lengua de su idolatrada se movía sensual y mullida entre la suya, retorcida como los pecados de una serpiente.

Y cantaba: «Labios de fresa […], la pulpa de la fruta de la pasión.»

Los chupó como se chupan los jugosos gajos de las mandarinas; los mordió como se muerden los fresones grandes o las moras; y como éstas al gotear, le dejaron escabrosas venas hasta los codos que él lamió y saboreó a placer.

«Tu boca, fruta abierta al besar brinda perlas en un pocillo de miel y guindas. Panal es su boca, bebed ambrosía.»

Apuró el vino de su copa. Débora formaría parte de él para siempre jamás.

***

Bajo la fotografía que el inspector extrajo de la caja roja, en un nido de negros cabellos reposaban, como diminutos huevos, los dientes blancos que un día engarzaron la sonrisa de Débora.

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La dura tarea de innovar

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Innovar es difícil. Es difícil en cualquier ámbito, pero tratándose de sexo, lo es aún más. Y tratándose de la industria cinematográfica del sexo, las probabilidades tienden a cero. Dejemos a un lado el catálogo de posturas del Kamasutra, y centrémonos en el cerebro, el órgano sexual más importante. Pensemos en las atracciones tipificadas en los manuales de psicología. Sólo con la lista de filias y parafilias se podría escribir un Thesaurus. Se puede dividir la fisionomía humana en un catálogo de fetichismos. ¿Hay alguna parte del cuerpo de tu pareja sobre la que te masturbas en tus fantasías? ¿Los ojos? Oculofilia. ¿Las orejas? Otofilia. ¿Los dientes? Gomfipotismo. ¿Las axilas? Axilismo. ¿El estómago? Alvinolagnia. ¿Los genitales? Colpofilia. ¿Las nalgas? Pigofilia. ¿Las piernas? Crurofilia. ¿Los pies? Podofilia. ¿O te interesa más la interacción sexual con desfase de edad? ¿Te gustan las mujeres mayores? Graofilia. ¿Más jóvenes? Elige: hebefilia, ninfofilia o blastolagnia. ¿O tu fijación son los fluidos corporales, que te empapen con ellos o que cubran de arriba abajo a esa compañera tuya de trabajo a la que secretamente deseas? ¿Se trata de lágrimas? Dacrilagnia. ¿Saliva? Salirofilia. ¿Sudor? Sudorofilia. ¿Vomito? Emetofilia. ¿Orina? Urolagnia. ¿Mierda? Coprofilia. ¿O eres del tipo exhibicionista? ¿Te gusta que te miren cuando lo haces con tu pareja? Autagonistofilia. ¿Sólo que te oigan? Agrexofilia. ¿O lo que te gusta es incorporar objetos al acto? ¿Te va el rollo de los enemas? Clismafilia. ¿Las agujas? Belonefilia. ¿Las descargas eléctricas? Electrofilia. ¿Objetos sagrados? Anofelorastia. ¿Tampones usados? Hemotigolagnia. ¿Qué tal si aumentamos la bizarrez? ¿Qué tal si te sientes atraído por los discapacitados? Ablasiofilia. ¿Y por la gente que ha sufrido una amputación? Acrotomofilia, a menos que específicamente se trate de un miembro en concreto, en cuyo caso es amelotasis. ¿Con malformidades? Dismorfofilia. ¿Animal? Zoofilia. ¿Vegetal? Fitofilia. Más difícil todavía… ¿La ropa sucia? Misofilia. ¿Desnudarte delante de un médico fingiendo una enfermedad? Latronudia. ¿Coserte partes del cuerpo con aguja e hilo? Consuerofilia. ¿Los rayos y relámpagos? Astrafilia. ¿Maniquíes o estatuas? Galateísmo. ¿Sólo te excitan las fotos o cuadros de desnudos? Iconolagnia. ¿Además les haces un agujero a la altura de los genitales y te lo follas? Furtling. ¿Que te repten insectos, gusanos o caracoles sobre los genitales? Formicofilia. ¿Te gusta introducir alimentos en la boca, vagina o ano de otra persona para recuperarlos con la lengua? Picacismo. ¿Ser entrerrado vivo? Tatefilia. Y así podríamos seguir durante horas…

Ante tal panorama, mi socio Héctor y yo estamos consternados. Como dueños de una productora de cine pornográfico, necesitamos un nicho, un género aún virgen, alguna práctica no catalogada. Los japoneses se nos han adelantado con el bukkake, los alemanes con el fisting, y un cabrón de la competencia con el hámster; un auténtico cabrón, uno al que sin falta debemos fichar. Pero mientras incorporamos a ese genio a nuestro equipo, recae sobre nuestros hombros la tarea de ofrecer un producto competitivo y fresco. De ahí el pequeño descanso que decidimos tomarnos antes de subir a encerrarnos en nuestra oficina para provocar una tormenta de ideas.

Somos tan sofisticados que hemos bajado a tomar un brunch que ha consistido en varios sándwiches de pastrami y cebolla caramelizada y zumo de pomelo. Personalmente, además, hace una media hora que noto la intoxicación de la ketamina; sí, puede que tenga alucinaciones, pero la historia está llena de chamanes, filósofos, músicos, escritores y mesías que han atisbado en ellas una revelación. Y no me importa que se emplee en veterinaria. Tampoco me importa la impresión que me acompaña de estar atravesando capas y más capas de éter cálido. Mantengo mi mente en su sitio repitiendo un mantra. Calculo de manera inmediata mis constantes vitales. Pulsaciones por minuto: 62. Respiraciones por segundo: 0,28. Bien, me encuentro en un estado óptimo. Pagamos la cuenta, evalúo distraídamente el potencial sexual de la camarera, y salimos de la cafetería.

Entramos en la oficina justo en el momento en que Ismael, el jefe de guionistas, grita encolerizado a los demás «¡Hay que comer más culos!». Sí, tenemos guionistas. Y técnicos de iluminación, y de maquillaje y de postproducción. Nos tomamos nuestras películas muy en serio, son un producto de calidad. No hacemos esa mierda de gonzo, aunque nuestras actrices pueden ser tan guarras como las que se dedican a ese género. De hecho, pueden ser tan guarras como les paguemos, lo que, en definitiva, se llama como en cualquier otro ámbito laboral: profesionalidad.

En la sala de juntas todo está dispuesto. Las botellas de agua mineral situadas frente a las copas de cristal. Varios tacos de folios perfectamente alineados en bloques compactos precedidos de varios portalápices en los que los bolígrafos están agrupados por colores, negros, azules y rojos, y que me hacen pensar en las papelerías y en mi infancia: de niños a todos nos gustan las papelerías. Tal vez eso se podría considerar como alguna clase de fetichismo. Además, sobre un fino espejo rectangular y sin marco, hay un generoso montículo de cocaína. Freud la inventó como anestésico para las operaciones de córnea hace ciento veinticinco años, pero gracias a Dios hemos descubierto que es mucho más interesante empleada con fines recreativos; digan lo que digan, te hace más imaginativo, más listo, más simpático, más ingenioso, más rápido y más fuerte, y para colmo tardas más en correrte. En definitiva, es genial, por eso yo siempre se la doy a los niños que me piden un cigarro. Porque fumar sí que es un vicio malsano (nota: capnolagnia, la excitación sexual al ver a alguien fumar). Por supuesto, yo fumo.

No obstante, lo más importante de la sala son las dos mujeres semidesnudas que se están besando sobre la mesa entre suaves risas. Mi secretaria, Patricia, y la ayudante de producción ejecutiva, Tatiana. Nos saludan con una sonrisa. A la par que mi socio, me meto la primera raya. Pulsaciones por minuto: 65. Respiraciones por segundo: 0,31. Después de eso nos sentamos a la mesa frente a frente.

No sorprenderé a nadie si afirmo que en la industria del porno se folla muy a menudo, y en casi cualquier contexto. Es comprensible, de alguna forma hay que liberar la tensión que produce un trabajo que te expone a una sobrestimulación entre diez y doce horas al día. Las fiestas o reuniones de trabajo que acaban convertidas en una orgía son frecuentes. En este sector no hay ninguna tensión sexual latente que enrarezca el clima del espacio laboral: la machacamos a base de polvos. La única diferencia es que hoy parece que hemos prescindido de los preliminares. Además, a nivel personal, mi mente será un reducto zen inexpugnable, pero mi cuerpo es un animal presa de la ansiedad, transmitiéndome su tensión: a cualquier hora del día tengo hambre y ganas de sexo. Soy un hueco insaciable, inmune a la saturación.

Me siento en la silla de cuero y Tatiana se acomoda bajo la mesa y me desabrocha la camisa y los pantalones, desliza su lengua sobre mi pecho entreteniéndose en dar suaves tirones del aro que llevo en el pezón (nota: estigmatofilia, excitación sexual provocada por tatuajes, piercings o cicatrices), y después se hunde hasta acomodar la cara entre mi piernas.

Tatiana es una ucraniana que se presentó al casting de Semen Connection 3: la aspiradora humana, uno de nuestros mayores éxitos. Cuando la vimos entrar en el despacho, Héctor y yo contuvimos la respiración. A los diez minutos había dejado seco a mi socio, que lloraba de felicidad. Pero tenía un serio problema: un intenso miedo escénico. Era una magnífica bestia sexual hasta que la poníamos delante de una cámara. Simplemente, se bloqueaba. Además, tiene la manía de no besar: mantiene la estupidez de que eso es algo que sólo debe hacer con una persona de la que esté enamorada. Lo vio en Pretty Woman, y lo adoptó como actitud personal. Es uno de los daños colaterales de esa película, una de las más machistas que puedo imaginar: su tesis central es que no hay diferencia entre una puta y una dama más que la ropa, y que una mujer sola no puede escapar de su mierda de vida a menos que la rescate un hombre. Y luego dicen que la pornografía es sexista. Pero me doy cuenta de que esto es una digresión, y vuelvo a concentrarme en Tatiana. A pesar de todo lo anterior, la pusimos en nómina; como ya he dicho es ayudante de producción ejecutiva. ¿Por qué? Porque basta con sentarla a una mesa de reuniones para que cualquier hombre decida invertir su dinero en nuestra siguiente película.

Tatiana es peligrosa, lo sé, y la miro como si mirase un misterio. Aunque atlética, no tiene un cuerpo que vaya provocando accidentes de circulación a su paso. Pero sólo tienes que mirarla una vez a la cara para quedar hipnotizado. Su largo pelo negro me acaricia los muslos, aprieta los labios en un gesto enigmático mientras me masturba, sus rasgos son afilados y felinos, y cada ángulo de la mandíbula o los pómulos sugieren a partes iguales las posibilidades intactas de su juventud, la inescrutabilidad de su vida, la terribilidad de su belleza. Su piel pálida, sus ojos de un verde inagotable, que en este momento entrecierra. Mientras me empieza a lamer comprendo el miedo que provoca, la tragedia que aguarda tras esos ojos de ángel caído: compadezco a quien se enamore de ella. Su belleza es una belleza que te sobrepasa, que te atraviesa, que te funde, que te hace sentir elegido, privilegiado, único: una belleza que sólo puede prometer momentos de plenitud y días de desolación. Sin levantarme me inclino hacia la mesa. Me meto otra raya. Pulsaciones por minuto: 69. Respiraciones por segundo: 0,36.

Giro la cabeza. Héctor mira pensativamente el techo mientras Patricia, mi secretaria, se traga su pene. Patricia es una de las mujeres más elegantes y atractivas que he visto nunca, y también de las más cerdas, lo cual tiene mucho más mérito si tenemos en cuenta que tiene cincuenta y dos años. La elegí para su puesto no sólo por su excepcional currículum (que, de hecho, es impresionante), sino también por su tremendo parecido con Nina Hartley. Y con ese sexto sentido misterioso de las mujeres, de alguna manera lo supo. La mañana que apareció con el pelo teñido de rubio y cortado a media melena y con unas gafas de montura negra era idéntica. En ese mismo instante tuvimos que follarla. Y mi socio y yo descubrimos que estaba más que dispuesta, tanto que al principio pensábamos que era ninfómana, aunque en seguida me di cuenta de que nos follaba por venganza, tal vez contra su ex marido. Perfecto, me encantan las mujeres vengativas: follan mejor. Y, además de esa impagable cualidad, es la mejor secretaria que he tenido nunca, hasta el punto de que la mantendría en nómina aunque no volviera a chupármela nunca. Como detalle, diré que padece una ligera tos crónica, pero ese sería su único defecto, si es que acaso lo es.

—Bueno, pensemos… —me meto otra raya.

Ahora sí, empiezo a adentrarme en el hipertiempo de la cocaína. Pulsaciones por minuto: 74. Respiraciones por segundo: 0,44. Me llora un poco el ojo izquierdo.

—¿Qué es lo que está de moda ahora? —mi voz suena ligeramente ahogada, noto los dientes anestesiados.

Patricia está recostada sobre su costado derecho en la amplia mesa. Héctor se carga al hombro su pierna izquierda, coronada por un zapato negro con un tacón estilizado hasta casi convertirse en un arma, y la penetra.

—Según las últimas estadísticas, las maduras, entre los cuarenta y los cincuenta y siete —me dice mientras le da unos azotes.

Eso nos deja un rango de diecisiete años, pero no es fácil encontrar a una mujer que reúna los requisitos. Deben ser claras las marcas de la edad para el público especializado, pero a su vez debe ser muy atractiva, más que cualquier actriz de veinte o treinta, y en esta industria si algo abundan son las Cenicientas que se han ajado tras una década de rodaje a una media de cien películas por año. Por cada Jenna Jameson que mejora con la edad hay mil cuerpos agotados cambiando una y otra vez de nombre artístico, precipitándose en producciones de presupuestos cada vez más abisales. Miro a mi secretaria imaginando que es mi mujer (nota: candalagnia, excitación sexual al ver a la propia pareja follando con otra persona). Con Patricia triunfaríamos, estoy seguro, pero ya ha expresado claramente en diversas ocasiones que no está dispuesta a aparecer en ninguna de nuestras películas, que eso es lo único que no podemos pedirle. Sonrío, me alegro de poder pedirle todo lo demás, y creo que es un trato muy justo. Pero como ahora es mi arquetipo de milf, no puedo imaginarme grabando a otra. Descarto la idea.

—Hmmm, no, no lo veo… la competencia del mercado estadounidense es muy agresiva en estos momentos.

Ayudo a Tatiana a tumbarse sobre la mesa, recojo sobre su cintura la tela escocesa de su minifalda tableada, me deshago de su tanga. Me arrodillo como un penitente y lamo su clítoris durante unos minutos. Ocasionalmente introduzco la lengua entre sus labios babeantes y depilados (nota: acomoclitismo, atracción sexual por los genitales depilados). Siempre he pensado que el sexo oral es un acto simbólico de canibalismo, y me encanta que sea así. Para aumentar su excitación le meto completo el dedo índice por el culo. Calculo que el factor de distensión de su músculo orbital anal es de 0,8; perfecto, por encima de 1 no hay diferencia con penetrar una vagina, y por debajo de 0,5 empieza a ser obstrusivo. Sé que estaré penetrándoselo dentro de aproximadamente catorce minutos y treinta segundos. Empieza a arquear ligeramente la espalda, me aferra el pelo a la altura de las sienes y sus muslos comienzan a tensarse, sacudidos por ligeros temblores. Incremento la frecuencia de las pasadas de mi lengua, y ella se pierde en ese punto en el que se aferra a no llegar al orgasmo y pretende retraer las caderas, y a la vez lo desea y parece querer ahogarme con el pubis. En aproximadamente un tercio del tiempo que he estimado su respiración se acelera y adopta un patrón entrecortado. Y se corre entre sonidos inarticulados, los gemidos que son la canción inarmónica del éxtasis. Alrededor de mi dedo su ano se contrae rítmicamente como un anillo pulsátil: esa es la única parte del orgasmo que una mujer no puede fingir.

Me incorporo con los restos de flujo vaginal, sudor y saliva resbalando de mi barbilla, como si fuesen el plasma de una presa escurriéndose de las fauces de un depredador. Me enciendo un cigarrillo, y el filtro absorbe algunas gotas. Me meto otra raya. Pulsaciones por minuto: 82. Respiraciones por segundo: 0,58. Las tonalidades sonrosadas y relucientes del sexo de Tatiana son los carmesíes de un cuadro renacentista. Me quedo con la mirada fija y perdida en ellos, y creo que estoy al borde del síndrome de Stendhal.

—Podemos pensar en un desplazamiento —es la voz de Héctor la que me saca de mi ensimismamiento; está apartando a Patricia, que se ha sentado en su cara mientras tira de un cordón de zapato que le ha enrollado alrededor del escroto y la base del pene (nota: vincilagnia, atracción sexual por ser atado).

El desplazamiento. Ese es el primer método de innovación que hemos aplicado en anteriores ocasiones. Hacer algo que ya se ha hecho hasta la saciedad en otra parte. Así es como la humanidad ha aprendido a navegar por el espacio, así es como se ha puesto de moda el sexo anal.

—A ver, ¿dónde se corrían los actores en los ochenta?

—En las tetas de la actriz, claro —digo con el tono de un conferenciante en una adusta aula de universidad.

—¿Y qué paso en los noventa, cuando ya estábamos aburridos de eso?

—Empezaron a correrse en la cara.

—Exacto.

—¿Qué sugieres?

Héctor hace una pausa dramática, mientras Patricia intenta introducir la lengua en la abertura de su uretra; su pene está adquiriendo un preocupante tinte purpúreo.

—En la cornea.

No es mala idea, tiene el toque justo de perversión. De hecho, es una buena idea. De hecho, es tan buena idea que ya se nos han adelantado.

—Llegas tarde: no sé si han sido los coreanos o los japos, pero se te han adelantado.

Mi socio lanza un suspiro de desaprobación, aunque no sé si por la velocidad asiática o porque Patricia ha acabado con el estrangulamiento genital.

Mi mente sigue rebuscando en sus propios recovecos, husmeando en la intuición a la espera de una experiencia ajá mientras me desnudo. En mi leve estado de disociación tengo la impresión de ser un dispositivo semihumano maravilloso, un mecanismo de precisión. También tengo la impresión de que cuantos me rodean tienen un brazo más largo que otro, pero sé que esa impresión está sólo en mi cabeza.

Permanezco erguido frente a Tatiana como si fuera un estudio de anatomía: hay seiscientos cincuenta músculos en el cuerpo humano, cielo, y delante de ti puedes admirar al menos un tercio trazados como líneas de un dibujo bajo mi epidermis (nota: camifilia, la atracción sexual por personas engreídas o soberbias). Ella se inclina sobre la mesa apoyando el pecho en la pulida superficie de madera y parece soltar un ronroneo. Me atrae hacia su cuerpo, y mientras traza un par de líneas blancas sobre el espejo me estruja el pene con sus duros glúteos eslavos, moviendo las caderas arriba y abajo, masturbándome con el culo. Después de una potente inspiración se aparta ligeramente a un lado y me inclino sobre ella. Me meto otra raya. Pulsaciones por minuto: 89. Respiraciones por segundo: 0,74. Concentro la mirada entre sus omóplatos, y tengo la sensación de que su forma fluye, que las proporciones parpadean como el horizonte de un día caluroso, que su ser se expande unos centímetros por encima de sí mismo. No, soy yo. Respiro profundamente para aclarar mi percepción, y le penetro la vagina mientras vuelvo a hurgar en su cavidad rectal, esta vez con el pulgar. No obstante, la penetración vaginal para un hombre es como un trámite administrativo, es lo que menos satisfacción sexual nos produce, una mera formalidad. Por ello en seguida me aburro, salgo de su cuerpo y comienzo a frotar el glande contra la piel arrugada y áspera  de su ano.

—¿Cómo va el mercado de la zoofilia?

La idea me viene de la mano del segundo método de innovación: la sustitución. Hacer algo que ya se ha hecho hasta la saciedad cambiando alguno de sus elementos. Así es como la humanidad ha creado tecnología hasta para las tareas más triviales, así es como se han puesto de moda las tías con polla.

—Olvídate —la voz de Héctor también suena nasal, y me pregunto cuál será su ritmo cardíaco ahora que Patricia permanece empalada sobre él dándole la espalda mientras clava sus ojos en mí—, creo que ya se ha empleado todo mamífero imaginable. Para hacer algo nuevo tendríamos que usar… no sé… un pájaro. Y para que tuviera un pene lo suficientemente grande, sólo se me ocurre que tendría que ser un avestruz —por sus ojos sé que está sopesando seriamente la idea— …sólo que no se me ocurre cómo interactuaría con un ser humano. Además, las plumas serían una pesadilla para el maquillaje. Y por si fuera poco, según la ley actual necesitaríamos que alguien de una protectora de animales estuviera presente para certificar que el animal no ha sido dañado. Y sí, por si te lo preguntas, el coito interespecies se considera un daño psicológico.

Pienso que en los humanos el coito intraespecie la mitad de las veces también lo es. Suspiro, descarto la idea y comienzo a penetrar el culo de Tatiana y las venas de mi pene se inflaman con la acumulación de sangre. Para el sexo anal hay que seguir un ritual de varios pasos preestablecidos, pero mi frustración creciente y la ansiedad me han hecho pasar por alto algunos de los preliminares, como por ejemplo el beso negro. Paso la lengua por encima de mi labio superior, donde se acumula un residuo de polvo blanquecino. Pulsaciones por minuto: 93. Respiraciones por segundo: 0,8. En el momento en el que mi pubis impacta con sus nalgas suelta un gemido. La sujeto por el pelo y le arqueo la espalda hacia mí mientras empiezo a bombear. Se retuerce y gira la cabeza hasta que nuestros ojos se cruzan, me enseña los dientes y con la mano izquierda me aferra la garganta (nota: hipoxifilia, excitación sexual al impedir la respiración de la pareja o la propia). Noto cómo sus uñas me laceran el cuello, pienso en las líneas rojas que estará dejando el paso de sus dedos. Sí, preciosa mía, resístete, lucha, la penetración es una ordalía: mañana luciré los arañazos como trofeos.

Las paredes de la habitación se alejan, pero es sólo el atavismo de cazador que me concentra en la presa, en ese cuerpo que gime. Incremento la velocidad de mis embestidas, mi cadera es como un pistón, me precipito hacia ella una y otra vez como si quisiera incrustarme en su cuerpo, como si me fuera la vida en ello, cada golpe me percute en la nuca, y me sigue ahogando a medida que algo oscuro me empuja a aumentar la dureza de mis movimientos, una, dos, cien veces, las que necesite hasta vencerla. Pulsaciones por minuto: 101. Respiraciones por segundo: 0,9. Y de repente grita, o lleva unos segundos gritando, y me aparto. Al sacársela, su ano se dilata y se contrae de manera espasmódica, como un pez boqueando fuera del agua. Se incorpora trastabillando, con dos marcas horizontales en los muslos allá donde han estado golpeando con el borde de la mesa. Mañana serán hematomas lineales, cariño, auténticos estigmas de pasión. Parece desorientada, y sangra por la nariz. Se deja caer sobre mi silla, pálida y en silencio.

Sigue una densa pausa que sólo interrumpe la tos semihogada de Patricia. Ella y Héctor me miran, sorprendidos de mi inesperado acceso de brusquedad. Hablaremos de ello mañana, pero ahora lo apartamos eficientemente de nuestras mentes para seguir concentrados. He pagado mi frustración con el ser más hermoso del mundo.

Me meto otra raya. Pulsaciones por minuto: 105. Respiraciones por segundo: 1.

—¿Y si a la tía la sodomizan tres tíos a la vez? —ha sido Héctor el que ha roto el silencio.

Tenía que surgir. Sólo nos queda el método de innovación más vulgar: la acumulación. Hacer algo que ya se ha hecho hasta la saciedad añadiendo más de lo mismo. Así es como la humanidad ha erigido edificios cada vez más altos, así es como se han puesto de moda las películas de bukkake que ya han alcanzado un número de personal masculino de tres cifras.

Sopeso la idea, pero pensar en la distribución geométrica de los cuerpos hace que me duela la cabeza. Tal vez no sea casual que se me desate una ligera hemorragia nasal, a la que no presto atención.

—No, eso ya está hecho —es Patricia la que habla, después de toser un par de veces, tumbada boca arriba en la mesa, sus tobillos presas de las manos de mi socio que se extiende sobre ella como el Cristo de Dalí, separándole las piernas el máximo de su envergadura como si fuera una figura de origami a la que quisiera partir en dos.

—No jodas… —la voz de Héctor suena genuinamente decepcionada.

—Sí, creo que Alisya Tam lo ha conseguido.

—¿Alisya Tam? ¿La misma Alisya Tam de oh­dios­no­me­puedo­creer­lo­que­se­mete­esta­tia­por­el­culo.com? Bueno, ciertamente, si alguien podía hacerlo es ella. Tiene talento la chica. ¿Qué edad tiene?

—Creo que diecinueve.

—Joder.

Otra Cenicienta, tendrá que pasar por cirugía correctora antes de los cuarenta para que puedan contenerle los prolapsos.

Mi capacidad de concentración se difumina. Creo ver como si me estuvieran centrifugando en un entrenamiento de la NASA, como si mi piel se desprendiese y salpicara de carne las paredes. Y joder, estoy teniendo un flashback en cursivas:

¿Y tú qué quieres ser de mayor, hijo?

Quiero ser una criatura estelar, padre. Quiero extender mis alas cromadas, batirlas mil doscientos millones de kilómetros y posarme como una gárgola cósmica en los gélidos anillos de Saturno. Y desde allí, contemplar la Tierra como un aguamarina engastada en el silencio de la noche sin límites…

No, esto me lo acabo de inventar, estoy desvariando; nunca dije eso, mi padre nunca me preguntó qué quería ser de mayor. Me meto otra raya. Pulsaciones por minuto: 110. Respiraciones por segundo: 1,17. Sufro un capítulo de evasión y cuando regreso no sé cuántos minutos han pasado.

En este momento Héctor está a cuatro patas sobre la mesa, Tatiana tira de su pene y de sus testículos alternativamente como si lo ordeñase y entierra la cara en su culo. Mierda, creo que lo estoy viendo levitar. Me meto otra raya. Pulsaciones por minuto: 119. Respiraciones por segundo: 1,4.

Flotando entre los ecos de la difuminación, con pasos inestables, me acerco a Patricia, que se arrodilla ante mi erección. Comienza a chuparme. Mi socio se coloca a mi lado y ofrece también su pene. Diligentemente, mi secretaria se lo mete también en la boca.

No se me ocurre nada.

La piel de la comisura de los labios de Patricia está al límite de su elasticidad, conteniendo en su contorno a duras penas la polla de Héctor y la mía; por el pequeño hueco entre ambas se derrama un fino hilo de saliva. Sus manos expertas nos masajean los testículos, y sus dedos anulares recorren nuestros rectos hasta la profundidad exacta para que las uñas nos estimulen la próstata. Su cara está enrojecida, brillante y congestionada, y las venas de su cuello son como los cables de una máquina de follar perfecta que me indican el esfuerzo titánico que está realizando por no toser, por no desbaratar el clímax de ese momento único. Tatiana mira extasiada desde su silla, apenas consciente de estar masturbándose. Sí, cielo, observa: esto es una escultura de sudor y saliva, una obra de arte de carne y deseo.

—Joder, me voy a correr.

Es la voz de Héctor, que me llega como el recuerdo de un sueño lejano. Noto las palpitaciones de su pene pegado al mío, y en ese momento mi yo se disuelve. Pulsaciones por minuto: inconmensurables, desaparece la dimensión en que un número tiene relación con esta arquitectura sexual. Respiraciones por segundo: todas y ninguna, el hálito del placer trazando arabescos de jadeos. Mis piernas se petrifican, una serpiente se enrosca en mi espina dorsal, cada fibra muscular se tensa: en este momento mi cuerpo es invencible, en este momento mi cuerpo es eterno. Y eyaculo, eyaculo con toda la fuerza de la que es capaz mi organismo, como si un ser fluido estuviera luchando por escaparse desde el interior de mi pene. Mi cuerpo se ha sincronizado con el de mi socio, y acrecentamos simultáneamente la cantidad de semen que Patricia retiene en la boca y que amenaza con desbordarla… y en ese momento se oye un ruido a medio camino entre el estornudo, la carraspera y la arcada, y mi pobre secretaria no aguanta más y tose: la presión de su faringe liberada proyecta la masa de fluidos contra su paladar, y de golpe dos chorros lechosos parten de sus fosas nasales, forman pequeños grumos en su labio, se escurren por nuestros balanos y gotean dejando en la moqueta lo que parecen dibujos de nácar fundido.

Y entonces lo veo, y sé que Héctor también lo ve.

Patricia va a cubrirse con una mano y a pedir perdón, pero la detengo sujetando delicadamente sus dedos, chistándola muy suavemente, acariciándole el pelo, indicándole con gestos, como si temiera despertar a un niño, que se esté quieta. Mi atractiva secretaria moqueando semen.

Nos apartamos de ella despacio, sobrepasados como ante una epifanía sagrada, contemplando un advenimiento sexual. Sí, es un nacimiento. Y como una pareja de padres primerizos, la miramos sobrecogidos. Héctor me pasa una mano por la cintura y apoya su cabeza en mi hombro, con las mejillas aún teñidas de rubor postcoital. De sus ojos penden sendas lágrimas:

—Es precioso.

—Sí…

Yo también siento la necesidad de llorar. Sólo queda una pregunta flotando en el aire sobre nuestras cabezas… ¿cómo vamos a llamarlo?

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El espejo de dios

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Alguien burló el sistema de seguridad y se deslizó hacia el sótano. Allá abajo, el acelerador de partículas más pequeño del mundo dormía en la oscuridad del laboratorio.

Los avances en Nanorobótica y Ciberfísica Nuclear habían posibilitado, a mediados del 2027, que el legendario Cosmotrón fuera ahora poco más grande que la pantalla de un ordenador. En realidad eso es lo que era: una computadora, bautizada como GOD (Gravitational Optic Device) conectada a diferentes dispositivos, uno de los cuáles, la pantalla especular, era la superficie aceleradora. Los responsables del sincrotrón, el Dr. Newton y la Dra. Tereskhova, habían desarrollado su teoría de la Óptica Gravitacional a partir de la aplicación de las leyes dinámicas a fenómenos de reflexión de la luz y otras partículas subatómicas. El éxito en sus postulados, materializados en GOD, les supuso el Nobel de Mecánica Cuántica, así como el aumento de las inversiones para su proyecto de Teleportación Aplicada.

Ya habían conseguido programar a GOD para teleportar fotones, quark tops y una molécula de agua. La siguiente prueba se realizaría con un ser vivo pluricelular, asimétrico y de sangre caliente: un ratón. Aunque no era un ratón común. En su encéfalo se había introducido un nanochip que GOD controlaba y que, en caso de que la recepción fuera defectuosa, reactivaría las constantes vitales del roedor.

El mecanismo de la teleportación en sí era sencillo: se programaban las coordenadas del punto de salida y del de llegada en la cámara isótropa. GOD corregía cualquier posible desvío en la trayectoria producido por el rozamiento, la rotación terrestre e incluso el movimiento de deriva galáctica. Nada escapa a su control. Después se proyectaba la imagen del sujeto sobre el espejo y éste devolvía el reflejo en el punto de recepción. A continuación el acelerador lanzaba una a una, y a la velocidad de la luz, el chorro de partículas que componían el sujeto sobre el reflejo que esperaba en la meta.

El espectáculo fue sobrecogedor. El ratón había pasado de un extremo a otro de la cámara en un instante cegador. No había durado ni media milésima de segundo, pero la energía liberada en forma de luz cegó a los presentes. Poco a poco la impresión luminosa fue desapareciendo de las retinas de los científicos e inversores allí reunidos. Todos se felicitaron por el éxito, a priori, del experimento.

Pero, ¿y el roedor?, ¿estaba vivo? Rápidamente se le sometió a todo tipo de tests biológicos. GOD confirmaba las constantes del animal sin necesidad de activar el chip. Las pruebas histológicas, bioquímicas, genéticas… fueron negativas. El ratón estaba en perfecto estado. Tampoco su memoria o comportamiento había cambiado.

Nada más confirmarse la validez de GOD para la teleportación de seres vivos, el Consejo Nacional de Seguridad envió un cuerpo especial. El laboratorio de Newton y Tereskhova fue trasladado íntegramente a un sótano del Área de Aislamiento del Departamento de Defensa. Los científicos y colaboradores del proyecto también. Archivos, informes, disquetes, notas… todo fue confiscado.

Pero alguien burló el sistema de seguridad y se deslizó hacia el sótano. Despertó a GOD y le dio las coordenadas del punto de llegada, más allá de la cámara isotrópa. Mientras la computadora realizaba las correcciones oportunas, el sujeto colocó varias cargas explosivas por todo el recinto. Se situó en el punto de partida. El espejo proyectó su imagen hacia el firmamento.

—Querido GOD, no dejaré que te utilicen para la guerra. Yo seré el último experimento…

Apretó el botón del detonador. Entre las explosiones un haz cegador atravesó la noche. Cuando la impresión luminosa desapareció de las retinas de los miembros del Consejo Nacional de Seguridad, GOD y Tereskhova eran ya polvo de estrellas.

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En busca del fuego de Sthelios

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Introducción

El 16 de noviembre de 1974 el Observatorio de Radio/Radar de Arecibo (Puerto Rico) enviaba una señal de radio (1.679 bytes transmitidos en λ=12,6 cm) hacia M13, cúmulo globular de estrellas en la constelación de Hércules.

Aunque no hayamos recibido contestación, es posible que de otra parte del Universo nos llegue alguna radioemisión semejante, un anónimo intergaláctico que indique la existencia de una civilización técnica avanzada (es decir, que hable el lenguaje cósmico: matemáticas y radioastronomía). Tal vez ese lugar sera la radiogalaxia elíptica M87, en el Cúmulo de Virgo.

Ese día, un grupo de humanos se lanzará al descubrimiento más importante en toda la Historia de la Tierra, llevando a la práctica alguna de las opciones teóricas para realizar un viaje interestelar: cohete fotónico, teleportación, hibernación, arca de generaciones, diversos proyectos de sondas como la Ramjet Bussard… Yo he combinado tres de las propuestas y «construido» una nave fotónica (un cohete semejante a una gigantesca lámpara eléctrica impulsada por su propia luz) que acelera durante un año a 1g (9,8 m/s²), momento en que alcanza la velocidad de la luz. A mitad del viaje desacelera 1g hasta llegar a su destino. Aunque en 56 años (según el reloj de a bordo) podría darse una vuelta a todo el universo conocido (decenas de miles de millones de años en tiempo terrestre), he preferido hibernar a la tripulación (355 personas) a fin de que los otros pobladores del Universo se lleven una buena impresión de la raza humana y nos vean como jóvenes y saludables homínidos.

Todos los cálculos temporales han sido escrupulosamente realizados, y la terminología referente al instrumental de la nave está basada en los componentes de las naves Apolo, el funcionamiento de las sondas Voyager y algún préstamo del NCC-1701 Enterprise. El sistema de coordenadas horizontales empleado para situar las estrellas desde la Tierra ha sido adaptado a la galaxia M87. Los fenómenos galácticos y objetos celestes descritos son reales.

El nombre de la nave es un homenaje al cosmonauta ruso Yuri Gagarin, el primer humano que, el 12 de abril de 1961 a bordo de la Vostok 1, realizó un vuelo de 1h 48m a 27.400 km/h dando una vuelta completa a la Tierra, demostrando irrefutablemente que era redonda. También Isaac Newton tiene un puesto clave esta nave y en este misterioso viaje.

La estrella hacia la que nos dirigimos se denominó Sthelios puesto que era otra estrella-sol del mismo tipo que la nuestra: G2V. La misión no podía llamarse sino Arecibo, y se inicia un día del 2899 d.C. El cuaderno de bitácora se abre 16.244 días después, cuando en la Tierra han transcurrido casi dos mil millones de años…

Este relato es para el profesor Sagan, una de las mejores personas de la historia de este pale blue dot. Gracias por mejorar nuestra vida y ofrecernos esperanza para el futuro.

***

¿Existen muchos mundos o existe un único mundo?

Alberto Magno, s. XIII

NAVE FOTÓNICA GAGARIN I. PLANETA TIERRA
CUADERNO DE BITÁCORA
Día 16.245-A
ISAAC 8CC3261.7
180 días para contacto

Hoy, día 16.245 de la misión Arecibo, 
la comandante Erien asume el mando, 
cumplida la fase local de hibernación. 
Se han conectado los motores de modo 
nominal para la corrección de la trayectoria.

Nuevo rumbo: 4.7.12
Destino: M87-E0
Aceleración: −1g, constante
Fuente de ondas de radio: objeto Virgo A
(cuerpo sólido con movimiento traslatorio 
en torno a estrella tipo G2V)
λ=12,6 cm
Mensaje: sin decodificar

COMENTARIO 1-5.3 – Clave 3-2-3

Hace casi cuarenta y cinco años que salimos de la Tierra buscando la civilización técnica que envió un mensaje a las estrellas, igual que hicimos nosotros por vez primera hace mil años. Me pierdo en un mar de números intentando centrar, no dónde, sino cuándo estoy. Sólo Isaac, la computadora central, lo sabe con precisión. Todavía sufro los efectos del síndrome del despertar. La hibernación ha sido larga y mis ojos aún no se han acostumbrado al interior luminoso de la sala de control. Aún pasarán otras dos semanas antes de reanimar al resto de la tripulación. La Comisión fue muy estricta en este punto: sólo yo debo preparar la nave para el Encuentro, a fin de que nadie conozca la existencia del cargamento del módulo 3B. Y los pormenores me llevarán al menos catorce días de veinticuatro horas.

***

Todo estaba en suspenso, todo en calma, todo silencioso; todo inmóvil y tranquilo; y los espacios del cielo estaban vacíos.

Del Popol Vuh de los mayas quiché

NAVE FOTÓNICA GAGARIN I. PLANETA TIERRA
CUADERNO DE BITÁCORA
Día 16.246-A
ERIEN 9CG2232.7
179 días para contacto
Rumbo estable: 4.7.12

Detectado campo gravitatorio de ν Virginis,
la estrella Sthelios. Baterías de descenso 
activadas para contrarrestar la atracción y 
mantener la aceleración en −1g. 
Primeras imágenes de calibración de 
Sthelios. Espectrómetro y fotopolarímetro 
activados. Lectura negativa.

COMENTARIO 2-5.3 – Clave 3-2-3

Al ver la primera fotografía de Sthelios, la estrella tan parecida a nuestro Sol, no puedo evitar albergar mis temores más ocultos. Sthelios aparece como una enana blanca que se enfría a gran velocidad. Pienso en que en la Tierra han pasado dos mil millones de años y el Sol, en fase de gigante roja, habrá engullido todo el sistema solar interior, hasta Marte. Si pretendiera volver asistiría probablemente al último suspiro de mi estrella, y la vería degradada, como Sthelios, a un minúsculo fantasma errante y solitario.

Sé que hay muchas naves terrícolas por todo el universo conocido y quién sabe qué adelantos técnicos habrán conseguido, cuántas teorías de mi época serán una realidad palpable. Y, sin embargo, estos pensamientos esperanzadores no consiguen llenar este vacío que siento por dentro y por fuera. En mis visitas a las cámaras donde reposan mis compañeros durmientes he sufrido el impulso de volver a mi pequeño ataúd microclimatizado y dormir ese sueño ingrávido y sin imágenes; yo misma formar parte de esta ausencia, de este limbo en el que me deslizo consciente de su propia inexistencia. Porque, a pesar de los billones de kilómetros recorridos, las estrellas siguen tan lejanas como el primer día… Estoy tan cerca del infinito aquí como hace cuarenta y cinco años.

***

Es posible que el Cosmos esté poblado por seres inteligentes. Pero la lección darwiniana es clara: no habrá humanos en otros lugares. Si alguien está en desacuerdo contigo, déjalo vivir: no encontrarás a nadie parecido en 100.000 millones de galaxias.

Carl Sagan

NAVE FOTÓNICA GAGARIN I. PLANETA TIERRA
CUADERNO DE BITÁCORA
Día 16.247-A
ERIEN 9CG2232.7
178 días para contacto

Detectados campos de radiación débiles en
4.7.28. Es posible que la fuente emisora 
del radiomensaje se encuentre en el afelio 
de su órbita, justo al otro lado de 
Sthelios. Establezco, por tanto, una 
corrección cautelar de la trayectoria y 
fijo nuevo rumbo a 4.7.20

COMENTARIO 3-5.3 – Clave 3-2-3

Si mis suposiciones son correctas e Isaac ha realizado los cálculos pertinentes, avistaré el radioemisor mañana por la noche. Es curioso que siga utilizando expresiones que aquí, en mitad del espacio, no tienen sentido. La luz mortecina de Sthelios apenas semeja el de la Luna llena, y el estado de penumbra es constante las 24 horas del día. Echo de menos la Tierra. Pero la oportunidad de contactar con inteligencia extraterrestre y acaso fundar una colonia humana en otro planeta es algo incomparable en la Historia del Hombre. Posiblemente, los que vengan detrás ya no serán Homo sapiens sapiens, sino alguna subespecie parecida, con los dedos más largos, los pies planos, la cabeza algo más abombada… en fin, como nos imaginamos a los seres civilizados que vamos a conocer. Y sin embargo tengo la certeza de que no se parecerán a ninguno de nuestros prototipos.

Juzgamos al resto de criaturas según nuestros miedos e intenciones más oscuras. Lo desconocido nos asusta y lo poblamos de seres recelosos que albergan odio e incomprensión hacia nosotros, los Humanos. Concebimos formas de vida inteligentes similares al Hombre porque no aceptamos una inteligencia sin nuestra fisonomía. Y cuando ésta manifiesta ser claramente superior, la convertimos en una raza cruel de conquistadores que amenazan con invadirnos, esclavizarnos y destruirnos, porque así es como nos hemos comportado en la Tierra con aquello que considerábamos inferior.

Por eso transportamos el cargamento del módulo 3B. Y por eso estoy pensando en librarme de él.

***

Las estrellas garabatean en nuestros ojos heladas epopeyas, cantos resplandecientes del espacio inconquistado.

El puente, Hart Crane

NAVE FOTÓNICA GAGARIN I. PLANETA TIERRA
CUADERNO DE BITÁCORA
Día 16.248-A
ERIEN 9CG2232.7
177 días para contacto
Rumbo: 4.7.20

Aumenta la radiación proveniente de 4.7.28.
Isaac calcula el avistamiento a las 22.48.56.
La lectura radiométrica de infrarrojo revela 
la presencia de ondas de plasma ajenas al 
sistema Sthelios. La λ indica un desplazamiento 
hacia el rojo, es decir, son emitidas por un 
objeto que se aleja

COMENTARIO 4-5.3 – Clave 3-2-3

Entre las alternativas propuestas por Isaac, me inclino por la que sugiere que el emisor es una nave del planeta al que nos dirigimos. El mensaje aún no ha sido decodificado, a pesar de todas las claves aplicadas y el incansable trabajo de las tres computadoras integradas que nos acompañan en este viaje. Sin embargo, cuando miro las estrellas, la luz que nos llega desde ellas y comprendo, en la limitación de mi mente, lo ilimitado del espacio que las separa, casi puedo imaginar la respuesta…

No importa el nivel técnico que una civilización desarrolle en este universo (acaso haya varios): las estrellas siempre estarán ahí para recordarnos a sus criaturas que el infinito y la eternidad ni siquiera están a su alcance; que incluso el Caos está sujeto al orden del Cosmos; que el Cosmos es todo lo que es, o lo que fue, o lo que será alguna vez.

Ni la teleportación ni los plegamientos en el continuo espacio-tiempo acortarán las distancias, ni nos llevarán más rápido que la luz.

Sé, por el estremecimiento de mi corazón, que el Sol estalla como una nova allá en el brazo de Orión de la Vía Láctea. Pero ese destello de destrucción y muerte no cegará mis ojos (aunque pudiera permanecer criogenizada los dos mil millones de años que tardará la luz de la explosión en llegar hasta aquí) porque no deseo contemplar cómo se extingue la hoguera que encendió la llama de mi vida. A pesar de haber aceptado ser por el resto de mis días (que en tiempo absoluto van siendo milenios) vagabunda estelar, nómada cósmica, siempre queda en el puerto de los orígenes un fondeadero para el ancla de los recuerdos. Por eso no quiero ver cómo la tempestad engulle mi estrella y me deja a la deriva en mitad de este mar lleno de millones de faros que anuncian otros puertos; mas ninguno será el mío.

***

Al principio de todo, las cosas estaban descansando en una noche perpetua: la noche lo oprimía todo como una maleza impenetrable.

El mito del Gran Padre del pueblo aranda de Australia Central

NAVE FOTÓNICA GAGARIN I. PLANETA TIERRA
CUADERNO DE BITÁCORA
Día 16.249-A
ERIEN 9CG2232.7
176 días para contacto
Rumbo: 4.7.20

Se ha producido el avistamiento del radioemisor.
Es una especie de asteroide R0, de tamaño 
aproximado a Ceres, de forma irregular y color
pardo. Los sensores revelan una composición 
orgánica, pero no hay señales de vida. La 
lectura radiotelescópica indica que el planetoide
no emite las ondas sino que actúa como 
amplificador. Los análisis de Isaac ubican la 
verdadera fuente en la misma dirección que las
ondas de plasma detectadas ayer. Ante este 
descubrimiento decido alterar los planes de la
misión Arecibo. Con ayuda de Isaac estableceré
las nuevas directrices.

COMENTARIO 5-5.3 – Clave 3-2-3

Ahora que el Sol y Sthelios se han apagado y descubro que hemos atravesado este desierto oscuro y vacío en pos de un espejismo, siento que toda esta infinita negrura me oprime, me ahoga. Mis compañeros duermen esperando la luz de un nuevo día, el calor del amanecer a la vida. Y yo estoy aquí, en mitad de la noche; la noche que será eterna porque he dejado apagar la llama de la esperanza, el fuego de los Antiguos. Quisiera gritar; que mi grito resonara por toda esta galaxia; que alguien supiera que estoy aquí, en mitad de la nada. Y no dudo que se me escuchara. Pero nadie acudiría a mí, porque le sucedería lo que a esta misión: llegaría tarde. No se pueden tener citas espaciales… Tal vez sea ése el mensaje indescifrado: «Hola, estamos aquí, pero no vengáis porque para cuando lleguéis ya nos habremos ido o habremos muerto con nuestra estrella».

***

Soy mortal y sé que nací para un día. Pero cuando sigo a mi capricho la apretada multitud de las estrellas en su curso circular, mis pies ya no tocan la Tierra.

Tetrabiblos, Tolomeo

NAVE FOTÓNICA GAGARIN I. PLANETA TIERRA
CUADERNO DE BITÁCORA
Día 16.250-A
ERIEN 9CG2232.7

Isaac ha reprogramado las secuencias de hibernación
de la tripulación y desactivado el motor de 
propulsión. La nave permanece en órbita alrededor 
de Sthelios. Asimismo se han reorientado las antenas
hacia 4.7.28. y enviado un radiomensaje, con la 
esperanza de que, si el objeto que se aleja es una
nave, lo descifre y responda o regrese.

COMENTARIO 6-5.3 – Clave 3-2-3

No era la noche lo que me asustaba, ni el espacio el que me oprimía con toda su infinitud. Igual que un marinero no vive nada más que para amar la inmensidad azul del océano, yo no tengo sentido si no es entre las estrellas. Pero soy responsable de 354 personas, y este peso es el que doblega mis espaldas. No puedo permitir que despierten y sigan a oscuras.

He decidido embarcar en solitario y encontrar la radiofuente. Isaac ha calculado que del módulo 3B puedo obtener energía para acelerar el Daedalus, la lanzadera autónoma más pequeña, y mantener la velocidad el tiempo suficiente para entrar en el campo magnético de los sensores de la nave stheliana, suponiendo que sean parecidos a los nuestros. Debo intentarlo todo. Emitiré informes diarios por el transmisor auxiliar. Isaac se ocupará del resto.

Llevo provisiones para unos 30 años, que me durarán más porque mi estómago se ha vuelto perezoso tras la hibernación… Por fin envejeceré, aunque no sé si sabré hacerlo. En tiempo terrestre he pasado de los 2.000 millones de años… ¡cielos! Según el reloj de a bordo tengo 80 años y biológicamente estoy en los 35…

Aunque la muerte me sorprenda antes de agotar las reservas energéticas Isaac continuará recibiendo señal del Daedalus, lo cual me consuela. Cuando la última posición sea transmitida, despertará a la tripulación y ellos decidirán.

Ése será mi legado a estos hombres y mujeres; un último suspiro que los aliente; una fluorescencia roja y azul, débil como la de mi Sol moribundo, que los oriente en la noche. Ya nada más puedo hacer por ellos.

***

Que no crean que he vivido en vano.

J. Kepler

NAVE FOTÓNICA GAGARIN I. PLANETA TIERRA
CUADERNO DE BITÁCORA
Día 9.873-E
ISAAC 8CC3261.7

Hoy, día 9.873 de la partida de Erien, 
se ha recibido el siguiente mensaje:

La radiofuente está a la vista. Es un espectáculo indescriptible. El desplazamiento hacia el rojo era gravitacional. Lo que emite la señal es un maravilloso agujero negro. Isaac, llévatelos de aquí; dirígete a 3.13.27. He captado una débil emisión en λ=12,6 cm de 1.679 bits. Tal vez sean humanos. Isaac, busca un puerto para ellos; no los dejes zozobrar en mitad del vacío, ni vagar a la deriva, sin rumbo.

¿Sabes que el tiempo va más despacio aún en el interior de un agujero negro? Ahora que mi cuerpo empieza a arrugarse a toda velocidad quiero comprobarlo, y también si es cierto que en lo más profundo de sus tinieblas están llenos de la luz que absorben…

Surqué los cielos y ahora surcaré las sombras; mas, no importa: he amado con demasiado fervor a las estrellas para temer a la noche. Mi mente tuvo por límite el espacio ilimitado; mi cuerpo descansará encerrado en una fosa, en un negro agujero. Ahora lamento que no sea de Tierra…

Interrupción de la transmisión. Últimas 
coordenadas no registradas por posible 
fallo técnico en el Daedalus.

Procediendo a la maniobra de corrección 
de trayectoria. Nuevo rumbo: 3.13.27.

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